Un hombre yace en el suelo frío, sus pies descalzos marcados por heridas furiosas. Una gruesa cadena negra rodea su tobillo, contrastando con la delicadeza de su piel. Su espalda se inclina hacia adelante, mientras sus hombros se tensan hacia atrás.
Aún respira; al menos, eso parece.
Las paredes, pintadas de un blanco pálido, están marcadas por arañazos y manchas que rompen la pureza inicial del color. A la derecha del hombre hay una cama individual, con sábanas mugrientas que muestran signos de un uso complejo. A su izquierda, un inodoro oxidado y en mal estado añade un toque de repulsión a la habitación.
El silencio es sublime, pero es interrumpido por el eco de los pasos firmes que se acercan por el pasillo oscuro.
El cautivo, sin su habitual elegancia y postura recta, está inconsciente. Los golpes de la noche anterior han dejado fuertes secuelas. La camisa está impregnada de sangre y suciedad. El pantalón de vestir, que luce las largas y esbeltas piernas, evidencia las marcas del arrastre hacia su encierro. Octavio Montes, el renombrado bioquímico, en estas tres décadas de su existencia nunca habría imaginado pasar por esta situación.
La perilla se gira y los pensamientos del hombre se vuelven titubeantes. Al ingresar, un suspiro profundo se escapa de los labios al ver al profesor con esta apariencia lamentable.
Retenido como un bulto de basura, lo han despojado de su exquisita inteligencia y superioridad. Sin embargo, el sujeto se acerca despacio; tiene que cumplir con una orden.
La sombra del hombre de pie envuelve la figura de Octavio. Se agacha y lo observa con detenimiento. Toma con cautela las hebras del cabello lacio azabache y analiza cada poro destrozado. En este momento, el profesor tiene una venda negra que cubre sus ojos marrones. Sus lentes de marcos redondos, que le sumaban a su aire de intelectual, tampoco se encuentran en ningún lado. La piel blanca está cubierta de hematomas y los labios delgados conservan algo de color.
Con delicadeza, el hombre acaricia los labios del otro con el pulgar. Incluso a través del guante de cuero negro, percibe una leve temperatura. Se inclina acortando la distancia y siente la calidez del aliento. Con la punta de la nariz sigue las líneas del rostro y la mandíbula se tensa ante la proximidad.
El cuarto se sumerge en una mezcla densa de suciedad y humedad, opresiva y desagradable. A pesar de este matiz penetrante, la esencia amaderada tan propia de Octavio persiste entre el aroma ferroso y el polvo. Con sus notas terrosas y matices de sándalo, despierta una frescura natural, una sutil masculinidad que se entrelaza con la esencia misma del profesor.
Este aroma adictivo es inconfundible.
Unas diminutas gotas de sudor cubren la frente del hombre, trazando un camino sinuoso hasta deslizarse por la quijada. Un cosquilleo ambiguo se instala en su pecho, desatando sensaciones inciertas. Una corriente de estímulos abruma sus sentidos, embistiendo su mente con intensidad.
—Mierda —rechista, con el ceño fruncido.
Retira los guantes y las pupilas negras se dirigen hacia la esquina del cuarto donde se sitúa la cámara de vigilancia. La mirada desafiante se posa en ella, como si transmitiera un mensaje sin palabras. Pero al volverse hacia Octavio, aprieta los labios mientras su rostro expresa un anhelo oculto. Luego de unos minutos, sostiene el rostro del profesor, acaricia la piel con la yema de los dedos, deslizándose por el cuello buscando alguna reacción, pero esta no llega.
Exhala.
Con el pulgar, abre la boca del hombre inconsciente. Delinea con la lengua el borde del labio inferior y la introduce con cautela, sintiendo la leve calidez que aún persiste en su interior. Los sabores se entremezclan, generando una sensación confusa. El hombre aún se siente incómodo, pero sus instintos comienzan a aflorar. La suavidad y la humedad exaltan su pecho, un color rojizo invade sus mejillas. Pasados unos minutos, se retira; hilos translúcidos aún los conectan.
Junta sus frentes y se toma un momento, como si intentara decirle algo.
Pero ya no tiene más tiempo. Se levanta de golpe y recoge con cuidado entre los brazos al desmayado. El trato es delicado, como si tuviera la intención de evitar causarle algún daño adicional. Aferrado al inconsciente, se dirige hacia aquella cama, la extensa cadena acompaña los pasos.
La vista de las sábanas manchadas y desgarradas le genera una profunda incomodidad, mientras su mente se llena de preguntas, sus entrañas se revuelven.
Observa a Octavio, observa la cama.
—¡Maldición! —dice, mientras lo apoya despacio.
Acostado sobre unas viejas y repulsivas sábanas, el día uno del profesor comienza.
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