Chapter 4 - 4

Kitty guardó la carta en su bolsito, la leería más tarde. Al fin y al cabo, Gérard siempre le escribía lo mismo: tenía mucho trabajo en la fábrica de seda, su madre estaba enferma y su padre era un hombre difícil. Su hermana tendría a su segundo hijo en las próximas semanas. Se alegraba por ella. Y luego venían las habituales promesas de amor, que pensaba día y noche en su encantadora Cathérine y que estaba decidido a pedir su mano el próximo año.

Con todo, eso ya lo había anunciado el año anterior. La gran pasión que sentían el uno por el otro en el pasado se había desvanecido en gran medida; Kitty ya no contaba con Gérard Duchamps.

Le gustaba la vida independiente que llevaba ahora. Nadie decidía por ella, ni marido ni padre; como mucho, su hermano Paul intentaba entrometerse de vez en cuando. Y también mamá. Pero no le importaba, al final hacía lo que quería. Y estaba decidida a contribuir a que su querida cuñada también lograra una mayor independencia. En su opinión, desde que Paul había vuelto a tomar las riendas de la fábrica, Marie se había convertido en una deslucida ama de casa. Claro que todos estaban contentos y felices de que Paul hubiera regresado sano y salvo —excepto por una tontería en el hombro— de aquella horrible guerra. Pero eso no significaba que Marie tuviera que poner en barbecho todas sus habilidades. Cuando Kitty recibió la terrible noticia de que Alfons había caído y la desesperación le quitó las ganas de vivir, Marie le recordó una y otra vez el talento que tenía. «No tienes derecho a despreciar ese don que Dios te ha concedido», le dijo entonces Marie.

Lo mismo sucedía con ella. Era hija de una pintora, dibujaba muy bien, pero sobre todo diseñaba vestidos maravillosos; elegantes, extravagantes, descarados o muy sencillos. A Kitty le preguntaban a menudo dónde encargaba su vestuario.

—¡Nuestra Marie es una artista, Paul! No puedes encerrarla en la villa para siempre. Se marchitará como un pajarillo enfermo.

Al principio Paul se defendió asegurando que Marie se sentía feliz en su papel de madre y esposa. Aun así, Kitty no se rindió y —qué sorpresa— sus esfuerzos habían dado fruto. Ella siempre lo había sabido. ¡Marie tendría su propio atelier! Su querido Paul era un esposo fantástico, y en ese sentido Kitty estaba un poco celosa de su cuñada.

La primera impresión que le causó la casa de Karolinenstrasse era bastante desoladora. Después de desayunar, había convencido a Marie para ir a la ciudad y hacer una «inspección del lugar», algo que en ese momento le pareció una idea excelente. Al ver los cristales cegados del escaparate y la destartalada puerta, pensó que se había precipitado y trató de salvar la situación en la medida de lo posible.

—Qué edificio tan bonito —exclamó, y se agarró del brazo de Marie—. Mira, son tres pisos si contamos la buhardilla. Y esas pequeñas tejas del tejado contra el cielo azul, ¿no te parece encantador? Habrá que ampliar los dos escaparates, claro. Y a la puerta de entrada le iría bien un cristal en el centro con letras doradas: «Casa de Modas Marie».

Marie parecía mucho menos horrorizada de lo que se temía Kitty. Sonrió en silencio mientras Kitty parloteaba y después comentó que había mucho por hacer pero que confiaba en poder abrir antes de Navidad.

—Por supuesto… sin duda. A principios de diciembre sería lo mejor. Para que haya diseños tuyos entre los regalos navideños.

Sabía tan bien como Marie que eso sería muy difícil; si la inflación seguía como hasta entonces, las mesas de regalos estarían más bien vacías. Y eso que ellos eran afortunados; Henny hablaba de compañeras de clase que apenas tomaban una comida caliente al día y solo llevaban ropas zurcidas. Al oírlo, Kitty había empaquetado la ropa que se le había quedado pequeña a Henny y le había encargado a Hanna que se la llevara a las hermanas de Santa Ana. Ellas la repartirían entre las familias necesitadas.

—Entremos a ver —dijo Marie, que tenía la llave que le había dado Paul.

