Colgué inmediatamente y me quedé junto al teléfono con todo el cuerpo en tensión. ¿Qué tal habría funcionado mi brusquedad final? Aplicando la Ley de Norman, ¿qué sentiría yo si alguien acabara de decirme eso mismo a mí? Seguro que dejaría plantado a ese zoquete. Pero nunca se sabe.
Mediodía, martes. Permanezco inmóvil en el baño, como un sucio y anciano cocodrilo. No estoy bañándome, solo humeo y trazo planes.
¿Qué ropa ponerme? ¿Un traje azul a cuadros madrás, botas negras, o el viejo traje de pana con esas conmovedoras coderas de cuero? ¿Qué máscara ponerme? En las dos ocasiones que la vi el pasado agosto llevé a cabo varias reorganizaciones completas de mi identidad, para, al final, quedarme con un intermedio entre el tipo desdichado, lacónico e inescrutable y el tipo enterado, divertido, cínico y gracioso pero ligeramente demoníaco, ligeramente nihilista, que a duras penas contiene su deseo de muerte.
¿Repetir ese número, o empezar desde cero?
¿Por qué no podía ser Rachel un poquito más concreta respecto a la clase de persona que ella era? Quién sabe. Si se hubiese tratado de una hippie, yo habría podido hablarle de drogas, del zodíaco, del tarot. Si se hubiese tratado de una progre habría podido mostrarme desdichado, manifestar un profundo odio contra Grecia y comer judías enlatadas directamente de la lata. Si se hubiera tratado de una deportista habría podido invitarla a jugar a…, bueno, al ajedrez, al backgammon y cosas así. No, no me digan que ella va a ser precisamente la chica que me demostrará que clasificar a la gente de este modo es una locura ególatra; no me digan que es ella la que me va a clasificar, la que me va a desafiar, la que me dará la cognitio y la osadía cómica. No lo soportaría.
Empecé por fin a lavarme, a hacer la colada de mis orificios; todos se me malogran si no me dedico a mantenerlos escrupulosamente limpios. Toda la maquinaria: desde la subdesarrollada nariz hasta el esponjoso ombligo; toda la maquinaria. Naturalmente, pensé con jovialidad, sé muy bien que mi miedo a que este cuerpo se averíe no es más que simple ansiedad (una cuestión que también merece mi interés), sí, auténtica ansiedad, pero saber que se trataba de ansiedad no bastaba para que menguara la ansiedad que sentía.
Utilizando peine y dedos, ordené mis pelos púbicos. No era mala idea la de acicalarme pensando en Rachel, ya que la verdad es que nunca se sabe qué puede ocurrir. Una noche del pasado mes de julio: a las diez y cinco, en la estación de metro de Belsize Park, una chica me decía que me largara si no quería que llamase a la policía; a las diez y diecisiete ya estaba yo tendido en el suelo —entre tazas todavía llenas hasta el borde de té demasiado caliente— ayudándola a quitarse sus pringosas bragas. Tengo que admitir que era una chica bastante horrible, y que, una vez desnuda, olía a heridas y tumbas abiertas, etc., pero, de todos modos, nunca se sabe lo que puede pasar. Geoffrey sostenía la teoría de que a las chicas guapas les gusta joder más que a las feas. Por ejemplo, Gloria, a la que vi ayer mismo. En Londres estaba pasándomelo en grande. Oxford parecía encontrarse a muchos años de distancia, tantos como la infancia.
Me envolví en un par de toallas, corrí de puntillas hasta mi habitación y me agaché, temblando, junto al fuego: todo lo que el doctor Miller me había dicho que no hiciera. Junto a mi habitación había otro baño, pero en estos momentos estaba demasiado guarro como para utilizarlo. Pensé que quizá la semana próxima me dedicaría a limpiarlo a lametazos, lo cual sería por lo demás un buen modo de pagarles mi deuda a Jen y Norm.
Me sequé, me duché con talco, y me introduje en mis más osados calzoncillos. Observé, bajando la vista, mi cóncavo pecho, mi pulcro y diminuto estómago, mis prominentes caderas, mis piernas absolutamente desprovistas de pelo: no estaba nada mal, puedo afirmarlo con tranquilidad. A medida que iba vistiéndome pensé en cómo disponer la habitación. No bastaría un arreglo chapucero como el día de Gloria. Podía apostar cien contra uno que ni siquiera conseguiría que Rachel se acercara a mi casa, pero de todos modos había que dejarlo todo bien organizado. Reuní los cuadernos y archivadores de esta especialidad, y me rasqué el mentón.
