"Déjame ser tu espectáculo de fenómenos,
podría ser tu monstruo favorito.
Enciérrame, no me dejes salir porque sabes que...
No puedo evitarlo."
—Sub Urban feat. Rei Ami, Freak.
La luz cálida de la habitación envuelve a los dos hombres. Gio, sentado en el borde de la cama, lleva un pantalón deportivo ajustado y una camiseta blanca que resalta sus hombros anchos y su figura atlética.
Octavio, en cambio, parece más frágil con la ropa que Gio le ha dado. La camiseta azul y los pantalones le quedan grandes, demasiado holgados para su cuerpo delgado. La pérdida de peso se refleja en la tela sobrante. Todo le queda grande, como si no solo la ropa, sino también la situación, lo desbordara.
Gio sonríe con descaro al ver al profesor arrodillado frente a él. Con una mano, agarra el pedazo de carne grande y venoso que palpita retenido bajo la prenda interior. El miembro se alza en lo alto, como un monstruo ansioso.
El profesor aprieta los dientes, pero el otro decide jugar con él. Con la punta húmeda, acaricia la mejilla de Octavio, enrojecida de vergüenza y luego se desliza suavemente hacia la comisura de los labios. La expresión de Octavio se deforma, volviéndose horrible.
—No pienso obligarlo. En este momento, puede esperar con las piernas cruzadas a que vengan a buscarlo —dice, ladeando la cabeza mientras roza el glande sobre el labio inferior—. O, si prefiere, podemos continuar con el acuerdo que nos beneficia a ambos.
La mirada del hombre brilla de lujuria y el orgullo del profesor tiene que quedar de lado. No le queda otra opción, debe soportarlo. Lo sabe, ya lo ha aceptado, pero la humillación es tan profunda que apenas puede contener las náuseas. Intenta acomodar su dignidad en algún rincón de su mente, traga saliva y se retira los lentes. Al menos, su vista borrosa es un pequeño consuelo que la vida le ha dado.
—No le autoricé a quitárselos.
Como las células que ajustan su genética y sintetizan proteínas para enfrentar desafíos, Octavio también debe adaptarse a las órdenes que recibe. Este es solo un paso más para asegurar su permanencia en este entorno hostil.
Adaptabilidad y supervivencia.
Solo son dos hombres cerrando un trato.
Con aparente tranquilidad, se coloca nuevamente los lentes. Mantener la mente clara es su prioridad en este momento.
—Muy bien, profesor —dice Gio, con una sonrisa satisfecha—, es bueno que sea obediente. Ahora, por favor, comience.
Los dedos largos y delgados toman el falo grueso y duro. No puede evitarlo; su rostro refleja una mezcla de disgusto y molestia. Mientras tanto, sus manos, con gestos hoscos, se ven obligadas a tocar la textura de la excitación del sujeto.
Al sentir la tersa piel sobre su miembro, una estimulante electricidad le recorre el abdomen. Sin embargo, él no se conforma con tan poco.
—Abra la boca y saque la lengua.
No es una petición, sino una orden simple que el profesor debe acatar. Si tuviera un revólver, se lo apuntaría a la sien y vaciaría el cartucho en este ser despreciable. Gruñe por lo bajo y obedece.
A sus ojos, incluso la lengua del profesor resulta seductora, rosada y brillante.
—Si me muerde, créame que la va a pasar mal.
Octavio prefiere mantener el silencio y Gio, sin perder el tiempo, desliza el glande por la punta, luego surca el centro suave y tierno.
El ambiente se vuelve denso y la respiración pesada.
No puede contenerse más y se introduce hasta la mitad, obligando a que la calidez de esa boca lo envuelva. Sus ojos se deslizan lentamente a lo largo de los labios delgados y húmedos, fijándose en el movimiento que hacen. La lengua es vivaz, el jugueteo errático y virginal.
—Tiene que comerlo todo, profesor —dice, mientras retira con sus dedos gruesos el cabello que se adhiere a la frente sudorosa. Al hacerlo, se encuentra con una mirada cargada de ira—. Es usted terrible en esto; déjeme enseñarle.
