Y Nori-chan dijo con dulzura mirándome fijamente:
—¡Qué chica tan rara! Creo que se ha vuelto loca de celos. Anímate, Mikage.
Y yo, sin moverme, me quedé de pie en la cocina donde penetraba la luz de la tarde y pensé que estaba en una situación lastimosa: ¡Ay, ay, ay!
Al salir no había cogido el cepillo de dientes y la toalla, así que volví a casa de los Tanabe. Yūichi había salido. A mi aire, me preparé curri y me lo comí. Yūichi llegó cuando estaba dando vueltas distraídamente a la respuesta que me había dado a mí misma: «Para mí, cocinar y comer aquí es lo más natural del mundo».
—Hola —dije.
Él no sabía nada, ni tampoco tenía culpa alguna, pero no pude mirarle a los ojos, no sé por qué.
—Yūichi, tengo que ir a Izu pasado mañana, por el trabajo. Así que me voy a casa. Quiero ordenarla antes de irme, cuando vine la dejé patas arriba. Ah, todavía queda curri, puedes comértelo.
—Ah, bien. Te llevo en coche —sonrió Yūichi.
El coche arranca. Las calles quedan atrás. En menos de cinco minutos estaré en mi apartamento.
—Yūichi —dije.
—¿Sí? —dijo con las manos en el volante.
—Té. Vayamos a tomar un té.
—Pero ¿no tenías prisa? ¿No tienes que hacer el equipaje? A mí me es completamente igual.
—No, tengo muchas ganas de tomar té.
—Bien, vamos. ¿Adónde quieres ir?
—Pues…, ¡ah sí!, vamos a aquella cafetería donde hacen té inglés, la que está encima del salón de belleza.
—Está en las afueras, está lejos…
—No importa, creo que es un buen lugar.
—Bien, vamos.
No sé la razón, pero Yūichi estaba muy amable. Como me sentía muy vulnerable, creo que si le hubiera dicho: «Vamos a ver la luna a Arabia», hubiese contestado: «Sí, vamos».
La pequeña cafetería de la segunda planta era clara y tranquila. Las paredes eran blancas y la calefacción estaba encendida. Fuimos hasta el fondo y nos sentamos uno frente a otro. No había nadie y sonaba suavemente la música de la banda sonora de una película.
—Yūichi, ahora que lo pienso, ¿te has dado cuenta de que es la primera vez que entramos juntos en una cafetería? Me parece rarísimo —dije.
Yūichi puso cara de asombro. Tomaba té Earl Grey, que a mí me desagradaba por su mal olor. Recordé que por las noches en su casa se percibía a menudo este olor, parecido al jabón. Cuando yo estaba mirando la televisión, con el volumen muy bajo en la medianoche silenciosa, Yūichi, muchas veces, salía de la habitación y preparaba té.
En el fluir muy incierto del sentimiento y del tiempo, tenía diferentes recuerdos grabados con los cinco sentidos. Y así reviví en aquella cafetería de invierno lo irremplazable, que por lo demás eran cosas muy triviales.
—Como siempre estamos tomando té juntos, parece increíble que sea la primera vez, pero, ahora que lo dices, es cierto.
—¿Verdad? Es extraño, ¿no? —sonreí.
—No sé por qué, pero no entiendo nada —dijo, mirando la lámpara con ojos duros—. Debo de estar muy cansado.
—Claro, es normal —dije un poco sorprendida.
—Tú también estabas muy cansada cuando murió tu abuela. Ahora lo recuerdo muy bien. A veces, cuando estabas viendo la televisión, yo te miraba. Estabas en el sofá como preguntándote: «¿Qué significa eso?», con cara distraída, de no estar pensando en nada. Ahora puedo comprenderlo muy bien.
—Yūichi —dije—, estoy muy contenta de que estés hablando conmigo tan tranquilo, de que seas fuerte. Estoy orgullosa de ti.
—Tal como hablas, parece que traduces del inglés.
Yūichi sonrió iluminado por la lámpara. Agitó los hombros bajo el jersey azul marino.
—Pues, dime si…
Quería decirle que, si podía hacer algo por él, me lo pidiera, pero me callé. Sólo deseaba que le sirviera de algo el recuerdo brillante de haber estado juntos, sentados uno frente al otro en un sitio tan claro como aquél, tomando un té bueno y caliente.
Las palabras son siempre demasiado explícitas y apagan del todo el valor de una luz tenue como aquélla.
Cuando salimos había caído ya la noche azul transparente. Refrescaba, parecía que fuera a helar.
Al subir al coche siempre me abría la portezuela. Después de subir yo, se sentaba en el asiento del conductor.
El coche se puso en marcha y dije:
—Ahora hay pocos hombres que abran la puerta a las mujeres. Queda muy bien.
—Eriko me lo enseñó —dijo riendo—. Si no lo hacía, se enfadaba, y no entraba en el coche hasta que le abría la portezuela.
—A pesar de ser un hombre.
Y también yo me reí.
—Eso, eso. A pesar de ser un hombre.
Cayó el silencio con un ruido seco, como un telón. En las calles ya era de noche. Las personas que iban pasando delante del parabrisas del coche, empleados, mujeres, jóvenes y viejos, parecían radiantes y hermosos mientras esperaban ante los semáforos. Era la hora en que todo el mundo, envuelto en el jersey o el abrigo, se dirigía a algún lugar cálido a través del velo silencioso y frío de la noche.