Como desconocía sus gustos musicales, decidí no correr riesgos; coloqué los discos en dos montones paralelos; encima del primero puse 2001: Una Odisea espacial (no falla nunca); encima del segundo, después de pensarlo un rato, una selección de poemas de Dylan Thomas recitados por él mismo. Los kleenex bastante alejados de la cama: dejarlos en la mesilla de noche era como colocar un cartel que dijera: «Mi principal característica es que me la casco sin parar». En la mesita para tomar el café dispuse un par de textos de Shakespeare y un ejemplar de Time Out; quizá fuese una dicotomía desconcertante… Pero no, llegué a la conclusión de que aquello no funcionaba. Los textos estaban mugrientos y sobados tras haber sido utilizados durante el bachillerato para dibujar garabatos. Los sustituí por el Blake de la Thames and Hudson (tampoco falla nunca), más The Poetry of Meditation, que es una obra de un erudito norteamericano sobre la poesía metafísica, aunque por la portada cualquiera hubiera dicho que se trataba de una antología de poesía beatnik: que Rachel lo interpretara como le diese la gana. Por desgracia, el Time Out llevaba en portada la foto de una robusta muchacha de negros pezones. ¿Qué poner en su lugar? ¿Me quedaba tiempo para salir a comprar un New Statesman? No. Eché una ojeada a la habitación. Buscaba alguna cosa inesperada, pasmosa. Después de un cuarto de hora decidí poner un libro de Jane Austen, su blando Persuasión, boca abajo, abierto hacia el final, junto a la almohada de mi cama. El leve toque/cargado de sentido.
A las tres y media me miré, completamente vestido, al espejo. Entrecerrando los ojos, traté de encontrar alguna mancha subcutánea. Nada. Lo que me preocupa no es el acné corriente y moliente, sino los supergranos escondidos debajo de la superficie, esos que tardan dos días en emerger y dos semanas en desaparecer. Uno de mis viejos conocidos era el huevo ciclópeo que solía aparecer periódicamente entre los ojos, dándome una expresión cejijunta de autor de asesinatos en masa. Pero, de momento, no había ningún gigante a la vista.
Me pongo, me quito y vuelvo a ponerme un pañuelo rojo con lunares blancos. Al final lo dejo: demasiado evidente. Ahora, mirándome soñadoramente en el espejo… Si Rachel desperdiciara una ocasión como esta, estaría completamente loca: el pelo castaño, de longitud mediana, sedoso y fino; los ojos castaños de mirada ingenua; los labios delgados pero anchos, y ese mentón, tan regular y anguloso, con una fría simetría keatsiana. Apreté hasta hacerme daño las muelas de arriba contra las de abajo, a fin de acentuar esa barbilla… ¡Toma ya! Fantástico, tío, ¿qué te parece?
Cuando subía a prepararme el té, oí sonar el teléfono. Era Geoffrey.
—Hola —dije, encantado—. Iba a llamarte esta noche.
—Mm… —Hubo una pausa de cinco segundos—. No me hubieras encontrado.
—¿Te ocurre algo? —Otra pausa.
—Quiero pasar a verte. Me he pasado de anfetas. No consigo regresar al Parque.
¿Se trataba de una llamada de socorro? ¿Estaba Geoffrey colgado?
—Oye, Geoffrey, ¿dónde estás ahora?
—Esto, espera, voy a mirar. Sí…, en el metro de South Ken. Pero, mira, todavía no quiero ir a tu casa. Tengo un… Estoy con un asunto…, no sé si podré ligarlo pero…, la cosa es que…
—¿De qué coño estás hablando? —pregunté—. Mira, puedes venir ahora y esperar aquí mientras yo salgo a tomar el té. ¿Vale? ¿O prefieres pasarte digamos que a eso de las siete?
—Mejor —dijo, sin abandonar la reserva.
—O más tarde incluso. A las ocho. ¿Te parece a las nueve?
