La casa de campo tiene un sistema de seguridad con dispositivos de vigilancia ubicados estratégicamente para monitorear el exterior. En el área subterránea, solo cubren los pasillos y el laboratorio principal, ubicado en el primer subsuelo.
Desde que Octavio llegó, su habitación tiene uno que registra imagen y sonido.
Gio está bajo la misma vigilancia. Su cuarto, en el segundo subsuelo, también está supervisado. El laboratorio privado que solicitó está bajo un control estricto. Vargas considera estas medidas necesarias para evitar sorpresas desagradables.
Antes, el guardia de seguridad estaba en un pequeño depósito con una cámara. A petición de Gio y con la aprobación de Vargas, fue trasladado a otra sala.
Ahora, en la tenue luz de una pequeña habitación, dos hombres disfrutan de la privacidad que les ofrece el lugar.
—Sabés, mientras venía para acá, pensaba en cómo resolver este asunto.
—Yo... de verdad... por... por favor...
Gio agarra el cabello del guardia con una fuerza brutal. Sus pupilas dilatadas brillan con malicia, mientras sus cejas se fruncen en una expresión de rabia.
—No autoricé que hablaras.
El Gordo asiente en silencio, al mismo tiempo, una sonrisa torcida se dibuja en los labios de Gio.
—Bien. —Suelta el cabello grasiento y le da unas palmaditas en la mejilla—. Como te decía, al venir para acá pensaba en cómo podríamos resolver este asunto. Ahora que veo tu interés en hablar, ¿qué te parece si lo discutimos?
El sudor corre por la frente del Gordo, empapando aún más su espalda. Con las manos temblorosas, intenta inútilmente soltarse de las ataduras.
La mandíbula de Gio está tensa y una vena late violentamente en su sien.
—Hace un momento no parabas de suplicar y ahora que tenés la oportunidad de hablar no la aprovechás.
En la silla, el cuerpo voluminoso se agita. Con el corazón en la garganta, baja la cabeza en silencio. Siente un terror tan intenso que, a pesar de su deseo, las palabras no logran salir de sus labios.
—Buen chico... uno de tus compañeros me dio esto. Me sorprendió bastante, pero creo que sería una buena idea. —Con un movimiento rápido, abre la navaja, revelando la hoja afilada con un leve chasquido—. ¿Sabés algo de historia? A mí me fascina, ¿has oído hablar de la tortura de los mil cortes?
Los ojos de Gio brillan con una mezcla de crueldad y desprecio, mientras sus palabras frías y calmadas suenan como veneno que se filtra en los oídos del guardia.
El Gordo niega con la cabeza, pero el otro, provocador, pasa la delgada hoja por el lateral de su barbilla.
—Bueno, imagínate atado y completamente indefenso. El torturador toma un cuchillo afilado y comienza a hacer cortes en tu piel, uno tras otro, sin pausa. Al principio, tal vez no sientas mucho, pero a medida que avanza, el dolor se vuelve insoportable. —Con un ligero roce, el metal frío se desliza hacia el cuello y sigue bajando mientras continúa explicando—. Es una técnica antigua, utilizada durante siglos en algunas culturas orientales. La idea es simple: cortes superficiales que no causan lesiones fatales de inmediato. —Al llegar al abdomen, él se detiene y una sonrisa siniestra se dibuja en su rostro—. Se hacían varios cientos, incluso hasta tres mil cortes. —Da dos golpes a la altura del ombligo y se burla—. Pero parece que acá podríamos usar todos ellos, ¿no te parece?
El Gordo siente un escalofrío recorrer su espina dorsal. El miedo se agolpa en su pecho, oprimiendo su respiración. El control sobre su propio cuerpo se desvanece y el terror lo consume por completo. Un hilo de orina caliente se desliza por su pierna y su rostro palidece. Las manos, antes temblorosas, ahora están heladas y entumecidas por el pánico.
El olor es penetrante y agudo, llenando el aire con una mezcla acre y desagradable. Este aroma se cuela en las fosas nasales de Gio, aferrándose a su membrana olfativa y dejándole una sensación persistente de repugnancia en el paladar. Sin embargo, su mente está nublada por la furia; solo queda espacio para un ardiente deseo de causar dolor.
Al ver lo que ocurre, esboza una sonrisa. Sus colmillos afilados se revelan con satisfacción. Se inclina, manteniendo una escasa distancia entre sus rostros.
El guardia cierra los ojos y baja la cabeza, humillado e indefenso, sin atreverse a mirarlo a los ojos.
—Te atreviste a tocar lo que no debías. Tendría que hacer lo mismo que ellos: cortarte esa cosa que te cuelga entre las piernas, sacarte los ojos y rebanarte la piel mugrienta hasta dejar solo los huesos limpios.
