No quiero reconocerlo, y por eso digo: «No era yo quien corría a toda velocidad. No es así, en absoluto».
Pero todo esto me entristece profundamente:
La luz que penetra en la habitación ordenada; antes olía a la casa en la que yo estaba acostumbrada a vivir.
La ventana de la cocina. La cara sonriente de un amigo, el verde nítido del jardín de la universidad que se veía tras el perfil de Sōtarō, la voz de la abuela a través del teléfono cuando llamaba tarde por la noche, el futon de las mañanas frías, el roce de las zapatillas de la abuela en el pasillo, el color de la cortina…, el tatami[3]…, el reloj de la pared.
Todo eso. Y también que ya no pueda estar aquí.
Cuando salí, fuera estaba anocheciendo.
Desciende un crepúsculo suave. Sopla el viento, hace un poco de frío. Yo esperaba el autobús con los faldones del abrigo ligero ondeando.
Frente a la parada, las ventanas en hilera de un edificio alto que había al otro lado de la calle se veían muy bonitas flotando en el azul. La gente que se movía dentro, y los ascensores que subían y bajaban, brillaban en silencio y parecía que fueran diluyéndose en la penumbra.
Tengo el último paquete junto a las piernas. Al pensar que ahora sí me he quedado sin nada, siento una extraña emoción que casi me hace llorar.
El autobús dobla una esquina y viene. Se acerca corriendo delante de mis ojos, se detiene lentamente y los pasajeros, en fila, van subiendo uno tras otro.
El autobús iba muy lleno. Yo, apoyada en el brazo con el que agarraba la asidera, miraba fijamente cómo, a lo lejos, el cielo del atardecer desaparecía detrás del edificio.
Cuando posé los ojos en una luna todavía creciente que cruzaba el cielo despacio, el autobús arrancó.
Cada vez que se detenía con brusquedad me ponía de malhumor y eso probaba que estaba agotada. Una de las muchas veces en que me enfadé, al mirar hacia fuera, vi que en el cielo, lejos, flotaba un dirigible.
Se movía despacio, contra el viento.
Me puse contenta y me quedé mirándolo fijamente. El dirigible hacía parpadear una pequeña luz que flotaba en el cielo como una pálida luz de luna.
Cerca, delante de mí, se sentaba una niña pequeña, y la abuela, que estaba en el asiento de detrás, se dirigió a ella y le dijo en voz baja:
—Mira, Yuki-chan[4], un dirigible. Míralo qué bonito.
La niña, que se le parecía mucho y debía de ser su nieta, estaba malhumorada porque la calle y el autobús estaban llenos y, revolviéndose, dijo enfadada:
—No sé. Esto no es un dirigible.
—Quizá no —contestó la abuela sonriendo, sin turbarse.
—¿Todavía no llegamos? ¡Tengo sueño!
Yuki-chan siguió importunando.
«¡Mocosa!». Yo también estaba cansada y acabé pensando maldades de manera inconsciente. «El arrepentimiento nunca llega antes. No hables a tu abuela de esta forma».
—Sí, sí…, enseguida. Mira, mira detrás. Mamá se ha dormido. Yuki-chan, ¿la despiertas?
—Sí, sí, vale.
Yuki-chan se vuelve a mirar a su madre que duerme en el asiento de atrás y sonríe, al fin.
«¡Qué bien!», pensé. Envidié las palabras cariñosas de la abuela y la cara sonriente de la niña que, de pronto, se veía preciosa.
«Yo, jamás…».
No me gusta demasiado el sentimentalismo de la palabra «jamás» ni la sensación que da de determinar el futuro. Pero, entonces, el peso enorme y la desesperanza de la palabra que se me había ocurrido: «jamás», tenían una intensidad difícil de olvidar.
Juro por Dios que creía estar pensando todo aquello sin darle demasiada importancia. Mientras el autobús traqueteaba, todavía iba siguiendo con la mirada, no sé por qué, el pequeño dirigible que iba alejándose en el cielo, allá a lo lejos.
