El sistema, como si fuera una presencia propia, le mostró el objetivo con una luz roja y pulsante. Mata a una sirvienta. Como una orden implacable.
Maldita sea , pensó, apretando los puños. No puedo hacer esto. ¿No podía simplemente seguir adelante sin seguir esta orden? No, no lo haría.
Días pasaron y, aunque trató de ignorar el mensaje, el recordatorio seguía apareciendo cada pocas horas, como un peso sobre su pecho. El miedo a no cumplir con la misión lo carcomía. Las voces en su cabeza, como sus recuerdos de un pasado lleno de actos oscuros, se intensifican cada vez más. Recordaba el olor a sangre, el crujir de huesos rotos bajo sus pies, el desdén en los ojos de sus víctimas. ¿Cuántas veces había tenido que matar para obtener lo que quería? Y sin embargo, cada vez que lo hacía, sentía que una parte de sí mismo se perdía.
El sistema parecía disfrutar de su sufrimiento, grabándole su misión sin cesar.
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Misión pendiente.
16 días restantes.
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"Esto... no es posible", murmuró Alqatil, mirando el tiempo que quedaba. El sistema, como si percibiera su duda, lanzó un mensaje adicional, cruel en su simplicidad:
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Tienes 16 días para completar la misión. Si no lo haces, el sistema desaparecerá. El poder se perderá para siempre y quedaras liceado.
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¿Perder el sistema? ¿Quedar liceado? El temor a eso lo alcanzó. ¿Y si realmente esta era su única oportunidad? ¿Y si no tomaba el camino que el sistema le ofrecía? Todo lo que había soñado, todo lo que quería lograr, podría desvanecerse en el aire. ¡No! Tenía que actuar, aunque fuera lo último que hiciera. Pero... matar. Esa palabra seguía atormentándolo.
Por un momento, estuvo tentado a aceptar la misión, a buscar su poder. Pero el recuerdo de su madre, su rostro lleno de esperanza mientras le decía que fuera diferente, lo mantenía inmovilizado. ¿Podría? ¿Debería?
Es solo una sirvienta. La voz que resonaba en su mente era la suya, pero sonaba fría, distante, como la de un ser que ya no se reconocía. Una sirvienta no es nada.
Finalmente, después de días de incertidumbre, después de que las dudas y el remordimiento lo devoraran por completo, Alqatil comprendió algo con claridad. Este era su camino. Había nacido para ser grande, y no podía escapar de lo que le había sido dado. Si quería el poder, debía abrazar su naturaleza. Si quería sobrevivir, debía matar.
El sistema le estaba ofreciendo la oportunidad de renacer, de dejar atrás las cadenas que lo ataban. Aunque aún sentía el peso de la decisión, de esa promesa rota a su madre, el impulso por alcanzar lo que tanto deseaba era más fuerte. El miedo a perder el poder, el miedo a quedarse atrás, lo empujó al abismo.
No tengo otra opción . Alqatil cerró los ojos, tragó saliva y, por fin, se preparó para cumplir con la misión.
La sirvienta moriría .
Fue entonces cuando comenzó a notar cosas que antes no había visto. Las sirvientas que pasaban por los pasillos del castillo no eran solo sombras en movimiento. Cada una de ellas llevaba consigo un peso que no era solo físico, sino emocional, un lastre invisible que las arrastraba lentamente hacia el abismo. Alqatil se dio cuenta de los pequeños gestos que antes había ignorado: las manos que temblaban al servir la comida, las miradas furtivas que lanzaban hacia las puertas, como si esperaran algo o temieran que alguien las observara demasiado de cerca.
Una de ellas, más vieja que los demás, caminaba con una escoba en mano, pero lo que realmente llamaba la atención eran las profundas arrugas en su rostro, como surcos que indicaban no solo el paso del tiempo, sino años de preocupaciones y sufrimiento. Su respiración era pesada, y el sonido de su corsé chirriaba cada vez que se agachaba. A veces, Alqatil la veía bajando la vista para observar el suelo con la cabeza agachada, sin atreverse a mirar a los nobles. Tenía un anillo de oro desgastado, de aspecto barato, que se reflejaba con la luz débil de las lámparas.
Otro grupo de sirvientas, jóvenes y con ropas modestas, hablaban entre ellas en susurros, con las voces temblorosas, pero lo que más notaba Alqatil eran las manos. Una de ellas tenía una cicatriz grande en su muñeca, otra tenía los dedos hinchados por el trabajo continuo, y los ojos de todas ellas brillaban con una mezcla de desesperación y agotamiento. Los murmullos entre ellas hablaban de deudas, de pagos atrasados, y lo peor, de castigos a los que temían enfrentarse si cometían algún error. Era como si vivieran esperando la furia de sus señores.
