La Resistencia Bioética Global emerge en un mundo controlado por las corporaciones farmacéuticas, donde la ciencia se entrelaza con la avaricia. Lo que antes eran laboratorios dedicados al descubrimiento y la cura se han convertido en fortalezas de secretos y experimentos prohibidos. La RBG, se infiltra en estos espacios, desafiando un sistema que ha traicionado la ética en favor del poder y el lucro.
Un genetista desencantado fue de los primeros en alzar la voz tras haber visto demasiado: animales de laboratorio con miradas suplicantes y cuerpos destrozados por ensayos de drogas. La moralidad había sido sacrificada en nombre del beneficio. Así nació la RBG, con un objetivo claro: erradicar esas prácticas inhumanas.
Al infiltrarse en los centros de investigación, descubrieron el terror en los ojos de los monos de cola larga y el sufrimiento de los roedores, sometidos a experimentos interminables en jaulas estériles. Incluso probaban medicamentos en especies al borde de la extinción. La Resistencia reveló la crueldad al difundir documentos confidenciales.
Pero lo que marca el punto decisivo, fue al descubrir un secreto inquietante: las mismas empresas que prometen curar enfermedades están detrás del desarrollo de armas bioquímicas. Virus diseñados para propagarse sin control y plagas genéticamente alteradas, capaces de diezmar poblaciones enteras.
Científicos, hackers y médicos se unieron bajo un mismo ideal: un mundo donde la ciencia no sea un arma. Sus miembros, con habilidades excepcionales y un entrenamiento riguroso, organizan operaciones clandestinas a nivel mundial, combatiendo la corrupción con astucia. Sin embargo, incluso los científicos más brillantes enfrentan dilemas imprevistos. La necesidad de colaborar con mercenarios se vuelve inevitable, ya que la lucha por la verdad y la justicia demanda más que conocimiento: requiere fuerza y perspicacia.
Mientras tanto, las corporaciones, ansiosas por proteger sus secretos y aumentar su influencia, también contratan mercenarios. Estos soldados de fortuna se convierten en peones dispuestos a cumplir tareas peligrosas y violentas para sus empleadores. La lealtad tiene un costo y en esta guerra encubierta, los mercenarios son tanto aliados como amenazas.
[Fecha: 22 de noviembre]
[Hora: 21:05]
En las vastas tierras del norte de Argentina, donde la vegetación alterna entre exuberancia y aridez, la Resistencia Bioética Global se embarca en una misión crítica bajo el nombre en clave Operación Cardó. Su objetivo es desmantelar una red clandestina que trafica con personas de comunidades aborígenes, utilizando una ruta que conecta Salta con Buenos Aires.
La noche envuelve el follaje y la luna apenas logra filtrarse entre las copas de los árboles en los alrededores de Rosario de la Frontera. Al oeste, la selva tropical de transición extiende su espesura, mientras que al este, el imponente bosque chaqueño se alza con su vegetación robusta y resistente.
Dos camiones pesados avanzan por un camino polvoriento. Cada uno de estos vehículos cuenta con una cabina para tres pasajeros y un conductor. En los acoplados, viajan más de veinte miembros de la comunidad Tapiete Llajta. Las miradas de hombres, mujeres y niños están cargadas de incertidumbre y temor. El espacio es estrecho y sus cuerpos se apiñan en un intento instintivo por mantener el equilibrio. El aire es denso, saturado de sudor y miedo, atrapado en los confines de un acoplado de siete metros de largo.
A unos metros, ocultos en las sombras, tres agentes esperan el inicio del operativo. El latido acelerado de los dos más jóvenes resuena en sus oídos, acompasado por la adrenalina que corre por sus venas.
El líder del grupo, un exmilitar estadounidense, destaca por su piel tan pálida como las aguas del Río Reconquista. A sus cuarenta y cinco años, aún soporta las bromas de los más jóvenes, quienes lo apodan "Rubio". Lo que comenzó como una burla inofensiva terminó por adherirse a él como una etiqueta permanente.
