Noviembre de 1923,Pomerania, distrito de Kolberg-Körlin
Elisabeth encogió los hombros y trató de mantener levantado el cuello de su abrigo. Tendría que haberse puesto las pieles; en el pescante de ese viejo carro estaba del todo expuesta al viento helado. Habría preferido acurrucarse entre las compras en la parte de atrás, pero la tía Elvira dijo que la gente se reiría de ella. Era increíble lo tranquila que iba a su lado, charlaba, reía y arreaba al caballo Jossi con enérgicos chasquidos. Además, sostenía las riendas sin guantes y no parecía que se le entumecieran los dedos.
—Mira, muchacha —dijo Elvira, y levantó la barbilla hacia el frente—. Ahí, en Gervin, junto a la vieja iglesia de madera, en la Nochevieja de hace un par de años vieron al demonio. El muy malvado rodeaba la iglesia a hurtadillas. ¡Dicen que era negro y su rostro una mueca horripilante!
Elisabeth entrecerró los ojos y distinguió a lo lejos las casitas y la iglesia con entramado de la aldea de Gervin. Venían de Kolberg y, por suerte, ya no faltaba mucho para llegar a la finca Maydorn. Eran poco más de las cinco, pero el cielo caía a plomo sobre el campo. Ya se adivinaba la noche.
—¿Que era negro? Entonces, ¿cómo pudieron verlo en la oscuridad?
La tía Elvira resopló con desdén. No le gustaba que se pusieran en duda sus historias de fantasmas. Y menos aún tener que explicar las cosas; podía ponerse de muy mal humor. Pero Elisabeth no estaba segura de si se inventaba esos cuentos para desconcertar a sus interlocutores o si ella misma se los creía.
—Había luna llena, Lisa. Por eso todos pudieron ver bien al inquietante invitado. Cojeaba, su pie izquierdo no era humano. Era un casco de caballo.
Elisabeth estuvo a punto de replicar que el diablo en realidad tenía pezuñas de chivo, pero lo dejó estar. Se ciñó el pañuelo de la cabeza en silencio y maldijo los baches del camino; sacudían el carro de tal manera que las botellas tintineaban en la parte de atrás. Le habría gustado meter las manos en los bolsillos del abrigo, pero debía sujetarse con ambas para no caerse del pescante.
—¡Nos hemos olvidado de las cerillas, tía!
—¡Por todos los…! —profirió Elvira—. ¿No te he dicho esta mañana que no debíamos olvidarnos? Solo nos quedan tres cajas, se acabarán enseguida.
Elvira refrenó al caballo, que ya estaba pensando en el pesebre y cada vez trotaba más rápido.
—Si el señor Winkler no gastara tantas cerillas y aceite para la lámpara… ¿Es normal que un hombre sano se pase la mitad de la noche sentado en la biblioteca leyendo libros? Está enfermo, pero de la cabeza. Y siempre es discreto y correcto. Le digan lo que le digan, sonríe de oreja a oreja.
—Es un hombre educado —replicó Elisabeth.
—Un hipócrita es lo que es. No dice lo que piensa. Se guarda sus opiniones, pero yo sé muy bien lo que esconde.
—Ya basta, tía.
—¿No quieres oírlo? Te lo diré de todos modos. Ese delicado ratón de biblioteca va detrás de ti, Lisa. No quiero ni pensar lo que sueña por las noches, podrían ser cosas muy retorcidas.
Elisabeth se enfadó. La finca carecía de cualquier progreso tecnológico, no tenían electricidad ni conexión a la red de gas. Por las tardes se sentaban junto a la vieja lámpara de petróleo, y en invierno se acostaban con las gallinas. Al pobre Sebastian, que casi siempre estaba escribiendo algún tratado, no le resultaba nada fácil, sobre todo porque tenía mal la vista. Ay, había escrito textos tan hermosos…, en especial los que trataban sobre el paisaje y las personas de aquella región, Pomerania Central. También un librito sobre las antiguas costumbres y sagas del lugar, en el que hablaba de las aguas de Pascua, el jinete del caballo blanco y el oso de paja, así como de las bestias salvajes que vagaban por los bosques en las noches frías de noviembre y de las que era mejor guardarse. Elisabeth había leído todos sus textos, anotando a lápiz en el margen los pequeños errores e incoherencias, y después lo había ayudado a pasarlos a limpio. Él le había dicho que era un apoyo indispensable. También que era su musa, una figura luminosa que lo animaba a seguir en los días oscuros. Un ángel. Sí, eso se lo decía a menudo.
