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Renacer de la sangre

🇨🇴Leo_Rexar
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Synopsis

Chapter 1 - El renacido

En la ciudad de Lya, un lugar donde las calles nunca descansan y las voces de la multitud forman una melodía constante, una familia pasea con tranquilidad. A primera vista, parece el cuadro perfecto: un padre con postura confiada, una madre con una sonrisa suave y un niño pequeño, Elías, cuya risa contagiosa rompe cualquier tensión en el aire. Pero alguien más los observa desde un rincón oscuro, alguien que no comparte esa misma perspectiva. Para él, esta familia no es más que una distracción bonita, una pieza más en su juego personal.

Elías, como cualquier niño curioso, se suelta de la mano de su madre en un instante de descuido. Entre la corriente interminable de personas, su pequeña figura se pierde rápidamente. La madre, al darse cuenta, siente cómo su corazón se detiene por un momento antes de gritar su nombre:

—¡Elías! ¡Elías!

Su voz se alza, cargada de angustia, pero la multitud sigue moviéndose, ajena a su desesperación. Entonces, desde la masa de cuerpos, aparece un joven. Es alto y delgado, de aspecto común, pero sus ojos, oscuros y profundos, tienen algo que inquieta si los miras demasiado.

—¡Señores, aquí está su hijo! —anuncia, sujetando la pequeña mano de Elías.

La madre corre hacia ellos, atrapando al niño en un abrazo que parece que nunca terminará.

—¡Gracias a Dios, Elías! —exclama, con lágrimas a punto de brotar—. ¿En qué estabas pensando? ¡No puedes volver a hacer esto!

Elías, cabizbajo y mordiéndose el labio, asiente en silencio. Mientras tanto, la madre levanta la vista hacia el joven con una mezcla de alivio y gratitud.

—De verdad, muchas gracias. No sé qué habría hecho sin su ayuda.

El joven sonríe, un gesto breve pero convincente.

—No ha sido nada —responde, ya comenzando a alejarse entre el gentío.

Sus pasos son tranquilos, casi descuidados, pero hay algo extraño en su postura. Nadie nota cómo su sonrisa, ahora que nadie lo mira, se convierte en una mueca afilada.

—"Tan fácil como robarle un caramelo a un niño" —piensa, mientras se mezcla nuevamente con las sombras de la ciudad.

El sol comenzaba a esconderse en el horizonte, dejando tras de sí un cielo teñido de naranjas y morados. La brisa fresca de la tarde acariciaba el rostro de Alqatil mientras caminaba por la acera. Con las manos en los bolsillos de su chaqueta gastada, sus pasos eran lentos, casi arrastrados. Observó los árboles que bordeaban la calle; sus hojas bailaban con el viento, mientras el ruido de la ciudad formaba un murmullo constante a su alrededor.

—Ha pasado tanto tiempo… —murmuró, apenas audible, como si hablase consigo mismo.

Las palabras salen de sus labios cargados de tristeza, y por un momento, su mente fue invadida por recuerdos borrosos: una voz cálida llamándolos a cenar, risas en un rincón de una casa humilde… y luego, el silencio. Limpió una lágrima que resbaló por su mejilla, disimulándola como si nadie pudiera verla.

Alqatil detuvo su caminata frente a una pequeña y deteriorada casa de ladrillos grises. El jardín estaba descuidado, con malas hierbas cubriendo lo que alguna vez fue un camino claro hacia la entrada. El marco de la puerta colgaba, y las ventanas estaban opacas por la suciedad. Este lugar, aunque frío y desolado, era lo único que podía llamar hogar.

Dentro, el ambiente era aún más deprimente. Las paredes estaban agrietadas, con manchas de humedad que contaban historias de abandono. Una mesa pequeña y tambaleante ocupaba el centro de la sala, rodeada por sillas de madera que parecían a punto de colapsar. En una esquina, un colchón raído por la humedad hacía las baces de cama. Sobre él, una manta vieja con un agujero en el centro apenas lograba protegerlo del frío de las noches.

—Es todo lo que tengo. —Suspiró, dejando caer su chaqueta en la única silla que parecía estable.

Mientras se dirigía a buscar algo de comida en el desgastado refrigerador, un pensamiento lo golpeó de repente.

—El alquiler… —dijo, con un nudo en la garganta.

Su estómago gruñó, recordándole que no había comido en todo el día, pero el peso del dinero, o más bien, la falta de él, lo empujó a salir nuevamente. Con las manos temblando, decidió dirigirse al cajero automático más cercano.

Mientras cruzaba una calle, sus pasos lo llevaron por un callejón. Fue entonces cuando escuchó voces elevadas. Una discusión.

— ¿Qué tan difícil es entender que fue solo un maldito trabajo? —gritaba un hombre con furia.

Alqatil se detuvo. El eco de la voz masculina rebotaba en las paredes del callejón, mezclándose con el sollozo desesperado de una mujer.

—¿Trabajo? —respondió ella entre lágrimas—. ¿Engañarme te parece un trabajo, John? No quiero verte nunca más.

Desde su posición, Alqatil vio cómo el hombre, con movimientos bruscos, alzó una mano y le dio una bofetada a la mujer. Ella retrocedió, pero él no se detuvo. La sujetó con fuerza, inclinándose para besarla mientras ella luchaba por apartarse.

La astucia de Alqatil comenzó a crecer en su pecho. Dio un paso hacia adelante, y el sonido de sus zapatos resonó en el callejón.

—Oye, basta. —Su voz era firme, pero no agresiva.

El hombre, John, lo miró de reojo, con una expresión de irritación.

