Hitoshi llevaba un pequeño cascabel en la funda de la tarjeta del autobús y nunca se separaba de él.
Se lo había regalado yo, sin darle gran importancia, cuando todavía no éramos novios, y lo llevó consigo hasta el final.
Hitoshi y yo íbamos a clases diferentes y nos conocimos al organizar el viaje de segundo curso de bachillerato. Cada clase seguía un itinerario distinto, y por eso sólo hicimos juntos el viaje de ida en el Shinkansen[10]. Los dos lamentábamos separarnos, y nos despedimos entre bromas en el andén dándonos la mano. Entonces me acordé de que en el bolsillo del uniforme llevaba un cascabel que se le había caído a mi gato, y se lo ofrecí diciendo:
—Es un regalo de despedida.
Él dijo:
—¿Qué es esto? —y se rio, pero lo recogió delicadamente de la palma de mi mano y lo envolvió con cuidado en el pañuelo. Esta manera de actuar no era nada usual en un chico de su edad, y me sorprendió mucho.
El amor es así.
Quizá lo hizo porque, al habérselo regalado yo, era algo especial, o porque era un chico bien educado que no trataba las cosas de manera descuidada, pero sentí simpatía por él al instante.
Y el cascabel fue un puente hacia nuestros corazones. Durante todo el viaje en el que no pudimos estar juntos, los dos estuvimos pendientes del cascabel. Él, cada vez que sonaba, se acordaba de mí y del tiempo que habíamos pasado juntos; yo, bajo un cielo lejano, pensaba en el tintineo del cascabel y en quien lo tenía. Al volver, empezó un gran amor.
Luego, durante unos cuatro años, el cascabel pasó junto a nosotros todos los días y las noches, todos los acontecimientos. El primer beso, aquella gran pelea, el sol, la lluvia y la nieve, la primera noche, todas las risas y las lágrimas, la música que nos gustaba y la televisión… Estuvimos juntos, compartimos todo el tiempo, y cuando Hitoshi sacaba del bolsillo la funda que usaba como monedero, junto a su mano se oía un tintineo ligero y claro. No se separa de mi oído, es inolvidable, un sonido inolvidable.
Esta sensación, vista ahora, por más que pueda decirlo, es sentimentalismo de niña. Pero lo digo. Tenía esta sensación.
Sinceramente, me había extrañado siempre. Yo, a veces, a pesar de estar mirándolo fijamente, sentía que Hitoshi no estaba allí. Incluso cuando dormía, muchas veces no pude evitar mirar si le latía el corazón, no sé por qué. Cuando él sonreía y su cara brillaba deslumbrante, sin darme cuenta lo miraba con fijeza. La expresión de su rostro y su aspecto daban siempre la sensación de transparencia. Por ello, yo pensaba constantemente por qué tendría esta insegura sensación de fugacidad en el corazón; pero si eso era un presentimiento, ¿presagiaba algo muy angustioso?
Perder al ser amado ha sido la primera experiencia de la que yo llamo, a pesar de tener sólo veinte años, mi larga vida, y me ha hecho sufrir tanto que, a veces, pensaba que dejaría de respirar. Mi corazón, la noche en la que él murió, se fue a otra dimensión, y ya no pudo volver a mí, de ninguna manera. Me era totalmente imposible ver el mundo con los mismos ojos que antes. Mi cabeza flotaba y se sumergía insegura, y la sentía turbia, pesada y sin sosiego. Y lamento que me haya sucedido a mí una de las cosas que a algunas personas no les suceden jamás (ejemplo: un aborto, caer en la prostitución o una enfermedad grave).
Lo sé, aún éramos jóvenes y, además, tal vez no hubiera sido el último amor de nuestras vidas. Sin embargo, Hitoshi y yo experimentamos por primera vez diversos dramas que nacían entre los dos. Mientras sopesábamos la importancia de los diferentes episodios que surgían al relacionarse íntimamente dos personas, conociéndolos uno a uno, construimos cuatro años.
Después de lo ocurrido, puedo decirlo en voz alta: «Dios es imbécil».
Yo amaba a Hitoshi con locura.
Dos meses después de la muerte de Hitoshi, cada mañana me apoyaba en la barandilla del puente que colgaba sobre el río y bebía té caliente. Casi no podía dormir, por eso empecé a hacer jogging al amanecer y aquél era el lugar donde daba la vuelta y regresaba.
Dormir por la noche era lo que más temía. Lo peor, el terrible shock que recibía al despertar. Abría los ojos sobresaltada y me asustaba la profunda oscuridad de comprender dónde estaba en realidad. Siempre tenía sueños relacionados con Hitoshi. Dentro de un sueño ligero y penoso, mientras veía y no podía ver a Hitoshi, sabía siempre que ya nunca más podría verlo en la realidad, que sólo era una ilusión. Por eso, incluso cuando dormía hacía esfuerzos para no despertarme. ¿Cuántas veces habré recibido un amanecer helado, en el que abría los ojos confusa sintiendo una tristeza que casi me hacía vomitar, dando vueltas en la cama, cubierta siempre de un sudor frío? Me sentía arrojada en un tiempo pálido que respira en silencio cuando clarea al otro lado de las cortinas. En aquellos momentos, sentía tanto frío y tanta soledad que pensaba que hubiera sido mejor permanecer dentro del sueño. Era el amanecer de una persona sola que sufría con las reminiscencias de sus sueños sin poder dormir más. Siempre me despertaba al amanecer. Yo, cansada, sin haber dormido apenas, yo, que había empezado a conocer el terror hacia aquellas horas de soledad parecidas a una larga demencia que esperaban la primera luz de la mañana, decidí empezar a correr.
Compré dos conjuntos de chándal caros, compré unas zapatillas de deporte, e incluso compré un pequeño termo de aluminio para llenarlo de algo para beber. Me parece triste equiparse con tanta premeditación, pero pensé que me ayudaría.
