— Necesito que alguien los distraiga en un vehículo con los suministros —busca Torres, un voluntario.
— Torres, captaré su atención. Los alejaré todo lo que pueda —respondió Almánzar.
— No podemos perder al líder de los transportistas, no seas insensato, Almánzar, solo tú puedes mantener a tu gente con la moral en alto.
— ¿Entonces qué propones?, ¿Nos quedamos a morir sin hacer nada?
— Debe ser alguien más.
— Jefe, déjame ir, ¡sabes que soy el mejor al volante! —interviene Vásquez.
— ¡Vázquez!, ¿qué demonios pretendes? —preguntó Almánzar a su mejor amigo.
— Estos médicos son más importantes que nosotros, y por eso debemos asegurar su protección. Si siguen muriendo, todo habrá sido en vano.
— ¿Qué le diré a tu querida Catrina y al pequeño Joaquín si te sucede algo?
— No se preocupe, jefe... ¡Voy a estar bien! No hay tiempo que perder. Ya perdimos a un ingeniero... no permitiré que las únicas personas capaces de detener esta calamidad mueran.
— Almánzar, es nuestra única salida. Pronto estaremos rodeados y todos moriremos si no los enviamos. Necesito a un transportista, a cualquiera.
— Entonces escogeré a otro.
— No hay tiempo y soy el mejor. Prometo regresar y cobrarte lo que me debes, jefe —dijo Vázquez antes de subirse a su auto junto a cuatro soldados, entre ellos Polanco.
— Esto debe ser una broma —Almánzar sostiene fuerte del hombro a su amigo—. Asegúrate de volver, Juan... por favor.
Vázquez y su grupo se lanzaron contra los jinetes que se aproximaban, quitándoles la vida a dos de ellos, mientras los guardias disparaban enfurecidos por la pérdida de sus compañeros. Durante la confrontación, ningún jinete podía acercarse sin ser alcanzado por los disparos de la formidable barrera de guardias que les impedían avanzar. López y su equipo lograron desbloquear el mecanismo y elevar la puerta, mientras Almánzar y los transportistas movían los autos y nosotros trasladábamos a los heridos.
— Lo entiendo, Almánzar. Acabo de perder a siete de mis hombres y ni siquiera podrán tener un entierro digno. Lo justo es que estos doctores continúen con vida, mientras cumplan con su deber, las muertes de los demás no habrán sido en vano.
La puerta Ramón se abrió completamente, entramos en espera de nuestros compañeros que servían de barrera. Los autos desfilaban adentrándose en las pútridas tierras de María.
— ¡Chicos, es hora de retirarse! —gritó Vázquez a los guardias.
Para su horror, tres de los guardias habían sido asesinados y mutilados. Polanco, temeroso y herido, corría hacia la puerta. Vázquez, presa del pánico, también huyó.
— ¡Capitán, allí vienen! Son dos, han sobrevivido —exclamó Vidal, emocionado.
—Bajad la puerta —ordenó Torres.
— ¿Qué... qué están haciendo? ¡No pueden dejarlos atrás! —protestó Vidal, con un rostro desencajado por la incredulidad.
— Es una decisión difícil, pero necesaria. El sacrificio de unos pocos asegura la supervivencia de muchos —respondió Torres con pesar.
— ¡Es inhumano! —replicó Taveras, con un tono que denotaba tanto irá como tristeza.
— En tiempos de guerra, la humanidad a menudo se ve eclipsada por la supervivencia —murmuró Duarte, intentando justificar lo injustificable.
— Cuando pienso que no puedes caer más bajo, caes, Duarte —contraataca González.
— ¿Vivir, a costa de las vidas de otros? Es la peor excusa que me han dado —grita Vidal.
La puerta Matías se cerraba inexorablemente, y con cada centímetro que descendía, el destino de Vázquez y Polanco, se sellaban con un funesto final. Sus rostros, bañados en sudor y polvo, reflejaban un terror visceral, una comprensión súbita de que su fin estaba cerca. No había palabras que pudieran describir el pánico que les invadía, un miedo tan profundo que les robaba el aliento y paralizaba sus corazones.
— ¡Capitán, por favor! —imploraba Polanco, su voz quebrándose bajo el peso de la traición—. ¡No pueden hacer esto! Voy a ser papá... mi hijo me necesita.
Pero la respuesta fue el silencio, un silencio que gritaba más fuerte que cualquier palabra. La puerta se cerró con un golpe definitivo, y el mundo, para Vázquez y Polanco, se redujo a un estrecho pasillo de muerte, con los jinetes acercándose como aves de presa. López, con los ojos desorbitados, buscaba frenéticamente alguna señal de misericordia en los rostros de sus compañeros al otro lado. Pero solo encontraba miradas desviadas, ojos que no podían mirar la realidad de sus actos.
El horror de la traición se sentía peor que la enfermedad que se padecía en el país, una mezcla de incredulidad y desesperación. Habían sido abandonados, dejados para morir por aquellos en quienes confiaban, por aquellos con quienes habían compartido bebida, risas y sueños. Aquellos que horas antes contaban historias y se abrazaban unos a otros al compás del canto. Ahora, esos mismos compañeros se convertían en jueces y verdugos, dictando su fin sin un atisbo de remordimiento.