—Mucho mejor.
—Mira, tío, ven a la hora que te dé la gana.
Silencio. Luego, un «sí» pronunciado entre dientes, después más silencio, y finalmente un «click» letárgico.
Cinco minutos más tarde volvió a telefonear para decirme que estaba con un par de chicas.
Lo medité unos momentos.
—Bien. Tráelas, y ya procuraré tirarme a la que no se acueste contigo. ¿Llevas encima alguna droga increíble?
—Sí, un poco.
—Pues, tráela también. Tengo mucha prisa. Probablemente esté de regreso a las siete, y, si no, ya encontrarás a alguien que te abra. Pero escúchame bien: si mi dormitorio está cerrado, no trates de entrar, ¿entendido?
—¿Tienes plan?
—Podría ser.
Me quedaban unos ocho minutos para presentarme allí. Sosteniéndome el pelo con las dos manos, salí corriendo de casa y bajé sin parar hasta la plaza. Geoffrey traería más chicas. Ahora ya no parecía tan importante lo que ocurriera con Rachel.
La encontré sola en la cocina, vaciando ceniceros en un cubo de basura en forma de buzón de correos y de color de caca de bebé.
—Oye —le dije con voz de robot— lo siento, no tenía ni idea de que fueses tú la que dio la fiesta, y me pregunto si me permitirías compensarte por aquello e invitarte a ir al cine conmigo el miércoles próximo. Oye, lo siento mucho, de verdad.
—No te preocupes.
Esperé, pero ella no dijo nada más.
—¿Te importaría que te llamase un día? —le dije—. ¿Puedo? ¿O prefieres que no te llame?
—Lo que tú quieras —sonrió Rachel—. Sí, llama. Es el siete siete tres, cuarenta y cuatro, diecisiete. ¿Serás capaz de recordarlo?
—¿Te echo una mano? —dije efusivamente—. Hay un montón de…
—No, en serio, ya me las arreglaré sola.
Rachel se acercó a la mesa sobre la que me había medio sentado yo en actitud vulnerable, y empezó a meter los vasos de vino en una caja de cartón. Experimenté esa sensación de que tienes que actuar-o-desaparecer, esa sensación no solamente de que tenía que hacer algo sino que había que ser muy eficaz, pero al final, sintiéndome confundido, me puse en pie y, como en trance, tendí la mano hacia ella.
—Anda, déjalo ya —dijo Rachel.
Retrocedí hacia el pasillo.
—¡Tres siete tres, catorce, diecisiete! ¡Magnífica fiesta! ¡Hasta pronto!
Después de dedicar un cuarto de hora a estudiar los listines, el martes siguiente la llamé. A mi lado tenía: un guion técnico pasado a máquina, una fotografía de Audrey Hepburn, una botella vacía de ginebra, y también a Geoffrey. Geoffrey, electrificado a base de somníferos comprados en las rebajas, se pasó todo el rato diciéndome que bien con la cabeza.
Dos noches más tarde vimos una película sobre la accidentada vida de unos islandeses que practicaban una agricultura de subsistencia. Naturalmente, yo había visitado el cine con antelación, la tarde anterior, y había ensayado el divertido comentario que luego susurraría al oído de Rachel en la penumbra. Pero no encontré la atmósfera adecuada y me quedé callado.
Después de cobrar mi penúltimo cheque de viaje podía pagarme todos los taxis y cines que quisiera. La dejé en su casa y no traté de darle un beso de despedida, y casi me reí a carcajadas cuando ella me preguntó si quería entrar a tomar un café.
—Esta noche no —dije altivamente (Es más, sus padres estaban en casa).
La velada me costó seis libras. De todos modos, al siguiente fin de semana ya estaba de regreso en Oxford.
La academia a la que iba Rachel era una de esas espantosas casas estilo regencia y color pastel que tan a menudo te encuentras en esta zona de Londres. Apoyado de espaldas en las columnas de papier-mâché que enmarcaban la entrada del ancho portal, practiqué sonrisas y saludos. Me faltaba, sin embargo, espíritu dramático. Hubiese debido meterme una botella de leche en los pantalones antes de acudir a la cita. Aunque había andado los últimos doscientos metros a paso de tortuga, como si fuese un experto en aceras y estuviera estudiando la que recorría, todavía faltaban tres minutos para que ella saliera.
