Cruzamos la espesa neblina de misterios, no sin antes equiparnos y prepararnos para evitar todo contacto con la enfermedad, anticipando nuestro primer encuentro con la corrupción que se esparcía más allá. Sin embargo, apenas cruzamos el umbral, nos envolvió un ambiente lúgubre y macabro. La muerte flotaba en el aire, y la vegetación yacía marchita, exhalando un olor fétido. Los innumerables cadáveres irreconocibles de aquellos que intentaron huir del país salpicaban las murallas, pasto y tierra. ¡Aj!, su pútrido hedor, asqueroso como grotesco, se mezclaba con la vegetación y demás entorno. Aquellos desdichados que encontraron su fin a manos de la armada, quienes impedían la salida del país. Fuimos testigos de la desesperación de los habitantes por recibir ayuda y la desesperación de los guardias por impedir la propagación de la enfermedad. Los guardias se veían obligados a incinerar montones de cuerpos para contener la plaga, un acto tan necesario como deshumanizante.
Los campesinos gritaban por ayuda y protección. Gritaban temerle al hombre de la hoguera y las atrocidades de aquellos que abandonaron toda civilización, dando riendas suelta a sus más nefastos deseos.
El nauseabundo olor hizo que vomitara al instante, tuvimos que mojar pañuelos en colonia, para poder avanzar sin perder lo poco que nos queda en el estómago; me armé de valor para poder soportar la escena que se pintó en mis retinas como cuadro de un gran pintor expuesto al público. En esos minutos de carretera, comprendí el origen de las palabras de Polanco, que con desdén remarcó lo peor de los humanos, más si ellos son incluso peores.
Prosiguió nuestro avance a través del paisaje pútrido y deplorable, cada paso revelaba nuevas atrocidades y horrores que se habían apoderado de la región. La espesa neblina se aferraba a nuestros cuerpos, como si intentara engullirnos en su oscuro espesor de melancolía.
El camino hacia Pontos estaba plagado de árboles corroídos por la podredumbre, sus ramas retorcidas como dedos desamparados se alzaban hacia el cielo en un ritual de súplicas. La luz del sol apenas penetraba la neblina, creando una penumbra constante que exacerbaba la sensación de desolación. Animales carroñeros, albergaban cuerpos muertos que se negaban a sucumbir ante la enfermedad; merodeaban entre los restos humanos, sus ojos brillaban con una malévola inteligencia mientras buscaban sustento en la muerte.
Cada tanto, encontrábamos improvisados altares erigidos por los habitantes desesperados, ofrendas de comida podrida y objetos personales, suplicando por una salvación que nunca llegaba. Cada rincón del camino susurraba historias de sufrimiento y desesperanza.
A medida que nos acercábamos a Pontos, la magnitud del desastre se volvía aún más evidente. Las casas y edificaciones estaban podridas, muchas de ellas devoradas por incendios incontrolables. Las calles estaban desiertas, y el silencio era quebrado únicamente por los lamentos distantes de los supervivientes ocultos en las sombras.
La muralla María, que se alzaba imponente y protectora, parecía ahora una prisión para aquellos que aún vivían dentro de sus límites. La ciudad de Pontos, una vez próspera y vibrante, era ahora un reflejo sombrío de lo que había sido. El contraste entre la fortaleza de la muralla y la fragilidad de la vida humana era abrumadora.
Sin contratiempos que entorpecieran nuestro avance, el sol en su cenit nos halló, adentrándonos en la única urbe que se erguía majestuosa tras la gran muralla: la ciudad de Pontos, servía como enclave comercial, un hogar para los forasteros, quienes aquí hacían escala, recolectando provisiones y conocimientos antes de sumergirse en las verdaderas maravillas del país. Además, Pontos se revelaba como el santuario ideal para que los cazadores, tras jornadas en la espesura, trocaran sus capturas por una modesta suma de cheles. Relataba uno de los exploradores, su vista apagada era un recordatorio de quienes veían su país en un infierno.
— Tened cuidado, el lugar está muy silencioso —exhorta López mientras despliega el pelotón.
La ciudad parecía estar vacía como pueblo fantasma. El grupo siguió adentrándose rumbo a la muralla; pero en el camino, la duda de si estábamos solos nos invadía, el silencio nos jugaba en contra y generaba tensión en el grupo.
— Imagino que los pobres desdichados que encontramos cerca de la Gran muralla, son los habitantes de esta ciudad —exhorta González.
— A veces no entiendo tu falta de empatía, pero, quizás fueron más allá de la muralla María, aquí no tienen médicos —deduce Taveras, quien está fisgoneando por las cuatro esquinas.
— ¡¿No parece curioso que la ciudad esté simplemente desértica?! ¡Digo! Para ser una histeria colectiva, se tomaron con calma el salir de la ciudad y sin destrozar nada; tampoco hay rastros de sangre o cuerpos, las casas no parecen estar corroídas como lo antes visto en el trayecto. Los reportes describen que la infección afecta tanto a animal, personas, plantas y objetos. Esta ciudad no presenta signo de deterioro, podría decirse que está "normal", sin mitigar la situación en la que estamos —compartí mi paranoia al encontrarnos en un profundo silencio.