Empecé a correr nada más empezar las vacaciones de primavera. Iba hasta el puente y, al volver a casa, lavaba cuidadosamente las ropas y la toalla, lo metía todo en la secadora, y luego ayudaba a mi madre, que estaba ya preparando el desayuno. Después dormía un poco. Este era mi estilo de vida. Por la noche, me encontraba con mis amigos, veía vídeos y evitaba estar sin hacer nada. Era un esfuerzo vano. La verdad es que no había una sola cosa que me apeteciera hacer. Quería ver a Hitoshi. Pero tenía la sensación de que debía continuar moviendo, a toda costa, mi corazón, mi cuerpo y mis manos. Y quería creer que, si pudiera seguir esforzándome, automáticamente lograría sobreponerme alguna vez. No había ninguna garantía, pero creía que era esencial llegar hasta ese momento. Cuando murieron mi perro y mi pajarito, lo había conseguido más o menos de la misma manera. Pero en este caso no funcionaba. Y los días fueron pasando, marchitándose uno tras otro sin ninguna perspectiva. Yo seguía pensando como si rezara.
«Estoy segura, segura. Llegará un día en que podré liberarme de esto».
El río, donde daba la vuelta, era ancho y casi dividía la ciudad en dos. Tardaba unos veinte minutos en alcanzar el lugar donde colgaba el puente blanco. Me gustaba aquel sitio. Antes, siempre me reunía allí con Hitoshi, que vivía al otro lado del río, e incluso después de su muerte siguió gustándome.
Mientras descansaba en el puente desierto, envuelto en el rugido del agua, bebía despacio el té caliente que llevaba en el termo. El dique blanco continuaba impreciso hasta el infinito y, entre la neblina del amanecer, la ciudad aparecía rodeada de bruma. Era como si yo, dentro del aire frío, transparente y punzante, estuviese en un lugar cercano a «la muerte». En realidad, sólo en aquella escena de soledad cruel, austera y límpida, podía respirar sin esfuerzo. ¿Gozar haciéndome daño? No era así. Porque, de no existir esos momentos, no hubiera tenido ninguna confianza en que pudiese irme bien el día que venía a continuación. Por entonces yo necesitaba con bastante intensidad aquella escena.
También aquella mañana me había despertado sobresaltada tras una noche de pesadillas. Eran las cinco y media. En el amanecer de un día que prometía ser despejado, yo, como siempre, me vestí, salí de casa y eché a correr. Era aún oscuro y no había nadie. La atmósfera estaba silenciosamente helada y la ciudad ofrecía un vago color blanco. El cielo azul oscuro, allá por el este, iba tomando poco a poco una gradación rojiza.
Intentaba correr animada y, a veces, cuando sentía que me faltaba la respiración, me venía al pensamiento la idea de que correr tanto sin haber dormido apenas era maltratar mi cuerpo. Pero mi cabeza medio dormida la descartaba ya que, así, cuando regresaba, podía conciliar el sueño. Al atravesar la ciudad, donde reinaba un silencio absoluto, era difícil conservar la conciencia clara.
El rugido del río se acercaba y el aire cambiaba por segundos. Un día hermoso y despejado empezaba a nacer a través del cielo azul traslúcido.
Cuando alcanzaba el puente, siempre me apoyaba en la baranda y miraba la hilera de pálidas casas brumosas que se hundían vagamente en el fondo celeste. El fragor de la corriente resonaba, y el agua lo arrastraba todo, blanca y espumeante. El sudor se secaba y la brisa fresca del río me acariciaba el rostro. La media luna se veía muy clara en el frío cielo de marzo. Mi aliento era blanco. Quité la tapa del termo, me serví té y lo bebí sin apartar mis ojos del agua.
—¿Qué clase de té es? Yo también quiero beber.
De repente, oí una voz a mis espaldas que me sobresaltó. Me asusté bastante y se me cayó el termo al río. Sólo me quedó el té humeante de la tapa que sostenía en la mano.
Cuando me volví, preguntándome quién podría ser, vi a una mujer que sonreía. Comprendí que era mayor que yo, pero me fue imposible adivinar su edad, no sé por qué. Si tuviera que decir una, diría unos veinticinco… Sus ojos eran grandes y transparentes, y el pelo corto. Llevaba una gabardina blanca sobre un vestido ligero, con naturalidad, no parecía sentir frío en absoluto, y estaba allí sin que yo lo hubiese advertido.
Y, alegremente, con una voz dulce, un poco nasal, dijo sonriendo:
—Lo que te acaba de pasar, ¿es de Grimm o de Esopo? Se parece mucho a la fábula del perro.
—En aquel caso —dije con desgana—, soltó el hueso al verse reflejado en el agua. No había ningún culpable.
—Bueno, te compraré un termo —dijo ella con una sonrisa.
—Gracias —y me esforcé por sonreír yo también.
Ella hablaba con tanta naturalidad que no pude enfadarme; además, incluso yo misma acabé pensando que no tenía importancia. No parecía una loca, ni tenía el aspecto de ser una borracha que volviera a casa al amanecer. Sus ojos eran lúcidos e inteligentes, y tenía una expresión profunda, profunda, de estar embebida de toda la tristeza y alegría de este mundo. Así pues, estaba en perfecta armonía con aquel ambiente silencioso e intenso.
Yo, tras apagar la sed bebiendo sólo un sorbo del té que me quedaba, le dije:
—Toma. Te doy lo que queda. Es té de pera.
Y se lo ofrecí.
—Ah, éste me gusta mucho. —Y cogió la tapa con su mano delgada—. Ahora mismo acabo de llegar. Vengo de muy lejos.
Habló con unos ojos que exaltaban resplandecientes las características del viajero, y miró la superficie del río.
