Octavio despierta con un dolor agudo que se irradia por todo su cuerpo, secuela del sacrificio extremo al que se sometió en un intento desesperado de auto salvación.
Al abrir los ojos, la luz tenue del encierro intensifica la punzada en su cabeza. En este lugar, el tiempo parece haberse desvanecido; no hay señales claras de la hora del día. Al intentar incorporarse, cada músculo protesta con un dolor sordo. Los recuerdos de lo sucedido antes de perder la conciencia intentan hundirlo, como rocas que lo arrastran a una profundidad sin escape.
Entre parpadeos, regresa a la realidad y dirige la mirada hacia la mesa de noche al lado de la cama.
Los lentes que le obsequió Gio reposan allí.
Al tomarlos, encuentra una nota debajo. Frunce el ceño y su expresión se endurece al leerla. Las palabras parecen saltar hacia él, resonando con el tono de voz de ese bastardo.
"Profesor, lamento no estar a su lado al despertar. Pero, por supuesto, no se alarme; estoy lejos de ser ese tipo de hombre. ¿Cómo se siente después de una jornada tan agotadora?
Por favor, haga uso de lo que considere necesario; el baño está en la puerta lateral izquierda. Sé que espera con ansias mi llegada para el desayuno, así que nos vemos en breve. Puede estar tranquilo; he tomado todas las medidas para asegurar que nadie, excepto usted, tenga el privilegio de entrar o salir de este lugar."
El rincón de la boca de Octavio se tuerce en una mueca de molestia al leer esas letras bañadas de ironía. Incluso puede imaginar la risa de Gio mientras escribía estas estupideces.
—Pedazo de mierda.
Hace un bollo el papel y con el cuerpo desnudo, se levanta despacio.
Al acercarse a la puerta, la abre y confirma que está solo. La habitación no tiene nada valioso ni útil, así que solo toma una camiseta y un pantalón.
Una vez que calma la mente, siente los restos de la noche anterior sobre su piel: el aroma de Gio impregnado en cada rincón, mezclado con el suyo propio. Eleva la mirada al techo y cierra los ojos por un momento.
Tras unos minutos, procede a ducharse.
Cada centímetro violentado palpita; el agua es apenas tibia y cae sobre las partes sensibles e hinchadas.
Sin importarle el dolor que siente, talla con rudeza cada poro.
El agua jabonosa burbujea sobre la piel rojiza.
Lava y friega hasta que, después de mucho tiempo, borra algo de lo que pasó.
Finalmente, sale de la habitación. Mira hacia la izquierda, luego hacia la derecha, y confirma que sigue estando solo.
A unos metros, la puerta se alza frente a él, y una vaga ilusión de suerte ilumina su corazón. Sin embargo, después de caminar por inercia y girar la perilla, solo sonríe con amargura.
Retrocede en sus pasos y se sienta en el sillón, sumido en el silencio.
Los minutos pasan lentamente, y algo en la mesa frente a él llama su atención. Sus dedos delgados rozan los papeles dispersos sobre ella, moviéndolos hasta que encuentra uno con una marca en la parte superior.
Octavio se siente atraído por el informe y lo toma con ambas manos, sus ojos deslizan las líneas impresas. A medida que avanza en la lectura, su respiración se agita y el pulso se acelera.
"Disfunción del sistema nervioso", "ansiedad", "alteraciones genéticas imprevistas", "episodios de euforia", "depresión", "daño renal", "daño hepático".
De repente, un escalofrío le recorre la espalda hasta la médula al leer la frase: "Complicaciones neurológicas graves, afectando la cognición y la función cerebral de manera adversa".
El corazón de Octavio da un vuelco al recordar el incidente en el que colapsó.
¿Es posible que él sea uno de los sujetos de prueba?
La idea lo inunda con pánico, miedo, ira y confusión.
Con una mano en la cabeza, intenta procesar la información revelada. La realidad se vuelve cada vez más sombría a medida que avanza en la lectura. Sumido en la incertidumbre y absorto en sus pensamientos, no percibe la entrada de Gio.
—¿Le agrada lo que lee? —pregunta con una sonrisa mientras pasa a su lado.
Octavio presiona los papeles y no le responde.