Y luego, entre todas, Hana, la joven que llamaba la atención de Alqatil. Aunque su rostro era más fresco que el de los demás, sus ojos oscuros parecían arrastrar consigo una carga que ni la juventud podía ocultar. A pesar de sus intentos de sonreír y parecer amable, sus labios temblaban ligeramente. Había algo en su forma de caminar, como si tratara de mantenerse ligera, de no llamar la atención, pero lo hacía con tal torpeza que era imposible no notarla. Su rostro, aunque de una belleza delicada, parecía marcado por la desdicha. Las arrugas que comenzaban a formarse en su frente eran más visibles cuando fruncía el ceño, probablemente debido al estrés y la preocupación constante.
Hana llevaba un anillo de plata en su dedo, aunque no lo mostraba con orgullo. Era sencillo, pero tenía el brillo apagado de algo que había sido usado durante años. ¿De que será? Pensó Alqatil mientras observaba el anillo con más atención. ¿Está casada? ¿O será una mentira que se esconde para obtener beneficios?
"Tal vez rumores esos sean ciertos..." —murmuró Alqatil, notando cómo su mente comenzaba a ceder ante la tentación de la lógica oscura que lo guiaba. Las voces de las sirvientas resonaban en su mente mientras sus ideas se acercaban a Hana, y la idea comenzó a formarse más nítidamente: Ella ya está condenada a una vida de maltrato. Tal vez yo solo esté siendo la mano que ejecuta lo inevitable.
Pero en su interior, una parte de él seguía dudando. ¿Es cierto? ¿Hana realmente esta engañando? ¿Es ese el crimen que la ha marcado? No, eso no puede ser verdad...
Sin embargo, la imagen de la sirvienta caminando con sus ojos apagados y el brillo del anillo en su dedo, que Alqatil aún observaba en silencio, comenzó a martillar en su mente.
Si el sistema exige un sacrificio... pensó mientras pasaba por su mente una visión de lo que había sido su vida anterior. ¿Por qué debería detenerme? Si esto es lo que exige el sistema, ¿realmente importa quién sufre?
Ella no lo sabe. Ella ni siquiera lo sospecha.
—No, espera... —Alqatil se obligó a detenerse, como si intentara calmar su mente. — Tal vez no debería hacer esto. Hana no merece esto. No sé si lo que dicen de ella es verdad.
Pero... si es lo que debo hacer, si el sistema lo exige...
Alqatil cerró los ojos por un momento, luchando contra los recuerdos de su madre, su promesa de no matar. ¿Cómo puede ser que esté considerando esto? ¿Sacrificarla por el poder del sistema?
—Dios... —susurró, apretando los dientes. — No sé si esto es lo que quiero hacer, pero el sistema... no me deja otra opción.
¿Realmente no hay otro camino?
Pero el sistema no daba tregua, y la misión era clara. No podía escapar de ella, no sin consecuencias. Y de repente, como si le pesara una tonelada sobre los hombros, la idea de seguir adelante se fue asentando en su mente.
—Espero que me perdones... —murmuró, con una mezcla de resignación y algo de odio hacia sí mismo.
El sistema no le dio tiempo para dudar más. Sabía que no tendría mucho tiempo antes de que las consecuencias de su indecisión lo alcanzaran.
Seis días... pensó mientras miraba a Hana, sintiendo que el tiempo se escapaba rápidamente. ¿Deberías seguir con esto? ¿Qué tan lejos llegaré para obtener mi poder?
El último suspiro de la duda se desvaneció mientras una resolución oscura comenzaba a apoderarse de él.
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───────── Cinco días después ──────────
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El día había llegado, pero Alqatil aún se encontraba atrapado en sus pensamientos. El peso de la decisión lo ahogaba, como una piedra sobre su pecho. Sabía lo que debía hacer, pero al mismo tiempo, no podía dejar de preguntarse si había otra manera. La verdad era que, con cada paso que daba en este mundo, el niño que había sido se desvanecía. El imperio Zalos no era lugar para un alma débil.
Esa tarde, Hana entró en la habitación, trayendo una bandeja con comida. Sus pasos eran suaves, casi sigilosos, como si el aire mismo tuviera miedo de perturbarla. Con la bandeja en las manos, se acercó a la mesa, dejando que el aroma del guiso llenara la habitación. Alqatil observaba cada movimiento, como si estuviera viendo una obra lenta y dolorosa, una que no podía evitar.