—Este no es un asunto para extraños. Métete en tus asuntos y vete.

—Ella te pidió que te detuvieras. Hazle caso o llamaré a la policía.

La mujer, aprovechando la distracción, logró soltarse y corrió hacia la calle. Sin embargo, John no parecía dispuesto a dejar que las cosas terminaran así. Su mirada se clavó en Alqatil, como si toda su ira ahora tuviera un nuevo objetivo.

— ¿Quieres jugar al héroe? —gruñó, sacando un cuchillo de su bolsillo.

El filo del arma brilló bajo la tenue luz del callejón. Alqatil dio un paso atrás, levantando las manos.

—Tranquilo, no hay necesidad de esto. Solo cálmate.

Pero John no lo escuchaba. Se abalanzó hacia él, y aunque Alqatil intentó esquivarlo, su cuerpo no fue lo suficientemente rápido. Sintió el cuchillo perforar su costado, un dolor agudo y abrasador le arrancó el aliento.

—Maldita sea… —susurró, llevándose una mano al costado mientras caía de rodillas.

El mundo a su alrededor comenzó a desvanecerse. Desde el suelo, vio a John correr y desaparecer entre las sombras. La multitud que se había reunido observaba, murmurando entre sí, pero nadie se acercó a ayudarlo.

Sus pensamientos eran un torbellino. "¿Es así como terminar todo? ¿Sin nadie que me recuerde? Madre… lo siento". Las lágrimas rodaron por su rostro mientras el frío de la muerte comenzaba a apoderarse de él.

Cuando llegaron los paramédicos, su cuerpo estaba casi sin vida. Lo trasladaron de urgencia, pero a pesar de sus esfuerzos, no pudieron salvarlo. Horas más tarde, en una sala fría y sin nadie que preguntara por él, un médico llenó los papeles necesarios para que sus órganos fueran donados.

El cuerpo de Alqatil, incluso después de su muerte, fue tratado como un recurso más en una sociedad indiferente. Nadie acudió a reclamarlo. Nadie lloró por él.

Cuando abrió los ojos de nuevo, el mundo que lo rodeaba era extraño, ajeno a todo lo que había conocido. El vacío absoluto de la oscuridad lo envolvía, una quietud que hacía eco en su mente. No reconocía su cuerpo, no comprendía lo que estaba sucediendo. Pero en lo más profundo de su ser, algo cambiaba, algo primitivo se despertaba.

He renacido... La idea le atravesó la mente como un susurro, y aunque le resultaba incomprensible, podía sentirlo en cada fibra de su existencia. Algo había mutado, algo lo transformaba en alguien distinto. El dolor que sentía, indescriptible, lo arrastró aún más profundamente en esa nueva realidad.

De repente, el aire se volvió más liviano, como si una presión invisible lo soltara. Su cuerpo comenzó a flotar, a moverse, como si fuera parte de algo más grande. Sin previo aviso, unas manos lo rodearon con fuerza, un contacto físico que lo empujó sin piedad hacia el exterior. La incomodidad y el frío lo golpearon de inmediato, haciendolo retorcerse. Cada centímetro de su cuerpo ardía, como si mil agujas lo estuviera perforando. El dolor era insoportable, una sensación que quería hacerle gritar, pero no podía. Estaba atrapado en una forma que no comprendía, un cuerpo que no respondía.

¿Qué demonios están pasando? Pensó, mientras su conciencia se desbordaba por la brutalidad de su llegada a este nuevo mundo. Un llanto desgarrador se escapó de su garganta, un sonido vacío, incapaz de expresar todo el caos que se desmoronaba dentro de él.

—¡Felicidades, Abigaíl Rosenov! Has dado a luz a un hermoso niño —dijo una voz temblorosa, como de alguien que lleva años presenciando el mismo evento. La anciana le entregó al bebé, ahora envuelto en mantas, a una mujer con cabello rubio y ojos verdes. Su fragilidad era tan evidente que parecía que podría desmoronarse con solo respirar.

Alqatil, atrapado en la forma de un recién nacido, solo pudo pensar en una cosa: ¿Qué me han hecho?

La mujer, exhausta, apenas pudo levantar la mirada. Su rostro, pálido y cansado, rozaba el límite entre la vida y la muerte.

—Gracias... mi hijo, mi precioso Alqatil —dijo, como si esas palabras pudieran sanar todo el agotamiento que la consumía.

Pero Alqatil no escuchaba. En su mente, solo había espacio para una imagen, una imagen que lo perseguía con fuerza implacable. John... Ese nombre lo inundó, cada vez más fuerte. John… no olvidaré ese nombre, no lo olvidaré jamás.

En ese instante, un resplandor de furia creció en su interior. Sabía que, de alguna manera, estaba destinada a algo más grande que esa vida tan efímera. Su corazón latía con fuerza, no por la vida que había comenzado, sino por la venganza que lo consumiría. ¿Qué me hicieron, maldito?

John... La palabra sonaba en su mente como un juramento, y algo dentro de él lo sabía: No lo perdonaré.

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─────────Dos años después...──────────

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Alqatil ya había comenzado a comprender la magnitud del mundo en el que había renacido. Zalos , el Imperio de los Zolenos , no era solo un reino. Era una fuerza incontenible, una entidad colosal que extendía su dominio por más de veinte reinos, cada uno subyugado por la majestad de su emperador y la imponente dinastía que lo gobernaba. Zalos no solo conquistaba, sino que absorbía, integrando cada pedazo de territorio como parte de una vasta maquinaria, cuyos engranajes nunca se detenían.