Pero ¿no están corriendo las lágrimas por mis mejillas y caen a goterones sobre mi pecho?
Me sorprendió.
Pensé que el funcionamiento de mi cuerpo se había estropeado. Igual que cuando una está muy borracha y las lágrimas van saliendo, una tras otra, sin parar, por algo que no tiene relación con una misma. A continuación me ruboricé de vergüenza. Y bajé precipitadamente del autobús.
Seguí con la mirada el autobús que se alejaba y, sin pensar, entré corriendo en un callejón oscuro.
Me acurruqué entre mis paquetes en la oscuridad y lloré. Era la primera vez que lloraba tanto desde que nací. Y mientras vertía lágrimas calientes e incesantes recordé que no había llorado desde que murió mi abuela.
Pero no era tristeza; tuve la sensación de que lloraba por muchas cosas distintas.
Y, de repente, me di cuenta de que se veía un vapor blanco flotando en la oscuridad que salía de una ventana iluminada, situada sobre mi cabeza. Agucé el oído, y desde dentro llegaban ruidos de cubiertos y ollas junto con voces de trabajo bullicioso.
… Eran unas cocinas.
Yo me sentía irremediablemente triste, pero fui animándome poco a poco, me llevé las manos a la cabeza y sonreí débilmente. Y me levanté, me sacudí la falda, decidí reanudar el regreso a casa de los Tanabe y empecé a andar.
Dios mío, dame fuerzas.
—Me estoy cayendo de sueño —le dije a Yūichi en cuanto llegué a casa de los Tanabe, y me metí en la cama.
Había sido un día agotador. Pero llorar me había aliviado mucho y pronto me visitó un sueño apacible.
«¡Caramba! Si ya está durmiendo», tuve la sensación… de que oía en algún rincón de mi mente la voz de Yūichi, que había ido a la cocina a tomar un té.
Yo, yo estaba soñando.
Limpiaba el fregadero de la cocina de la casa que acababa de dejar.
Echaba de menos el color verde amarillento del suelo de la cocina… Cuando vivía allí lo odiaba, pero al separarme de él empecé a añorarlo con toda mi alma.
Terminamos de preparar la mudanza, e imaginé que ya no quedaba nada ni dentro del armario ni encima del carrito. En realidad, estas cosas ya no estaban allí desde hacía tiempo.
Entonces me di cuenta de que Yūichi estaba secando el suelo, a mano, con una bayeta. Esto me era de gran ayuda.
—Descansa un poco, que te hago un té —dije.
Estaba vacío y la voz resonaba mucho. La sentía resonar y resonar.
—Bueno —dijo.
Y levantó la cabeza. Yo pensé que no hacía falta sudar tanto para limpiar una casa que va a dejarse. Era muy propio de él.
—¿Es ésta tu cocina?
Yūichi se sentó en un cojín que había en el suelo, y, mientras tomaba el té que le había servido en un vaso porque ya había empaquetado las tazas, dijo:
—Era una buena cocina, ¿verdad?
—Sí, desde luego —dije.
Yo, por mi parte, estaba bebiendo té en un bol de arroz, sosteniéndolo con las dos manos como en la ceremonia del té.
Había tanta tranquilidad como dentro de una caja de cristal. Levantó los ojos hacia la pared y sólo quedaba la huella del reloj.
—¿Qué hora debe de ser? —dije.
—Será medianoche —dijo Yūichi.
—¿Cómo lo sabes?
—Fuera está oscuro y, además, por la tranquilidad…
—Entonces, es una fuga nocturna, ¿verdad?
—Pues, como íbamos diciendo… —dijo Yūichi—, ¿también te irás de casa, verdad? No te vayas.
Me sorprendió porque eso no tenía nada que ver con lo que estábamos diciendo y miré a Yūichi.