—Pero con cuidado. Seguro que está sucísimo.

Así era. La antigua tienda de porcelanas tenía un aspecto horrible. Percibieron un olor enmohecido a cola, cartón y cera para suelos. Marie intentó encender la lámpara eléctrica del techo pero no funcionaba.

—Vaya —comentó Marie mirando a su alrededor—. Primero habrá que vaciar todo esto.

Kitty escribió con el dedo «Casa de Modas Marie» en el polvo de una de las viejas mesas. Soltó una risita.

—¡Bah! Es todo para tirar, Marie. No hay más que ver estos muebles desvencijados. Los cuartos de ahí detrás habría que añadirlos al local. ¿Hay más estancias?

Marie había abierto una puerta, vio un viejo escritorio, sillas, armarios empotrados oscuros que aún guardaban archivadores y cajas de cartón.

—También tenían oficina. Mira, ahí hay una toma de teléfono. Qué práctico, lo necesitarás. Marie… Ay, eso del techo son telarañas. Parece que llevan años ahí. ¿Habrá ratones?

—Seguramente.

Kitty se mordió el labio. ¿Por qué no decía más que tonterías? ¡Ratones! Pues claro que habría ratones, pero no tenía por qué inquietar a Marie.

—Es mucho más grande de lo que pensaba —exclamó Marie, que entretanto había descubierto otras salas.

Al fondo, en la parte trasera del edificio, había incluso un invernadero, una construcción fascinante con una intrincada estructura de hierro y cristal. Por desgracia, la masilla estaba suelta en muchos puntos, y dos cristales se habían salido de su montura y yacían rotos en el suelo.

—Esto hay que arreglarlo enseguida —dijo Marie—. Sería una auténtica pena que esta preciosidad se echara a perder.

Con un trozo de periódico, Kitty dibujó un círculo en el cristal cegado por la suciedad y miró a través de él. El diminuto jardín que había en su interior estaba asilvestrado.

—Qué salvaje, Gustav debería…

Kitty se quedó callada, se oían pasos. Las dos mujeres se miraron angustiadas.

—¿No has cerrado la puerta con llave? —preguntó Kitty en susurros.

—No se me ha ocurrido.

Permanecieron inmóviles y aguzaron el oído, tenían el corazón acelerado. Los pasos se acercaban, entonces el visitante indeseado estornudó y se detuvo para sonarse la nariz.

—¿Señora Melzer? ¿Marie? ¿Están ahí detrás? Soy yo…

—¡Klippi! —exclamó Kitty en tono de reproche—. Qué susto. Pensábamos que era un asesino merodeando.

Ernst von Klippstein se mostró contrariado y aseguró que no había sido su intención.

—Pasaba por delante y las he visto entrar. Y se me ha ocurrido que quizá pudiera serles de ayuda.

Subrayó sus palabras con una breve inclinación casi marcial. A pesar de llevar ya varios años en Augsburgo, Von Klippstein seguía siendo un oficial prusiano en muchos aspectos.

—Está bien —comentó Marie con una sonrisita—. Ya que está aquí, podría acompañarnos a los pisos de arriba. Pero he de advertirle que Kitty se desmayará en cuanto vea una araña.

—¿Yo? —exclamó Kitty, indignada—. Qué tonterías dices, Marie. No me dan miedo las arañas, y tampoco los abejorros, las avispas o las hormigas. Ni siquiera los mosquitos. Como mucho los ratones. Pero solo porque corretean a toda velocidad.

Von Klippstein les aseguró que si cualquiera de las dos damas sufría un desmayo, él la llevaría en brazos de vuelta a la villa de las telas.

—Entonces podemos subir sin temor —dijo Marie.

Los Müller solían almacenar la mercancía en el primer piso, donde aún había cajas vacías. Dos de los cuartos los habían alquilado a estudiantes durante un tiempo y las camas y algunos muebles viejos seguían allí. Todo causaba una impresión angustiosa y triste. En el segundo piso había dos pequeñas viviendas; en una de ellas residía el matrimonio Müller, y la otra la ocupaba una familia que ya se había marchado.