—Veo que sigue firme en su decisión de no hablar. Pero bueno, esa es su elección. Como le dije ayer, si quiere saber algo, solo pregunte. No tengo intención de ocultarle lo que pueda saber —dice mientras coloca unas bolsas sobre una pequeña mesada. Se lava las manos y comienza a sacar algunas frutas—. Creo que debería trabajar en su habilidad para comunicarse. Al final, la ignorancia es una desventaja. Si continúa así, el único perjudicado será usted mismo. Repito, acá dentro, soy la mejor opción. Debería aprovechar eso.
Corta una naranja por la mitad y toma otra para hacer lo mismo. Agarra un exprimidor de mano y lo usa para extraer el jugo de la fruta. Cuando termina, sirve el jugo en un vaso de vidrio y se acerca a Octavio.
—Felicidades, profesor. A partir de ayer, es mi sujeto de prueba número uno.
Con un gesto rápido, Octavio aparta el vaso y levanta la mirada con desprecio.
—Tu estupidez no tiene límites.
El jugo recién exprimido cae sobre el torso de Gio, quien inclina la cabeza hacia un lado con una expresión de desdén.
—En lugar de agradecerme, se comporta de esta manera.
—¿Agradecerte? ¿Estás loco? ¡Está escrito acá! ¿Cómo te atreves a disponer de...? —Se detiene, mordiéndose los labios para contener su furia.
—¿Disponer de su cuerpo? Uf, profesor, usted me agota. En vez de estar agradecido porque retrase su muerte, solo se enfoca en las consecuencias, en los efectos secundarios. La próxima vez, lo dejaré pudriéndose en este lugar.
Octavio empieza a sudar, el dolor de cabeza lo ataca con fuerza. La rabia fluye por las venas haciendo que estas se hinchen.
—No me vengás con ese falso interés. Siempre fue tu intención, ¿no? ¿Me vas a alimentar y analizar mi evolución? ¿Y después qué? ¿Cuánto tiempo planeás controlar mi estado? ¿Cuántas veces más vas a probar tu solución en mi cuerpo?
Molesto, Gio recuerda al antiguo profesor, aquel que siempre veía más allá de lo evidente. Y, sin embargo, ahora ha caído en la trampa de Vargas.
¿Cómo alguien tan inteligente puede haberse vuelto un estúpido?
—Es correcto —responde con frialdad.
Furioso, Octavio se levanta de un golpe y agarra a Gio por el cuello de la remera, gritando:
—¡Sos un maldito hijo de puta!
—Solo estoy aprovechando los recursos disponibles.
Gio recibe un golpe directo en la mandíbula y su cabeza gira hacia un lado. Cierra los ojos para controlarse y permanece en silencio.
Con la rabia acumulada, Octavio continúa golpeándolo una y otra vez. Tras varios impactos, siente algo de alivio en el pecho.
Los pómulos del hombre están enrojecidos y un poco de sangre se desliza por sus labios.
—¿Terminó? —pregunta con una sonrisa.
—Maldito bastardo.
Octavio intenta lanzar otro puñetazo, pero Gio ya no se lo permite. Le sujeta el puño y lo observa fijamente.
—No me haga romper mi promesa de no usar violencia contra usted.
Al escucharlo, cualquiera creería que el profesor está abusando de la buena voluntad del hombre. Pero este es el mismo sujeto que lo atormentó la noche anterior, el mismo que ha manipulado su cuerpo y se empeña en joderle la existencia.
Octavio trata de golpearlo nuevamente, pero Gio lo bloquea y lo mira fijamente. Sus ojos se clavan en los del profesor, quien no se deja intimidar. Los nudillos de Octavio están pálidos por la presión y la tensión en su mandíbula revela la furia reprimida.
El profesor escupe una maldición por lo bajo. Sabe que la situación es complicada, pero la humillación y el sufrimiento que ha soportado por culpa de este hombre lo llenan de frustración. Con una sonrisa llena de desprecio, escupe con rabia:
—¡No sos más que un sádico de mierda con delirios de grandeza!
Gio responde con una sonrisa desdeñosa, mientras aprieta con más fuerza el puño de Octavio. El profesor siente cómo sus huesos comienzan a crujir bajo la presión.