A la derecha de la entrada había un aula sin cortinas y mal iluminada, atestada de chicos que dirigían meditabundas miradas a la calle. Conozco muy bien la clase de lerdos que suelen ir a estas instituciones. Gilipollas expulsados de colegios de pago, tíos a los que han echado de puro burros, o por llevar el pelo demasiado largo o calzar botas sucias; indecentes gilipollas aficionados a la sodomía colectiva, tipos a los que habían pillado demasiadas veces con el extremo del palo de hockey introducido en el culo. ¿Serían capaces de salir ahora corriendo y bajarme los pantalones a la fuerza, gritando: «Vamos a darle una buena lección a este don nadie»? Erré como un vagabundo de un lado para otro. Uno de los chicos estaba dormido, con la cabeza apoyada en el pupitre, con un retorcido ejemplar del Financial Times a modo de almohada. Mientras estaba mirando, hubo un revuelo en el aula; un hombre barbudo de expresión cruel y traje de raya diplomática apareció en escena. Se acercó a ese estudiante por detrás, se quedó junto a él durante unos segundos, y después le golpeó lujuriosamente la cabeza con lo que parecía ser el estuche de unas gafas. Esto activó una reacción en cadena de estremecimientos nerviosos y ronquidos; el gordezuelo caballerete despertó parpadeante al mundo. Llegaron hasta mí los vocingleros reproches que le dirigía el hombre del traje; el otro articuló alguna excusa. Dale una buena lección a ese gilipollas por ser tan rico y perezoso y por haber comido y bebido más de la cuenta. Dale una buena lección a ese gordo subnormal…
Se abrieron las puertas. Un chico alto con el pelo de color castaño claro y chaqueta de tweed verde bajó con elegancia la escalera. Me miró como si yo fuese una banda de skinheads: no con miedo (al fin y al cabo, esos tipos son bastante tratables), sino con desaprobación. Detrás de él salieron al trote un par de chicas chupadas de cara que gritaron:
—¡Jamie… Jamie! —Jamie se volvió sin perder la compostura.
—No voy a ir al Embankment, Angélica. Tendrá que llevarte Gregory.
—¡Pero si Gregory está en Escocia! —dijo una de las chicas.
—Lo siento. —El chico del pelo castaño claro desapareció en un coche deportivo de modelo anticuado.
Ahora salía una corriente ininterrumpida de alumnos. Todos y cada uno de ellos se ponía a gritar: «Casper, eh, Ormonde Gate no, fantástico, Freddie, a las cinco en punto, bien, ¿té?, Bubble, luego, te llevaré, animal, a casa de Oswald». Los Alfa Romeo, Morgan y MG aparcados en doble fila arrancaban y rugían; los que iban andando tomaban la cuesta que llevaba a Notting Hill. ¿Dónde estaba Rachel? ¿Le daba vergüenza saludarme delante de tan brillantes jóvenes? ¿Me había equivocado de academia? Aparte del castigado sesteante, que había sido retenido en el aula para placer de este espectador, no parecía quedar nadie dentro.
Rachel salió, por fin, en un grupo de cuatro, dos chicos y otra chica. Preséntate delante de ella ahora mismo, pensé, mientras les vi bajar las escaleras sosteniendo una intrascendente conversación contrapunteada. Uno de los chicos y la otra chica se separaron y se fueron juntos. Rachel y el otro chico se me acercaron. Reconocí al tipo. Aunque ahora llevaba cazadora y pantalones deportivos, era el mismo maricón del traje blanco que vi en la fiesta. Rachel sonreía.
—DeForest —dijo—, te presento a Charles…, ¿Byway? —Rio—. Disculpa…
—Highway, si no te importa —reí yo también[5].
—Highway. Charles, te presento a DeForest Hoeniger.
—Encantado de conocerte, Charles —dijo DeForest, con acento gutural. Era norteamericano. Se le notaba inmediatamente porque, al igual que todos los norteamericanos de entre ocho y veinticinco años, parecía un cronista deportivo de mediana edad; pecoso y microcefálico, con el pelo cortado como un césped.
¿El norteamericano? Evidentemente.
—¿Qué tal? —dije mientras nos estrechábamos la mano.