Pero cuando Yūichi me había abierto la portezuela del coche, había pensado que también se la habría abierto alguna vez a la chica terrible de antes y sentí que el cinturón de seguridad me apretaba, no sé por qué. Me quedé atónita al darme cuenta de que… tenía celos. Estaba aprendiendo a conocer esta sensación como un niño aprende a conocer el dolor. Perdimos a Eriko y, los dos, que flotando por el espacio oscuro seguimos fluyendo dentro de un río de luces, estábamos a punto de llegar a un desenlace.
Lo sabía por el color del aire, por la forma de la luna y por la negrura del cielo nocturno en aquel momento. Lo sabía. Los edificios y los faroles brillaban afligidos.
El coche paró delante de mi casa.
—Entonces, esperaré a que me traigas un regalo —dijo Yūichi.
Después regresaría, solo, a aquel piso. Seguramente, nada más llegar, regaría las plantas.
—Sí, una tarta de anguilas, por supuesto —dije riendo.
La luz del farol dibujaba tenuemente el perfil de Yūichi.
—¿Tarta de anguilas, dices? También la venden en los kioskos de la estación de Tokyo.
—Entonces, querrás té, claro.
—Pues… ¿Y wasabizuke?
—¿Eh? ¿Es bueno? A mí no me gusta.
—A mí tampoco. Sólo me gusta el de huevas de arenque.
—Bien, entonces te compraré ése.
Sonreí y abrí la portezuela.
Un viento helado entró de golpe en el cálido interior del coche.
—¡Qué frío! —grité—. ¡Yūichi! Tengo frío, frío, frío.
Me abracé a Yūichi muy fuerte y hundí mi rostro en su brazo. El jersey olía a hojas secas y sentí el calor de su cuerpo.
—Hará menos frío en Izu.
Al decirlo, Yūichi abrazó, como en un acto reflejo, mi cabeza con el otro brazo.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —dijo apretando mi cabeza. Oí la vibración de su voz directamente desde el pecho.
—Cuatro días —dije apartándome suavemente de él.
—Me parece que cuando vuelvas ya estaré mejor, entonces saldremos otra vez a tomar té.
Yūichi, mirándome, sonrió. Dije:
—Sí. —Bajé del coche y agité la mano.
«De momento, haré como si hoy no hubiese sucedido esa cosa tan desagradable», pensé, mientras seguía el coche con la mirada.
Nadie podría decir quién de nosotras dos había ganado o perdido, ni quién estaba en la mejor posición, hasta que llegáramos a la final. Además, en este mundo no existe para esto un criterio de valoración, y sobre todo yo no podía saberlo en una noche tan fría como aquélla. En absoluto. No podía ni imaginarlo.
Los recuerdos de Eriko. El recuerdo más triste.
Ella, que tenía muchas plantas en la ventana y las cuidaba, dijo un día que la primera que compró fue una palmera.
«Era pleno invierno, ¿sabes?», dijo Eriko. «Mikage, entonces yo todavía era un hombre. Era guapo, pero tenía los ojos rasgados y la nariz chata. Antes de hacerme la cirugía estética. Ya no puedo recordar bien mi cara de entonces».
Era un amanecer de verano un poco fresco. Yūichi no estaba, dormía fuera. Eriko volvió del bar con unos bollos de carne que le había regalado un cliente. Yo, como siempre, estaba tomando apuntes de un programa de cocina que había grabado con el vídeo aquel día. El cielo del amanecer empezaba a clarear en el este.
«Ya que me los han regalado, ¿nos los comemos?».
Eriko empezó, a contármelo inesperadamente mientras preparaba té de jazmín en la cocina de gas.
Me sorprendió un poco, pero pensé que le habría sucedido algo desagradable en el bar y la escuché medio dormida. Sentí que su voz resonaba en el sueño.
«Hace mucho tiempo, ¿sabes? Fue cuando murió la madre de Yūichi. No yo, sino la que le dio a luz, mi esposa, cuando yo era un hombre. Ella tenía cáncer. En esa época empeoró muy deprisa. Nos queríamos mucho. Cada día dejaba a Yūichi, a la fuerza, con los vecinos, e iba a verla. Como trabajaba en una empresa, estaba con ella antes y después del trabajo. Los domingos, Yūichi también venía conmigo, pero era tan pequeño que no se enteraba de nada. Estoy convencida de que podía llamarse desesperación a cualquier esperanza, por pequeña que fuera, de las que tenía entonces. Fueron unos días oscuros. En aquel momento, no me daba cuenta, pero quizás esto sea aún más trágico».
Eriko me lo contaba con los ojos entornados, como si sintiera nostalgia. En aquel ambiente azul, Eriko se veía tan hermosa que me hacía sentir escalofríos.