—Es usted un ángel, señora Von Hagemann. Un ángel bueno que ha caído del cielo.
Bueno, a la tía no le faltaba parte de razón. El señor bibliotecario no era lo que se decía un hombre valiente. No hacía ningún esfuerzo por ir más allá. Sonreía, se limpiaba las gafas y siempre parecía un perrito triste.
Elisabeth se alegró cuando vio la finca al final del accidentado camino. Era una granja bonita, con varios centenares de hectáreas de campos, prados y bosques. En verano, los edificios quedaban ocultos por las hayas y los robles, pero ahora que los árboles apenas tenían hojas, los tejados y las paredes de ladrillo relucían entre las ramas. El alto granero, las cocheras, el edificio alargado de los establos y la construcción con techo de paja en la que vivían los jornaleros y los empleados. Un poco más allá, la casa, de dos plantas y con un frontón en la parte central. La hiedra crecía por el muro de ladrillo de la planta baja. Solo a derecha e izquierda de la entrada se habían plantado rosales trepadores, que se marchitaron tiempo atrás.
—Parece que Riccarda ha vuelto a calentar la casa. Desde que estáis aquí, gasto el doble de leña. Pero que todo sea eso. Me alegro de no estar sola.
De la chimenea de la casa salía una nube de humo que procedía de la estufa de cerámica del salón inferior. Riccarda von Hagemann se quedaba fría enseguida, en invierno la criada tenía que ponerle varias bolsas de agua caliente en la cama, de lo contrario le resultaba imposible conciliar el sueño. Elisabeth había temido que se produjeran fuertes discusiones entre su suegra y la tía Elvira, ya que ambas poseían un marcado carácter. Sin embargo, para su sorpresa, las dos mujeres se entendían de maravilla. Tal vez se debiera a la personalidad enérgica y abierta de Elvira, que desarmaba a Riccarda de antemano. De todas formas, ambas habían delimitado su territorio desde el primer momento: Riccarda se ocupaba del servicio y la cocina, mientras que Elvira se hacía cargo de las compras y se entregaba a su pasión por los caballos y los perros. Elisabeth, por su parte, había dejado claro que reclamaba para sí la gestión del presupuesto y la organización de fiestas importantes a las que acudían invitados. La biblioteca también era competencia suya, así como el bibliotecario, Sebastian Winkler, que desempeñaba ese cargo desde hacía tres años y cuya remuneración la tía Elvira ya había tachado de «gasto superfluo» en más de una ocasión.
Cuando por fin entraron en el amplio patio y Elisabeth volvió a percibir el hedor de los excrementos humeantes de vaca, Leschik salió a su encuentro para desenganchar al jamelgo. El mozo de caballerías polaco cojeaba desde que era niño, un caballo de tiro le había dado una coz en la cadera y seguramente le rompió la pelvis. Pero por aquel entonces no se daba demasiada importancia a cosas como aquella; la cadera se le curó pero conservó la cojera.
—¿Ha regresado ya el señor? —preguntó Elisabeth, que se apeó del carro con gran esfuerzo porque tenía las extremidades entumecidas por el frío.
—No, señora. Sigue en el bosque. Hoy es día de venta de madera, llegará tarde.
La tía Elvira dejó que Leschik la ayudara a bajar y después ordenó que no le dieran avena a Jossi porque no quería que engordara. Elvira cabalgaba desde que era niña, los caballos y los perros lo eran todo para ella. Las malas lenguas aseguraban que aceptó la proposición de matrimonio de Rudolf von Maydorn solo porque este tenía más de veinte rocines Trakehner en su finca. Pero no eran más que habladurías, Elisabeth sabía que sus tíos se habían querido muchísimo. Cada uno a su manera.
—Pero qué tacaño es tu marido —le dijo a Elisabeth con una sonrisilla—. El bueno de mi Rudolf siempre enviaba a un empleado a vender la madera…
«… que se metía la mayor parte del dinero en el bolsillo», añadió Elisabeth para sí. «Por eso nunca había dinero en la casa. Y cuando lo había, el tío Rudolf se lo gastaba enseguida en oporto y borgoña».
Elisabeth se dio prisa en llegar al salón, donde la esperaban la estufa de cerámica y una taza de té caliente. Christian von Hagemann estaba sentado en una butaca junto al fuego, con la bata de lana y las pantuflas de fieltro; había empezado a leer el periódico y se había quedado dormido. Elisabeth cogió la tetera del calentador sin hacer ruido y se sirvió, añadió azúcar y lo removió. Su suegro no se despertó de su duermevela. Había engordado varios kilos durante los últimos tres años debido a su pasión por las comidas calóricas y los buenos vinos. Sus acuciantes problemas económicos eran agua pasada, ahora disfrutaba de la vida en el campo, delegaba todas sus competencias en su hijo y en las damas de la casa, y solo se preocupaba de su propio bienestar.