El sol siempre parecía brillar con fuerza sobre la capital imperial, Azelanor , una ciudad tan monumental que sus murallas, cubiertas de antiguos glifos, se alzaban como gigantes de piedra. Los palacios, construidos con una mezcla de mármol, jade y oro, reflejaban el esplendor del imperio, mientras que las calles, siempre llenas de vida, resonaban con el sonido de los carruajes, los mercados bulliciosos y los pasos firmes de los soldados que custodiaban. su reino. La ciudad era un centro de poder que conectaba todos los reinos que Zalos había conquistado, donde las diferentes culturas se fusionaban bajo el dominio de los Zolenos, pero siempre con la corona imperial en lo más alto.

Zalos no solo era un imperio militarmente invencible; su cultura, su influencia y su poder espiritual eran conocidos en todo el continente. El pueblo adoraba a su emperador como a una deidad, y no era para menos. Su habilidad para cultivar el qi lo había elevado por encima de cualquier otro ser en todo el imperio. Las masas se postraban ante su nombre, mientras los nobles y cortesanos competían por el honor de acercarse a él, esperando obtener favores de un hombre cuyo poder se decía podía deshacer montañas o hacer florecer los campos más áridos con un solo gesto.

Los Zolenos gobernaban con mano de hierro, pero sabían que la estabilidad del imperio dependía no solo de la fuerza militar, sino también de la sabiduría de los que ocupaban los más altos rangos. Cada miembro de la familia real estaba entrenado en el arte del cultivo, y sus habilidades eran tan vastas que no había duda de que eran la raíz de todo el poder que emanaba de Zalos. Los emperadores no solo eran líderes; Eran visionarios, seres casi místicos que se comunicaban con el qi del mundo mismo, controlando los flujos de energía espiritual que mantenían el equilibrio de todo el imperio.

Las provincias y los reinos conquistados por Zalos, aunque sometidos, se mantenían bajo la vigilancia constante de los gobernadores designados por la familia imperial. Estas tierras, algunas prósperas y otras lejanas, vivían bajo una paz tensa, sabiendo que el imperio no aceptaba disidencias. Los pueblos eran ricos en recursos, pero siempre la amenaza de la justicia imperial colgaba sobre ellos, asegurando que ningún reino osara desafiar la supremacía de Zalos.

Alqatil sabía que el poder de su familia era tan inmenso que se extendía por todo el horizonte. A pesar de ser solo el cuarto príncipe, la sombra de los Zolenos lo envolvía en cada rincón del imperio. Su nombre, aunque todavía desconocido para la mayoría de los habitantes del imperio, llevaba consigo una carga histórica y una promesa de poder futuro. Ser un Zolenos era ser parte de una historia que se tejía a través de los siglos, una historia que nunca terminaba, una historia en la que cada nuevo príncipe debía demostrar su valía para mantener viva la dinastía.

El imperio Zalos no era solo un gobierno; era la cultura , el poder y el futuro de todo el continente. Una sola chispa de su gloria era suficiente para iluminar un camino eterno.

Un día, mientras descansaba, algo extraño llamó la atención de Alqatil. Un pequeño ícono brillaba en la esquina de su campo visual, una figura que no debería estar ahí. Se quedó mirando por un largo momento, entrecerrando los ojos, incapaz de creer lo que veía.

—No... ¡no puede ser! —murmuró para sí, incrédulo.

Sin pensarlo dos veces, se enfocó en el ícono, dejando que su mente se concentrara por completo en aquello que parecía una señal del destino. Debe ser mi "dedo dorado" , pensado, recordando, por los fragmentos vagos de su vida anterior, que esta era la habilidad especial que lo haría sobresalir en este mundo. Era lo que lo haría diferente, lo que le daría la ventaja que tanto había anhelado.

—¡Esto es... esto es increíble! —exclamó en voz baja, saltando casi de la cama de la emoción, tan feliz que estuvo a punto de caerse de la cuna. Su corazón latía rápidamente, como si una poderosa ola de energía estuviera comenzando a recorrer su cuerpo. ¡Esta era su oportunidad! No podía ser algo más que el inicio de su grandeza.

Con el corazón en la garganta, intenté activarlo. Cerró los ojos, se concentró y gritó en su mente, como si pudiera forzar el poder a obedecer: " Sistema , estado , ventana , ¡ estadísticas !". Repitió las palabras una y otra vez, pero… nada.

— ¡¿Qué demonios?! —exclamó, abriendo los ojos con una mezcla de incredulidad y furia. Sus manos apretaron las sábanas con tal fuerza que casi las rasga. Intentó de nuevo, más insistente, más desesperado, concentrándose como nunca antes lo había hecho. Pero el ícono seguía ahí, inmóvil, tan distante como si nunca hubiera existido.

—¡Maldita sea! ¡Esto es una broma de mal gusto! —bramó, furioso. Cada palabra salió con el peso de su frustración, su mente comenzaba a hervir con ira. ¿Cómo podía ser tan estúpido? El dedo dorado no estaba funcionando, ¡la oportunidad que había estado esperando no era más que una ilusión!

Se dejó caer de espaldas sobre la cama, mirando al techo con el ceño fruncido, respirando con dificultad. ¿Qué había fallado? ¿Por qué no podía activar esa maldita habilidad?

Con los dientes apretados, maldijo una vez más, esta vez con más fuerza: —¡Esto es una basura! ¡Maldición! ¡Mi suerte no puede ser tan asquerosa, mierda!

La ira lo envolvía, pero lo que más le quemaba era la sensación de estar tan cerca de algo tan grande, y sin embargo, tan lejos al mismo tiempo. Cerró los ojos, apretó los puños con rabia y, finalmente, se dejó vencer por el cansancio. Mañana lo intentaré de nuevo , pensó, aunque el rencor seguía palpitando en su interior.