«"Quiero algo vivo en la habitación", dijo un día mi esposa. "Algo que tenga vida, que tenga relación con el sol. Una planta… Sí, una planta. Cómprame una que no necesite muchos cuidados, con una maceta muy grande". Mi esposa no pedía nunca nada, por eso me sentí muy contento de que se portara como una niña mimada, y fui corriendo a una floristería. Yo era un hombre típico. Todavía no conocía plantas como el ficus o la planta de Pascua, un cactus no me pareció apropiado y compré una palmera de pina. Tenía unos frutos pequeñitos y la reconocí inmediatamente. La llevé en brazos al hospital, y mi esposa estuvo tan contenta que me dijo "Gracias, gracias…" muchísimas veces. Cuando, al fin, la enfermedad entró en la fase terminal, tres días antes de entrar en coma, me dijo cuando yo estaba a punto de irme: "¿Por qué no te llevas la planta a casa?". Aparentemente, no parecía estar tan enferma y, por supuesto, no le habíamos dicho que tenía cáncer, pero me lo susurró como si estuviera dictando su testamento. Yo me asusté muchísimo y le dije: "Déjala aquí, no importa que se marchite". Pero mi esposa me pidió con lágrimas en los ojos: "No puedo regarla. Quiero que te lleves esta planta alegre que vino del sur antes de que le contagie la muerte". Y, qué remedio, me la llevé.
»Con la planta entre los brazos, lloraba de tal modo que, siendo un hombre, no pude coger un taxi a pesar de que hacía un frío horrible. A lo mejor fue entonces cuando pensé por primera vez que no me gustaba ser hombre. Después, me sosegué un poco y me dirigí a la estación andando. Tomé unas copas en un bar, y decidí irme a casa en tren. Era de noche, soplaba un viento helado y el andén estaba desierto. Yo temblaba de frío abrazado a la planta, con sus hojas puntiagudas pinchándome la mejilla. Pensé, de todo corazón, que no existían en el mundo otros seres que pudieran comprenderse tan bien aquella noche como la palmera y yo. Con los ojos cerrados pensé: "Estas dos vidas expuestas al viento, y que se arriman por el frío, son patéticas". La esposa con la que me compenetraba tanto intimó con la muerte más que conmigo o que con la planta.
»Poco después murió mi esposa y la palmera se marchitó. No sabía cómo cuidarla y la había regado demasiado. Dejé la planta en un rincón del jardín y comprendí una cosa a pesar de que no puedo expresarla bien. Es muy simple traducida en palabras: "El mundo no existe sólo para mí. El porcentaje de cosas amargas que me sucedan no variará. Yo no puedo decidirlo". Por eso, comprendí que es mejor ser alegre… Después, como ves, me convertí en mujer».
Entonces pude entender el significado de aquellas palabras, pero no me convencieron. Recuerdo que simplemente pensé: «La alegría es eso». Pero ahora comprendo tan bien lo que quiso decirme que casi me dan ganas de vomitar.
¿Por qué las personas no podemos elegir? Aunque seamos derrotados como gusanos, hacemos la comida, comemos y dormimos. Todas las personas que amamos mueren una tras otra. Y, a pesar de ello, tenemos que seguir viviendo.
También esta noche la oscuridad es sombría y siento cierto ahogo. Es una noche en la que cada uno de nosotros lucha contra un sopor pesado y deprimente.
A la mañana siguiente el cielo estaba muy azul.
Mientras lavaba la ropa para el viaje, sonó el teléfono. ¿A las once y media? Una llamada a una hora extraña. Ladeé la cabeza y al cogerlo:
—¡Hola! ¿Mikage? ¡Cuánto tiempo sin vernos! —gritó una voz ronca.
—¡Chika-chan! —dije sorprendida.
Llamaba desde la calle y los coches hacían mucho ruido, pero su voz llegó claramente hasta mi oído y me evocó su imagen. Chika-chan era la encargada del bar de Eriko y, por supuesto, un travestí. Antes iba a dormir a menudo a casa de los Tanabe. Después de la muerte de Eriko ella se hizo cargo del bar.
He dicho «ella», pero Chika-chan, a diferencia de Eriko, la miraras por donde la miraras, no se podía negar que fuera un hombre. Sin embargo, cuando se maquillaba, tenía un rostro espléndido y era alta y delgada. Los trajes llamativos le sentaban bien y sus ademanes estaban llenos de dulzura. Era una persona sensible. Una vez, en el metro, unos estudiantes de primaria le levantaron la falda burlándose de ella, y luego no podía dejar de llorar. No me gusta reconocerlo, pero, cuando estábamos juntas, siempre me daba la sensación de ser yo mucho más viril que ella.
—Oye, estoy en la estación, ¿puedes salir un rato? Tengo que hablar contigo. ¿Has comido ya?
—Todavía no.
—Entonces ven al restaurante Sarashina ahora mismo.
Chika-chan habló deprisa y luego colgó. Como no me quedaba otro remedio, dejé la ropa a medio tender y salí apresuradamente.
Caminé deprisa por la calle de aquel mediodía soleado, sin sombra alguna, de invierno. Cuando entré en el lugar indicado, un restaurante de fideos que estaba en el centro comercial al lado de la estación, Chika-chan ya estaba allí esperándome, con uno de esos horribles chandals que parecen trajes folklóricos, y comiendo tanuki soba.
—Chika-chan.
—¡Hola! ¡Cuánto tiempo sin vernos! Qué femenina te has vuelto, me siento acomplejada —dijo en voz alta cuando me acerqué.
Sentí más nostalgia que vergüenza. No había visto en ningún otro lugar una cara tan sonriente y despreocupada como aquélla, una cara que no sentía vergüenza alguna allí donde se hallara.