Mientras entraba en calor de espaldas a la estufa y se bebía el té a sorbos, Elisabeth pensó que todavía le daba tiempo de hacer una visita a la biblioteca antes de cenar. Riccarda debía de estar en la cocina guardando las compras con la tía Elvira y la cocinera. Especias, una bolsita de sal, azúcar, bicarbonato, glicerina, betún y vinagre. Además, un saco de arroz, guisantes secos, chocolate, mazapán, dos botellas de ron y varias de vino tinto. Elisabeth había comprado en la peluquería un frasquito azul de perfume y se lo había guardado en el bolso mientras la tía Elvira charlaba con una vecina. El aroma floral era demasiado intenso, bastaría con una gotita detrás de las orejas. Qué pena que Serafina no tuviera dinero y no pudiera enviarle un pintalabios bonito, unos polvos de tocador o un perfume desde Augsburgo. No se le pasaba por la cabeza pedírselo a Kitty o a Marie, ya que ambas sabían a quién pretendía seducir. Y mucho menos a mamá.
Elisabeth se sentía de lo más ordinaria con ese perfume floral. Intentaría rebajarlo un poco arriba, en el baño, de lo contrario quién sabía lo que pensaría Sebastian de ella. Dejó la taza vacía con cuidado para no despertar a su suegro y salió de la estancia. En la escalera volvió a sentir frío, tendría que haberse envuelto en la toquilla. Los peldaños de madera crujían con fuerza y la moqueta que había encargado el año anterior apenas amortiguaba el ruido. Pensó indignada que la indiferencia y el despilfarro de sus tíos habían echado a perder aquella bonita casa antigua. Ni siquiera tenía ventanas dobles; en invierno se colocaban gruesos rollos de fieltro en los alféizares para prevenir las corrientes, y en los cristales se formaban flores de escarcha.
El único lujo era el cuarto de baño, al que el tío Rudolf había dado mucha importancia en su día. Paredes de azulejos blancos, una bañera con patas de león, lavabo con espejo, y un retrete de porcelana con tapa de madera pintada de blanco. Elisabeth humedeció un paño y trató de atenuar el efecto del perfume. Fue en vano. Olía aún más. Se podría haber ahorrado el dinero que le había costado ese potingue. Suspiró y se arregló el pelo. Volvía a tener melena y se la recogía a la antigua usanza; allí, en el campo, ni siquiera las hijas de los terratenientes llevaban el pelo corto. Y a Sebastian tampoco parecía gustarle esa nueva moda. Para ser partidario de los socialistas, en muchos aspectos era anticuadísimo.
Llamó a la puerta. En ningún caso debía sentir que lo trataba como a un subordinado.
—¿Sebastian?
—Pase, señora. La he visto entrar en el patio con su tía. ¿Ha quedado satisfecha con sus compras en Kolberg?
No había encendido la estufa. Estaba sentado a su escritorio con un jersey, una chaqueta gruesa y una bufanda al cuello, y no se atrevía a encender el fuego porque la tía Elvira se había quejado de la cantidad de leña que se consumía. Pronto se pondría los guantes para que el lápiz no se le cayera de los dedos congelados.
—¿Las compras? Ah, sí, excepto por las cerillas, que se nos han olvidado. Pero no pasa nada, podemos comprarlas en Gross-Jestin.
Cerró la puerta tras ella, se acercó a la mesa con paso lento y miró por encima de su hombro. Él enderezó la espalda y levantó la cabeza, en un gesto similar al de un alumno cuando el profesor pronuncia su nombre. Alguna vez ella había apoyado la mano en su hombro, pero se había dado cuenta de que se ponía rígido cuando lo tocaba y dejó de hacerlo.
—¿Aún está con la crónica de Gross-Jestin?
—Claro, seguiré mientras me sea posible a pesar de no tener acceso a los archivos de los Von Manteuffel. He hablado con el cura y ha tenido la bondad de dejarme hojear el registro parroquial.
Hacía más de un año que Sebastian trabajaba como profesor auxiliar en la escuela de Gross-Jestin. No ganaba mucho, pero para él era una gran alegría trabajar con niños. Un día, Elisabeth se dio cuenta de que había llegado el momento de encontrar otra ocupación para el bibliotecario ya que, en pocos meses, los libros de los Von Maydorn estaban revisados, restaurados y organizados. Tenía miedo de que Sebastian dejara el empleo, que ya no lo satisfacía, y se marchara de la finca, pero ahora que podía ejercer su profesión, tenía esperanzas de conservarlo a su lado.