Al día siguiente, mientras Alqatil reflexionaba sobre su situación, una serie de pasos resonaron en los pasillos del palacio. Eran pasos firmes, pesados, que hicieron que las paredes temblaran levemente, y no se podía comparar con los de ninguna criada o sirviente. Era el sonido del poder mismo acercándose, como el regreso del sonido de un trueno lejano. La puerta de su habitación se abrió lentamente, y una sombra oscura llenó el umbral.

El hombre que entró era un ser que podría aplastar todo a su paso, tanto en cuerpo como en alma. Su figura imponente parecía cortar la luz, como una montaña que bloqueaba el sol. Los sirvientes a su paso se apartaban con temor, algunos hasta caer de rodillas, otros sufriendo el dolor de sus huesos quebrándose bajo el peso invisible de su presencia. No se atrevían a alzar la vista, dejándose pisar como si fueran piedras en su camino. Los que caían al suelo, quebrándose por la fuerza de su paso, sabían que sus muertes no serían en vano: recibirían una compensación de por vida, suficiente para asegurar la felicidad de sus familias. Aún así, no podía evitar la mezcla de pavor y reverencia al estar tan cerca de su señor, el emperador de Zalos.

El hombre se acercó a la cama de Alqatil con una lentitud que parecía interminable, sus ojos azules brillando con una intensidad desmesurada. Cada paso suyo resonaba como un golpe de martillo en el corazón de aquellos que tenían la suerte, o la desgracia, de estar en su camino. El aire a su alrededor se tensó, como si el mismo espacio temiera tocarlo.

Su cabello negro, más oscuro que la noche misma, caía de manera perfecta en su rostro, pero lo que realmente hacía que todo a su alrededor se quedara en silencio era su mirada. Esos ojos azules no solo veían, sino que perforaban a través de la piel, más allá de cualquier alma, despojando a quien fuera de su humanidad. La energía que irradiaba de él era tan densa y potente que parecía apoderarse de toda la habitación, llenándola con un poder aplastante, imponente.

Con una calma aterradora, sacó su espada, un filo forjado con siglos de tradición y poder. El brillo frío de la hoja reflejaba la luz de la habitación, y el hombre la apuntó directamente hacia Alqatil, quien quedó paralizado por el temor. ¿Qué demonios estaba haciendo? ¡Apuntarle a su propio hijo con una espada! Alqatil no podía creer lo que veía, su cuerpo temblaba ligeramente mientras luchaba por procesar lo que ocurría.

El padre de Alqatil. Simplemente, pronunció una palabra en un idioma antiguo, su voz grave y cargada de poder resonando en la habitación: ἀποβλήτη .

Era una palabra que significaba "descarte" , y aunque Alqatil no comprendía completamente, la sensación de desdén y desprecio era palpable, como si toda la vida de su existencia fuera vista como algo insignificante. No había amor en su mirada, no había signos de un padre, solo una frialdad de alguien que se encontraba por encima de todo y de todos.

El momento se extendió por lo que parecía una eternidad, hasta que finalmente, con un movimiento tan rápido como el viento, guardó su espada y dio la vuelta, dejando a Alqatil allí, inmóvil, con la mente en blanco. Sin decir una palabra más, salió de la habitación con la misma presencia arrasadora que había traído consigo. La puerta se cerró tras él, dejando a Alqatil en un mar de pensamientos encontrados.

—Está loco —murmuró Alqatil, sintiendo una mezcla de alivio y temor, un nudo en el estómago que le recordaba que la figura de su padre no era solo imponente, sino aterradora.

Ese hombre, el emperador de Zalos, estaba tan por encima de los demás que sus súbditos ni siquiera se atrevían a mirarlo a los ojos. El terror y el respeto que generaba a su alrededor eran tan vastos que cualquier rebelión, cualquier atisbo de duda, era aplastado inmediatamente. Y Alqatil, el cuarto príncipe, aún era solo un niño bajo su sombra.

De repente, una extraña sensación lo invadió. Era como si su alma fuera tocada por algo profundo y antiguo, algo más allá de la comprensión humana. Alqatil sintió una corriente helada recorrer su cuerpo, y, en ese mismo instante, una cascada de luces brillantes apareció frente a sus ojos. Miles de almas, condensadas en una imagen cegadora, se desplegaron ante él. La pantalla se materializó de forma tan imponente que parecía que el espacio mismo se estaba desmoronando a su alrededor, la sensación de poder era casi palpable. De repente, un mensaje surgió ante sus ojos, con una energía indescriptible que parecía resonar en lo más profundo de su ser.

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¥€√kd@k te da la bienvenida. Por favor, selecciona un sistema. Hay múltiples opciones disponibles.

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Alqatil quedó atónito. La magnitud de lo que estaba viendo lo dejó sin aliento. ¡Esto era real! ¡Por fin, algo que podía usar para crecer, para sobrevivir en el imperio despiadado! Sentía como si, por primera vez en su vida, le hubieran lanzado una cuerda de salvación. Aunque las dudas seguían acechando en su mente, el deseo de poder y la necesidad de venganza eran más fuertes. Este podría ser su camino hacia la cima, su herramienta para demostrar que, incluso como un príncipe de cuarta categoría, podría llegar a ser más grande que todos.

—Esto es... —murmuró, completamente fascinado por lo que tenía ante sí.