—Un médico —les contó Von Klippstein—. Antes de la guerra trabajaba en el hospital. Fue sanitario durante el conflicto y se ha quedado en Rusia. La mujer saca adelante a los dos chicos gracias a la costura. Ya no podía pagar el alquiler y ahora vive en algún lugar de la ciudad baja.

—Esa maldita guerra sin sentido —musitó Marie sacudiendo la cabeza—. ¿Fue Paul quien echó a la mujer?

Von Klippstein dijo que no. Fueron los Müller, antes de vender la casa.

Volvieron abajo pensativos, y entonces Kitty sí que tuvo que animar a su cuñada.

—¡Venga, Marie! No pongas esa cara tan triste. Así es la vida, unas veces va mejor y otras peor. Tal vez puedas contratar a la mujer como costurera, así todos saldríais ganando, ¿no?

El gesto sombrío de Marie se iluminó un poco.

—Qué buena idea, Kitty. Sí, puede que lo haga. Siempre que cosa bien, claro.

—Seguro que está a la altura de Hanna.

—A Hanna la estoy formando yo, Kitty. Creo que puede hacer algo más que fregar y amasar. Si consigue ser una buena costurera, podrá valerse por sí misma.

—Está bien, Marie querida, la más bondadosa, preocupada por el bienestar del mundo entero. Me parece estupendo que Hanna se haga costurera. Pero no le cuelgues una cadenita de oro al cuello ni le regales un castillo. La princesa Hanna de la aguja ágil.

—¡Ay, Kitty!

Marie no pudo evitar reírse, y Kitty y Ernst se unieron a ella. A los tres les vino bien, el ánimo sombrío que se había apoderado de ellos al ver el mal estado del edificio se desvaneció. Kitty propuso pintar de blanco las dos mesas de madera de patas torneadas que había en la tienda. Quedarían bonitas y llamarían la atención.

—El blanco queda descartado para las paredes, las pintaremos de un delicado color crema. ¿Ves por dónde voy, Marie? Queda más elegante. Junto con el dorado, el resultado es majestuoso. Eso te permitirá pedir el doble por tus vestidos.

—Ay, Kitty… —Marie suspiró y recorrió el local con una mirada de desolación—. ¿Quién va a comprar vestidos de diseño en esta época tan terrible?

—Podría enumerarle unas cuantas familias que están en condiciones de permitirse armarios enteros —la contradijo Ernst von Klippstein con discreción—. Debe usted tener fe en su proyecto, Marie. Estoy seguro de que tendrá éxito.

¿Lo decía solo para animarla? Kitty estaba convencida de que el pobre Klippi seguía enamorado de su cuñada, aunque sabía que no había esperanza alguna.

—Es solo que… Paul va a invertir muchísimo dinero en el atelier. La reforma. Los muebles. Y después las telas. El salario de las costureras. A veces me mareo solo de pensarlo.

Kitty puso los ojos en blanco. ¿Cómo era posible? Durante la guerra Marie había mantenido en pie la fábrica de paños Melzer. Nada la había impedido negociar, cerrar operaciones, implantar la fabricación de tejido de papel. ¡Y ahora tenía miedo de abrir ese diminuto atelier!

—Créame, Marie —insistió Von Klippstein—. Esta inversión es lo mejor que puede hacer Paul con su dinero. «Invertir» es la palabra mágica en estos tiempos. Guardar el dinero significa perderlo.

Marie le dedicó una mirada de agradecimiento y él respondió con una sonrisa feliz. Kitty se imaginó que el bueno de Klippi pensaría en ese momento durante meses.

—¿Me permiten llevarlas de vuelta a la villa? ¿O se dirigen a algún otro sitio? Tengo el coche delante de la tienda.

Von Klippstein poseía desde hacía tiempo un Opel Torpedo, un sedán que había comprado de segunda mano. Lo tenía por motivos prácticos, ya que, a diferencia de Paul, no estaba obsesionado con los automóviles. Había crecido en la finca de sus padres y, hasta que lo hirieron en la guerra, era un magnífico jinete; después tuvo que colgar las botas de montar. Solo en contadas ocasiones mencionaba que aún sufría dolores al caminar y al sentarse. El automóvil era la manera más cómoda para él de desplazarse por Augsburgo.