—¿Turista? —dije, preguntándome qué habría venido a hacer a un lugar como aquél en el que no había nada.
—Sí. ¿Sabes?, dentro de poco hay un espectáculo que tiene lugar una vez cada cien años —dijo ella.
—¿Un espectáculo?
—Sí, si se dan todas las condiciones.
—¿Qué tipo de espectáculo?
—Es un secreto todavía. Pero, ya que me has dado té, te lo enseñaré.
Después de decir esto, sonrió, y no me atreví a seguir preguntando, no sé por qué. Los signos de que se acercaba la mañana llenaban el mundo entero. La luz se diluye en el azul del cielo y un débil fulgor ilumina de blanco la capa del aire.
Pensé que ya era hora de volver, y dije:
—Bueno…
Entonces, ella me miró de frente con sus pupilas claras.
—Me llamo Urara, ¿y tú? —dijo.
—Satsuki —me presenté yo también.
—Nos veremos pronto.
Urara… Dijo esto, y me hizo adiós con la mano.
Yo también le dije adiós y abandoné el puente. Era extraña. Yo no comprendía en absoluto lo que me había dicho, y tampoco parecía una persona que llevara una vida normal. A cada paso que daba, las dudas se hacían más y más profundas, y, cuando me volví con una cierta inquietud, Urara aún seguía en el puente. Estaba de perfil, mirando el río. Me sorprendió. Porque, cuando la tuve ante mí, me había parecido otra persona. Nunca había visto a un ser humano con una expresión tan severa.
Al darse cuenta de que yo me había detenido, sonrió de nuevo y agitó la mano. Me uní a su saludo, y eché a correr.
«Pero ¿qué tipo de persona será?», pensé por un momento. Y aquella mañana, sólo la impresión que había dejado aquella extraña mujer llamada Urara en mi cabeza, más y más soñolienta, permanecía grabada y enmarcada por la luz del sol de una manera deslumbrante.
Hitoshi tenía un hermano menor muy extravagante. Su manera de pensar y reaccionar ante las cosas ha ido volviéndose cada vez más extraña con el paso del tiempo. Desde que lo vi por primera vez, pensé que vivía en este mundo como si lo hubieran arrojado al tener uso de razón, de golpe, y tras haber sido educado en otra dimensión. Se llama Shu. Shu, el verdadero hermano menor de Hitoshi, ha cumplido este mes dieciocho años.
Shu, que volvía de la escuela, llegó a la cafetería del cuarto piso de los almacenes donde habíamos quedado con un vestido de marinero.
Yo, la verdad, me sentí muy avergonzada[11], pero como él entró en la cafetería muy tranquilo, fingí naturalidad. Se sentó frente a mí y dijo tras un suspiro:
—¿Te he hecho esperar mucho?
Ladeé la cabeza sonriendo con alegría y, al pedir, la camarera lo miró fija, fijamente de arriba abajo, y dijo:
—¿Sí? —con aire extrañado.
El rostro de Shu no se parecía mucho al de Hitoshi, pero los dedos de las manos o la manera casi imperceptible de cambiar de expresión a veces, casi me paraban el corazón.
—Oye —decía yo en uno de esos momentos, esforzándome en hablar.
—¿Qué? —dijo Shu esta vez, mirándome mientras sostenía el vaso con una mano.
—Te pareces a él —decía yo.
Entonces siempre replicaba:
—Imito a Hitoshi.
Y lo hacía. Los dos nos reíamos. Así, ironizábamos sobre la herida que teníamos en el corazón, y es que no podíamos hacer nada, sólo bromear.
Yo había perdido a mi novio, pero él había perdido a la vez a su hermano y a su novia.
Ella se llamaba Yumiko, tenía la misma edad que él, y era una chica muy guapa, bajita, que jugaba muy bien al tenis. Teníamos una edad parecida, por eso los cuatro nos habíamos llevado muy bien y a menudo habíamos salido juntos. Cuando yo iba a casa de Hitoshi, Yumiko ya estaba en casa de Shu, y fueron incontables las veces que habíamos pasado toda la noche jugando a algo.
Aquella noche, Hitoshi llevó a la estación en coche a Yumiko, que había ido a casa de Shu, y, a medio camino, tuvieron un accidente. No fue culpa suya.
Sin embargo, los dos murieron en el acto.
—¿Haces jogging? —dijo Shu.
—Sí —dije.
—En efecto, has engordado.
—De estar todo el día sin hacer nada.
Sonreí inconscientemente. En realidad, empezaba a adelgazarme tanto que se notaba con sólo mirarme.
—No por hacer deporte se está más sano. A propósito, cerca de mi casa han abierto un restaurante que hacen unos kakiagedonburi terriblemente buenos. Tienen muchas calorías. Vayamos a comer, ahora, ahora mismo —dijo.
Los caracteres de Hitoshi y Shu eran también completamente distintos, pero, sin embargo, los dos tenían de natural una dulzura sin ninguna clase de afectación y nada interesada, que era fruto de una buena educación. Como el detalle de envolver cuidadosamente el cascabel en el pañuelo.
—Sí, de acuerdo —dije.
El vestido marinero que llevaba Shu era un recuerdo de Yumiko.
Después de su muerte, él, que iba a una escuela de bachillerato que permitía a sus alumnos no llevar uniforme, acudía a clase vistiendo esta ropa. A Yumiko le gustaba el uniforme. Los padres de Shu y los de Yumiko le decían que ella no estaría contenta y retenían entre lloros al chico con faldas. Pero Shu se reía y no les hacía caso. Al preguntarle si lo llevaba por sentimentalismo, me dijo que no era así. Que los muertos no volvían. Que una cosa era sólo una cosa. Pero que se sentía mejor.
Cuando le pregunté:
—Shu, ¿hasta cuándo piensas llevar este vestido?
Dijo:
—No lo sé —y su cara se ensombreció un poco.