—Sí, se me hace extraño, pero preferible que todo se mantenga como hasta ahora, ¿no creen? —exhorta Vásquez a modo de aliviar las caras largas.
A pocos metros de la puerta Mella, el capitán Torres ordena parar; se encuentra dudoso al ver que no hay señal de recibimiento por parte del pelotón del país. No había noticias del pelotón que estaría aguardando en las torres, tampoco a los pies de la muralla.
— ¡Bien! Desplieguen una autocaravana como señuelo, quiero a cinco por el franco derecho y cinco por el izquierdo; el resto en formación de muro cubriendo las autocaravanas restantes... algo no anda bien —ordena mientras avanza de frente a la puerta.
Avanzaban por las calles desiertas de Pontos con sigilos, fisgoneando en cada grieta y agujero. Las armas erguidas buscando el peligro para erradicarlo. El silencio solo era interrumpido por el eco de los pasos y el crujido ocasional de alguna rama bajo los pies. Cada esquina, cada sombra, era revisada con cautela.
Exploraron casas, callejones y negocios. Dentro de ellos, las evidencias de una vida abruptamente interrumpida nos rodeaban: mesas aún puestas con platos a medio comer, juguetes esparcidos en el suelo y puertas que se balanceaban lentamente. La tensión se hacía palpable con el paso del tiempo, generando una sensación de angustia, como si la propia ciudad retuviera el tiempo y, con él, a nosotros.
Mientras avanzaban, se adentraron en una tienda de comestibles con la puerta entreabierta. Torres levantó la mano, señalando al grupo para que se detuviera.
— Vamos a investigar, pero con mucho cuidado —susurró.
El interior de la tienda estaba cubierto de polvo. Las estanterías vacías, los productos desparramados por el suelo, todo hablaba de un éxodo apresurado. Un calendario colgado en la pared marcaba la fecha del inicio del desastre, como si el tiempo mismo se hubiera detenido desde aquel fatídico día.
— Manténganse alerta —ordenó López—. Esto no me gusta nada.
Continuaban inspeccionando, cada paso, un recordatorio de la desolación que había devorado la ciudad. En un momento, escucharon un ruido sordo proveniente de una tienda cercana. Sus corazones se aceleraron al unísono mientras se preparaban para cualquier eventualidad.
López y Polanco tomaron la delantera, sus armas listas. Empujaron la puerta de la tienda, que se abrió con un chirrido espeluznante. El interior estaba oscuro, la única luz provenía de las grietas en las paredes.
— ¿Hay alguien ahí? —preguntó Torres, su voz resonando en la penumbra.
Hubo un momento de silencio antes de que una figura emergiera de las sombras. Era un hombre, delgado y desaliñado, con ojos hundidos y una expresión de terror en su rostro.
— Ayuda... por favor... —susurró, su voz apenas audible.
— ¡¡¡Atrás, no te acerques!!! —gritó López—. ¿Identifícate? —exigió mientras le apuntaba dispuesto a disparar.
— Soy... soy uno de los pocos supervivientes —dijo el hombre, su voz quebrándose—. La mayoría... se han ido o han... sucumbido.
— ¿Qué pasó con los guardias de la muralla? —preguntó Torres.
— La plaga... y alguien más —dijo el hombre, temblando—. Hay... alguien en la... Alguien... él nos acecha... —De su boca brotaba sangre oscura color carbunco, y en segundos se empezó a hinchar.
Torres ordenó retirarse inmediatamente y justo al salir el cuerpo del pobre hombre explotó, lanzando sus pútridos órganos por todos lados.
Torres se encontraba molesto al no poder sacar más información, con lo poco que sabía y sin poder regresar, optó por fijar rumbo a la capital como se había planeado, solo que esta vez, sin el pelotón de guarnición, ya que se desconocía lo que les había sucedido.
Intentamos abrir la puerta, Matías, pero fue imposible de este lado... algo evitaba el acceso desde el otro lado.
Incapaces de seguir, y sin noticias de lo ocurrido. Torres optó por la segunda ruta, rumbo al noreste, rodeando toda la muralla, unos 146 km.
Teníamos que movernos rápido para llegar antes de que el velo de la noche nos cubriera, ya que estaríamos cerca del bosque Cayo Aclarado. Bosque frondoso al norte de la muralla, hogar de animales y hombres que abandonaron la ley para vivir como salvajes, y sin ser la mejor situación, es de esperarse que sean más salvajes de lo habitual.
Éramos conscientes de que la segunda ruta supondría un peligro evidente, pero las murallas solo Albergaban tres puertas: la muralla María tenía a la izquierda la puerta de Ramón, al centro la puerta de Matías y a la derecha la puerta de Mella. Siendo la puerta, Mella la peor opción por los hilos de ríos y agua subterránea que harían difícil el maniobrar a los autos.