El sol se alzaba majestuosamente en el horizonte de un planeta aún en pañales. Sus rayos, como dedos de luz, acariciaban la superficie, despertando la vida que yacía dormida. En este rincón del universo, conocido como Eldoria, la magia fluía en cada rincón, tejida en la trama misma de la realidad.
En el seno de la tierra, en una región conocida como Sylvaria, una tribu ancestral danzaba alrededor de un fuego sagrado. Eran los Faelites, seres cuyas vidas estaban entrelazadas con la magia de la madera y el viento. Sus cuerpos resplandecían con destellos mágicos, una manifestación de la conexión con los elementos que los definían.
En el corazón de esta tribu se encontraba Henry, un joven con cabellos blancos como la nevada y ojos rojos como el fuego. Desde su nacimiento, fue bendecido con el don de la magia elemental, pero esta bendición se manifestaba como un tormento constante en su cuerpo. Cada uso de su poder era una batalla, un sacrificio de dolor que Henry soportaba en silencio.
Aunque su aspecto único lo marcaba como especial, la tribu lo veía con mezcla de admiración y temor. La creencia en los guardianes planetarios, entidades cósmicas que velaban por la armonía de Eldoria, llevó a la tribu a interpretar la singularidad de Henry como una elección divina.
La vida en Sylvaria transcurría en ciclos rituales, guiados por la intervención sutil de los guardianes. Sin embargo, una sombra se cernía sobre la tribu: una creciente tensión entre las distintas comunidades que compartían Eldoria. La abundancia de recursos y el deseo de expandirse llevaban a choques cada vez más frecuentes.