—¿No te dicen todos cosas raras? ¿No hablan mal de ti en la escuela?
—Pues yo[12]… —dijo. Él siempre utilizaba esta forma, ya desde antes—, les doy pena. Y tengo mucho, mucho éxito entre las chicas. Claro, al llevar faldas, tengo la sensación de comprender mejor los sentimientos de las mujeres.
—Ah, entonces está muy bien.
Me reí. Al otro lado del cristal, los clientes de aquella planta, contentos, pasaban animadamente. Aquel atardecer, todo parecía feliz dentro de los almacenes, donde se alineaban los trajes de primavera iluminados.
Ahora lo comprendo bien. Su vestido de marinero era mi jogging. Tenía exactamente la misma función. Creo que yo no soy tan extravagante como él, y por eso tenía suficiente con el jogging. Para Shu, esto carecía absolutamente de impacto y no era suficiente para sostenerlo, por esta razón, como variación, eligió el vestido marinero. En ambos casos, no era más que un modo de dar fuerzas a un corazón marchito. Distraernos para ganar tiempo.
Tanto yo como Shu, en aquellos dos meses, habíamos adquirido una expresión en el rostro que no teníamos antes. La expresión de quien lucha consigo mismo para no pensar en las personas que ha perdido. Acababa poniendo aquella cara, sin yo saberlo, sin darme cuenta, cuando estaba entre unas tinieblas hacia las que venían oleadas de soledad al recordarlo todo de repente.
—Bueno, si voy a cenar fuera, llamaré a casa. Ah, Shu, ¿tú no tienes que cenar en casa?
Y, al ponerme en pie, Shu dijo:
—Ah, sí… Hoy mi padre está de viaje.
—Entonces, tu madre estará sola. Mejor que vuelvas a casa.
—No, bastará con mandar comida preparada para uno. Todavía es pronto y seguramente no tiene nada hecho todavía. Pagaré yo, la cena será una invitación inesperada del hijo.
—Es un plan encantador —le dije.
—Pareces más animada, ¿no?
Shu sonrió alegremente. En ocasiones como aquélla, el joven, normalmente precoz, ponía una cara adecuada a su edad.
Hitoshi había dicho una vez, un día de invierno:
—Tengo un hermano pequeño. Se llama Shu.
Fue la primera vez en que le oí hablar de su hermano. Los dos descendíamos por las largas escaleras de piedra situadas en la parte posterior de la escuela, bajo un cielo gris, sombrío y plúmbeo. Hitoshi se metió las manos en los bolsillos de la gabardina, y dijo echando una bocanada de vaho blanco:
—Es más adulto que yo, no sé por qué.
—¿Adulto?
Me reí.
—Algo así, tiene un gran control sobre sí mismo. Sin embargo, cuando se trata de la familia es inusitadamente infantil. Ayer, mi padre se hizo un pequeño corte en la mano con un cristal, y Shu se trastornó mucho, de una manera increíble. Parecía que el cielo y la tierra hubieran invertido su lugar. Me sorprendió mucho, por eso acabo de acordarme.
—¿Cuántos años tiene?
—Unos quince, creo.
—¿Se parece a ti? Quiero verlo.
—Te advierto que es un chico un poco especial. Tanto que podría pensarse que no somos hermanos. Si lo conocieras, puede que incluso dejaras de quererme. Sí, es un tipo raro, en serio —dijo Hitoshi con una sonrisa muy de hermano mayor.
—De acuerdo, tu hermano es raro —contesté yo—. Entonces me lo presentarás dentro de un tiempo, cuando nuestro amor sea más firme y no pueda derrumbarse a causa de un hermano raro.
—Qué va. Es broma. No hay problema. Seguro que os llevaréis bien. Tú también tienes algunas facetas raras y, además, Shu es muy sensible a las buenas personas.
—¿A las buenas personas?
—Sí, eso es.
Hitoshi se rio mostrándome su perfil. En momentos como aquél siempre se sentía avergonzado. Los pies avanzaban rápidamente por las escaleras empinadas. El cielo de mediados de invierno, que comenzaba a oscurecerse, brillaba nítido en la cristalera de la escuela blanca. Recuerdo los bajos de la falda de mi uniforme, los calcetines largos y los zapatos negros, que pisaban un escalón tras otro.
Fuera, nos visitaba una noche impregnada del perfume de la primavera.
El vestido marinero de Shu quedaba oculto por la gabardina y yo me tranquilicé un poco. La claridad que salía por la ventana de los almacenes iluminaba alegremente la acera y brillaban, blancos, los rostros de las personas que iban y venían sin cesar. El aire tenía un olor dulce y, como hacía frío a pesar de ser primavera, saqué los guantes del bolsillo.
—Este restaurante donde hacen tempura está justo al lado de mi casa, así que podemos andar un poco, ¿no? —dijo Shu.
—Vamos a cruzar el puente, ¿verdad? —dije, y enmudecí por un instante. Es que me había acordado de Urara, la mujer que había visto en el puente. Y mientras pensaba distraídamente que, a pesar de haber ido desde entonces allí todas las mañanas, no la había vuelto a encontrar, Shu dijo en voz alta:
—A la vuelta, por supuesto, te acompañaré.
Probablemente había pensado que mi silencio obedecía a la incomodidad por ir lejos.
—Qué va. Si aún es pronto.
Hablé precipitadamente; entretanto, iba pensando, esta vez sólo para mis adentros: «Se le parece». En la actitud que había tomado, se parecía tanto a Hitoshi que no hacía falta que lo imitara. Aquella suma de distanciamiento y gentileza que, pese a no alterar la distancia, manifestaba una amabilidad instintiva hacia los demás, me daba una sensación de transparencia. Yo entonces recordaba vívidamente este sentimiento. Era inolvidable. Era amargo.