A su lado, "Tucu", un argentino, no logra disimular el nerviosismo. Su apodo proviene de su origen, la provincia de Tucumán. Su verdadero talento, sin embargo, radica en las comunicaciones. Es un experto en transmitir mensajes, entender a las personas y forjar relaciones, superando las barreras físicas y culturales. Aunque, no siempre sin dificultades.
Cerca de ellos, está "La Porteña", apodada así a pesar de ser oriunda del conurbano bonaerense. Ingresó a la RBG hace algunos años y ha trabajado en el área de investigación. Aunque su experiencia en campo es limitada, esta misión representa su primera oportunidad para abandonar la actitud de ermitaña del laboratorio y unirse a la acción.
El equipo tiene roles bien definidos, pero también cuenta con dos elementos adicionales que complejizan la ecuación.
A excepción de Rubio, tanto Tucu como La Porteña podrían parecer una carga para un trabajo de este tipo, pero ambos son indispensables.
Esta operación en territorio argentino requiere dos cosas esenciales: personal local y mercenarios.
El equipo activo aguarda en las sombras, camuflado entre los árboles. A solo cinco metros, una joven mexicana de veinte años, conocida como "Luthie", se encuentra inmersa en su papel como la promesa en sistemas de la Resistencia. Está sentada en un pequeño claro del bosque, con su laptop descansando sobre sus piernas.
Luthie no necesita dispositivos externos para conectarse. Su secreto radica en un implante neural escondido en lo profundo de su cerebro, una maravilla de la tecnología experimental desarrollada por un neurocientífico fundador de la RBG. Este implante le permite establecer un enlace directo entre su mente y la red global, sin cables ni rastros visibles.
Cerrando los ojos, Luthie se concentra.
El implante se activa, traduciendo las señales eléctricas de su cerebro en comandos invisibles, mientras las redes neuronales se entrelazan con los servidores remotos. En la pantalla, aparece una terminal virtual; sus dedos vuelan sobre el teclado, abriendo la red ante ella.
Dos camiones, tres problemas.
El primero: un dispositivo GPS oculto en los vehículos. Cada movimiento, cada desvío de la ruta predefinida, queda registrado. Si alteran el trayecto, una alarma se activará en el centro de control. Sin embargo, Luthie ya tiene ventaja. El mismo sistema que debería vigilarlos se ha convertido en su aliado. Tras acceder a los datos previamente, estudió la ruta y encontró el punto perfecto para el ataque.
Desactivar los GPS no es una opción viable. Ella debe engañar al sistema: los motores deben seguir en marcha y la alarma no debe activarse, para que quienes están al otro lado crean que los camiones continúan su ruta sin inconvenientes.
A medida que los vehículos avanzan, Luthie se enfrenta al segundo obstáculo: los camiones están equipados con un sistema de cierre automático. Si el conductor detecta cualquier amenaza, las puertas se sellarán de inmediato, atrapando a los pasajeros en su interior mientras el chofer se asegura.
El tercer y último obstáculo es el sistema de autodestrucción, un mecanismo diseñado para eliminar cualquier rastro de evidencia en caso de captura.
Aun concentrada en los dos desafíos restantes, ella no pierde la compostura.
En la penumbra, los dos mercenarios permanecen inmóviles, como sombras en la noche. Vestidos con trajes tácticos negros y visores de visión nocturna montados en los cascos, se comunican a través de radios discretos. Un micrófono integrado en sus cascos y un auricular en sus oídos vibran con la voz fría e inalterable de Rubio:
—En cinco minutos, los camiones alcanzarán el punto. Luthie dará la señal.
Los fusiles de asalto cuelgan de sus hombros y navajas tácticas reposan en sus cinturones, afiladas y listas para el combate cuerpo a cuerpo, si llegara a ser necesario.