Pero, mientras su mente trataba de lo mismo que estaba ocurriendo, una extraña incomodidad lo invadió. Un tipo de restricción. Sabía que el mensaje había sido un saludo, pero, ¿quién o qué era ¥€√kd@k? Intentó pronunciarlo en su mente, pero algo lo bloqueó. Como una fuerza invisible que evitaba que su mente lo descifrara, como si ese nombre fuera demasiado grande, demasiado antiguo para ser entendido por un simple mortal.

Con el pulso acelerado y una sonrisa de satisfacción, Alqatil enfocó su mente en las opciones que se desplegaban ante él. La lista parecía interminable, cada una más extraña que la anterior, pero había una que destacaba por encima de los demás, algo que le ofrecía lo que necesitaba, lo que había estado buscando.

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─────────Lista de Sistemas ───────────

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─Sistema de Sangre

─Sistema de Incubos

─Sistema de Almas

─Sistema de Runas

─Sistema de Placaje

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Y entre todos ellos, uno brillaba con una luz oscura, poderosa, y tentadora.

Sistema del Villano.

—Voy a elegir uno de los buenos, algo que me dé una verdadera ventaja —murmuró Alqatil, una risa fría y macabra escapando de sus labios. Sabía que este sería su sistema. No quería nada menos. No había tiempo para debilidades ni para vacilaciones. El imperio no tenía piedad, y él tampoco la tendría pero aun asi tenia una duda en su mente.

Seleccionó el sistema con decisión, casi como si estuviera tomando el control de su destino.

Pero en el instante siguiente, ocurrió algo extraño.

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Error #@$$##: el sistema del Villano se ha fusionado con otro ser.

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¿Qué? ¿Qué demonios están pasando? Pensó Alqatil, sorprendido. ¡Yo no elegí esto!

Intentó calmarse y evaluar la situación. Quizás el error no era tan malo como sonaba.

—Estado —dijo en voz alta, tratando de activar algo.

Mierda... pensé, frustrado.

De repente, la extraña sensación volvió a invadirlo, más fuerte que antes. Esta vez, Alqatil no pudo evitar un escalofrío al ver el mensaje que apareció ante sus ojos.

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Misión

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Demuestra que eres un villano. Comete un acto cuestionable sin remordimientos.

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Objetivo: Mata a una sirvienta.

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Recompensa: Estado desbloqueado.

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El aire a su alrededor parecía volverse más denso, como si el espacio mismo lo presionara. Alqatil cerró los ojos, sintiendo un nudo en el estómago. Esa misión, esa orden... le resultaba inconfundible. Matar . Era lo que había hecho en su vida anterior, antes de que hicera la promesa a su madre, Esa palabra lo arrastro a un tipo de vida que ya no quería recordar lo que menos espera.

¿De verdad tengo que hacerlo? —pensó, tragando saliva. ¿Matar otra vez?

Se quedó allí, paralizado. La imagen de una sirvienta apareció brevemente en su mente. Una mujer frágil, sin poder, sin influencia. Un ser que no merecía morir, al menos no por su mano.

Alqatil pensaba en que este sistema, seria uno de esos sistemas de tener sexo con las protagonistas y hacerle la vida imposible al heroe, robar todo eso, pero en la mayoria de novelas, el sistema nunca pide quitar una vida directamente, son las acciones de la persona, pero aqui es al revez.

¿Por qué? Pensó, mirando sus manos, como si pudiera darle una respuesta. ¿Por qué ahora?

Recordaba las palabras de su madre, susurros en sus oídos cuando era joven, antes de que todo cambiara. "Nunca mas, nunca mas mates, hijo mío. Es el camino de los monstruos. No te convertirás en lo que tu padre fue". Las palabras de su madre eran claras, nítidas en su mente, y Alqatil las había tomado como un juramento personal. Había decidido no ser como él, su padre, quien nunca mostró piedad. Sin embargo, el futuro no le ofrece muchas opciones. Si quisiera sobrevivir, tendría que adaptarse.

El sistema, como si fuera una presencia propia, le mostró el objetivo con una luz roja y pulsante. Mata a una sirvienta. Como una orden implacable.

Maldita sea , pensó, apretando los puños. No puedo hacer esto. ¿No podía simplemente seguir adelante sin seguir esta orden? No, no lo haría.

Días pasaron y, aunque trató de ignorar el mensaje, el recordatorio seguía apareciendo cada pocas horas, como un peso sobre su pecho. El miedo a no cumplir con la misión lo carcomía. Las voces en su cabeza, como sus recuerdos de un pasado lleno de actos oscuros, se intensifican cada vez más. Recordaba el olor a sangre, el crujir de huesos rotos bajo sus pies, el desdén en los ojos de sus víctimas. ¿Cuántas veces había tenido que matar para obtener lo que quería? Y sin embargo, cada vez que lo hacía, sentía que una parte de sí mismo se perdía.

El sistema parecía disfrutar de su sufrimiento, grabándole su misión sin cesar.

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Misión pendiente.

16 días restantes.

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"Esto... no es posible", murmuró Alqatil, mirando el tiempo que quedaba. El sistema, como si percibiera su duda, lanzó un mensaje adicional, cruel en su simplicidad:

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Tienes 16 días para completar la misión. Si no lo haces, el sistema desaparecerá. El poder se perderá para siempre y quedaras liceado.

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¿Perder el sistema? ¿Quedar liceado? El temor a eso lo alcanzó. ¿Y si realmente esta era su única oportunidad? ¿Y si no tomaba el camino que el sistema le ofrecía? Todo lo que había soñado, todo lo que quería lograr, podría desvanecerse en el aire. ¡No! Tenía que actuar, aunque fuera lo último que hiciera. Pero... matar. Esa palabra seguía atormentándolo.