Sin embargo, cuando Hana se inclinó para colocar el plato se le callo un tenedor y se agacho para recogerlo, la mirada de Alqatil se desvió hacia la bandeja. Algo brillaba. Un destello metálico. Un cuchillo, pequeño, sencillo, pero afilado. Era lo único que tenía en ese momento.
Su corazón comenzó a latir con fuerza. Es ahora o nunca…
La tentación de tomarlo lo invadió, y sin pensarlo más, su mano se movió rápidamente. El frio del metal al rozar sus dedos le pareció ensordecedor, un eco que lo obligaba a seguir adelante. Sin embargo, en el instante de tomarlo, su mente entró en conflicto.
¿De verdad voy a hacer esto?
Su brazo permaneció suspendido, el cuchillo temblando en su mano. La duda lo envolvía como una niebla espesa. El sistema lo había elegido, lo había marcado. Si no hacía esto, no avanzaría. No tendría poder. Sin poder, estaría condenado. Pero había algo en su interior que le pedía detenerse. No, Hana no merece esto.
La sirvienta, ajena a su tormento interno, se levantó de nuevo, casi olvidando el pequeño incidente del tenedor caído. Sus ojos permanecían bajos, casi como si su alma ya hubiera abandonado la lucha, atrapada en algún rincón de su ser.
Alqatil, sin embargo, no podía apartar la mirada del cuchillo. Su pulso se aceleró, y la sangre pareció detenerse en sus venas. ¿Qué haría su madre si estuviera aquí?
El sistema no perdona ... Pensó, el susurro resonando en su mente con fuerza inquebrantable.
Con un último suspiro, Alqatil cerró los ojos un momento. Todo su ser se tensó, como si todo su cuerpo estuviera esperando una señal para avanzar. Y entonces, en un movimiento rápido, tomó el cuchillo con ambas manos, el filo cortando el aire con un sonido casi mortal.
La mirada de Hana se fijo, al darse cuenta de Alqatil, giró lentamente su rostro, sus ojos levantandose suelo. Alqatil sintió cómo la vergüenza y la culpa lo envolvían. A lo lejos, su mente recordaba la promesa a su madre, esa promesa que aún palpitaba en su pecho.
Pero el cuchillo, la única herramienta que tenía en ese momento, estaba lista para llevar a cabo lo que el sistema había exigido. Con una fuerza que no sabía que poseía, la mano de Alqatil avanzó. El aire se espesó a su alrededor, y cuando finalmente estuvo lo suficientemente cerca, clavó el cuchillo en su estómago. No hubo un grito de dolor. No fue necesario. El sonido del metal atravesando la carne fue lo único que necesitó escuchar para saber que ya no había vuelta atrás.
El grito de Hana, ahogado y lleno de horror, lo hizo despertar de su trance. Pero ya era demasiado tarde. En cuestión de segundos, los guardias irrumpieron en la habitación, sus antorchas iluminaron la oscuridad, sanando las heridas de Alqatil con un urguento. La mirada de la sirvienta, llena de temor y desconcierto, cruzó la de él antes de que la arrastraran fuera de la habitación.
Alqatil se quedó allí, inmóvil, la sangre aún caliente sobre su piel. La presión en su pecho era insoportable, y el sudor le cubría la frente. ¿Qué he hecho?
La pregunta no tenía respuesta. El peso de su acción lo aplastaba. Había cumplido con la misión, pero a qué costo. Ahora, ya no era el niño que habría deseado ser. El sistema lo había cambiado para siempre, y las consecuencias de su decisión lo seguirían donde quisiera que fuera.
El eco del grito de Hana aún resonaba en sus oídos. Y mientras se quedaba solo en la habitación, la verdad se instaló en su pecho como un peso muerto: ya no había marchado atrás.
Dos días después...
La noticia corrió rápidamente por todo el castillo, una ráfaga de rumores que incendiaron las lenguas de los nobles y las sirvientas por igual. Hana, la sirvienta, había sido acusada de intentar asesinar al joven príncipe. El rumor de su traición había sacudido al imperio como un terremoto. Aunque Alqatil había orquestado todo meticulosamente, el peso de la culpa aún lo atormentaba. El sistema no mostraba piedad; su rol estaba claro: un villano, sin redención posible.
—Se llegó a la conclusión de que era una asesina —anunció el verdugo con voz firme y mecánica—, por lo que será decapitada, y su cabeza será colgada fuera del castillo, junto con la de toda su familia.
El juicio fue un paripé. La sentencia, rápida y mortal, se ejecutó sin cuestionamiento alguno. En el imperio Zalos, la palabra de un príncipe no se discutía; era ley. Los gritos de desesperación y súplicas de clemencia se perdían entre la risa de los nobles y la indiferencia de los guardias, mientras cuatro cuerpos encadenados eran arrastrados hacia el patíbulo, despojados de toda dignidad, convertidos en meros juguetes del destino cruel.