—Compórtese como debe —dice con una voz fría, volviendo a lo esencial—. No me obligue a alimentarlo a la fuerza.
Con los ojos encendidos de ira, Octavio acerca el rostro a Gio, su aliento caliente rozando la piel del otro.
—¡Ándate a la mierda! No pienso seguir tolerando tus idioteces. ¿De verdad creés que podés hacer lo que se te antoje conmigo? ¡No soy tu maldito juguete!
Gio se tensa, las venas de su cuello y manos se hinchan. Antes de que pueda contestar, Octavio lo empuja con toda su fuerza.
El hombre da un paso atrás, pero no suelta el agarre. En un instante, tiene al profesor atrapado por la barbilla, sus dedos presionando con firmeza.
—Escuche bien —dice con voz baja y cortante—. No olvide dónde estamos. ¿De verdad cree que me importa? Usted es descartable. Puedo reemplazarlo cuando quiera.
Ninguno de los dos está dispuesto a ceder. Uno desafiante, el otro implacable. Justo cuando la confrontación parece llegar a su clímax, la puerta suena.
Alguien llama desde el otro lado.
Gio se pone rígido al instante, cierra los ojos como si intentara contener una emoción que amenaza con desbordarse. Luego suspira, suelta a Octavio con brusquedad y se reincorpora con una expresión confusa.
—Parece que vienen a buscarlo.
Él abre la puerta completamente, revelando a dos hombres de seguridad. Ambos llevan ropa oscura. El primero, alto y corpulento, tiene una mirada endurecida por la violencia. Es el tipo de persona que no dudaría en apretar el gatillo si se lo ordenaran. Sin embargo, es el segundo hombre el que atrae la atención de Gio. Con una sonrisa astuta y ojos pequeños, escanea a Octavio con una curiosidad lujuriosa. La mirada del hombre parece desnudar al profesor, provocando en Gio una sensación de náusea y un deseo de romperle los dientes.
—Vargas nos envió —dice el regordete—. Venimos a recoger al señor.
Gio mira con desdén la bolsa de tela áspera que el hombre alto sostiene en sus manos. Levanta las cejas y extiende la mano, recibiendo el objeto en silencio.
—Me encargaré de esto —comenta mientras se dirige hacia Octavio.
El hombre alto le entrega una cuerda rugosa, la cual Gio usa para atar las manos del profesor. Se inclina, sus labios rozando el oído de Octavio.
—No me gustan los juguetes usados, así que asegúrese de que nadie más lo toque.
Gio se aparta y desliza la bolsa sobre la cabeza cubriéndole el rostro completamente. Endereza su postura y con tono frío, ordena:
—Pueden llevárselo.
El hombre alto asiente y se aproxima a Octavio. Las cuerdas en las muñecas se tensan cuando el sujeto lo agarra con firmeza. La puerta se cierra detrás de ellos, dejando a Gio solo en la habitación, sumido en un silencio abrumador.
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Con las manos atadas y el rostro cubierto, los dos hombres lo arrastran por el pasillo del segundo subsuelo. Oscuro y húmedo, el eco de los pasos resuena en las paredes de concreto mientras avanzan hacia el ascensor.
Octavio intenta mantener la calma, pero el tipo regordete con una risa desagradable comienza a burlarse de él.
—No eras vos el tipo de la tele, ¿quién lo diría, no? El gran científico, ahora es la mujerzuela de ese lunático ¿Cómo se siente que te rompan el culo? ¿eh? ¿eh?
El profesor aprieta los dientes para no responder, mientras el hombre sigue gritando insultos desagradables.
El ascensor se abre con un chirrido, revelando un entorno aún más sombrío. Los hombres lo empujan hacia adentro y la puerta se cierra tras su entrada. Las paredes, revestidas de acero frío y el suelo, desgastado por años de uso, crujen bajo los pies de los tres mientras descienden al cuarto subsuelo.
Con la bolsa de tela aún cubriéndole la cabeza, Octavio siente el sudor deslizarse por su frente. El hombre regordete, que se apoda como "El Gordo", no deja de acosarlo. Aunque no puede verlo, percibe el aliento rancio y siente la respiración cálida en su nuca. El otro hombre, más alto y callado, intenta intervenir.
—Basta, déjalo en paz.