El mercenario más alto es conocido simplemente como "Alto", mientras que su compañero, algo más bajo, lleva el apodo de "Duende".
¿El origen de esos apodos?
La verdad es que solo este par lo sabe; es el primer trabajo junto a la RBG. Aunque no cuentan con las mejores recomendaciones, fueron los únicos disponibles cuando se organizó el equipo.
—¿Están en posición? —pregunta Luthie.
—Confirmado —responde una voz a través del auricular.
—Los camiones se acercan. Prepárense.
Rubio alza la mano en señal de alerta y los mercenarios se funden con el entorno, ocultándose entre los troncos y la vegetación.
Alto se mueve hacia la izquierda del camino, mientras Duende se agazapa a la derecha, invisible entre las sombras.
Tucu y La Porteña se esconden entre los matorrales cercanos. Con rapidez, el argentino extrae dos controles de su mochila y los distribuye.
Cada uno controla un dron, pequeño, apenas del tamaño de una mano.
Los faros de los camiones destellan cada vez más cerca; Luthie, desde su posición distante, aguarda el momento exacto.
La señal llega sin demora, un leve click en los auriculares.
—Ahora.
El motor comienza a fallar y el conductor frunce el ceño, confundido.
El vehículo se detiene, aunque el motor sigue en marcha.
Dentro, el pánico empieza a apoderarse de los hombres.
El vehículo, ahora detenido, no responde a ningún comando. Los sistemas de comunicación están muertos. La tensión aumenta a medida que los ocupantes miran por el retrovisor, esperando señales del segundo camión que venía detrás.
En ese preciso instante, el conductor nota algo fuera de lo común: una pequeña luz titilante en el parabrisas. Se queda mirándola fijamente, perplejo. Pronto, se da cuenta de que también hay otras luces en las ventanillas laterales. Son diminutas, casi imperceptibles, pero antes de que pueda reaccionar, la realidad le golpea de lleno.
Los drones estaban cargados con pequeñas bombas en forma de cucarachas, que previamente habían sido expulsadas y ahora se aferraban al vidrio de los vehículos como parásitos mecánicos.
Tucu y La Porteña accionan los detonadores sin vacilar.
El estruendo de la explosión sacude el aire con una potencia ensordecedora. El vidrio se fragmenta en mil pedazos y el conductor junto a su acompañante son lanzados hacia atrás con brutalidad. Sus cuerpos se estrellan contra el asiento y se retuercen por el impacto.
El dolor lacerante de los vidrios incrustándose en su carne es instantáneo, acompañado por el crujido escalofriante de los huesos al chocar brutalmente contra el metal.
Los gritos de angustia y shock resuenan sordos en el interior del camión mientras la sangre fluye de las heridas. Algunos pierden extremidades; otros un ojo, o media oreja, destrozados por la violencia del ataque.
En ambos vehículos, el primer golpe ha sido ejecutado con perfección.
El acompañante del conductor del primer camión, con la cara bañada en sangre, lucha por no desmayarse. El dolor es insoportable, pero la adrenalina lo mantiene aferrado a la consciencia mientras las preguntas lo atormentan.
¿Qué carajo fue esto? ¿Quién se atrevería a atacarnos? ¿No saben con quién se están metiendo?
Mientras jadea, buscando oxígeno, Rubio hace una señal silenciosa con la mano.
Duende y Alto la captan de inmediato. Se mueven con rapidez y sigilo hacia el segundo camión.
El primer vehículo queda en la mira de Rubio, su fusil apunta con precisión.
—¡Bajen de una vez!
El acompañante del conductor, con los ojos desorbitados por el pánico, susurra con urgencia:
—¡Activá el sistema de cierre automático, imbécil!
El conductor, sudoroso y tembloroso, busca frenéticamente entre los controles. Sus dedos, descontrolados, no logran activar el sistema de cierre automático.
Luthie ya tiene la situación bajo control.
—¡No tengo toda la noche! ¡Bajen rápido! —ordena Rubio.