Marie rehusó, todavía tenían que hacer un par de recados y después tomarían el tranvía.

—Entonces les deseo que tengan un buen día.

Mientras Marie cerraba la puerta por fuera, esta vez con llave, Kitty siguió con la mirada a Von Klippstein en su coche. Era un hombre muy atractivo, no estaba casado, era socio de una fábrica textil que volvía a florecer y además poseía un automóvil. Era lo que se dice «un buen partido».

—¿Qué hace Klippi en la ciudad a estas horas? —preguntó extrañada—. ¿No debería estar en su feo despacho de la fábrica?

Marie sacudió la puerta y comprobó que estaba bien cerrada.

—Tal vez haya venido a comprarle un regalo a su hijo —contestó—. Pronto será su cumpleaños, creo que cumple nueve.

—Es verdad, el hijo que tiene con su exesposa…, ¿cómo se llamaba? Bah, qué más da. Él heredará la finca. Pobre Klippi, seguro que le gustaría verlo crecer.

—Adele —dijo Marie—. Se llama Adele.

—Eso es. Adele. Una persona horrible. Menos mal que se libró de ella. Vaya por Dios, ahora empieza a llover. Y no he traído paraguas.

Marie había sido precavida y llevaba el paraguas negro que había pertenecido a Johann Melzer. Las dos se acercaron a la tienda de café y compraron una libra de café y una bolsa de terrones de azúcar, y a continuación se dirigieron a la parada del tranvía.

—En el sedán de Klippi habríamos ido más cómodas —constató Kitty con fastidio, y se miró los zapatos mojados.

—Más secas desde luego —se lamentó también Marie.

Esperaron un rato, pero como su tranvía no llegaba, decidieron coger un coche de caballos; como medio de transporte, aún tenían mucho trabajo en la ciudad. Y no tenía ningún sentido que acabaran resfriadas.

Un delicioso aroma a carne asada con mejorana y cebollitas inundaba el vestíbulo de la villa; la señora Brunnenmayer estaba preparando la comida. Else llevaba varios días indispuesta y debía retirarse a su habitación una y otra vez por motivos que Kitty desconocía. Julius ocupaba su puesto; recogió sus abrigos húmedos y sus sombreros, y ya les había preparado calzado seco. Se llevó los zapatos a la lavandería, donde se secarían sobre una capa de papel de periódico. Más tarde los limpiaría con una mezcla de sustancias cuya composición solo él conocía y que dejarían el cuero suave y como nuevo.

—La señora la espera en el salón rojo.

Se había dirigido a Marie, pero Kitty, que ya intuía el motivo, estaba decidida a participar en la conversación. En su opinión, con la edad mamá se estaba volviendo muy rara. Veía pasar los nuevos tiempos sin mostrar el más mínimo interés, lo que tampoco era de extrañar puesto que su querida madre ya tenía más de sesenta años.

Alicia Melzer esperaba a su nuera junto a la ventana, desde la que veía el amplio acceso y gran parte del parque. Cuando Kitty entró en la sala con Marie, Alicia frunció el ceño.

—Henny ha preguntado antes por ti, Kitty. Será mejor que vayas.

—Ah, creo que Hanna está con ella.

Alicia suspiró contrariada. Insistir no serviría de nada contra la cabezonería de Kitty.

—Tengo que hablar sobre unos asuntos con Marie.

Kitty se sentó en una butaca y sonrió a su madre mientras Marie se sentaba junto a ella con gesto contenido. Alicia escogió el sofá.

—Hoy me he enterado de que Leo ha visitado en dos ocasiones a los Ginsberg. Una conocida, la señora Von Sontheim, ha visto allí a Hanna con tu hijo. He hablado con Hanna y ha reconocido que lo ha acompañado. Pero lo que me parece muy grave es que ha recibido allí clases de piano.

Tuvo que hacer una pausa para recuperar el aliento, la cuestión parecía alterarla mucho. De un tiempo a esta parte, a mamá se le entrecortaba la respiración.

—Hanna no hizo más que seguir mis instrucciones, mamá —dijo Marie en voz baja pero decidida—. Aun así, no sabía que Leo había recibido clases de piano. Es una pena que lo haga a nuestras espaldas. Lo cierto es que no veo ningún problema en que un niño quiera aprender a tocar el piano.