Chika-chan me miraba sonriendo de oreja a oreja. Yo, un poco avergonzada, pedí en voz alta:
—Un torikishimen, por favor.
La dueña vino con aire atareado y me sirvió un vaso de agua.
—¿De qué querías hablarme? —fui directamente al grano, mientras comía el torikishimen.
Normalmente, cuando decía que teníamos que hablar, se trataba siempre de algunas consultas insignificantes, y pensé que también entonces sería algo parecido. Pero ella susurró como si se tratara de un asunto muy importante:
—De Yūichi.
Me dio un vuelco el corazón.
—Yūichi vino al bar ayer a medianoche y dijo: «Uff, no puedo dormir. No me encuentro bien, vamos a divertirnos a algún sitio». No pienses mal, lo conozco desde que era muy pequeño, es como si fuésemos de la familia, madre e hijo.
—Ya lo sé —dije sonriendo.
Chika-chan continuó:
—Me sorprendió. Soy una tonta y no comprendo los sentimientos de la gente, pero ese chico nunca muestra su debilidad a los demás, ¿verdad? Llora con facilidad, pero nunca pide ayuda. Sin embargo, me dijo insistentemente: «Vayamos a algún sitio». No sé por qué, pero me dio la sensación de que no se sentía bien, como si fuera a desvanecerse en el aire. La verdad es que quería acompañarlo, pero ahora estamos haciendo reformas y las chicas aún están algo nerviosas, no puedo dejarlas. Le dije: «Imposible», y entonces me dijo con aire triste: «Bueno, pues entonces iré solo a alguna parte». Yo le recomendé un hotel que conozco…
—Sí, sí…
—Bromeando, le dije: «Ve con Mikage». De verdad, era una broma. Entonces, Yūichi dijo con cara seria: «Va a Izu, a trabajar. Además, no quiero mezclarla más en mis asuntos familiares. Ahora a ella todo le va bien, y me sabe mal». Yo lo comprendí. Eso es amor, ¿no te parece? Yo creo que sí. Es amor, sin duda. Oye, tengo la dirección y el número de teléfono de su hotel. Mikage, síguele y acuéstate con él.
—Chika-chan —dije—, mañana salgo de viaje, por el trabajo.
Había recibido un golpe. Comprendía bien los sentimientos de Yūichi, tenía la sensación de que los había comprendido. Yūichi había sentido la necesidad de ir lejos, con un sentimiento cientos de veces más fuerte que el mío. Quería ir a algún lugar donde pudiera estar solo sin pensar en nada. Quizá tenía la intención de no volver en una temporada, de huir de todo, incluso de mí. No había duda. Estaba segura.
—¿Y qué importa el trabajo? —dijo Chika-chan inclinándose hacia mí—. Las mujeres, en estos casos, no podemos hacer más que una cosa. ¿No me digas que eres virgen? ¿O ya os habéis acostado?
—Chika-chan…
A pesar de todo, pensé por un momento que ojalá todo el mundo fuese como ella. Porque a los ojos de Chika-chan, Yūichi y yo parecíamos ser más felices de lo que éramos en realidad.
—A menudo pienso en ello —dije—. Pero acabo de enterarme de lo de Eriko, estoy muy confusa, y creo que Yūichi debe de estarlo aún más. Ahora no puedo entrometerme en sus asuntos.
Entonces Chika-chan se puso seria y levantó la cabeza.
—… Sí, tienes razón. Aquel día yo no había ido al bar y no vi cómo moría. Por eso, todavía no puedo creerlo… Conocía la cara de aquel hombre. Si Eriko me hubiera consultado, cuando aquel hombre frecuentaba el bar, aquello no habría sucedido. También Yūichi siente rencor. Él, que es tan dulce, mirando la noticia dijo: «Que mueran todos los asesinos». También Yūichi se ha quedado solo. Eriko tenía una manera de ser que siempre quería solucionarlo todo ella sola, y esto ha resultado ser negativo, ya ves.
Chika-chan tenía los ojos anegados en lágrimas. Mientras yo iba diciendo: «Claro, claro», empezó a sollozar, y la gente que había en el restaurante nos miró. Chika-chan sollozaba convulsivamente y las lágrimas iban cayendo en el caldo de soba.
—Mikage, me siento sola. ¿Por qué ha sucedido esto? ¿Acaso Dios no existe? Jamás volveré a ver a Eriko, no podré soportarlo.
Conduje fuera a Chika-chan, que no paraba de llorar y fuimos andando hasta la estación, sosteniéndola yo por el hombro alto.
—Lo siento —dijo.
Y, secándose las lágrimas con un pañuelo de encaje, me deslizó un papel en la mano con el teléfono y el plano del hotel donde se alojaba Yūichi.
«Con razón se dedica al "trato con el público", sabe dar en el clavo», pensé con admiración mientras, angustiada, seguía con la mirada sus anchas espaldas.
La conocía bien: sus conclusiones precipitadas, su carácter enamoradizo e inconstante, sus emociones disparatadas, sabía que antes había sido vendedor y que no podía seguir el ritmo del trabajo. Lo sabía todo…, pero la hermosura de sus lágrimas era inolvidable. Me hizo sentir que había alhajas en el corazón de las personas.