De repente, el ambiente estalla con el retumbar de disparos.
El camión que sigue detrás, bajo el mando de Alto y Duende, se ha convertido en un caos de balas y fuego.
Sorprendido por el giro inesperado de los acontecimientos, Rubio apenas tiene tiempo para reaccionar. Una bala le roza el brazo y el dolor lo arranca de su estado de shock.
Recupera la compostura y apunta su arma hacia el origen del disparo.
Desde el primer vehículo, un hombre con el rostro ensangrentado y un ojo perdido se abalanza desde el asiento trasero, empujando al conductor en un arranque de furia. Con una mirada desquiciada y el arma en mano, apunta al hombre frente a él, disparando sin control.
El corazón de Rubio late desbocado mientras aprieta el gatillo. La bala atraviesa el pecho del agresor, que cae de espaldas de inmediato, su único ojo apagándose en un último parpadeo.
Dentro del estrecho acoplado, hombres, mujeres, niños y bebés se abrazan desesperadamente en medio de esta pesadilla. Los gritos desgarradores de los adultos se mezclan con el llanto desesperado de los más pequeños. El aire denso está impregnado de la aflicción de aquellos que anhelan libertad, mientras el sudor empapa sus cuerpos temblorosos. El olor acre de la ansiedad y el miedo los rodea, envolviéndolos en una neblina asfixiante que solo alimenta su desesperación.
Rubio, con una expresión sombría, sabe que este debía ser un trabajo más limpio.
La situación se ha desbordado completamente.
En un instante, el hombre herido en el asiento trasero saca su arma, incapaz de contener la furia al ver a su compañero muerto a su lado. Con los ojos encendidos de ira, apunta a Rubio a pocos metros, cuya presencia ha arruinado la noche.
Aprieta el gatillo, y el estruendo del disparo se mezcla con los gritos y el crujido del metal retorcido que rodea el vehículo.
Al mismo tiempo, el conductor, paralizado por el pánico, siente el terror apoderarse de él hasta el punto de orinarse.
—Vámonos de acá... —murmura su acompañante.
Efectivamente, si todo siguiera su curso normal, el sistema de autodestrucción del camión les otorgaría seis preciosos minutos para evacuar y escapar a salvo. Es una medida de seguridad estándar, un protocolo previsto para emergencias, un plan de contingencia que nadie esperaba tener que poner en práctica.
Nadie imaginó que alguien tendría el atrevimiento de desafiarles, de meterse con ellos.
Todo siempre fue "por si acaso" las cosas salieran mal.
Pero ahora, con la muerte acechando, deben actuar con rapidez, aprovechando la confusión del momento.
—¡Vamos! ¡Apúrate! —grita el acompañante, mientras los proyectiles silban cerca y el otro, consumido por la ira, dispara sin descanso.
Pero justo cuando parece que surge una chispa de esperanza, una verdad terrible golpea con la fuerza de un puñetazo en el estómago.
—¡Es inútil! —grita el conductor, su voz cargada de desesperación—. ¡No funciona, no se activa!
Es una pena para ellos que Luthie ya haya desactivado el sistema de autodestrucción. Miradas de incredulidad se cruzan mientras el cuerpo de la distracción cae muerto sobre ellos, intensificando el aroma de la sangre.
Rubio lo ha matado.
—No puede ser, no, no... ¡Estamos jodidos! —exclama el conductor, agarrándose la cabeza con ambas manos.
El otro suspira, consciente de que rendirse sería una opción, pero sabe que esta falla no pasará desapercibida para quienes están al mando. Ambos conocen la única consecuencia posible de esta noche.
El acompañante intenta mantener la calma; al menos el fuego ha cesado.
Solo queda el fusil en alto en frente de ellos, aguardando el siguiente movimiento.
—Bueno, al menos ganamos algo de tiempo —dice el acompañante, tratando de ser optimista.
Pero el conductor no puede contener la angustia.