—Sabes muy bien, Marie —replicó Alicia—, que a Paul no le gusta que cultive esa afición. Es una lástima que no apoyes a tu marido en este asunto.

—Eso es algo que solo incumbe a Paul y Marie, ¿no crees, mamá? —se entrometió Kitty—. Y por si a alguien le interesa mi opinión: cuanto más intentéis impedir que Leo toque el piano, más se obcecará en ello.

El gesto de Alicia dejó bien claro que la opinión de Kitty en ese asunto no le interesaba lo más mínimo. Sin embargo, como Marie guardaba un silencio obstinado, pasó al siguiente punto.

—Parece que está decidido que Hanna pronto empezará a trabajar fuera de la casa. Por desgracia, nadie me ha preguntado, pero no quiero parecer susceptible. Después de las dificultades iniciales, Hanna ha llegado a ser una ayudante de cocina bastante buena, y también colabora en otras tareas, sobre todo en relación con los niños. Si se marcha, perderemos a una empleada valiosa.

—En eso tienes toda la razón, mamá —se apresuró a decir Marie—. En mi opinión, deberíamos contratar a alguien para la cocina y también a una persona de confianza que cuide de los niños.

—¡Me alegro mucho de que estemos de acuerdo en esto, Marie! —la interrumpió Alicia, animada. El disgusto que había acumulado se desvaneció, incluso sonrió un poco. Desde que la niñera dejó el empleo en primavera, Alicia insistía en que los niños necesitaban una educadora de confianza, pero hasta el momento Marie se había negado. Ni a Dodo, ni a Leo ni a Henny les gustaba la estricta niñera y, al marcharse esta, los tres se sentían liberados.

—Para la cocina, se me ocurre Gertie —intervino Kitty—. Fue empleada de Lisa en Bismarckstrasse, es una muchacha espabilada. Creo que estuvo un tiempo donde los Kochendorf, pero no le gustó la casa.

—Bueno —respondió Alicia con paciencia—. Acudiremos a la agencia, por suerte no faltan jóvenes dispuestas a trabajar.

Kitty asintió con amabilidad y se propuso investigar el paradero de Gertie en cuanto tuviera ocasión. Tampoco era cuestión de dejar todo al azar.

El gong resonó en el pasillo. Eso significaba que Paul había llegado de la fábrica y que Julius estaba esperando junto al montaplatos. Se oyeron pasos apresurados; era Hanna, que corría escaleras arriba para ir en busca de los niños.

—Y en cuanto al cuidado de los niños —dijo Alicia mientras Marie ya se levantaba para ayudar a Hanna—, he pensado en una joven de buena familia que, además de tener una educación excelente, comprende muy bien a los pequeños.

Kitty se temía lo peor, pues su madre tenía un concepto muy anticuado de la buena educación.

—¿Y quién es la primorosa dama?

—Oh, la conocéis muy bien —dijo Alicia con alegría—. Se trata de Serafina von Dobern, de soltera Von Sontheim. La mejor amiga de Lisa. —A juzgar por el rostro de Alicia, parecía que les estuviese entregando un maravilloso regalo de Navidad.

Kitty estaba horrorizada. Todas las amigas de Lisa eran arrogantes y retorcidas, pero Serafina era miserable. En el pasado se hizo ilusiones con su querido Paul, y más tarde se casó con el mayor Von Dobern para tener el riñón bien cubierto, como solía decirse. Pero luego Von Dobern cayó en Verdún.

—¡No es buena idea, mamá!

Alicia les contó que la pobre Serafina, después de la heroica muerte de su esposo, se enfrentaba a problemas económicos, y por desgracia su madre tampoco podía ayudarla. Lisa le había explicado la triste situación de su amiga en una de sus cartas.

«Pues claro, Lisa», pensó Kitty. «Muy propio de ella cargarnos con el muerto de su amiga».

—¡No, mamá! —dijo con decisión—. ¡No se me ocurriría dejar a mi Henny con esa persona ni un segundo!

Alicia guardó silencio. Era evidente que tenía una opinión bien distinta.