Sin embargo, su deseo secreto de entablar con él una relación íntima no se había cumplido. Sebastian evitaba acercarse a ella, tenía incluso miedo de rozarle la mano. A veces, a pesar de ser un hombre adulto, se comportaba como un colegial: la esquivaba, desviaba la mirada y siempre se sonrojaba. Durante un tiempo ella pensó que no le gustaba. Elisabeth no era Kitty, que tenía a todos los hombres encandilados. Ella no era seductora, pocos hombres se habían enamorado de ella, y en esos casos la futura herencia de los Melzer desempeñó un papel considerable. Su escote generoso también, pero ese tipo de admiradores no le interesaban. Las cosas habrían sido muy distintas si a Sebastian le gustara su cuerpo, pero los tres últimos años habían demostrado que, si bien la tenía en gran estima, era evidente que no la deseaba. Aquel desprecio le pesaba por partida doble, ya que su esposo Klaus no ejercía sus derechos conyugales casi nunca.
—Estoy intentando —dijo Sebastian con la calma que lo caracterizaba— convertir en un texto medianamente fluido aquello que he copiado del registro.
Ella se impacientó y se acercó a la estufa, se agachó y abrió la portezuela. Estaba segura de que allí no había ardido ningún fuego desde la tarde anterior.
—¿Qué se propone, Elisabeth? No tengo frío. Se lo ruego, no encienda la estufa por mí.
—Pero yo sí tengo frío. Mucho frío. ¡Me voy a congelar!
Sus palabras sonaron enérgicas y menos amables de lo que pretendía, pero surtieron efecto: oyó que Sebastian arrastraba la silla. Se levantó y esperó un instante hasta saber qué haría ella, pero cuando Elisabeth empezó a meter leña ligera en la estufa, se acercó rápidamente.
—Ya lo hago yo, Elisabeth.
Levantó la mirada hacia él y constató que estaba algo confuso. Mejor así. La esperanza es lo último que se pierde, o eso decían.
—¿Acaso cree que no sé encender un fuego?
Él resopló. No, no era eso lo que quería decir.
—Pero se ensuciará las manos.
—¡Qué horror! —exclamó irónica—. La señora de la casa con las manos sucias. ¿Cree que sería mejor que se las manchara usted? No sería muy práctico para escribir, ¿verdad?
Siguió trajinando en la estufa mientras él la observaba con mirada crítica. Le pidió las cerillas.
—Un momento.
Estaban en una cajita de madera encima del escritorio. Al parecer las guardaba como un tesoro, ya que las necesitaba para encender las lámparas. ¿Y si le regalaba el mechero del tío Rudolf? La tía Elvira se lo tomaría a mal.
—Estaré encantado de encargarme de esta parte, Elisabeth. Sobre todo porque nos quedan pocas cerillas.
Menuda confianza tenía en sus habilidades prácticas… Molesta, extendió la mano hacia las cerillas al tiempo que empujaba uno de los leños al fondo de la estufa. Y fue entonces cuando sucedió.
—¡Ay! ¡Maldita sea!
Se le había clavado algo en la yema del dedo índice y sangraba; se lo llevó a la boca. Estaba enfadada. ¿Por qué tenía que haberle pasado eso justo en ese momento?
—¿Una astilla?
—No lo sé. Me ha parecido una aguja.
Se miró el dedo y constató que había un puntito negro. Al pasarse el pulgar por encima, le dolía. Se le había quedado algo dentro.
—Déjeme ver, Elisabeth. —Se inclinó, le cogió la mano y la giró para poder ver bien la yema del dedo. Se lo acercó a la cara y se quitó las gafas.
«Vaya, vaya», pensó ella. «Si le pongo la mano en el hombro, piensa que mis intenciones no son decentes. Y ahora me toma la mano sin miramientos, la palpa, me toquetea el dedo. Este sí que sabe».
—Parece que se le ha clavado una astilla —afirmó como si fuera un experto. Sin gafas, sus ojos eran más claros. Transmitían una determinación desacostumbrada.
Elisabeth le sostuvo la mirada. Él seguía sujetando su mano. Pese a que la situación no era en absoluto romántica, disfrutaba del contacto.
—Tenemos que sacar esa astilla, Elisabeth. De lo contrario, podría infectarse. Será mejor que vayamos al escritorio, encenderé una lámpara para ver mejor.