—Supongo que crees que yo también vivo sólo para mis caprichos, como Eriko; pero decirte que vinieras a casa es algo que pensé con mucho detenimiento. Tu abuela siempre se preocupaba por ti, pero quizá sea yo quien mejor comprenda cómo te sientes. Sé que cuando estés bien te irás, a pesar de que intentemos retenerte. Pero ahora es imposible. No hay nadie cercano a ti para decírtelo, por eso yo, a cambio, te he observado. El dinero que gana mi madre es para gastar en cosas así, no sólo para comprar licuadoras —sonrió—. Hazme el favor de aprovecharlo. No tengas prisa. —Decía una palabra tras otra, sin poner sentimiento alguno, mirándome a los ojos con sinceridad, como si estuviera convenciendo a un asesino de que se entregara.
Asentí.
—… Bien, sigamos limpiando el suelo —dijo.
Yo también cogí los trastos de fregar y me levanté.
Mientras lavaba los vasos, entre el ruido del agua, oí a Yūichi canturrear una canción:
«Para no quebrar
la sombra de la luz de luna
he detenido la barca en el extremo del cabo».
—Me suena. ¿Qué es? Me gusta mucho. ¿De quién es? —dije.
—Pues… de Momoko Kikuchi. Es pegadiza, ¿verdad?
Yūichi sonrió.
—Sí, mucho.
Mientras yo limpiaba el fregadero y Yūichi fregaba el suelo, seguimos cantando a dúo. A medianoche, nuestras voces resonaban en la cocina silenciosa y nos lo pasábamos en grande.
—Aquí, éste es el trozo que más me gusta.
Y canté el encabezamiento de la segunda estrofa:
«La luz que gira…
… el faro
… lejos
… nuestra noche
… un rayo de luz
entre las hojas…».
Los dos volvimos a cantar en voz alta:
«La luz que gira
en el faro
allá lejos
en nuestra noche
es como un rayo de luz
entre las hojas de los árboles».
Y me fui de la lengua:
—Oye, la abuela duerme cerca, y si cantamos tan fuerte, se despertará.
De inmediato comprendí que había metido la pata.
Yūichi pareció creerlo todavía más que yo y la mano que estaba fregando el suelo se detuvo por completo. Se volvió y me miró con cara de susto.
Yo no sabía qué hacer y, sonriendo, disimulé.
Y el hijo que Eriko había criado con cariño se convirtió, de repente, en un príncipe. Dijo:
—Cuando terminemos de ordenar todo esto, al volver a casa, a medio camino en el parque, comeremos ramen en una caseta.
Y me desperté.
En el sofá de los Tanabe, de madrugada… No solía acostarme pronto. Fui a la cocina a beber agua, pensando: «¡Qué sueño tan raro!». Tenía algo helado en el corazón. La madre aún no había vuelto. Eran las dos.
Todavía permanecía vivida la sensación del sueño. Al oír salpicar el agua en el acero inoxidable, pensé vagamente en limpiar el fregadero.
Era una noche tan silenciosa y solitaria que parecía que el ruido de las estrellas al deslizarse por el cielo llegaba hasta el fondo del oído. Mi corazón seco iba absorbiendo un vaso de agua. Hacía un poco de frío y mis pies desnudos tiritaban dentro de las zapatillas.
—Buenas noches —dijo Yūichi, apareciendo por detrás.
Me asusté.
—Ah, ¿qué pasa?
Me di la vuelta.
—Me he despertado y tenía hambre, así que he pensado en… hacerme ramen o algo…
Farfulló atontado, con la cara abotagada, el Yūichi real, completamente diferente de mi sueño. Y yo, aún con los ojos hinchados de llorar:
—Voy a hacerte algo, siéntate. En mi sofá —dije.
—Ah, en tu sofá.
Y diciendo eso, se dirigió tambaleante al sofá y se sentó.
Abrí la nevera bajo la luz de aquella pequeña habitación que flota en la oscuridad. Corté las verduras. Y en aquella cocina, en mi preferida… De repente, pensé que lo del ramen era una extraña coincidencia y, bromeando, dije a Yūichi sin volverme:
—En un sueño también hablábamos de ramen, ¿sabes? —dije.
Y no hubo ninguna reacción. Pensé que se había dormido y, al volverme, vi que Yūichi me miraba con ojos atónitos.