—Hace poco, cuando corría por la mañana, me encontré a una persona extraña en el puente.
Simplemente me había acordado de esto —dije al empezar a andar.
—Esta persona extraña, ¿era un hombre? —sonrió Shu—. Una carrera peligrosa por la mañana temprano.
—No, no es eso. Era una mujer. Una persona difícil de olvidar, no sé por qué.
—Caramba. Estaría bien que volvieras a encontrarla.
—Sí.
En efecto, tenía muchas ganas de ver a Urara de nuevo, no sé por qué. Sólo la había visto una vez, pero quería verla. La expresión de su rostro, a mí, entonces, casi me había detenido el corazón. Al quedarse sola, ella, que poco antes había estado sonriendo dulcemente, tenía una expresión que, si buscamos una semejanza, parecía la de «un diablo que hubiera tomado forma humana y que, de repente, se dijera que ya no podía confiar nada más a nadie». Eso era un poco difícil de olvidar. Tuve la impresión de que ni mi tristeza ni mi sufrimiento llegaban hasta este punto, en absoluto. Me hizo sentir que quizás yo pudiera hacer algo más.
Shu y yo nos sentimos un poco turbados en la gran encrucijada que atravesaba la ciudad. Aquél era el lugar donde Hitoshi y Yumiko habían tenido el accidente. También ahora los coches iban y venían intensamente. Shu y yo nos detuvimos, uno al lado de otro, junto al semáforo en rojo.
—¿No vagarán por aquí sus almas?
Shu lo dijo con una sonrisa, pero sus ojos no sonreían en absoluto.
—Sabía que lo dirías.
También yo sonreí forzadamente.
Los colores de los faros se cruzan, y el río de luces gira. El semáforo flota nítidamente en la oscuridad. Aquí murió Hitoshi. Un sentimiento de solemnidad me invade en secreto. El tiempo se detiene para la eternidad en el lugar donde ha muerto aquel a quien se ama. En lugares como éste, las personas rezan para que les sea transmitido a ellas el sufrimiento. A menudo, cuando visitaba un castillo o algún lugar así, y oía: «Hace años anduvo por aquí tal o cual persona. Usted puede sentir la historia en su propia piel», creía que era una tontería, pero ahora es diferente. Tengo la sensación de comprenderlo.
Esta encrucijada, este colorido de la noche bordeado de tiendas y edificios, es el último paisaje de Hitoshi, y eso no es un pasado tan lejano.
¿Fue una experiencia terrible? ¿Se acordó de mí, aunque sólo fuera por un instante?… ¿Subía la luna por el cielo, igual que ahora?
—Está verde.
Hasta que Shu me empujó por el hombro, estuve mirando distraídamente la luna. La luz blanca, pequeña y fría, parecida a una perla, era muy bonita.
—Está increíblemente bueno —dije.
El kakiagedonburi que comimos, sentados a la barra de aquel restaurante pequeño y nuevo con olor a madera, estaba tan bueno que me hizo recordar las ganas de comer.
—¿Verdad que sí? —dijo Shu.
—Sí. Delicioso. Está tan rico que me hace pensar lo bueno que es estar vivo —dije.
Lo elogiamos tanto que el dueño del restaurante, al otro lado de la barra, pareció avergonzado.
—Sabía que lo dirías. Tienes buen gusto con la comida. Me alegro de veras de que estés contenta.
Después de decirlo todo de golpe, sin respirar, sonrió, y fue a encargar comida para llevársela a su madre. Delante del kakiagedonburi pensé que tenía un carácter obsesivo, pero que era inevitable: tenía que seguir viviendo mientras la oscuridad mantuviera atrapadas aún mis piernas. Me gustaría que este chico pudiera sonreír, cuanto antes, igual que ahora, aunque no llevara el vestido marinero.
Era mediodía. De repente, sonó el teléfono.
Estaba resfriada. No había hecho jogging y dormitaba en la cama. El timbre sonó muchas veces dentro de mi cabeza un poco febril y me levanté atontada. Parecía que no había nadie en casa y, ya que no me quedaba otro remedio, salí al pasillo y cogí el auricular.
—¿Sí?
—¿Oiga? ¿Está Satsuki?
Oí que una voz de mujer que no conocía decía mi nombre.
—¿Sí? Soy yo —dije ladeando la cabeza.
—Ah, soy yo —dijo aquella persona al otro lado del auricular—. Soy Urara.
Me sorprendí. Aquella persona siempre me asombraba. No era posible que fuera ella quien estaba llamando.
—Es muy precipitado, pero quizás estés libre. ¿Puedes salir?
—Sí…, bien, pero… ¿por qué? ¿Cómo has sabido dónde vivo? —dije con voz de asombro. Parecía estar telefoneando desde la calle, se oían coches. Oí una risita sofocada.
—Cuando pienso que quiero saber algo, lo sé instantáneamente —dijo Urara como si se tratara de una fórmula mágica.
Y como habló con naturalidad, pensé: «Ah, bueno».
—Bien, entonces quedamos en el quinto piso de los almacenes que hay delante de la estación, en la sección de termos.
Dijo esto y colgó.
Al dejar el auricular, pensé que, en una situación normal, hubiera vuelto a acostarme sin que siquiera se me pasase por la cabeza la idea de salir fuera. Las piernas me temblaban y sentí que la fiebre me subiría. Sin embargo, incitada por la curiosidad, empecé a vestirme. Y no vacilé, como si, en el fondo de mi corazón, la luz del instinto centelleara y me dijera: «Ve».
Pensándolo retrospectivamente, el destino era, entonces, una escalera de la que no podía suprimirse ni un escalón. De no haber existido aquella escena, yo no hubiera podido subir. Y lo más fácil hubiera sido ignorarla. Quizás, a pesar de ello, lo que me movía era una luz pequeña que habitaba en mi corazón moribundo. Era un fulgor en una oscuridad que, creía yo, me impedía dormir bien.