Gio se yergue sobre el guardia como un demonio ansioso por beber sangre. Sus ojos, enrojecidos y dilatados, brillan con una intensidad siniestra. En este momento, no es un hombre; es algo más oscuro, más primordial.
Con una mano, agarra un puñado de cabello y lo tira hacia atrás, exponiendo la carne sensible del cuello.
Los gritos desgarradores del Gordo resuenan en la habitación, mientras la navaja, afilada como el colmillo de una bestia salvaje, brilla con hambre.
Con un movimiento, el hombre inicia.
La hoja afilada se hunde en la piel del pómulo derecho y baja hasta la mandíbula. El frío acero contra la carne caliente envía corrientes eléctricas hacia las extremidades. El guardia lucha por contener un grito que amenaza con escapar de sus labios. La sangre brota en un arco, salpicando el suelo. El Gordo, con los ojos desorbitados, no puede contenerse y suelta un alarido.
—¡Por favor, no! No le hice nada. ¡Detenete!
Pero Gio no se detiene.
No puede.
El odio, la rabia y la tristeza, acumulados durante años, fluyen ahora a través de él. Esta es su oportunidad de desahogarse sobre este sujeto despreciable.
Gio presenció la forma en que este guardia miró a Octavio y no lo detuvo.
¿Y si este tipo hubiera estado a solas con el profesor?
Entonces...
Entonces...
¡Él lo habría hecho!
¡¡¡Él lo habría hecho!!!
Un asco repulsivo sube y baja por su garganta, un sentimiento desagradable y frustrante.
—¿Acaso me considerás estúpido? Parece que lo has olvidado. Permitíme refrescarte las neuronas que adornan ese cerebro patético e insignificante.
—Lo siento, me equivoqué... —balbucea—. Pará, por favor, pará...
Gio se inclina sobre él y corta la mejilla izquierda con la misma brutalidad. La sangre cae por el cuello y empapa la camisa del Gordo. Él jadea y solloza mientras el hombre desgaja otra porción de su rostro.
—Ba-ba-bas... ugh…
El grotesco sonido de la carne rebanándose bajo el filo de la navaja y el crujido de los tendones cediendo, ejercen una extraña fascinación en quien se sumerge en lo más oscuro de su propia naturaleza. Cada corte es una liberación, un instante en el que puede dejar salir todo lo que ha estado conteniendo, como si cada tajo fuera un grito de desahogo en su mente.
El guardia lucha con todas sus fuerzas, clamando por misericordia en un intento ingenuo de salvarse. Lamentablemente para él, sus ruegos caen en oídos sordos, perdidos en la oscuridad que devoró la humanidad del hombre hace tiempo.
Y entonces, en medio de la agonía del Gordo, llega el momento que Gio ha estado esperando con ansias.
Con la punta afilada, presiona el globo ocular. La carne blanda cede y un líquido viscoso se filtra alrededor de la hoja. El ojo comienza a liberar sus fluidos vitales, una mezcla repugnante de sangre y líquido ocular que gotea por las mejillas.
El guardia se retuerce con desesperación. Sus manos tiemblan y el plástico corta su piel morena. Clava las uñas en las palmas, buscando cualquier cosa que detenga el dolor que lo invade. Su respiración es entrecortada; sus palabras se ahogan en gritos guturales mientras sus extremidades luchan frenéticamente por liberarse de las ataduras.
La hoja penetra profundo, el guardia se retuerce y los ríos de mocos y lágrimas se mezclan con la sangre que mana de su ojo mutilado.
Sin embargo, Gio no se detiene, continúa sin pestañear, como si estuviera en trance.
El aire viciado del diminuto cuarto se satura con una amalgama nauseabunda de sudor rancio y el penetrante hedor de la orina.
Los sonidos del entorno se desvanecen en el caos de la mente de Gio, dejando solo el persistente aroma metálico y el susurro retorcido de sus pensamientos tormentosos. Voces fragmentadas que alimentan y justifican sus acciones, recordándole el daño infligido por las manos del sujeto que agoniza frente a él.
Estas voces son la confirmación de su propia verdad, una verdad que se aferra a la justicia que él ha forjado en las profundidades de su cerebro.
Porque, al final del día, ¿quién es el verdadero villano y quién el héroe?
¿Qué medida de justicia puede considerarse equilibrada en un mundo de caos?
Solo aquellos que temen perder algo pueden entender el vacío desesperado del futuro incierto.
Es por eso que, para él, no hay lugar para la piedad hacia sujetos como el Gordo. Estás personas han cruzado la línea una vez y él sabe que lo volverán a hacer.
La mirada viciada de uno y los gritos desgarradores del otro perduran por un largo tiempo. Cuando finalmente cesan, dejan un silencio espeso y opresivo.