Bajo el cielo azul transparente de invierno, pensé que ya no podría soportarlo más. Ni yo misma sabía qué camino seguir. El cielo era azul, azul. La silueta de los árboles secos se dibujaba nítidamente en el cielo y soplaba un viento frío.
«¿Acaso Dios no existe?».
Al día siguiente fui a Izu, tal como estaba previsto. Formábamos un pequeño grupo: la profesora, algunos de la revista, un fotógrafo y yo. Me pareció que el viaje sería alegre y armonioso. Además, no teníamos un programa muy apretado.
Tal como había pensado. Para mí sería un viaje de ensueño. Como caído del cielo. Tenía la impresión de que me liberaría de los últimos seis meses.
Los últimos seis meses… Desde que murió mi abuela hasta la muerte de Eriko. Yūichi y yo tuvimos siempre la sonrisa en los labios, pero nuestro interior había ido haciéndose más y más complejo. Las alegrías y tristezas habían sido demasiado grandes y no habíamos podido sostenerlas en nuestra vida cotidiana. Los dos, esforzándonos, habíamos seguido creando un espacio armonioso, y Eriko fue el sol que lo alumbraba.
Todo esto impregnó mi corazón y me hizo cambiar. Creo que aquella princesa mimada y ociosa había ido tan lejos que de ella sólo quedaba su imagen en el espejo.
Mientras contemplaba el paisaje despejado que desfilaba por la ventanilla del tren, respiré la distancia extraordinaria que nacía en mí.
También yo estaba agotada. También a mí me gustaría sentirme mejor lejos de Yūichi.
Era terriblemente triste, pero creo que así era.
Fue esa misma noche. En bata, me dirigí a la habitación de la profesora y le dije:
—Profesora, estoy muerta de hambre, ¿le importa que salga a comer algo?
Una mujer del grupo, algo mayor, que estaba con ella, dijo:
—Señorita Sakurai, usted no ha cenado nada, ¿verdad? —y se rio a carcajadas. Las dos estaban sentadas en el futon, en pijama, a punto de acostarse.
Yo realmente tenía hambre. A pesar de no ser caprichosa con la comida, casi no había cenado porque la especialidad del hotel eran todas las verduras de olor fuerte que no me gustaban.
La profesora me dio permiso sonriendo.
Ya eran más de las diez. Volví a mi habitación andando por el largo pasillo, me vestí y salí del hotel. Temí que cerraran antes de que volviese, así que, en secreto, dejé abierto el pestillo de la puerta de emergencia que estaba en la parte posterior del edificio.
Aquel día habíamos recogido datos sobre aquella horrible cocina, pero por la mañana iríamos en furgoneta a otro lugar. Bajo la claridad de la luna pensé, desde el fondo de mi corazón, que sería maravilloso vivir así, viajando. Si hubiese tenido una familia a la que volver, me habría sentido romántica, pero, como estaba realmente sola, me sentí terriblemente sola, y no es un juego de palabras. Sin embargo, me daba la sensación de que vivir de esta forma era, quizá, lo más adecuado para mí. En un viaje, de noche, el aire se vuelve transparente en el silencio y el corazón se vuelve diáfano. Pensé: «Si no tuviera identidad, si no perteneciese a ningún lugar, si pudiese llevar una vida tan serena…». Y acabé comprendiendo los sentimientos de Yūichi… «Qué aliviada me sentiría si no tuviera que volver a aquella ciudad».
Descendí por una calle donde, a ambos lados, se alineaban los hoteles. Las siluetas sombrías de las montañas contemplaban la calle, más negra que la oscuridad. Había muchos turistas borrachos con cara de frío, vestidos con yukata y tanzen[7] que iban y venían riéndose a carcajadas.
Yo me sentía extrañamente alegre e ilusionada.
Sola bajo las estrellas en un lugar desconocido.
Caminé sobre las sombras que crecían y se achicaban cada vez que pasaba una farola.
Evitaba los bares ruidosos que me daban miedo y, así, llegué hasta la estación. Mientras miraba el escaparate oscuro de una tienda de souvenirs, descubrí la luz de un restaurante todavía abierto. Al mirar a través del cristal opaco de la puerta corredera, vi que había una barra con un solo cliente. Me tranquilicé, y entré.
Me apetecía muchísimo comer algo sólido.
—Un katsudon, por favor —dije.
—¿No le importa esperar un poco? Es que tengo que rebozar la carne —dijo el dueño del restaurante.
Asentí con la cabeza. Aquel restaurante nuevo y bien cuidado que olía a madera blanca tenía un ambiente agradable. Además, en los sitios como aquél, normalmente se servía buena comida. Mientras esperaba, descubrí a mi lado un teléfono público de color rosado.
Alargué la mano, cogí el auricular, saqué la agenda con toda naturalidad y llamé al hotel donde estaba Yūichi.
Mientras la telefonista del hotel me pasaba la comunicación, pensé: «La inseguridad que he sentido hacia él desde que me llamó para decirme que Eriko había muerto tiene un nombre: "teléfono"». Y es que, desde entonces, aunque Yūichi estuviera ante mí, sentía que estaba en otro lugar, en un mundo al otro lado del teléfono. Y su mundo era parecido al fondo del mar, más azul que en el que vivía yo.
Yūichi se puso al teléfono:
—Diga.