Maravilloso. Elisabeth se sentía como en un sueño. ¿Era Sebastian quien daba órdenes con tanta seguridad? Eso le gustaba. ¿Cómo había podido creer que era un cobarde? Cuando la situación lo requería, se comportaba como un hombre.
—Si usted lo dice —respondió obediente—. Pero no es más que una astilla diminuta.
Él la condujo hasta su silla y le pidió que se sentara, encendería la luz y buscaría una aguja.
—Una… ¿aguja?
Sebastian ya había levantado el cristal de la lámpara y la miró. Sonrió para tranquilizarla.
—Seré lo más cuidadoso posible.
«Ay, Dios», pensó Elisabeth. «Me va a hurgar en el dedo con una aguja…» Recordó a su niñera, que había hecho lo mismo años atrás. Gritó tanto que mamá apareció corriendo porque pensaba que a su hija le había sucedido algo horrible. Al ver que no era más que una astilla en el pulgar, se echó a reír sin piedad.
Sebastian acercó la lámpara y rebuscó en el cajón del escritorio. Encontró un alfiler, que a saber cómo había llegado hasta allí.
—¿Preparada? —le preguntó.
A ella le habría gustado salir huyendo. Podía decirle que prefería hacerlo ella misma. O que quería esperar un poquito. O dejar que la naturaleza siguiera su curso. Pero entonces no podría disfrutar de su cercanía ni de su determinación masculina. Así que asintió y extendió el dedo con valentía.
—Un poco más cerca de la luz. Así, muy bien. No lo mueva, si es posible. Espere, la ayudaré. Está demasiado nerviosa.
Con la mano izquierda, agarró su mano, la envolvió con firmeza y le estiró el dedo índice. Entonces comenzó su complicada tarea.
Al principio solo sentía cosquillas. Luego la pinchó y ella apretó los labios para no hacer ningún ruido. Sintió que la agarraba con más fuerza, se sacó un pañuelo de la chaqueta y le secó una gotita de sangre del dedo.
—Enseguida acabamos. Es usted muy valiente, Elisabeth.
«Me está hablando como a una niña», pensó, y por algún motivo le resultó cautivador. Si no fuera porque le estaba hurgando en el dedo, era maravilloso verlo en su nuevo papel de salvador, atento y seguro de sí mismo.
—¡Conseguido!
Le enseñó la aguja, en la que se veía una cosa negra y fina como un hilo. A continuación le envolvió con cuidado el dedo con el pañuelo y le soltó la mano.
—¡Gracias al cielo! —suspiró ella, y se palpó el dedo vendado. Qué pena que hubiera terminado. ¿Y si se rompía una pierna cuando tuviera ocasión?
—Espero no haberla hecho sufrir demasiado.
—Para nada.
Volvió a guardar el alfiler en el cajón y la miró con una sonrisa burlona. ¿Acaso se había puesto pálida?
—Algunos niños sienten verdadero pánico cuando hay que sacarles una astilla del dedo.
—Ah, ¿sí?
—Sí. Hace poco, en la escuela hubo un niño que casi salió corriendo del miedo.
Elisabeth esbozó una débil sonrisa y se quitó la venda del dedo. Ya no sangraba. Poco a poco volvía en sí, se le aclaró la mente.
—Muchas gracias, Sebastian —le dijo con cariño—. Ahora encendamos la estufa.
—Si insiste…
—Insisto. No beneficiará a nadie que coja usted una pulmonía aquí arriba.
Él negó con la cabeza de mala gana, pero se acercó a la estufa, sacó una ramita de entre la leña y la prendió en la lámpara. Así se ahorraba una cerilla. Mientras el fuego se avivaba, afirmó que eso de la pulmonía no eran más que tonterías. Hasta el momento no había tenido ni un solo resfriado.
—Y así debe seguir, Sebastian. ¡Yo me ocuparé de ello!
Resignado, se sentó al escritorio mientras Elisabeth se quedaba junto a la estufa para calentarse las manos. Cuando se giró hacia él, había vuelto a ponerse las gafas y estaba absorto en su trabajo.
Lo observó pensativa. Era de constitución fuerte, aunque un poco torpe; tenía la cara ancha y ojos azul oscuro. Lo amaba. Desde hacía tres años lo tenía cerca pero al mismo tiempo le resultaba inalcanzable. Para volverse loca. Con todo, ese día había averiguado algo sobre él: era fuerte cuando ella se mostraba débil. Tenía que aprovecharlo.