El ascensor desciende lentamente, pero el sujeto no se rinde. Intenta tocar a Octavio, deslizando su mano pesada y ancha hacia sus glúteos, sobándolos como si fueran una fruta madura para probar.
Esta vez, el profesor reacciona. Lo empuja con fuerza y lo hace chocar contra la pared del ascensor. El otro hombre contiene a Octavio y le grita al regordete antes de que pueda responder con violencia.
—¡Cálmate! No quiero problemas con el jefe.
Pero esas palabras quedan en el aire, sin causar efecto en nadie. El ascensor tiembla mientras El Gordo agarra a Octavio por la cabeza y lo golpea repetidamente contra la pared. La tela áspera se rasga y el profesor siente cómo el cristal de sus lentes se quiebra, los fragmentos hiriendo su rostro. La sangre empieza a brotar, mezclándose con el sudor que resbala por su cuello delgado.
Pero el atacante no se detiene ahí. Con un rugido de furia, empuja a Octavio contra el suelo, obligándolo a arrodillarse.
El profesor parpadea desorientado mientras intenta recuperar el aliento. No se da cuenta de que el otro ya está aflojándose el cinturón.
El segundo hombre interviene deteniendo la agresión. Su mirada es severa y sus palabras amenazantes:
—Vargas no tolerará esto
La puerta se abre y el olor putrefacto del cuarto subsuelo llena el aire.
Aturdido por el impacto, Octavio sale del cubículo. Antes de que pueda orientarse, un grito agudo resuena en el pasillo.
Alan, el que ha gritado, fija su mirada en el profesor. Su expresión se endurece al ver la sangre que fluye bajo la bolsa.
—¿Qué demonios está pasando acá?
Intentan ofrecer una explicación falsa, pero el joven no está dispuesto a escuchar excusas. Sus ojos destellan con ira.
—¿Necesitan que les recuerde las consecuencias por haber hecho esto?
El Gordo balbucea una disculpa, pero Alan no le da oportunidad de decir más. Empuja a ambos hombres hacia atrás, alejándolos de Octavio. Retira con cuidado la bolsa de tela que lo cubre. Los fragmentos de vidrio roto del lente están clavados en el párpado y la ceja del profesor. La sangre sigue fluyendo y él intenta enfocar la vista.
—¿Estás bien?
Octavio asiente en silencio mientras siente la mano del joven en su mejilla, limpiando la sangre con un pañuelo.
Apoyándolo en él, el joven lo guía hacia la habitación que lo espera desde su partida. Al llegar, lo sienta en el borde de la cama. Se arrodilla frente a él, examinando la herida con una mezcla de profesionalismo y algo más. Retira los lentes dañados y los guarda en un bolsillo.
Todo se torna borroso.
Alan se ausenta por un momento, regresando unos minutos después con lo necesario para atenderlo. Utiliza unas pinzas esterilizadas para retirar con cuidado cada trozo de vidrio, minimizando el dolor y evitando generar más daño.
El dolor punzante en la ceja le recuerda a Octavio que está atrapado en un infierno, pero también está el hecho de que el calor de la mano y la dulzura en la voz del joven le resulta incómodo.
Si bien el tacto es reconfortante, también es inquietante.
¿Por qué lo trata con tanta consideración?
Al finalizar, cubre las heridas con una venda estéril para protegerlas.
El joven guarda un breve silencio antes de suspirar.
—Perdóname por lo que voy a hacer, pero necesito sacar una muestra de tu cuerpo.
Octavio asiente, consciente de que negarse es absurdo, o quizás la pérdida de sangre, los golpes y la acumulación de dolor lo afectaron. Está demasiado agotado como para siquiera intentarlo.
La aguja se hunde en su brazo; la sensación es extraña y cierra los ojos. El líquido llena la jeringa y con cada latido del corazón, parece que parte de su vida se desvanece.
La habitación gira y el profesor se aferra a las sábanas.
Alan continúa, guarda la muestra en un tubo de cristal y retira la aguja con cuidado, cubriendo el lugar del pinchazo.
—Descanse, profesor.
Octavio se siente mentalmente cansado y deja que lo recueste en la cama, entonces, en ese momento, la oscuridad lo envuelve nuevamente.
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