—Habíamos pensado ir a tomar el té al Tea Centre —dijo Rachel.
Asentí con vehemencia ante tan original plan. Nos alineamos: el alto DeForest en medio, Rachel junto a las casas, y yo perdiendo el culo por el borde de la acera, con un pie en las alcantarillas y sorteando árboles.
La otra pareja se había detenido unos metros más adelante a fin de entregarse a los ejercicios propios del precalentamiento mutuo. El chico, con el pelo peinado en diagonal y la cara alargada y pustulosa, le había arrebatado a la chica no sé qué cosa —un libro, una carta— que ella trataba de recuperar. Él sostenía lo que fuera a su espalda, con las dos manos; ella lanzaba zarpazos que quedaban frenados una y otra vez por los codos del chico.
—Eh, vosotros, venga —dijo DeForest—. Es la hora del té.
Salió a la calzada y se volvió para mirarnos a los cuatro, que formábamos un no muy armónico grupo en la acera. Entonces DeFofest abrió un Jaguar enorme y desapareció en su interior.
—¡Hostias! —murmuré.
Cuando empezaba a adelantarse, Rachel se volvió hacia mí. Yo sonreí, pasmado como un colegial, y cerré la puerta después de que ella subiera al coche. Los otros se instalaron en el asiento de atrás, y quise cerrar también su puerta y quedarme fuera, pero al final entré, obligándoles a amontonarse el uno encima del otro como si yo fuese una enorme maleta.
—¿Todo el mundo a bordo? —dijo DeForest, arrancando cuesta abajo y haciendo una triple maniobra a velocidad de crucero a fin de avanzar luego cuesta arriba, como todo el mundo.
¿Cómo había permitido que me metieran en una situación así? Rachel iba sentada muy tiesa, justo delante de mí, y su luminosa y perfumada melena atacaba directamente mis desnudos sentidos.
—Adoro los coches ingleses. —Estaba diciéndole DeForest a Rachel, que asintió con un gesto. Era evidente que ella también los adoraba.
¿Lo había planeado todo Rachel? Quizás hubiera debido dejarla hablar un poco más cuando la llamé por teléfono. ¿Estaba DeForest en el ajo? Mierda. «Oye, DeForest: el gilipollas ese sigue empeñado en telefonearme constantemente y ahora me ha forzado a tomar el té con él; he pensado que la única forma un poco civilizada de quitármelo de encima sería llevar a ese estúpido inútil a…».
El Tea Center es el clásico café de obreros años treinta, o sea, de estilo norteamericano; varias mesas circulares rodeadas de unas sillitas a modo de setas bajas y algunos reservados al fondo de la sala. Nos dirigimos en fila hasta esa zona; yo iba el último. Las chicas fueron las primeras en llegar, seguidas de sus guaperas. El reservado tenía cuatro plazas. Miré a mi alrededor: las sillitas para enanos estaban sujetas al suelo; no había ningún asiento portátil.
Ni tampoco quedaba sitio para mí. Rachel y DeForest hablaban con las cabecitas juntas; la otra pareja seguía retorciéndose, ahora en la actitud de quien se entrega con fruición a un sesenta y nueve sin haberse desnudado. Mi cabeza parecía una manta eléctrica. No conseguía ver a Rachel porque la condenada cabecita claveteada de DeForest se interponía entre los dos.
—Tengo que salir a llamar por teléfono —dije muy bajito.
No reaccionó nadie. Tenían el mundo entero dándoles vueltas en el interior de sus cabezas. No me habían oído.
Una vez en la calle, caminé meditabundo hacia la fila de cabinas que había frente a la entrada del metro. Me detuve a mirar un escaparate. ¿Por qué no me había metido en el reservado, obligándoles a hacerme sitio; o por qué no les había dicho que se sentaran en otro lado? Lo que me fastidió fue mi indecisión. Ellos querían que me quedase. Pero no, no había sitio. No podía hacer otra cosa. Debía irme. Me puse en marcha, camino de mi casa.
—¡Charles, espera!
Me volví. Rachel se había detenido en la isla del centro de la calzada. Esperaba, mirándome, mientras pasaban los coches entre ella y yo.
Qué actitud tan vulgar, pensé vacíamente.