—¿Yūichi? —dije con alivio.
—¿Mikage? ¿Cómo has sabido dónde…? Ah, claro, ¿Chika-chan?
Aquella voz pausada que estaba lejos vino corriendo hacia mí por la noche a través del hilo. Escuché la voz inolvidable de Yūichi con los ojos cerrados. Parecía el rumor de las olas solitarias.
—¿Y qué hay por ahí? —le pregunté.
—Danny's[8]. ¡Qué va! Es mentira. Hay un templo en la montaña, puede que sea famoso. Sólo hay hoteles que sirven tōfu, cocina Gobo. Esta noche lo he comido, en la cena.
—¿Qué tipo de plato es? Debe de estar bien.
—Ah, ¿te interesa? Pues es de tōfu, nada más que tōfu. Es bueno, pero aquí todos los platos se hacen con tofu: chawanmushi, dengaku, ageda-shi, yuzu, goma… todos son de tōfu. Y no hace falta que te diga que en la sopa había un huevo con tōfu. Me apetecía algo sólido y esperaba que, al final de la cena, nos dieran arroz. Pero no, han servido chagayu. Tuve la sensación de ser un anciano.
—¡Qué casualidad! Yo también tengo hambre.
—Pero ¿cómo es eso? ¿No estás en un hotel famoso por la comida?
—La cena no me ha gustado.
—¿Que no te ha gustado? Ya es mala suerte, ¿eh? Tú comes de todo.
—No importa, mañana comeré mejor.
—¡Qué suerte! Yo ya puedo imaginar el desayuno… Seguramente yudōfu.
—Ese plato… se calienta en una pequeña cazuela con combustible sólido, ¿verdad? Sí, sin duda es ése.
—Sí. A Chika-chan le encanta el tōfu, por eso me recomendó este sitio. Es un buen hotel, desde luego. Tiene unos grandes ventanales y desde la habitación se ve algo parecido a una cascada. Pero yo, que estoy en pleno desarrollo, prefiero comer algo más sustancioso, con más calorías. ¡Qué curioso! Los dos tenemos hambre bajo el mismo cielo nocturno.
Yūichi se rio.
Es absurdo, pero en aquel momento no pude decirle con alegría que iba a comerme un katsudon, no sé por qué. Me pareció una traición. Quería estar hambrienta con él en su pensamiento.
Mi intuición era terriblemente aguda en aquel instante. Lo vi tan claro como si estuviera en mi propia mano.
El sentimiento de ambos iba deslizándose por una curva suave en la oscuridad envuelta en muerte, estrechamente cercanos el uno al otro. Pero, tras pasar la curva, nuestros caminos acabarían separándose. Y, tras superar ese punto, los dos nos convertiríamos en amigos eternos.
Lo sabía con certeza. Pero me sentía impotente.
Incluso me daba la sensación de que no me importaba que fuera así.
—¿Cuándo volverás? —dije.
Y Yūichi, tras un silencio:
—Pronto —dijo.
Yo pensé: «No sabe mentir». Seguramente huirá mientras le dure el dinero. Acabará por no telefonearme, aplastado por el mismo sentimiento de culpabilidad que tenía cuando tardó tanto en avisarme de la muerte de Eriko. Él era así.
—Hasta la vista, pues —dije.
—Sí, hasta pronto.
Probablemente ni él mismo sabía por qué huía.
—No se te ocurra cortarte las venas, ¿eh? —le dije riendo.
—¡Qué va!
Yūichi se rio, dijo «Adiós», y colgó.
Apenas dejé el teléfono, me asaltó una sensación de debilidad enorme. Me quedé abstraída, con la mirada fija en la puerta corredera de vidrio del restaurante, escuchando los ruidos del exterior mecido por el viento. La gente que pasaba decía: «¡Qué frío hace! ¡Qué frío!». También aquel día la noche había llegado e iba pasando. Al fin, me quedé verdaderamente sola en lo más hondo de una solitud profunda en la que no existía ningún contacto espiritual.
Pensé desde el fondo de mi corazón: «Las personas no se dejan vencer por las circunstancias o por fuerzas que vienen de fuera, sino por las que nacen en el interior de sí mismos». Precisamente, ante mis ojos estaba a punto de acabar algo de lo que no deseaba su fin. Pero no podía impacientarme o entristecerme. Sólo había una oscuridad sombría.
Pensé que me gustaría reflexionar con calma en algún lugar más claro donde hubiera flores. Pero, seguramente, cuando lo hiciera, sería ya demasiado tarde.
No tardaron en traerme el katsudon.
Recobré el ánimo, y separé los palillos. «Con hambre no se puede hacer nada», pensé. Por el aspecto, parecía bueno y, cuando lo probé, estaba realmente delicioso. Era riquísimo.
—Oiga, está buenísimo —dije en voz alta.
—¿Verdad que sí?
El dueño sonrió con orgullo.
Pese a estar hambrienta seguía siendo una profesional, y pensé que era una demostración de arte culinario que podía calificarse de encuentro inesperado. La comida no tenía ningún defecto: la calidad de la carne, el sabor del caldo, la cocción de los huevos y de las cebollas, el punto del arroz… Pensando en la comida, recordé que la profesora nos había hablado de este restaurante. Dijo: «Me gustaría recopilar algunos datos sobre ese restaurante». Tenía suerte. Y al pensar: «Si estuviese aquí Yūichi…», acabé diciendo impulsivamente:
—Disculpe, ¿hacen comida para llevar? ¿Puede prepararme uno?