—¡Tiempo! ¡Esto es una trampa, nos van a hacer mierda! —grita, la voz cargada de miedo y frustración.
—Ya cálmate, no seas pendejo. Si el tipo hubiera querido ya nos habría matado.
Con manos temblorosas, el conductor agarra el volante con fuerza y apoya la frente.
—Puta madre, esto es una reverenda mierda —murmura por lo bajo.
Con un nudo en la garganta, abre lentamente la puerta del camión y baja, seguido por su compañero.
Los dos hombres, resignados a su suerte, levantan las manos en señal de rendición.
Observan cómo Rubio se acerca, obligándolos a arrodillarse mientras les ata las manos a la espalda con precintos.
El corazón de los hombres late con fuerza mientras sus miradas se cruzan, compartiendo un silencioso lamento por lo que podría suceder.
El rostro de Rubio se mantiene impasible; sus ojos oscuros escudriñan cada movimiento de los sujetos rendidos. El pesado silencio se rompe con el sonido de su voz, que se dirige a los dos mercenarios.
—¡Alto, Duende! ¿Me reciben? Necesito una verificación de posición, ¡respondan! —sus palabras resuenan en el vacío, pero solo el silencio le devuelve respuesta—. ¡Maldición! ¡Alto, Duende, contesten!
Frustrado y con el ceño fruncido por la preocupación, decide comunicarse con los otros dos jóvenes.
—Tucu, Porte, muévanse. Tenemos un problema. Necesito que estén aquí de inmediato.
Estos llegan corriendo en cuestión de minutos y se detienen frente a Rubio, respirando entrecortadamente mientras esperan instrucciones. Con los músculos tensos y las armas listas, las miradas del dúo se desvían hacia los dos sujetos arrodillados en el suelo.
—No puedo contactar a Alto ni a Duende. Algo anda mal —dice Rubio con un tono grave—. Porte, ven conmigo. Tucu, quédate vigilando. Luthie está por llegar.
El exmilitar avanza con una figura erguida y firme, el fusil en alto. Cada paso es preciso y calculado, reflejando la confianza y la experiencia de años de entrenamiento y servicio. Sus ojos escudriñan el entorno con agudeza, alerta ante cualquier amenaza. Detrás de él, La Porteña lo sigue de cerca, casi pegada a su cuerpo en una postura defensiva. Con una Glock en mano, la mujer está lista para actuar si es necesario.
El humo espeso envuelve el camión, formando un velo oscuro que se mezcla con el penetrante olor a metal quemado. Dentro del segundo camión, el hedor a muerte es abrumador, intensificado por la ironía dulce y metálica de la sangre fresca.
A un lado del vehículo, en el suelo, el prisionero atado respira con dificultad, cada inhalación entrecortada por el miedo y el dolor que recorre su cuerpo mutilado.
Alto, con una expresión imperturbable, exhala lentamente, sus ojos clavados en su víctima mientras apunta con fría precisión a la cabeza del hombre.
Duende, observando desde un costado con los brazos cruzados, muestra una serenidad perturbadora en su semblante.
¿Esto debía terminar así?
No.
Antes de que Rubio pueda formular una pregunta, la mujer irrumpe con una voz cargada de rabia.
—¡Baja el arma! —ordena, su tono firme, sorprendente incluso para Rubio, quien se detiene un segundo. De alguna manera, esa actitud le agrada; después de todo, él mismo la había entrenado para enfrentar estas situaciones, incluida la lucha cuerpo a cuerpo.
Alto, que se ha quitado los lentes de visión nocturna, oculta su rostro tras una tela oscura que deja ver solo sus ojos y labios. Sin embargo, incluso con el rostro cubierto, su irritación se refleja en el fruncir de sus cejas.
—¡Dije que bajes el arma! —repite la mujer, pero sus palabras rebotan en el silencio mientras Alto ignora la orden, buscando una señal de Rubio.