Cambiaron las luces. Hizo una pausa; avanzó hacia mí, con las manos en los bolsillos y la cabeza ligeramente inclinada. Llegó a la acera y se detuvo a un metro de mí.
—Vuelve, Charles.
—No pienso volver.
Se adelantó un par de pasos y se quedó plantada, con los pies juntos.
—Lo siento. ¿Te ocurre algo?
—No me ocurre nada.
—Tengo que volver allí.
—Ya me lo imagino.
—¿Tienes frío? —me preguntó.
Tenía mucho frío. Mi vanidad me había impedido ponerme abrigo. Estaba temblando.
—Un poco.
Ella se mordió el labio. Se me acercó un poco más y me cogió la mano durante unos segundos.
—¿Me llamarás?
—Puedes estar segura.
—Entonces, adiós.
—Adiós.
En Campden Hill Square también iban a tomar el té. Estaban Geoffrey, un par de chicas vestidas de la forma más rara —una de ellas, pequeñita, iba ataviada con una cortina de flores; la otra, bastante grande, se había disfrazado de cowboy, con pistoleras incluidas— y Jenny. Norm no estaba. A continuación se produjo una escena de espontaneidad casi pastoril. La cabeza me daba vueltas y, aunque en la cocina flotaba el vapor, seguía teniendo frío. Además, todo mi ser vibraba todavía a consecuencia de un ataque de Conciencia-De-Mí-Mismo, después del notablemente triste paseo desde Notting Hill Gate.
Cuando el té estuvo listo subí al primer piso a escupir. Antes de reunirme con los demás, Geoffrey me interceptó; nos colamos en la sala.
—¿Cuál de las dos prefieres? —preguntó en voz baja.
—Ni idea. Todavía no las he visto bien.
—¿Te gusta Anastasia?
—¿Anastasia? —Parecía imposible—. ¿Cómo se llama en realidad? —imploré.
—Jean.
—Ah. ¿La culigacha? Bueno, no está mal. No soporto ese vestido.
—Mm. Pero está buena.
—¿Te la has tirado?
—En cierto modo. No funciona tan bien como Sue.
—¿Te has tirado a Sue?
—En cierto modo. Tiene mejores tetas.
—¿Qué quieres decir con eso de «en cierto modo»?
—Una especie de lío entre los tres, ¿sabes?
—¡No me digas! La hostia de erótico. ¿Qué tal fue?
—Bien; y además son tortis. La cosa funcionó, pero el problema es que a mí no se me levantaba. Demasiadas anfetas.
—¿Por qué no me ocurren a mí esa clase de cosas?
Geoffrey giró sobre sus talones:
—Porque tú eres un patán manchado de barro, mientras que yo soy un pícaro de ciudad.
Hablamos de drogas. Geoffrey había traído un par de Mandrax; también había un poco de hash, pero para este bronquítico narrador carecía de interés. Conseguí que me diera un Mandrax, para tomármelo más tarde. El pecho me estaba diciendo que no me hiciera ilusiones: esta noche no podría dormir.
Esa noche Mr. y Mrs. Entwistle tuvieron su primera pelea en serio.
Empezó de forma notablemente modesta. Geoffrey y yo estábamos otra vez en la cocina, ayudando a ordenarlo todo. Tras oír unos tremendos portazos y extraños pasos de eslabón-perdido, la cabeza de Norman asomó por la puerta; al ver que no había nadie más, sus ojos de albino se fijaron en Jenny. Nosotros nos quedamos helados, como en un anuncio de televisión. A los pocos instantes Norman desapareció, y Jenny, tras coger el mechero y el tabaco, salió tras él.
—Menuda mierda lleva —dijo Geoffrey.
La escenografía que había preparado para Rachel no se malogró del todo. Una vez en mi habitación, Anastasia se lanzó a por el Blake, diciendo «oh» en un susurro reverente, y Sue se ajustó sus seis-tiros, se arrodilló en el suelo y abrió The Poetry of Meditation. Miré por encima de su hombro; estaba leyendo un ensayo sobre Herbert, bastante bueno a pesar de que se titulaba «La meseta de la serenidad»; «¿Herbert Qué?», debía de estar preguntándose ella. Geoffrey, que lamía el papel de fumar, me dio instrucciones para que pusiera un disco. Como las chicas eran hippies, elegí el más violento y disonante de mis elepés norteamericanos, Heroin, de Velvet Underground. ¿Resultados inmediatos? Anastasia empezó a balancearse en su butaca y a marcar el ritmo con la suela de su sandalia; Sue se quedó en éxtasis y empezó a trazar ochos en el aire con la cabeza. Allá vamos.