Por un momento, estuvo tentado a aceptar la misión, a buscar su poder. Pero el recuerdo de su madre, su rostro lleno de esperanza mientras le decía que fuera diferente, lo mantenía inmovilizado. ¿Podría? ¿Debería?

Es solo una sirvienta. La voz que resonaba en su mente era la suya, pero sonaba fría, distante, como la de un ser que ya no se reconocía. Una sirvienta no es nada.

Finalmente, después de días de incertidumbre, después de que las dudas y el remordimiento lo devoraran por completo, Alqatil comprendió algo con claridad. Este era su camino. Había nacido para ser grande, y no podía escapar de lo que le había sido dado. Si quería el poder, debía abrazar su naturaleza. Si quería sobrevivir, debía matar.

El sistema le estaba ofreciendo la oportunidad de renacer, de dejar atrás las cadenas que lo ataban. Aunque aún sentía el peso de la decisión, de esa promesa rota a su madre, el impulso por alcanzar lo que tanto deseaba era más fuerte. El miedo a perder el poder, el miedo a quedarse atrás, lo empujó al abismo.

No tengo otra opción . Alqatil cerró los ojos, tragó saliva y, por fin, se preparó para cumplir con la misión.

La sirvienta moriría .

Fue entonces cuando comenzó a notar cosas que antes no había visto. Las sirvientas que pasaban por los pasillos del castillo no eran solo sombras en movimiento. Cada una de ellas llevaba consigo un peso que no era solo físico, sino emocional, un lastre invisible que las arrastraba lentamente hacia el abismo. Alqatil se dio cuenta de los pequeños gestos que antes había ignorado: las manos que temblaban al servir la comida, las miradas furtivas que lanzaban hacia las puertas, como si esperaran algo o temieran que alguien las observara demasiado de cerca.

Una de ellas, más vieja que los demás, caminaba con una escoba en mano, pero lo que realmente llamaba la atención eran las profundas arrugas en su rostro, como surcos que indicaban no solo el paso del tiempo, sino años de preocupaciones y sufrimiento. Su respiración era pesada, y el sonido de su corsé chirriaba cada vez que se agachaba. A veces, Alqatil la veía bajando la vista para observar el suelo con la cabeza agachada, sin atreverse a mirar a los nobles. Tenía un anillo de oro desgastado, de aspecto barato, que se reflejaba con la luz débil de las lámparas.

Otro grupo de sirvientas, jóvenes y con ropas modestas, hablaban entre ellas en susurros, con las voces temblorosas, pero lo que más notaba Alqatil eran las manos. Una de ellas tenía una cicatriz grande en su muñeca, otra tenía los dedos hinchados por el trabajo continuo, y los ojos de todas ellas brillaban con una mezcla de desesperación y agotamiento. Los murmullos entre ellas hablaban de deudas, de pagos atrasados, y lo peor, de castigos a los que temían enfrentarse si cometían algún error. Era como si vivieran esperando la furia de sus señores.

Y luego, entre todas, Hana, la joven que llamaba la atención de Alqatil. Aunque su rostro era más fresco que el de los demás, sus ojos oscuros parecían arrastrar consigo una carga que ni la juventud podía ocultar. A pesar de sus intentos de sonreír y parecer amable, sus labios temblaban ligeramente. Había algo en su forma de caminar, como si tratara de mantenerse ligera, de no llamar la atención, pero lo hacía con tal torpeza que era imposible no notarla. Su rostro, aunque de una belleza delicada, parecía marcado por la desdicha. Las arrugas que comenzaban a formarse en su frente eran más visibles cuando fruncía el ceño, probablemente debido al estrés y la preocupación constante.

Hana llevaba un anillo de plata en su dedo, aunque no lo mostraba con orgullo. Era sencillo, pero tenía el brillo apagado de algo que había sido usado durante años. ¿De que será? Pensó Alqatil mientras observaba el anillo con más atención. ¿Está casada? ¿O será una mentira que se esconde para obtener beneficios?

"Tal vez rumores esos sean ciertos..." —murmuró Alqatil, notando cómo su mente comenzaba a ceder ante la tentación de la lógica oscura que lo guiaba. Las voces de las sirvientas resonaban en su mente mientras sus ideas se acercaban a Hana, y la idea comenzó a formarse más nítidamente: Ella ya está condenada a una vida de maltrato. Tal vez yo solo esté siendo la mano que ejecuta lo inevitable.

Pero en su interior, una parte de él seguía dudando. ¿Es cierto? ¿Hana realmente esta engañando? ¿Es ese el crimen que la ha marcado? No, eso no puede ser verdad...

Sin embargo, la imagen de la sirvienta caminando con sus ojos apagados y el brillo del anillo en su dedo, que Alqatil aún observaba en silencio, comenzó a martillar en su mente.

Si el sistema exige un sacrificio... pensó mientras pasaba por su mente una visión de lo que había sido su vida anterior. ¿Por qué debería detenerme? Si esto es lo que exige el sistema, ¿realmente importa quién sufre?

Ella no lo sabe. Ella ni siquiera lo sospecha.

—No, espera... —Alqatil se obligó a detenerse, como si intentara calmar su mente. — Tal vez no debería hacer esto. Hana no merece esto. No sé si lo que dicen de ella es verdad.

Pero... si es lo que debo hacer, si el sistema lo exige...

Alqatil cerró los ojos por un momento, luchando contra los recuerdos de su madre, su promesa de no matar. ¿Cómo puede ser que esté considerando esto? ¿Sacrificarla por el poder del sistema?