Tucu corre hacia la escena, su expresión boquiabierta revela su sorpresa por lo que está presenciando. Luthie, que había llegado hace unos minutos, se mantiene vigilando a los dos sujetos del primer vehículo. Por lo que el argentino solo venía a controlar que todo estuviera bien. Pero, en este momento, Tucu no puede controlar a nadie, menos persuadirlo; está estático.
Sin embargo, La Porteña es otra cosa; no le tiembla el pulso frente al hombre de casi dos metros con aura asesina. Eleva su pistola con firmeza hasta la altura de la frente del mercenario.
—Esto no estaba pactado. Así que ni se te ocurra, a menos que tengas ganas de ver tus neuronas de psicópata decorando el suelo —espeta con valentía, a pesar de que en realidad nunca antes ha disparado a otro ser viviente.
Alto frunce los labios, pero no baja el arma.
—¡Es una orden! —insiste La Porteña—. ¡No puedes cambiar las reglas del acuerdo!
Al menos, los principios que creían entender eran claros: no matar a menos que fuera absolutamente necesario.
Alto observa a la mujer antes de bajar el fusil, respondiendo al gesto de Rubio.
Afortunadamente, la voz de Luthie a través del comunicador logra cambiar el ánimo de los presentes.
El plan debe seguir adelante, aunque con algunas modificaciones.
En una sociedad donde la empatía se diluye bajo el brillo de las pantallas, la Resistencia la utiliza a su favor. Aquellos cuyas vidas han sido pisoteadas deben ser conocidos, para que, bajo la mirada de esa sociedad, logren tocar algún punto de su aparente moral. Así, quienes han sido víctimas no volverán a serlo de nuevo. Donde la cámara posa su lente una vez, los depredadores de las sombras no se atreverán a intentarlo de vuelta.
Luthie se conecta a través del implante neural. La cámara se enciende con un zumbido sutil, marcando el inicio del espectáculo.
Los tres secuestradores permanecen arrodillados en el suelo, sus identidades ocultas bajo las bolsas negras que cubren sus cabezas.
Sobre la tela negra, las letras RBG brillan en un rojo ominoso.
Tucu, el rostro público de la Resistencia en las redes sociales y en la página web, se vislumbra detrás de su máscara. Solo se distinguen sus ojos café amables y sus labios delgados y tiernos.
Los mercenarios permanecen en las sombras, vigilantes y alerta, asegurándose de que los sometidos no tengan oportunidad de escapar.
En vivo, el argentino expone el cruel destino que habrían enfrentado los Tapiete Llajta.
Mientras tanto, La Porteña y Rubio abren la puerta del primer camión. Con la contraseña proporcionada por el conductor, la mujer ingresa los números en el candado.
El sonido metálico de la apertura del camión resuena en el aire y al abrirse, el caos se desata.
Las personas dentro del vehículo retroceden con terror, las madres abrazan a sus hijos con miedo, los hombres intentan cubrir a aquellos que consideran más débiles. Pero con calma, ella levanta la máscara hasta su nariz y les dirige una sonrisa tranquilizadora.
—No tengan miedo —dice con un tono suave y afectuoso—. Hemos venido a ayudarlos.
En cuestión de minutos, la verdad se extiende por todo el país, alcanzando cada rincón. Estas personas encontraron salvación gracias a la RBG. Sin embargo, no todos tuvieron la misma suerte.
Esa misma noche, en Buenos Aires, Octavio había caído en manos de Vargas.
Mientras la sociedad argentina permanecía en vilo ante la situación de los Tapiete Llajta. Curiosamente, la desaparición de Montes nunca llegó a la luz pública.
Ciento diez horas después.
El cuerpo del profesor reposa sobre la cama; aún sigue inconsciente después de la extracción realizada por Alan. El joven a su lado retira con cautela la remera manchada con sangre. La mirada se posa en cada marca del torso desnudo. Alan eleva la comisura de los labios al acariciar las líneas del cuello de Octavio...
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