Me abrigué y monté en la bicicleta. Verdaderamente, parecía que llegaba la primavera. Era un mediodía envuelto en una luz templada. Un vientecillo acabado de nacer me acariciaba la cara y me sentía muy bien. También los árboles de la calle empezaban a tener hojas de un infantil y tenue color verde. El cielo azul pálido, ligeramente brumoso, se extendía hasta mucho más allá de la ciudad.
Ante este frescor, no podía evitar sentir que mi interior estaba seco. El paisaje primaveral no podía penetrar de ninguna forma en mi corazón. Sólo se reflejaba en la superficie como una pompa de jabón. Todo el mundo iba entrecruzándose, feliz, con la luz en el cabello. Todo respiraba, y el resplandor crecía protegido por la dulce luz del sol. En aquella escena hermosa y rebosante de vida, mi corazón añoraba el cauce del río del alba y la ciudad muerta en invierno. Y entonces pensé que me gustaría desaparecer.
Urara estaba de pie, erguida, con una hilera de termos a sus espaldas. Llevaba un jersey rosa y, ahora, entre la multitud, parecía tener mi edad.
—Hola —dije al acercarme.
—Caramba, ¿estás resfriada? —dijo ella abriendo los ojos—. Lo siento. No lo sabía cuando te he llamado.
—Tengo aspecto de resfriada, ¿no? —sonreí.
—Sí, estás muy colorada. Bueno, elige rápido. El que más te guste —dijo mirando los termos de frente—. Claro, por supuesto te gustará éste. ¿O es mejor uno ligero, para llevarlo cuando corras? Este parece igual al que se cayó. Ah, si es por el diseño, podemos ir a la sección de objetos de China y lo compramos allí.
Hablaba con mucha pasión y me puse tan contenta que incluso yo misma noté cómo me ruborizaba.
—Pues… este blanco.
Señalé un termo pequeño y blanco que brillaba lanzando destellos.
—Sí, el cliente tiene buen gusto.
Y, diciendo esto, me lo compró.
Mientras tomábamos té inglés en una pequeña cafetería que estaba en la terraza, cerca de allí, dijo:
—También te he traído esto. —Y sacó un pequeño envoltorio del bolsillo de su gabardina. Fue sacando muchos, muchos paquetes, yo me quedé extrañada—. Una persona que tiene una tienda de té me los ha dado. Hay varias clases de té de hierbas, de té inglés y té chino. En cada envoltorio pone su nombre. Ponlos a tu gusto en el termo.
—Muchísimas gracias —dije yo.
—De nada, por mi culpa se te cayó al río un termo que te gustaba mucho.
Urara sonrió.
Era una tarde muy despejada. La luz iluminaba vivamente la ciudad, casi de una manera melancólica. Las nubes se movían despacio, dividiendo la ciudad entre la luz y la sombra. La tarde parecía sosegada. El clima era tan suave que casi se podría pensar que los únicos problemas que existían eran mi nariz congestionada y que no sabía qué estaba bebiendo.
—Por cierto —dije—, ¿cómo has sabido mi número de teléfono, en realidad?
—No, si te he dicho la verdad —dijo sonriendo—. Es una historia larga. Al vivir sola vagando de un lugar a otro, parece que, por alguna razón, la sensibilidad se me ha agudizado. No recuerdo bien desde cuándo puedo hacer este tipo de cosas… Pues sí, simplemente pensar: «¿Cuál es el número de Satsuki?», y mi mano se mueve espontáneamente al marcar el número, y la mayoría de las veces acierto.
—¿La mayoría de las veces? —dije riendo.
—Sí, la mayoría de las veces. Cuando me equivoco, digo: «Perdone», y cuelgo, riéndome. Entonces, sola, me ruborizo.
Urara habló de esta forma y sonrió alegremente. Yo prefería creer en esta manera que Urara me explicaba con tanta naturalidad que en la gran cantidad de medios que existían para saber un número de teléfono. Ella hacía sentir esto a los demás. Era como si yo la conociera, en algún lugar de mi corazón, desde mucho antes y que, ahora, casi llorase de alegría por la emoción del reencuentro.
—Pues gracias por lo de hoy. Me he sentido tan contenta como si fuéramos dos enamorados —dije.
—Bien, entonces voy a enseñarle una cosa a mi amante. Pero, primero, debes curarte este resfriado antes de pasado mañana.
—¿Por qué? Ah, ya…, esa cosa tan importante que hay que ver, ¿será pasado mañana?
—Has acertado. ¿Te parece bien? Pero no se lo digas a nadie. —Urara bajó un poco la voz—. Pasado mañana, si vienes a las cinco menos tres minutos al lugar del otro día, quizá puedas ver algo.
—¿Qué es este «algo»? ¿De qué se trata? ¿Es posible que no llegue a verlo?
No podía hacer más que inundarla de preguntas.
—Sí. Depende del tiempo que haga y también de tu estado. Es algo muy delicado y no se puede garantizar nada. Se trata simplemente de una sensación mía, pero tu relación con el río es muy estrecha. Por eso podrás verlo, estoy segura. Pasado mañana a esa hora, se dan unas condiciones que concurren una vez cada cien años, y quizá puedas ver algo parecido a una ilusión. Perdona, sólo puedo decir eso, «es posible».
Ladeé la cabeza sin entender bien lo que me estaba diciendo. Sin embargo, hacía mucho tiempo que no me había invadido un sentimiento de excitación tan intenso como aquél.
—¿Es algo bueno?
—Sí. Es precioso. Pero, eso depende de ti —dijo Urara.
Dependía de mí.
Y yo, que me había replegado tanto en mí misma para protegerme, dije sonriendo:
—Sí. Iré, seguro.