—Dios... —susurró, apretando los dientes. — No sé si esto es lo que quiero hacer, pero el sistema... no me deja otra opción.

¿Realmente no hay otro camino?

Pero el sistema no daba tregua, y la misión era clara. No podía escapar de ella, no sin consecuencias. Y de repente, como si le pesara una tonelada sobre los hombros, la idea de seguir adelante se fue asentando en su mente.

—Espero que me perdones... —murmuró, con una mezcla de resignación y algo de odio hacia sí mismo.

El sistema no le dio tiempo para dudar más. Sabía que no tendría mucho tiempo antes de que las consecuencias de su indecisión lo alcanzaran.

Seis días... pensó mientras miraba a Hana, sintiendo que el tiempo se escapaba rápidamente. ¿Deberías seguir con esto? ¿Qué tan lejos llegaré para obtener mi poder?

El último suspiro de la duda se desvaneció mientras una resolución oscura comenzaba a apoderarse de él.

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───────── Cinco días después ──────────

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El día había llegado, pero Alqatil aún se encontraba atrapado en sus pensamientos. El peso de la decisión lo ahogaba, como una piedra sobre su pecho. Sabía lo que debía hacer, pero al mismo tiempo, no podía dejar de preguntarse si había otra manera. La verdad era que, con cada paso que daba en este mundo, el niño que había sido se desvanecía. El imperio Zalos no era lugar para un alma débil.

Esa tarde, Hana entró en la habitación, trayendo una bandeja con comida. Sus pasos eran suaves, casi sigilosos, como si el aire mismo tuviera miedo de perturbarla. Con la bandeja en las manos, se acercó a la mesa, dejando que el aroma del guiso llenara la habitación. Alqatil observaba cada movimiento, como si estuviera viendo una obra lenta y dolorosa, una que no podía evitar.

Sin embargo, cuando Hana se inclinó para colocar el plato se le callo un tenedor y se agacho para recogerlo, la mirada de Alqatil se desvió hacia la bandeja. Algo brillaba. Un destello metálico. Un cuchillo, pequeño, sencillo, pero afilado. Era lo único que tenía en ese momento.

Su corazón comenzó a latir con fuerza. Es ahora o nunca…

La tentación de tomarlo lo invadió, y sin pensarlo más, su mano se movió rápidamente. El frio del metal al rozar sus dedos le pareció ensordecedor, un eco que lo obligaba a seguir adelante. Sin embargo, en el instante de tomarlo, su mente entró en conflicto.

¿De verdad voy a hacer esto?

Su brazo permaneció suspendido, el cuchillo temblando en su mano. La duda lo envolvía como una niebla espesa. El sistema lo había elegido, lo había marcado. Si no hacía esto, no avanzaría. No tendría poder. Sin poder, estaría condenado. Pero había algo en su interior que le pedía detenerse. No, Hana no merece esto.

La sirvienta, ajena a su tormento interno, se levantó de nuevo, casi olvidando el pequeño incidente del tenedor caído. Sus ojos permanecían bajos, casi como si su alma ya hubiera abandonado la lucha, atrapada en algún rincón de su ser.

Alqatil, sin embargo, no podía apartar la mirada del cuchillo. Su pulso se aceleró, y la sangre pareció detenerse en sus venas. ¿Qué haría su madre si estuviera aquí?

El sistema no perdona ... Pensó, el susurro resonando en su mente con fuerza inquebrantable.

Con un último suspiro, Alqatil cerró los ojos un momento. Todo su ser se tensó, como si todo su cuerpo estuviera esperando una señal para avanzar. Y entonces, en un movimiento rápido, tomó el cuchillo con ambas manos, el filo cortando el aire con un sonido casi mortal.

La mirada de Hana se fijo, al darse cuenta de Alqatil, giró lentamente su rostro, sus ojos levantandose suelo. Alqatil sintió cómo la vergüenza y la culpa lo envolvían. A lo lejos, su mente recordaba la promesa a su madre, esa promesa que aún palpitaba en su pecho.

Pero el cuchillo, la única herramienta que tenía en ese momento, estaba lista para llevar a cabo lo que el sistema había exigido. Con una fuerza que no sabía que poseía, la mano de Alqatil avanzó. El aire se espesó a su alrededor, y cuando finalmente estuvo lo suficientemente cerca, clavó el cuchillo en su estómago. No hubo un grito de dolor. No fue necesario. El sonido del metal atravesando la carne fue lo único que necesitó escuchar para saber que ya no había vuelta atrás.

El grito de Hana, ahogado y lleno de horror, lo hizo despertar de su trance. Pero ya era demasiado tarde. En cuestión de segundos, los guardias irrumpieron en la habitación, sus antorchas iluminaron la oscuridad, sanando las heridas de Alqatil con un urguento. La mirada de la sirvienta, llena de temor y desconcierto, cruzó la de él antes de que la arrastraran fuera de la habitación.

Alqatil se quedó allí, inmóvil, la sangre aún caliente sobre su piel. La presión en su pecho era insoportable, y el sudor le cubría la frente. ¿Qué he hecho?

La pregunta no tenía respuesta. El peso de su acción lo aplastaba. Había cumplido con la misión, pero a qué costo. Ahora, ya no era el niño que habría deseado ser. El sistema lo había cambiado para siempre, y las consecuencias de su decisión lo seguirían donde quisiera que fuera.

El eco del grito de Hana aún resonaba en sus oídos. Y mientras se quedaba solo en la habitación, la verdad se instaló en su pecho como un peso muerto: ya no había marchado atrás.

Dos días después...