Salí del restaurante a medianoche, con el estómago lleno, y me quedé sola en la calle sin saber qué hacer con un paquete todavía caliente de katsudon.
Mientras pensaba: «¿Qué se me habrá pasado por la cabeza?… ¿Qué hago yo ahora?», un taxi vino deslizándose ante mis ojos, creyendo equivocadamente que estaba esperando uno. Al ver las letras rojas de «libre», tomé una decisión.
Subí al taxi y dije:
—¿Puede llevarme a la ciudad I***?
—¿La ciudad I***? —repitió el taxista con voz estúpida, y me miró—. Por mí, muy bien, pero está lejos y le saldrá caro, ¿no le importa, señorita?
—No, es urgente. —Me sentía majestuosa, como Juana de Arco cuando se presentó ante el rey. Pensé que no me tomaría en serio, comportándome de aquel modo, y añadí—: Cuando lleguemos, le pagaré la tarifa hasta allí. Me gustaría que me esperara unos veinte minutos hasta que solucione un asunto y que luego me trajera otra vez de vuelta.
—Un asunto amoroso, ¿eh? —sonrió.
—Sí, más o menos.
Yo también sonreí.
—De acuerdo, vamos.
El taxi empezó a correr hacia la ciudad I*** a través de la oscuridad de la noche, llevándonos a mí y al katsudon.
Al principio, me adormecí por el cansancio, pero me desperté cuando corríamos por una carretera recta por la que no pasaba apenas ningún coche.
Aún tenía las manos y los pies adormecidos y calientes, pero mi conciencia se aclaró de golpe de una forma estimulante. Cuando me incorporé en el interior oscuro del coche y me senté recostada contra la ventanilla, el taxista dijo:
—La carretera está vacía. Llegaremos dentro de poco.
Yo dije:
—Sí —y levanté los ojos hacia el cielo.
La luna alta y clara cruzaba el cielo velando las estrellas. Había luna llena. Se escondía y volvía a aparecer. Dentro del coche hacía calor y los cristales se empañaron. La silueta de los árboles, de los campos y de las montañas iban quedando atrás como figuras recortables. De vez en cuando, un camión nos adelantaba con un ruido ensordecedor. Luego, quedaba el silencio. El asfalto brillaba reflejando la luna.
Finalmente el coche entró en la ciudad I***. Había muchos pequeños soportales de santuarios sintoístas sumergidos en la oscuridad y entremezclados con los tejados de las casas. Subimos rápidamente por una cuesta estrecha. El grueso cable del funicular que unía la ciudad con la montaña relucía en la oscuridad.
—Los hoteles de por aquí sirven tōfu cocinado de diversas formas. Es que, antiguamente, los bonzos prohibieron comer carne. Ahora lo han adaptado a la cocina moderna y es típico de este lugar. La próxima vez que venga de día, puede probarlo —dijo el taxista.
Miré el plano con los ojos entrecerrados.
—Pare en la siguiente esquina. Vuelvo enseguida.
—De acuerdo —dijo.
El coche se detuvo bruscamente.
Fuera hacía un frío que calaba hasta los huesos, y las manos y las mejillas se me quedaron congeladas inmediatamente. Saqué los guantes, me los puse, y subí, con la mochila en la que llevaba el katsudon, por la cuesta bajo el claro de luna.
Mi presentimiento se hizo realidad.
El hotel donde se hospedaba Yūichi no era un local antiguo en los que se puede entrar y salir durante la noche. La entrada principal, una puerta de cristal automática, estaba cerrada con llave y también la puerta de la escalera de emergencia del exterior.
Tuve que volver a la carretera y llamar, pero nadie cogió el teléfono. Era lógico, a medianoche.
Pensé: «¿Qué hago aquí, viniendo de tan lejos?». A oscuras, ante el hotel, no sabía qué hacer.
No quería renunciar al objetivo de mi viaje, y fui hasta el jardín. Entré, y pasé por un callejón estrecho que estaba junto a la salida de emergencia. Realmente, tal como decía Yūichi, el hotel explotaba publicitariamente la cascada. Todas las ventanas daban al jardín para que pudieran verla. Todo estaba oscuro. Contemplé el jardín con un suspiro. Había una falsa barandilla, de imitación, sobre las rocas, y la estrecha cascada caía desde lo alto con estrépito sobre las rocas cubiertas de musgo. El agua pulverizada me pareció fría y se veía blanca en la oscuridad. Unas luces verdes iluminaban la cascada desde varios puntos y realzaban de forma poco natural el color de los árboles del jardín. Esa escena me recordó el decorado de «Crucero por la jungla», en Disneylandia. Pensé: «Este verde es un poco artificial», me volví, y miré de nuevo la hilera de ventanas oscuras. Entonces, sin motivo alguno, me convencí: «La habitación de este lado, la de la esquina, la que recibe el reflejo verdoso de la iluminación, es la de Yūichi», pensé.
Y me dio la sensación de que podría asomarme por la ventana al instante. Sin pensar lo que hacía, intenté encaramarme a las piedras amontonadas del jardín.