— Hicieron lo que tenían que hacer. Ahora, debemos continuar —dijo López, aunque su voz temblaba, revelando la tormenta interna que luchaba por contener.
— No puedo creer que esté pasando esto, ¿desde cuándo las vidas se volvieron intercambiables como en el ajedrez? — pregunta Vidal.
— ¡¡¡Desde que las desgracias asediaron a los débiles!!! —gritó Torres, con un nudo en su garganta—. No pido que compartan mi pecado... simplemente, cállense y acéptenlo.
— Capitán, ábranos, por favor, no deje que muramos aquí —implora Polanco.
— Gracias por tus servicios soldados... el mecanismo de la puerta está siendo destruido para impedirles el paso al enemigo. Gracias a su valiente esfuerzo, pudimos poner a salvo a los médicos —López agradeció compartiendo parte del pecado de Torres.
— Estás bromeando... ¿Verdad, López?
— Lo siento Polanco, pero, no es una broma.
— ¡Capitán!, ¿qué diablos esperan para abrir?, dense rápido —grita Vázquez, quien está batallando con un enemigo.
— Vázquez, lamento que tuvieras que dar tu vida por el bien del país y de los demás... se te reconocerá como un héroe —exhorta Torres.
— No es momento para hacer bromas.
— El maldito no está bromeando Vázquez —responde Polanco.
— ¡Jefe, por favor, ayúdenos, no nos dejen! —grita Vázquez, su voz desesperada resuena.
— Lo... Lo siento, Vázquez, el mecanismo está destruido y no hay manera de hacer que la puerta suba otra vez... Perdón —se disculpa Almánzar, quien sabía cómo terminaría todo desde antes de permitirle a Vázquez que fuese a ser carnada.
—Jefe —. Se acerca a la puerta tras asesinar al jinete. — ¡Míreme! Tenga el valor de verme a los ojos y decirlo de nuevo... ¡¡¡Que me mire!!! —Grita —. ¿Le parece divertido tener que mandarnos como carne a los lobos, solo somos piezas de vehículo reemplazable para usted? Prometimos reencontrarnos con nuestras familias, lo prometió... prometió llevarnos hasta nuestros seres queridos.
— Yo... No quería que esto pasara, Vásquez.
— Y usted, capitán... es la más grande basura que he conocido, no merece ser llamado héroe, mandas a otros a morir por usted, ¿no le pesa la conciencia?, ¡Oh, cierto!.. Le hace falta tener una.
Vázquez, con la determinación de un hombre que no tiene nada que perder, se enfrentó a sus perseguidores. Su lucha era feroz, pero en su corazón sabía que era inútil. Polanco, herido y solo, se arrastraba hacia la seguridad ilusoria de la puerta, su sangre dejaba un rastro sombrío en la tierra, tierra que pronto sería abonada con su cuerpo.
Los gritos de batalla se transformaron en súplicas, y las súplicas en un silencio mortal. La puerta Matías, ahora cerrada, se convirtió en el umbral entre la vida y la muerte, entre la esperanza y la desolación absoluta.
En el otro lado, los supervivientes no podían escapar de los lamentos que habían ignorado, de las vidas que habían sacrificado. La victoria, ¡si es que se podía llamar así!, estaba teñida con la sangre de sus propios hermanos.
Torres dio la orden de marcharnos, ya que el enemigo estaba muy cerca y solo podíamos escuchar, el cómo nos maldecían. Tras las imprecaciones, sus voces se tornaban en súplicas desesperadas, implorando clemencia a aquellos mismos que, momentos antes, buscaban arrebatarles la vida.
En todo el conflicto, me limité a ser un espectador; un mero cero a la izquierda que no poseía voz, ni fuerzas para hacer o decir.
— Por favor, perdónenme... no quise matar a los suyos, perdónenme, tengo familia.
Fueron las últimas palabras de Vázquez, antes de ser brutalmente asesinados a ojos de quienes decían ser sus compañeros, con quienes compartió bebida y un melancólico deseo de volver a ver a su amada y su hijo la noche previa.
En nuestras retinas se quedaron grabados los últimos momentos de vida del transportista, Juan Vázquez y el guardia Alberto Polanco.
La puerta, Matías, se convirtió en el testigo estruendoso que resonaría en nuestros corazones hasta la muerte. Con el cierre se apagaron las vidas de los que quedaron fuera. Los que estaban adentro se enfrentaban ahora a un silencio ensordecedor, un vacío lleno de preguntas sin respuesta y de vidas truncadas.
El convoy se puso en marcha, dejando atrás la laguna Redonda y los ecos de una batalla perdida, que había cobrado más de lo que cualquiera estaba dispuesto a pagar. La sombra de la muerte se cernía sobre ellos, pero también la esperanza de que el sacrificio no hubiera sido en vano.
En el país de Santa Catha, murieron once guardias, un científico y un transportista.
La entrada al infierno de la que tanto hablaban se materializó en una cadena de sucesos que arrojaron a nuestro grupo a tomar decisiones poco éticas.