La relación entre el río y yo. Inmediatamente pensé: «Yes», a pesar de que me dio un vuelco el corazón. Para mí, el río era la frontera entre Hitoshi y yo. Cuando imagino el puente, Hitoshi está allí. Yo siempre llegaba tarde y él estaba ya esperándome en aquel lugar. Cuando íbamos a alguna parte, siempre nos separábamos allí, él iba hacia un lado, y yo hacia el otro. También fue así la última vez.
—¿Vas a casa de Takahashi?
Fue la última conversación entre Hitoshi y yo, cuando todavía estaba gordita y era feliz.
—Sí, primero iré a casa y luego nos reuniremos. Hace mucho tiempo que no nos vemos.
—Dale recuerdos de mi parte. Pero, de todos modos, sois hombres y habláis de mujeres, supongo —dije.
—Pues, sí. ¿Te parece mal?
Se rio. Caminábamos haciendo algazara, un poco ebrios, después de haber estado juntos, divirtiéndonos, durante todo el día. Un cielo estrellado y precioso adornaba el camino en la noche de invierno, más y más fría, y yo estaba de muy buen humor. El viento me punzaba las mejillas y las estrellas titilaban. Las palmas de la mano, unidas dentro del bolsillo, eran cálidas y tenían un tacto seco.
—Ah, pero de ti no hablaré en absoluto.
Me hizo gracia que Hitoshi dijera eso, como si recordara algo de repente. E intenté sofocar la risa hundiendo la cara en la bufanda. Entonces pensé que era extraño, pero sentía que, en aquellos cuatro años, nunca lo había querido tanto como en aquel instante. Ahora, siento que mi «yo» de entonces era como diez años más joven. Se oía débilmente el fragor de la corriente y la despedida fue triste.
El puente. El puente se convirtió en el lugar de la despedida definitiva. El agua corría rugiendo, y un viento helado me despejaba. Nos dijimos adiós con un beso breve y una sonrisa, recordando las divertidas vacaciones del invierno, bajo el fragor vivo del río y el cielo estrellado. Hitoshi y yo nos sentíamos llenos de afecto, y el tintineo del cascabel fue alejándose en la noche.
Habíamos tenido peleas terribles, y pequeños amores. También, algunas veces, habíamos sufrido buscando el equilibrio entre el amor y el deseo. Y nos habíamos herido mutuamente a causa de nuestra inmadurez. Así pues, no fueron unos años de felicidad absoluta, sino de dificultades. Pero, a pesar de todo, fueron unos cuatro años maravillosos. Y especialmente ese día era tan perfecto que temía que acabase. Recuerdo cómo la chaqueta negra de Hitoshi, que aún se volvió hacia mí una vez más, iba diluyéndose en la oscuridad, como el sabor de ese día en el que todo había sido tan hermoso y tierno en el aire límpido de invierno.
Esta era justamente la escena que yo, a menudo, recordaba llorando. No, más bien acababa derramando lágrimas al recordarla. Muchas, muchas veces, soñé que le seguía, cruzaba el puente y le atraía hacia mí diciendo: «No te vayas». En el sueño, Hitoshi sonreía, y decía: «Tú me has retenido, por eso he podido escapar a la muerte».
Ahora me siento vacía al poder recordarlo así, a pleno día, sin derramar lágrimas. Siento que él está infinitamente lejos de mí y que va alejándose aún más.
Me despedí de Urara, tomándomelo medio a broma y, a la vez, sintiendo ilusión por ese «algo» que quizá viera en el río. Urara desapareció por la calle sonriendo.
Pensé que no me importaría hacer el ridículo si acudiera corriendo ilusionada por la mañana temprano y Urara resultara ser una solemne embustera. Hizo aparecer un arco iris en mi corazón. Porque entró un soplo de aire dentro de mí al recordar de nuevo la emoción que sentía antes cuando pensaba en algo inesperado. Tal vez me sintiera bien si, simplemente, miráramos las dos juntas, por la mañana, cómo brillaba la corriente fría del río. Con eso sería suficiente.
Pensaba en esto mientras caminaba con el termo en los brazos. Decidí ir a buscar la bicicleta y entonces, cuando atravesaba la estación, vi a Shu.
Es evidente que las vacaciones de primavera son distintas para los estudiantes de bachillerato y los de universidad. Que estuviera en la calle, a pleno día, sin uniforme, significaba que no había ido a la escuela. Sonreí.
Podía acercarme a él corriendo sin vacilar, pero todo me parecía molesto a causa de la fiebre y me aproximé sin acelerar el paso. Justo entonces, empezó a caminar en la misma dirección que yo, y resultó que, involuntariamente, le fui siguiendo por la calle. Andaba deprisa, y yo, que no me sentía con ánimos para correr, apenas podía alcanzarle.
Observé a Shu. Era un chico atractivo, y casi todo el mundo se giraba para mirarlo cuando llevaba ropa normal. Iba andando, imponente con su jersey negro. Era alto y tenía los brazos y piernas largos. Era ágil y llamaba la atención. Mirando su figura por detrás, pensé: «Si él, que ha perdido a su novia, fuera ahora, de repente, a la escuela con el vestido marinero, las chicas, sabiendo que es un recuerdo de su novia muerta, no lo dejarían en paz». No es frecuente perder a la vez a la novia y al hermano. Es el colmo de lo absurdo. Si yo fuera una alumna ociosa de bachillerato, a lo mejor acabaría queriéndole e intentaría que se sobrepusiera. A las mujeres les gustan este tipo de cosas cuando son muy jóvenes.
Él hubiera sonreído si lo hubiera llamado. Lo sabía. Sin embargo, me sabía mal llamarlo, a él que iba solo por la calle. También me dio la sensación de que nadie podía hacer nada por él. Probablemente yo estaba muy cansada. Tenía los sentidos embotados. Quería huir lo antes posible, hasta ese punto en el que pudiera ver con claridad los recuerdos como simples recuerdos. Pero, por mucho que corriese, la distancia era grande y, al pensar en el futuro, me sentía tan sola que me estremecía.