La noticia corrió rápidamente por todo el castillo, una ráfaga de rumores que incendiaron las lenguas de los nobles y las sirvientas por igual. Hana, la sirvienta, había sido acusada de intentar asesinar al joven príncipe. El rumor de su traición había sacudido al imperio como un terremoto. Aunque Alqatil había orquestado todo meticulosamente, el peso de la culpa aún lo atormentaba. El sistema no mostraba piedad; su rol estaba claro: un villano, sin redención posible.

—Se llegó a la conclusión de que era una asesina —anunció el verdugo con voz firme y mecánica—, por lo que será decapitada, y su cabeza será colgada fuera del castillo, junto con la de toda su familia.

El juicio fue un paripé. La sentencia, rápida y mortal, se ejecutó sin cuestionamiento alguno. En el imperio Zalos, la palabra de un príncipe no se discutía; era ley. Los gritos de desesperación y súplicas de clemencia se perdían entre la risa de los nobles y la indiferencia de los guardias, mientras cuatro cuerpos encadenados eran arrastrados hacia el patíbulo, despojados de toda dignidad, convertidos en meros juguetes del destino cruel.

Hana, su esposo y sus dos pequeños hijos estaban destinados a la muerte, sin remedio, sin esperanza.

—Esta familia está acusada de múltiples crímenes: evasión de impuestos, intento de asesinato contra un príncipe, envenenamiento, entre otros... —enumeró el verdugo, su tono carente de cualquier emoción humana.

Los nobles, sentados en sus sillas con copas de vino en mano, no podían disimular sus risas. Algunos bromeaban entre ellos, mirando la ejecución como una simple diversión, como si fuera una obra de teatro sin consecuencias. Un par de mujeres nobles se tapaban la boca, pero su risa se filtraba entre los dedos.

—¡EJECUTENLOS! —gritó el verdugo, su voz resonando en el aire tenso.

El hacha cayó con un sonido seco y aterrador. La cabeza del padre de familia rodó por el suelo con una lentitud macabra, su rostro aún reflejando la sorpresa de la traición. La multitud estalló en vítores, algunas personas lanzaban frutas podridas hacia el cadáver, burlándose de su caída. Los nobles alzaron sus copas, brindando por la sangre derramada, y las carcajadas resonaban como una macabra sinfonía.

Hana, su rostro pálido como la muerte misma, apenas podía entender lo que sucedió. El horror le había robado el aliento. Antes de que el verdugo la alcanzara, sus labios se movieron, en un murmullo apenas audible.

—Perdónenme por no haber sido más fuerte, amores...

El siguiente golpe no tuvo piedad. La cabeza de Hana cayó al suelo, y sus ojos se despidieron de este mundo con una última expresión vacía mientras ese anillo caia y dentro se veia un nombre, el de su esposo. La multitud aplaudía, celebrando la victoria del poder sobre los débiles, mientras los niños gritaban aterrados, aferrándose el uno al otro.

El verdugo no se detuvo. Con un movimiento rápido y sin remordimientos, los dos niños recibieron el mismo destino. El hacha se alzó una vez más, y en un abrir y cerrar de ojos, las cabezas de los pequeños fueron arrancadas de sus cuerpos. La sangre manchó el suelo, y la multitud no hizo más que reír y celebrar.

Los cuerpos de los condenados fueron arrastrados sin piedad, colgados uno por uno, como trofeos en un desfile macabro, para que todo el imperio pudiera ver el precio de la traición.

En el castillo, Alqatil observaba la ejecución desde una ventana, sus ojos fijos en el vestíbulo. La escena lo envolvía, pero su cuerpo no respondía. No podía apartar la mirada, como si una fuerza invisible lo obligaría a presenciar el sufrimiento. El miedo lo paralizaba, la misma sensación que había experimentado en su vida pasada, cuando se convirtió en alguien que no reconocía.

El eco de las risas y los vítores de la multitud llenaban sus oídos, y aunque el espectáculo era aterrador, no podía evitar sentir que algo en su interior se quebraba. No soy diferente a ellos... pensó. El miedo lo recorrió como una sombra, la misma oscuridad que lo había devorado en su vida anterior.

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Misión exitosa

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Daños colaterales: 58%Vidas arruinadas: 11.

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Recompensa: Estado desbloqueado. +10 puntos en atributos.

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[Felicidades, anfitrión. Ha demostrado ser un villano. Disfrute de sus recompensas] dijo la fría voz del sistema, como una sentencia más, como una burla.

Alqatil intentó ignorar las palabras del sistema, pero el peso de la imagen de Hana y su familia le aplastaba el pecho. No importaba que hubiera cumplido con la misión. Las risas de los nobles seguían retumbando en su cabeza. ¿Esto es lo que soy ahora?

—Estado —susurró, buscando distraerse con algo más, aunque sabía que era inútil.

El sistema respondió al instante:

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Nombre: Alqatil Zolenos

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Edad: 2 años ─────────── Nivel: 0

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Atributos

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Destino = 1000 (normal: 100) (protagonista: 10000+) (heroína: 5000+)

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Habilidades

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Estado nivel 1 (esta mostrará más atributos y conceptos cuanto más se utilice).

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—¿Qué...? —murmuró Alqatil, mirando la interfaz del sistema con confusión, pero sin comprenderlo completamente.

A pesar de la recompensa que le ofrecía el sistema, el vacío en su interior permanecía. Había completado su misión, sí. Pero el precio había sido demasiado alto. El peso de sus acciones lo consumiría, y la imagen de Hana y su familia, ejecutados sin razón, lo perseguiría durante todo su camino hacia el poder.