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Chapter 5 - Luna llena

«¿No será que satisfago tu apetito y, de paso, el apetito sexual?», dije.

«No, no, qué va, qué va», dijo Yūichi riéndose a carcajadas.

«Seguramente será porque somos de la familia, por eso».

Y volvió aquella atmósfera alegre que había antes entre los dos, a pesar de la ausencia de Eriko. Yūichi comió el katsudon y yo tomé el té. La oscuridad ya no era muerte. Con eso bastaba.

—Bueno, me voy.

Me levanté.

—¿Te vas? —dijo Yūichi sorprendido—. ¿Adónde? ¿De dónde has venido? Dime.

—Sí —le dije, burlona, haciendo un mohín—, te digo. Esta noche es real. —Entonces no pude detenerme—: He venido corriendo desde Izu hasta aquí. Escucha, Yūichi. No quiero perderte. Nosotros, siempre, pese a haber estado muy solos, hemos vivido en un mundo cómodo e irreal. La muerte tiene un peso demasiado grande y a nosotros, que somos jóvenes y no teníamos que conocerla, nos ha aplastado. A partir de ahora, si estamos juntos, quizás acabes viendo lo sucio, lo molesto y lo doloroso, pero, Yūichi, si tú quieres, iremos los dos a algún lugar más alegre y maravilloso. Piénsalo con calma cuando estés mejor. No desaparezcas de esta forma.

Yūichi dejó los palillos y dijo, mirándome fijamente a los ojos:

—No volveré a comer un katsudon como éste en mi vida… Estaba buenísimo.

—Sí —sonreí.

—Me he comportado de una manera vergonzosa. La próxima vez que nos veamos, te demostraré que soy un hombre, que soy fuerte.

Yūichi también sonrió.

—¿Partirás un listín de teléfonos ante mis ojos?

—Eso, eso. O levantaré una bicicleta y la arrojaré lejos.

—O empujarás un camión y lo lanzarás contra la pared.

—Eso es una salvajada.

La cara sonriente de Yūichi brillaba, y supe que posiblemente lo había empujado «un poco», aunque no fueran más que unos centímetros.

—Bueno, me voy. El taxi acabará dejándome.

Y me dirigí a la puerta. Me llamó:

—Mikage.

—¿Qué?

Y al volverme:

—Buen viaje —dijo Yūichi.

Sonriendo, le dije adiós con la mano. Esta vez, abrí libremente con la llave, salí por la puerta principal y corrí hacia el taxi.

Cuando llegué al hotel, me arrebujé en el futon y, como hacía mucho frío, me dormí, agotada, con la calefacción encendida.

Al despertarme, sobresaltada por el «plis-plas» de las zapatillas en el pasillo y por las voces de los clientes del hotel, el tiempo había cambiado completamente.

Al otro lado del ventanal, toda la superficie del cielo estaba cubierta por nubes grises y pesadas, y había una fuerte ventisca.

Me pareció que lo del día anterior había sido simplemente un sueño. Me levanté aturdida, y encendí la luz.

La nieve bailaba espolvoreando las montañas que se veían, nítidas. La habitación estaba templada, casi caliente, blanca y clara.

Volví a meterme en la cama y me quedé contemplando la amenaza vigorosa y helada de la nieve. Las mejillas me ardían.

Eriko ya no está.

En aquella escena, yo, entonces, ciertamente lo comprendí. Pasara lo que pasara entre Yūichi y yo, por muy largas y hermosas que fueran nuestras vidas, no volveríamos a ver a Eriko.

Las personas andaban con frío a lo largo del río, la nieve, blanca y ligera, empezaba a acumularse encima de los coches, los árboles se mecían esparciendo hojas secas. El color plateado del marco de la ventana brillaba frío.

Poco después sonó jovialmente, al otro lado de la puerta, la voz de la profesora, que venía a despertarme.

—Señorita Sakurai, ¿se ha levantado ya? Nieva, está nevando.

Yo le respondí:

—Sí.

Y me levanté. Me vestí. Tenía que ponerme en acción de nuevo en un día real. Repetir y repetir.

Aquel día recogimos datos sobre la cocina francesa en el Petit Hotel de Shimoda y concluimos el trabajo con una cena de lujo.

Todos se acostaron temprano. Yo, no sé por qué, soy una persona que suele acostarse muy tarde, y me sentí un poco frustrada. Así que, después de que todos se hubieran retirado a su habitación, fui a pasear sola por la playa que estaba delante del hotel.

Me había puesto el abrigo y dos pares de medias, pero hacía tanto frío que casi grité. Compré una lata de café y fui caminando con la lata en el bolsillo. Estaba caliente.

La playa, vista desde el dique era de una oscuridad nebulosamente blanca. Sobre el mar, negrísimo, brillaban de vez en cuando sus crestas de encaje.

El viento frío rugía, y, en una noche tan fría que casi me hacía sentir punzadas en la cabeza, bajé por la escalera oscura que conducía a la playa.

La arena helada crujía. Fui bordeando el mar mientras bebía el café de la lata.

Cuando miraba el mar inmenso envuelto en la oscuridad, y la enormidad de las rocas que hacían resonar el rugido de las olas, me inundó un sentimiento dulce, extrañamente nostálgico.

«Sin duda, aún encontraré muchas cosas divertidas y muchas cosas penosas en el futuro… incluso si no estuviese Yūichi», pensé en silencio.

A lo lejos brillaba la luz del faro. La luz miraba hacia aquí, se alejaba, y abría un camino brillante barriendo las olas.

«Sí, sí», me convencí y, moqueando, volví a la habitación del hotel.

Mientras calentaba agua en la tetera de la habitación, me duché con agua muy caliente, y, cuando sonó el teléfono, ya estaba sentada sobre la cama en pijama. Descolgué, y la telefonista me dijo:

—Hay una llamada para usted. Espere un momento, por favor.

Al otro lado de la ventana, el exterior; abajo, el jardín del hotel, el césped oscuro y después el portal blanco. Más allá, la playa fría y el oleaje negro. Su rugido llegaba hasta la habitación.

—¿Oiga?

La voz de Yūichi irrumpió en la habitación.

—Por fin te encuentro. Me ha costado mucho.

—¿Desde dónde llamas?

Sonreí. Mi corazón empezó a aliviarse poco a poco.

—Desde Tokyo —dijo.

Sentí que ésta era la respuesta a todo.

—Hoy es el último día. Mañana volvemos —dije.

—¿Has comido muchas cosas buenas?

—Sí. Sashimi, gambas, carne de jabalí… Hoy, comida francesa. He engordado un poco. Ah, y hablando de comida, he enviado un paquete con wasabizuke, tarta de anguilas y té a mi apartamento. Puedes ir a recogerlo.

—¿Por qué no has enviado gambas y sashimi? —dijo Yūichi.

—Eso no se puede enviar —dije riendo.

—Bueno, mañana voy a buscarte a la estación, así que tráelo tú misma. ¿A qué hora llegas? —dijo alegre.

La habitación era cálida y el vapor de agua iba llenando toda la estancia. Empecé a decirle el número del andén y la hora de llegada.