Hana, su esposo y sus dos pequeños hijos estaban destinados a la muerte, sin remedio, sin esperanza.
—Esta familia está acusada de múltiples crímenes: evasión de impuestos, intento de asesinato contra un príncipe, envenenamiento, entre otros... —enumeró el verdugo, su tono carente de cualquier emoción humana.
Los nobles, sentados en sus sillas con copas de vino en mano, no podían disimular sus risas. Algunos bromeaban entre ellos, mirando la ejecución como una simple diversión, como si fuera una obra de teatro sin consecuencias. Un par de mujeres nobles se tapaban la boca, pero su risa se filtraba entre los dedos.
—¡EJECUTENLOS! —gritó el verdugo, su voz resonando en el aire tenso.
El hacha cayó con un sonido seco y aterrador. La cabeza del padre de familia rodó por el suelo con una lentitud macabra, su rostro aún reflejando la sorpresa de la traición. La multitud estalló en vítores, algunas personas lanzaban frutas podridas hacia el cadáver, burlándose de su caída. Los nobles alzaron sus copas, brindando por la sangre derramada, y las carcajadas resonaban como una macabra sinfonía.
Hana, su rostro pálido como la muerte misma, apenas podía entender lo que sucedió. El horror le había robado el aliento. Antes de que el verdugo la alcanzara, sus labios se movieron, en un murmullo apenas audible.
—Perdónenme por no haber sido más fuerte, amores...
El siguiente golpe no tuvo piedad. La cabeza de Hana cayó al suelo, y sus ojos se despidieron de este mundo con una última expresión vacía mientras ese anillo caia y dentro se veia un nombre, el de su esposo. La multitud aplaudía, celebrando la victoria del poder sobre los débiles, mientras los niños gritaban aterrados, aferrándose el uno al otro.
El verdugo no se detuvo. Con un movimiento rápido y sin remordimientos, los dos niños recibieron el mismo destino. El hacha se alzó una vez más, y en un abrir y cerrar de ojos, las cabezas de los pequeños fueron arrancadas de sus cuerpos. La sangre manchó el suelo, y la multitud no hizo más que reír y celebrar.
Los cuerpos de los condenados fueron arrastrados sin piedad, colgados uno por uno, como trofeos en un desfile macabro, para que todo el imperio pudiera ver el precio de la traición.
En el castillo, Alqatil observaba la ejecución desde una ventana, sus ojos fijos en el vestíbulo. La escena lo envolvía, pero su cuerpo no respondía. No podía apartar la mirada, como si una fuerza invisible lo obligaría a presenciar el sufrimiento. El miedo lo paralizaba, la misma sensación que había experimentado en su vida pasada, cuando se convirtió en alguien que no reconocía.
El eco de las risas y los vítores de la multitud llenaban sus oídos, y aunque el espectáculo era aterrador, no podía evitar sentir que algo en su interior se quebraba. No soy diferente a ellos... pensó. El miedo lo recorrió como una sombra, la misma oscuridad que lo había devorado en su vida anterior.
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Misión exitosa
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Daños colaterales: 58% ─ Vidas arruinadas: 11.
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Recompensa: Estado desbloqueado. +10 puntos en atributos.
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[Felicidades, anfitrión. Ha demostrado ser un villano. Disfrute de sus recompensas] dijo la fría voz del sistema, como una sentencia más, como una burla.
Alqatil intentó ignorar las palabras del sistema, pero el peso de la imagen de Hana y su familia le aplastaba el pecho. No importaba que hubiera cumplido con la misión. Las risas de los nobles seguían retumbando en su cabeza. ¿Esto es lo que soy ahora?
—Estado —susurró, buscando distraerse con algo más, aunque sabía que era inútil.
El sistema respondió al instante:
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Nombre: Alqatil Zolenos
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Edad: 2 años ─────────── Nivel: 0
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Atributos
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Destino = 1000 (normal: 100) (protagonista: 10000+) (heroína: 5000+)
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Habilidades
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Estado nivel 1 (esta mostrará más atributos y conceptos cuanto más se utilice).
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—¿Qué...? —murmuró Alqatil, mirando la interfaz del sistema con confusión, pero sin comprenderlo completamente.
A pesar de la recompensa que le ofrecía el sistema, el vacío en su interior permanecía. Había completado su misión, sí. Pero el precio había sido demasiado alto. El peso de sus acciones lo consumiría, y la imagen de Hana y su familia, ejecutados sin razón, lo perseguiría durante todo su camino hacia el poder.