Con el corazón latiendo con fuerza, Gio sale de aquella habitación, erguido y con el rostro en alto. Sin mirar atrás, cierra la puerta de un golpe.
Con cada paso, pequeñas gotas de sangre marcan su camino, pero avanza con calma, alejándose de lo que lo había consumido, hasta llegar finalmente a su propia habitación.
≪•◦♥∘♥◦•≫
Las tupidas y arqueadas pestañas se abanican lentamente. El cuerpo agotado de Gio se relaja en el cuero del sillón. Su respiración se vuelve más tranquila y poco a poco, su mente se adormece.
Tiempo después, una ligera sensación confusa lo hace abrir los párpados. Con la vista aún entorpecida, observa a la atractiva figura que lo admira de pie. Confundido por la situación, sonríe levemente.
—Qué sorpresa —dice con la voz algo ronca.
La figura no le responde, solo permanece en silencio. Sus ojos café, enmarcados por el marco plateado, son fríos, odiosos y distantes.
Al verlos, Gio prefiere evitarlo. Mentalmente está exhausto; la descarga y la estimulación no son buenas para alguien como él. Necesita bajar los decibeles; no puede desbordarse de nuevo. Es mejor pedirle que se aleje.
—No lo mandé a llamar, así que puede retirarse. No tengo ganas de verlo.
—Me enviaron a atenderte. ¿No soy acaso una suerte de sirviente?
—Ya veo.
Gio cierra los ojos por un instante y traga saliva lentamente. Múltiples preguntas se enredan en su cabeza.
¿Entenderá lo que soy capaz de hacer por él? ¿Se dará cuenta algún día?
¿Cuántas personas en este mundo harían lo que yo he hecho… lo que estoy dispuesto a seguir haciendo?
Sin embargo, no las dice, solo puede preguntar:
—¿Está enojado?
—No es de mi interés —dice con una risa despectiva.
Es una respuesta simple, pero tan real. Su existencia frente a Octavio se siente tan insignificante como la de una hormiga perdida en un vasto desierto.
Por un instante, había olvidado su lugar.
No importa cuánto esté dispuesto a sacrificar o perder de sí mismo… frente al profesor, siempre será irrelevante.
Una amarga sonrisa se forma en sus labios. Gio aún no abre los ojos y su cabeza cae ligeramente hacia atrás.
—Entonces, no me interesa verlo. Solo... solo retírese.
—Eso es lo que quiero, pero hay alguien que me retiene —la voz de la figura carga una sutil burla, mientras sus delgados labios se curvan en una mueca de desdén—. No compliqués las cosas. Al menos, andá a asearte... tengo que quedarme acá toda la noche.
—Siempre tiene que ser como usted quiere, ¿cierto?
Octavio se acerca, mirándolo de arriba abajo.
—Si fuera como yo quiero, créeme que hace tiempo no estaría en este lugar. —Rechina los dientes, molesto; el aroma a sangre sigue siendo fuerte y las manchas, secas, están pegadas a la piel de Gio—. Sos un desastre.
El silencio envuelve la habitación, interrumpido solo por la respiración de uno de los dos.
Gio no sabe cuánto tiempo ha pasado, solo siente un fuerte dolor de cabeza. Si Octavio se movió, no se dió cuenta; ni siquiera escuchó sus pasos.
El malestar sigue palpitando en su frente y sus párpados se niegan a abrirse. Solo cuando siente el ligero roce de algo húmedo en su mejilla, se atreve a entreabrir los ojos. Toma la mano pálida que limpia con delicadeza su rostro. Con la mente aturdida, titubea, sorprendido.
—¿Qué... qué está haciendo?
Frunce el ceño, dándose cuenta de algo que había pasado por alto. Pero antes de que pueda hablar, el profesor se adelanta y le explica con calma.
—Te estoy ayudando, ¿no es esto lo que querés?
Con una rodilla apoyada junto al hombre, Octavio se inclina hacia adelante y su mirada se posa en el rostro que intenta limpiar. En esa posición, la piel blanca impoluta resalta con su frialdad característica, incluso las venas azuladas se dejan ver con claridad.
—Te extrañé —murmura Gio, con pesar.
—¿Recién te das cuenta?
Él apoya su cabeza en el abdomen del profesor y rodea su cintura con un brazo. Se queda en esa posición por un largo tiempo, como antes, como siempre.
Hasta que Gio comprende que es un sueño, el sueño deja de jugar con él.
Solo ellos dos, conocen su extraña dinámica.
A veces, la imaginación lo toma por sorpresa, con una respuesta inconsciente a su necesidad suplicante de afecto. No de cualquier ser humano, sino que tenía que ser el afecto de "ese" ser humano.
Está necesidad envía señales al cerebro y este llena ese sentimiento de vacío.