Geoffrey encendió el porro.
—¿Vamos a celebrar una fantástica orgía, o qué?
Nadie reaccionó. Él se encogió de hombros, le pasó el porro a Sue y se fue tambaleando hacia la cama.
A continuación reinó una inactiva paz.
Me llegó el porro; le pegué una buena metida, tragando más que inhalando el humo, y a la manera del hippie enterado, como si se tratara de un pitillo corriente. (Fumar porros de forma ostentosa y/o ruidosa está considerado como una horterada). Repetí esto mismo varias veces, y esperé. Sí, me caía en los nudillos una Lluvia Dorada de ceniza, y tuve la sensación de que podía escupir toda mi caja torácica allí mismo, sobre la alfombra; pero aparte de esto, no ocurrió nada más. No es que pudiera decirse que mis reacciones a las drogas fuesen nulas; a comienzos del verano Geoffrey me había dado mi primer purple heart: me pasé dos días enteros con el síndrome del grito desaforado, sudé como una sartén aceitosa al rojo vivo durante el tercero, y el cuarto desperté tras haber permanecido varias horas en coma. La verdad es que mi metabolismo es, al igual que mi mente, una veleta hipersensible. El hashish de Geoffrey no funcionó; seguro que le habían vendido un pedazo de barro arrancado de un zapato, o, en caso de que se tratara de hierba, una mezcla de hebras de tabaco, romero y aspirina.
Se lo pasé a Geoffrey, pero él alzó la mano rechazándolo con una sonrisa hueca; de repente estaba encontrándose mal. No pude resistir la tentación de disfrutar fascinado su expresión de remordimiento; el triunvirato de siempre: tez perlada, labios de rubí, lengua esmeralda. Las mejillas se le hincharon como si estuvieran llenas de enfurecido vómito.
—¿Quieres que te traiga alguna cosa?
—Agua.
—Suele provocar deshidratación —explicó Anastasia.
Cuando abandonaba la habitación, Sue aceleró mi paso diciendo, con monótona entonación indignada:
—Lo que más me jode es que estos tíos se pongan a interpretar «The Temple» como una especie de viaje didáctico estructuralizado, cuando es evidente que si tiene este aspecto tan…, integrado, es debido a los mismos cuelgues y ansiedades que refleja.
Segunda fase de la pelea entre Jenny y Norman. Me llegó con la mayor fidelidad a través de las paredes.
Desde la cocina oí gritos y chillidos procedentes de arriba. Fui de puntillas hasta el rellano intermedio, frente al baño. La puerta de la salita estaba abierta y la luz apagada. Así pues, era del dormitorio de donde me llegaba la voz de Jenny aullando:
—Eres un asesino. ¿Me oyes bien? ¡Eres-un-ASESINO!
A continuación, un chillido muy agudo.
No me alarmó. Por el tono, era evidente que la acusación de Jenny no era circunstancial sino emocional, la cresta, probablemente, de un maremoto de imprecaciones. Y esa clase de chillido no era de los que son provocados por el miedo o la ira sino consecuencia de haber inspirado profundamente para después pensar: voy a chillar todo lo fuerte que pueda, y ya veremos qué efecto produce en la situación.
—Eres un bastardo —prosiguió Jenny—, pero a ti te da igual, porque eres un asesino.
A continuación, Norman:
—¡Jennifer, te estás poniendo muy nerviosa! ¡Haz el favor de TRANQUILIZARTE, COÑO! Sabes muy bien que tienes que hacerlo, ¿no? Así que métetelo en tu jodida cabecita…
Desconecté mis oídos.