En aquel momento, Shu se detuvo y yo también lo hice. Pensé sonriendo: «Esto es una verdadera persecución», y empecé a andar con la intención de llamarle al fin…, pero me detuve al darme cuenta de qué era lo que Shu estaba mirando.
Miraba el escaparate de una tienda de artículos de tenis. Por su expresión absorta, supe que, en realidad, estaba mirando sin pensar en nada. Pero cuanto menor era la expresión que mostraba su rostro, más me transmitía la profundidad de sus sentimientos. Pensé: «Parece un grabado». La figura del patito que anda convencido de que es su madre lo que se mueve por primera vez ante sus ojos conmueve a quien lo mira.
Conmueve terriblemente.
Bajo la luz de primavera, entre la multitud, él estaba abstraído, con la mirada fija. Parecía como si, cerca de los artículos de tenis, se sintiera lleno de gratos recuerdos. También a mí me sosegaba estar con Shu porque me recordaba algún aspecto de Hitoshi. Creo que es una cosa triste.
Yo también había visto jugar al tenis a Yumiko. Cuando me la presentaron pensé que, ciertamente, era bonita, pero me pareció una persona muy alegre, normal y tranquila, y no podía adivinar qué era lo que atraía tanto a Shu, un chico poco común, para que estuviese tan enamorado. Era el Shu de siempre, pero algo que había en ella lo fascinaba. Sus capacidades estaban equilibradas. Pregunté a Hitoshi de qué se trataba.
—Dice que es el tenis.
Hitoshi sonrió.
—¿El tenis?
—Sí. Según Shu, es extraordinaria jugando al tenis.
Era verano. Hitoshi, Shu y yo vimos jugar a Yumiko la final en la pista de tenis de la escuela abrasada por el sol. Las sombras se dibujaban con nitidez y yo tenía mucha sed. Era la época en que todo resplandecía.
Era realmente extraordinaria. Se transformaba en otra. Era una persona distinta a la que me seguía sonriente diciendo: «Satsuki, Satsuki». Yo observaba el partido asombrada. Hitoshi también parecía sorprendido. Shu dijo con orgullo:
—¿Verdad que es magnífica?
Ella conducía el partido con vigor, concentrando todas sus fuerzas, y llevó a cabo un juego enérgico y agresivo, sin dar muchas oportunidades a su rival. Realmente era fuerte. Ponía una cara muy seria. Como si estuviese a punto de matar a alguien. Y fue impresionante cuando, tras la última jugada, volvió su cara risueña, la de la Yumiko de siempre que conservaba algo de infantil, hacia Shu en el momento en que conseguía la victoria.
Era divertido estar los cuatro juntos, me gustaba. Yumiko me decía a menudo:
—Satsuki, nos divertiremos juntos siempre, ¿de acuerdo? No os separéis de nosotros.
Y al decirles bromeando:
—Y vosotros, ¿qué?
Se reían y contestaban:
—¡Qué va!
Y este es el resultado. Es el colmo.
Creo que Shu, en aquel momento, no estaba recordándola a ella como yo recordaba a Hitoshi. Los chicos no buscan el sufrimiento intencionadamente. Pero, sin embargo, sus ojos y su cuerpo sólo decían una palabra. Él no la pronunciaría jamás. Si lo hiciera, sería una palabra amarga. Terriblemente cruel. Era… «Vuelve».
Más que una frase, era una plegaria. Yo no podía soportarlo. ¿También yo estoy así en el río, al amanecer? ¿Por esta razón me llamó Urara? Yo, también…, yo también quiero verlo. Quiero ver a Hitoshi. Quiero que vuelva. Por lo menos, hubiera querido despedirme de él.
Me juré no hablarle de lo que había visto aquel día y me fui sin decir nada, pensando que ya nos veríamos en una ocasión más alegre.
La fiebre me subió mucho. Pensé que era de esperar, por callejear hasta tan tarde a pesar de no encontrarme bien. Mi madre se rio y dijo:
—¿No será la fiebre que tienen los niños cuando empiezan a dar señales de inteligencia[13]?
Sonreí desmayadamente. Yo también pensaba lo mismo. Quizá corriera por mi cuerpo el veneno de mis pensamientos de impotencia.
Por la noche, soñé con Hitoshi como de costumbre, y me desperté. Soñé que tenía fiebre e iba corriendo hasta el río. Hitoshi estaba allí. Al verme, se rio y dijo: «¿Qué haces aquí? Estás resfriada».
Este era el peor sueño que podía tener. Cuando abrí los ojos, ya estaba amaneciendo. Era la hora en que normalmente me levantaba y me vestía. Tenía frío, sencillamente tenía frío. Sentía las manos y los pies cada vez más helados, a pesar de que todo mi cuerpo estaba ardiendo. Me recorrían escalofríos, tiritaba y me dolía todo el cuerpo. Temblando en la oscuridad con los ojos abiertos, sentía que estaba luchando contra algo terriblemente gigantesco. Y, por primera vez desde que nací, pensé con sentimiento que quizá sería vencida.
Haber perdido a Hitoshi era doloroso. Demasiado doloroso.
Cada vez que nos abrazábamos, conocí palabras que no eran palabras. Me extrañaba estar tan cerca de una persona que no fuera yo misma o mis padres. Perdí aquellas manos y aquel pecho, sentí que había tocado la fuerza de la desesperación más profunda que alguien podía encontrar, aquella que nadie querría ver bajo ningún concepto. Me sentía sola. Terriblemente sola. Era el peor momento. Cuando hubiese pasado, cuando llegara la mañana, quizá pudiese hacer algo divertido que me hiciera reír a carcajadas. Si lloviese la luz. Si llegara la mañana.