Así ha sido por años.
En cada crisis, en cada instante de soledad, esa ilusión aparece.
Incluso en los momentos que muchos considerarían como logros, su mente fabricaba la misma figura.
Un Octavio.
Uno amable, uno afectuoso, siempre presente a su lado en cada paso que daba.
Desde el día en que aquel adolescente extendió su mano hacia un niño que acababa de descubrir su enfermedad, esa figura heroica y masculina se quedó grabada en sus retinas, en su mente y en su corazón.
Al principio, solo era alguien que despertaba su interés, una presencia que no le resultaba desagradable. Sin embargo, cuando dejó de estar cerca, algo comenzó a agitarse en su pecho. Un sentimiento inexplicable que, años después, al verlo de nuevo en una pantalla a los trece años, cobró un matiz diferente. Uno que se entrelazó con su adolescencia, entre las sábanas.
Desde entonces, esa figura complaciente lo acompaña, con susurros agradables y caricias cálidas. Una válvula de escape para liberar todo aquello que había estado reprimiendo y que no podía expresar en ninguna otra parte.
Porque él lo intentó, hubo un tiempo en que luchó contra ello. No le importaba ser gay; lo insoportable era que, sin importar si fuera hombre o mujer, si esa persona tenía siquiera un rastro del fantasma del profesor, lo aceptaba como un sustituto.
Pero los sustitutos jamás logran asemejarse al original. Y cuando creció, cuando inhaló ese aroma amaderado y masculino que tanto anhelaba, todo empeoró.
La sed por ese hombre se volvió tortuosa, una agonía constante. Se esforzó tanto por alcanzarlo, pero todos esos intentos fueron cruelmente derribados.
Es simple: la perfección no se digna a ver la escoria que se deposita como un lastre en el zapato.
Y ahora, por fin, tenía entre sus brazos aquello que había deseado durante años.
Pero, aun así, todo se siente tan absurdo.
¿Acaso era necesario mostrar la peor versión de sí mismo?
Las mentes no convencionales procesan el mundo de manera diferente y por Octavio, Gio había intentado ser normal.
A su pesar, solo puede ser él mismo con esa figura fría y servicial.
Lamentablemente, después de haber experimentado el calor del profesor tantas veces, incluso este antiguo fantasma que lo acompaña parece insípido.
Ya no hay vuelta atrás; ha probado la suavidad de la piel delicada. Ha sentido la calidez intermitente que emana de esos labios jadeantes bajo la fuerza de su tacto. Incluso los insultos y gruñidos son distintos; nada se compara con el Octavio de carne y hueso.
Durante el breve tiempo que compartió con él en la universidad, fue complicado. Su mente hizo cortocircuito en un intenso autocontrol. En aquel entonces, necesitaba ocultar al falso amante en lo más recóndito de su ser para disfrutar del real. Aunque no fuera de la manera que deseaba, al menos era algo.
Llegó a considerarse más sano que cualquier "sano" que caminara por las calles; el control sobre sus propias acciones era perfecto, tan idílico que, al caer la noche, solo podía liberar la frustración de los intentos rechazados contra la imagen ficticia del profesor.
En esa época, su pseudo-inocencia lo llevó a creer que la espera era una virtud de los hombres que aman sinceramente, solo para enfrentarse a la realidad de haber perdido el tiempo. La única oportunidad que podría haber tenido se deslizó entre sus dedos como lava hirviente, lacerando su piel y ampollando su corazón. Fingir ser correcto, bueno y moral fue su peor error.
Nunca debió haberse equivocado tanto, a pesar de eso, los resultados actuales no son los deseados.
En realidad... todo es más intrincado de lo que parece.
Ahora, solo debe mantener el eje, lo esencial, lo único que puede hacer desde la posición en la que se encuentra.
Gio acaricia la espalda del Octavio de fantasía con ternura.
Ya sea que esté despierto o dormido, es difícil de explicar. Su cerebro funciona de manera compleja, donde las voces resuenan más allá del sueño o la realidad. Estas voces son la compañía que menos desea desde que tiene memoria, pero al final, salvo su madre, son las únicas que han permanecido a su lado a lo largo de estos veintiocho años.
Puede silenciarlas por un tiempo, incluso olvidar que existen, pero están arraigadas en él, en lo más profundo de su ser; de forma inherente, son parte de su alma. Si son benévolas o malignas depende de quién sea el objeto de su devoción.
Al menos, en esta vida, solo hay dos personas relevantes para Gio, a las que por cualquier medio evitaría arruinar.
Solo queda sopesar en una balanza cuál es el mal menor.
Él tuvo que responder a esa pregunta una vez y ahora se encuentra acorralado en esa lamentable decisión, conformándose con el afecto ficticio del Octavio de su imaginación.
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