Una vez en el baño, tiré del cordón para encender la luz y me senté en la taza. Excitante. Todo el mundo estaba viviendo un día rebosante de emociones. «Eres un asesino…». Era posible que, por exigencias de su trabajo, Norman se viera obligado de vez en cuando a cometer algún homicidio. Quizás aprovechaba la hora del almuerzo para hacer salvajadas. ¿Había segado toda una fila de colegiales con su Cortina, había engañado a un ciego dejándole en mitad de Bayswater Road a merced de los coches? ¿Le había robado las reliquias de familia a algún judío agonizante? ¿Le había clavado una navaja automática a algún estudiante progresista (pues Norman era apasionadamente de derechas)? ¿Había pisoteado y saltado sobre el maltrecho cuerpo de algún paquistaní (pues Norman era apasionadamente xenofóbico: los extranjeros no empezaban para él en Calais, sino en Barnet o Wandsworth Common[6], según la dirección que se tomara partiendo de Marble Arch)? Quizá —bostezo— lo único que Jenny quería decir es que estaba «asesinando» el amor que ella sentía por él.
Luego me llegó desde arriba el sonido de lo que posiblemente fuera un tortazo propinado con el antebrazo, seguido de una caída asordinada, como el de un cuerpo cayendo a gran velocidad contra el suelo.
Me soné con papel higiénico y me concentré en Rachel. Ojalá Geoffrey se decidiera a caer redondo en mi cama; así se lo llevarían Sue y Anastasia, y yo me quedaría solo. ¿Y si subía hasta la salita para tomarme una copa del brandy de cerezas de Norman? No: podía ser que despertase a Jenny a fin de poder tumbarla otra vez a porrazos. Decidí lanzar unos cuantos esputos en el lavabo, y llevarle a Geoffrey el vaso de agua que me había pedido. Arriba ya estaba todo en calma, de momento.
Geoffrey había efectivamente vomitado, pero no lo había hecho en la cama sino, más bien, en la pared, el suelo, el lavabo, el toallero y la taza del baño de abajo. Anastasia estaba allí con él, rodeándole la cintura con el brazo. Geoffrey se volvió tímidamente hacia mí cuando me oyó llegar, al mismo tiempo que Sue, a la puerta.
—Lo siento, tío —dijo, echando la cabeza hacia atrás para conseguir que le cupiera una nueva bocanada que posteriormente canalizó hacia la bañera.
—No te preocupes. Pero, oye…
—¿Qué?
—Recuérdalo: yo soy un patán de pueblo, y tú un pícaro de ciudad. ¿De acuerdo?
—Vale.
Limpiamos a Geoffrey entre los tres y le dimos, sucesivamente, una manzana, un poco de agua y un pitillo. Cuando se lo preguntamos, contestó que se encontraba bien. Dije que lo mejor sería llamar a un taxi, pero resultó —pasmosamente, pensé, para alguien tan joven— que Sue tenía coche. Metimos en él a Geoffrey y se fueron, después de que yo les pidiera el número de teléfono y no consiguiera darle un beso a ninguna de las dos.
Me quedé viendo cómo se alejaban, sacudí la cabeza dos o tres veces con la mayor normalidad, y volví a meterme en casa. En la oscura cocina conseguí tragar, con unos cuantos vasos de agua, un Mandrax del tamaño de un botón de camisa. La luna brillaba ya en medio de la noche y estuve un rato contemplando el cielo azul marino. Noté que, sin esfuerzo por mi parte, asomaba al rostro una expresión de bascosa esperanza. ¿Y por qué no? Tenía algo en qué pensar, aunque fuera un tema inquietante; tenía una cara que miraba por encima de mi hombro, aunque su expresión fuese engreídamente equívoca. Al menos no era mi propia cara.
Aparte del cielo, no había casi nada que admirar fuera de la casa: un alto muro en cuyo borde superior brillaban mil pedazos de cristal roto, colocados allí para disuadir a todos los ladrones de más de tres metros de estatura que no quisieran tomarse la molestia de entrar por la puerta del jardín de atrás. No obstante, el aspecto de esos cristales era bastante neutral.
Al volverme vi a Jenny instalada en el sofá de la habitación contigua, enroscada, y fumando un pitillo con expresión ojerosa. Me dirigí hacia ella, pero a mitad de camino noté que hacía un movimiento, casi imperceptible, con los hombros o la mano, que bastó para permitirme que comprendiera que prefería estar sola. Cerré la puerta al salir y me fui a la cama.