En un movimiento de su pelvis, se hunde por completo. Arremete rudo y constante, pero siempre controlando que esos ojos llenos de lágrimas se mantengan fijos en su rostro. El sonido acuoso resuena mientras entra y sale. Con la mano libre acaricia la nuca y ejerce más fuerza, metiendo la cabeza entre sus muslos y enterrándose hasta la garganta.
La saliva gotea por la barbilla, mezclándose con lágrimas y sangre de los labios heridos. La cara de Octavio hierve de aturdimiento; está ahogándose. Es demasiado para un ser humano. La mandíbula se tensa al recibir continuamente las embestidas del hombre. El sonido de su propio gorgoteo perfora sus oídos, mientras la lengua perturbada toca el miembro latente, rozando las líneas de las venas.
Presiona las piernas de Gio en un intento de súplica silenciosa para que vaya más lento. Siente que en cualquier momento ese palo duro va a atravesar su tráquea.
Lamentablemente, el contacto con la piel suave solo acrecienta el deseo del pérfido lujurioso. Ver como la yema de los dedos se clavan en sus piernas y la boca caliente absorbe todo su pene lo estimula en exceso.
El rostro de ahora se yuxtapone al del pasado.
Aún recuerda cuando, a los trece años, dominaba las artes de la interpretación teatral.
En una sociedad, uno debe fingir ser tan común y simple como los demás.
Ser normal.
Era un sábado como tantos otros. Regresaba de un partido de fútbol con la victoria de su equipo. Sin embargo, los perdedores se resistían a aceptar la derrota, acusando juego sucio.
Gio prefería abstenerse de participar en discusiones innecesarias, pero el asunto escaló cuando la verborragia dio paso a la violencia como primer recurso. Al ver cómo golpeaban a aquellos a quienes les hacía creer que eran sus amigos, no tuvo otra alternativa que sumarse a la pelea. En realidad, estas personas le importaban muy poco, pero mantenía la falsa personalidad las veinticuatro horas del día. No colaborar podría generarle molestias a futuro.
Una vez que Gio probó la sangre, la acumulación de sentimientos y frustración se desbordó. Nadie conocía su verdadero rostro. Siempre simpático y gentil, nadie imaginaba que detrás de esa cara amable existía un demonio adicto a la violencia.
Agotado, llegó a casa con apenas unos arañazos en su bonito rostro. Tiró los botines en la entrada y se sentó en el suelo de la sala. Solo esperaba el regaño de su madre, pero el televisor encendido captó su atención. Sus ojos almendrados se volvieron profundos ante la imagen que atormentaba sus sueños.
Un tormento cálido y doloroso.
No importaba lo que decía el reportero ni el entrevistado; se detuvo a observar el movimiento de los labios delgados que se abrían y cerraban. El sol del atardecer se proyectaba en esa piel blanquecina y fría.
Aunque el rostro ya era de un adulto, las facciones seguían siendo hermosas, tal como las recordaba cada noche en sueños difusos. El cuello largo y la manzana de Adán subían y bajaban, mientras unos lentes de montura plateada realzaban esos ojos cafés y arrogantes.
Eso era nuevo; no los había visto antes.
Leyó el apellido y recordó el nombre. Nada a su alrededor importaba en ese momento; deseaba congelar el tiempo y ver esa imagen en vivo eternamente.
Esa noche alimentó sus sueños con nuevas imágenes y por la mañana concluyó lo que había imaginado.
Muchas cosas se definían en esos sueños adolescentes.
Ahora, en este momento, lo tiene comiendo de su verga como una bestia en celo.
Quiere ahorcarlo, quiere encerrarlo, quiere que pruebe el sabor de todo el veneno acumulado a lo largo de los años.
Los ojos, que miran ferozmente a Gio, parpadean temblorosos. Siente en la mirada del hombre esos deseos perversos; en ese estado indefenso, su mano podría romperle el cuello si presiona un poco más.
Rudo, fuerte, violento.
Una batalla en silencio.
Como si el hombre leyera esos pensamientos, curva los labios en una sonrisa, revelando un canino. Se relame saboreando a su presa; es un animal.
La presión contra la garganta le hace abrir los ojos de golpe y los genitales llevados al límite se regocijan de satisfacción.
Un gemido escapa de los labios de Gio al verter a mansalva la cúspide de su excitación. El cuerpo se pone rígido por la repentina intensidad de la eyaculación.