—Qué increíble, ¿no? —dije.
Y Yūichi, como si murmurara:
—El suelo de tu casa de antes, ¿era verde amarillento? —dijo—. Y esto no es un acertijo.
A mí me pareció chocante, pero después me convencí:
—Gracias por haberme ayudado a limpiar —dije. ¿Será porque una mujer siempre tiene una respuesta más rápida?
—Me he despertado —dijo. Y como es humillante perder la competición—: Quiero que me sirvas el té en algo que no sea un vaso —sonrió.
Y al decir:
—Sír… vételo tú mismo.
—Eso. Voy a hacer zumo con la licuadora, ¿quieres uno? —dijo.
—Sí.
Yūichi, contento, cogió unos pomelos de la nevera y sacó la licuadora de la caja.
Yo cocía el ramen mientras oía el ruido estrepitoso de la licuadora haciendo los dos zumos, en la cocina, de madrugada.
Podría pensarse que era algo extraordinario, pero también podría pensarse que era algo sin importancia. Y que era un milagro y, también, que era algo natural.
Sea como sea, guardo en mi corazón una emoción suave que desaparece cuando se expresa con palabras. El futuro es largo. En las noches y mañanas que irán sucediéndose, alguna vez, quizás este momento se convierta en un sueño.
—También convertirse en una mujer es tremendo, ¿sabes? —dijo Eriko un anochecer.
Levanté los ojos de la revista que estaba leyendo, y dije:
—¿Cómo?
La hermosa madre estaba regando las plantas de la ventana poco antes de ir al trabajo.
—Mikage, espero mucho de ti, por eso he tenido ganas de decírtelo. Yo también, cuando tenía a Yūichi entre mis brazos, mientras lo criaba, lo comprendí, ¿sabes? Hay muchas cosas amargas, muchas. En realidad, una persona que quiera independizarse tiene que cuidar de algo, ¿sabes? De niños, o de plantas, algo. Así conoces tus propios límites. Este es el principio de todo.
Me explicó su filosofía de la vida en un tono cantarín, como una canción.
Me emocioné y dije:
—Hay muchas cosas duras, ¿verdad?
—Pues sí, pero una persona tiene que estar completamente desesperada una vez en su vida y, entonces, sabe a qué cosas de sí misma no puede renunciar. Si no, llegará a la madurez sin saber qué es realmente lo importante. Yo he tenido suerte, ¿no crees? —dijo ella. El cabello que caía sobre su hombro ondeaba—. Hay muchas cosas que…, creo que hay cosas tan desagradables que parecen estar podridas. Hay cosas tan duras que dan ganas de apartar la vista. Ni siquiera el amor puede salvarte del todo.
Sin embargo, ella envuelta en el sol poniente del crepúsculo, iba regando las plantas con sus manos delgadas. El anillo del arco iris pareció brillar con una luz cálida en el chorro de agua transparente.
—Me parece que te comprendo —dije.
—Mikage, me gusta mucho tu corazón puro. La abuela que te educó debía de ser una persona magnífica —dijo su madre.
—Era una persona de la que podías sentirte orgullosa.
Sonreí.
—¡Qué bien! —dijo.
Y se rio dándome la espalda.
Yo dirijo los ojos de nuevo a la revista y pienso: «No puedo quedarme siempre aquí». Es tan doloroso que me hace dudar, pero es evidente.
Alguna vez, en otro lugar, ¿pensaré en este sitio con añoranza?
¿O volveré a estar en esta cocina alguna otra vez?
Pero ahora estoy en este lugar con el chico de ojos dulces y con esta madre activa. Esto es todo.
Cuando crezca más y más, me pasarán cosas diferentes, muchas veces me hundiré hasta el fondo. Muchas veces sufriré, muchas reapareceré. No habrá derrota. No dejaré de luchar.
Una cocina de sueño.
Habrá muchas, muchas. En mi corazón. O en la realidad. O en el destino de un viaje. O sola, o con muchos otros, o dos a solas, en todos los lugares de mi vida habrá seguramente muchas cocinas.