≪•◦♥∘♥◦•≫
En ese mismo momento, un joven se encuentra en una situación similar.
La imagen de la cámara de vigilancia parpadea en el monitor del escritorio, siendo la única luz en esa habitación cerrada. El muchacho frente a ella frunce las cejas gruesas y bien definidas con algo de fastidio. Con el jean abierto y la ropa interior húmeda no cesa en su arduo trabajo. Su ego está por el suelo; esta es la segunda vuelta para él, pero la imagen proyectada contamina cualquier tipo de cordura.
Tuvo un día de mierda por las palabras del perro rabioso. Si no fuera por la verdadera razón que lo mantiene en este lugar repugnante, le habría cortado el cuello de una vez.
Con el corazón latiendo con fuerza, se enfoca en el incesante movimiento de su palma, dejando que la imagen se ancle en sus retinas y que su cerebro absorba el sonido lujurioso.
El movimiento de los labios del profesor se mezcla con la jadeante y entrecortada respiración del joven espectador. Es consciente de que debe alejarse, pero la curiosidad lo llevó a acariciar el delgado cuello de Octavio, sentir el aroma de su cuerpo y admirar cada centímetro de su piel.
Ansía correr hacia ese cuarto y tomar lo que el otro posee, refregarle en la cara que él es mejor.
Ataría con una correa a Gio y lo obligaría a ver. Que observe como abre las piernas de Octavio y le rompe el culo. Que vea como el profesor gime bajo de él y que experimente la impotencia de no poder tocarlo.
Hacer que Gio se retuerza como el animal que es.
—Mierda. —Se muerde los labios con irritación y la frente suda.
Solo recordar el escaso tacto de este día intensifica su deseo de poseerlo. Su pecho sube y baja con la intensidad de sus movimientos. El enredo de esos hombres resulta ser un elixir difícil de resistir y él está al borde de liberar toda su furia desenfrenada.
Lamentablemente, el teléfono del muchacho empieza a vibrar. Tras la cuarta llamada perdida, levanta el celular con manos temblorosas intentando recuperar la compostura. Sus mejillas se tiñen de un sutil rubor mientras se esfuerza por mejorar la entrecortada calidad de su voz.
—¿Por qué no atendías? —pregunta Vargas al otro lado de la línea
Alan inhala profundo, tratando de estabilizarse.
—Disculpe, tenía el teléfono en vibrador.
—De acuerdo. Como sabés, la atención a los detalles es esencial. Lamento que tengas que ver y escuchar estas cosas.
—No se preocupe.
—No todos tienen el estómago para resistirlo. A mí me da asco, pero alguien tiene que hacerlo. Solo avísame si no podés con esto.
—No hay problema, tío. Si me lo permitís, me encargaré de todo a partir de ahora. —Vuelve la mirada a la pantalla y una sonrisa se dibuja en su rostro—. Mi estómago es resistente.
—¿Estás seguro de que podés manejarlo?
—Absolutamente.
—Bien. Si surge información relevante, llámame, no importa la hora.
—Tranquilo, para eso estoy acá.
La llamada se corta, dejando a Alan en total libertad para disfrutar de su autocomplacencia.
≪•◦♥∘♥◦•≫
Al terminar la llamada, el cuarto de Vargas se llena con el aroma del whisky. Hernán vierte con cuidado el líquido dorado en dos vasos y se dirige con calma hacia una figura femenina que reposa en la cama, una elegante señorita de cabellera rubia.
Él le ofrece uno de los vasos. La mujer, con una sonrisa seductora, lo acepta, sus dedos rozando los de él durante el intercambio. Mientras comparten un momento de silencio, sus miradas se entrelazan con intensidad. Cada sorbo de whisky parece sellar un pacto antiguo entre ellos. La habitación se impregna de una atmósfera cargada de sensualidad, mientras los viejos conocidos se enredan entre las sábanas, evocando el inicio de una historia que los unió.
Cada elemento, cada participante, cada suceso casual se integra de manera impecable en los complejos sistemas de control diseñados por Vargas.
Él solo quiere a E.V.A.
Este anhelo define el comienzo y la conclusión para todos aquellos que quedan atrapados en su juego.
─•──────•♥∘♥•──────•─