Entonces, vi muy cerca el alero del tejado falso, de adorno, que estaba entre la planta y el primer piso. Me pareció que, poniéndome de puntillas, podría alcanzarlo. Subí dos o tres piedras más, comprobando la estabilidad de aquellas piedras apiladas de forma poco natural, y el borde del tejado se me acercó aún más. Intenté alargar la mano hasta el canalón y, al final, pude cogerlo. Tomé impulso, di un salto y aferré el canalón con una mano. Luego, con fuerza, coloqué el otro brazo hasta el codo sobre el tejado falso y así una teja. De repente, la pared se me acercó perpendicularmente, y noté cómo se agarrotaban mis pequeños músculos desentrenados.
Estaba en una situación verdaderamente apurada, asida a una teja que sobresalía del tejado falso y sin otra alternativa que permanecer de puntillas. Tenía los brazos entumecidos por el frío y, lo peor, la mochila fue deslizándose y se me descolgó de un hombro.
¡Maldita sea! Había sido sólo el impulso de un instante y ahora estaba suspendida del tejado exhalando vaho blanco. Pensé: «Me rindo».
Al mirar abajo, el sitio donde poco antes había apoyado los pies se veía oscuro, lejano. El agua de la cascada rugía al caer. Y, qué remedio, concentrando toda la fuerza en los brazos, intenté quedarme en suspensión. Quería poner la parte superior de mi cuerpo sobre el tejado, y di una patada a la pared con todas mis fuerzas.
Oí el «frasss» de un roce y sentí un dolor que me abrasaba el brazo derecho. Logré ponerme de rodillas sobre el borde del tejado de hormigón, me deslicé rodando y acabé metiendo los pies en un charco sucio de agua de lluvia.
Uff, todavía tendida boca arriba, cuando miré el brazo y vi los rasguños teñidos en rojo que me acababa de hacer, creí que me desmayaba.
Me quité la mochila y la dejé a un lado, y así, tendida, alcé la vista hacia el tejado del hotel y me quedé contemplando las nubes y la luna brillante. Pensé: «Así es como salen las cosas». (Ahora me pregunto cómo podía pensar tal cosa en una situación como aquélla. Debía de estar desesperada. Me gustaría que me llamaran «filósofa de la acción»).
Las personas creen que hay muchos caminos y que pueden elegir el suyo libremente. Quizá fuese más acertado decir que sueñan con el momento de elegirlo. Yo también pensaba así. Pero en aquel instante pude comprenderlo. Lo supe, y tomó forma de palabras: «El camino está siempre marcado, pero no en un sentido fatalista. Cada instante, con la respiración, con la mirada, y con los días que se repiten, uno tras otro, se va decidiendo espontáneamente». Y, dependerá de cada uno, pero, yo, al darme cuenta de esto, no podía hacer otra cosa que quedarme tal como estaba, tendida boca arriba mirando el cielo de la noche, con el katsudon, en pleno invierno, dentro del charco, en el tejado de un lugar desconocido como si fuera lo más normal.
Oh, la luna está preciosa.
Me puse en pie, y golpeé con los nudillos la ventana de la habitación de Yūichi.
Sentí que tendría que esperar bastante. Cuando el viento se infiltraba ya en mis pies mojados, se encendió la luz y apareció Yūichi, con expresión asustada, desde el fondo de la habitación.
Al encontrarme a mí, con la parte superior del cuerpo visible a través de la ventana y de pie sobre el tejado, Yūichi desorbitó los ojos, y vi cómo sus labios articulaban:
—¿Mikage?
Asentí, golpeé la ventana de nuevo, y, entonces, me abrió apresuradamente. Yūichi tiró de la mano helada que le tendía y me hizo entrar.
Aquella repentina claridad me deslumbró. La habitación templada parecía otro mundo y me dio la sensación de que, por fin, se unían de nuevo mi cuerpo y mi alma.
—Te traigo un katsudon —dije—. ¿Sabes? Estaba tan bueno que era hacerte una mala pasada comérmelo yo sola.
Y saqué el paquete de la mochila.
La luz del fluorescente iluminaba el pálido tatami. La televisión se oía baja. El futon conservaba el hueco del cuerpo de Yūichi, tal como lo había dejado al levantarse.
—Antes también sucedió algo parecido, ¿no? —dijo Yūichi—. Hablamos en un sueño. ¿Ahora es también así?
—¿Cantamos los dos juntos?
Me reí. Apenas vi a Yūichi, incluso mi corazón perdió la noción de la realidad. Me pareció que todo había sido un sueño lejano: habernos conocido y haber convivido en la misma casa. Él no estaba en este mundo y sus ojos fríos me daban miedo.
—Yūichi, me sabe mal, pero ¿me das una taza de té? Tengo que irme dentro de poco.
Y añadí en mis pensamientos: «Aunque sea un sueño, no importa».
—Claro —dijo.
Trajo el pote y la tetera, y preparó un humeante té caliente. Lo tomé sosteniendo la taza con las dos manos. Sentí sosiego. Reviví.
Y sentí de nuevo el peso de la atmósfera de la habitación. Se podía pensar que, quizás, aquel lugar pertenecía realmente a la pesadilla de Yūichi. Cuanto más tiempo estuviera allí, más pasaría a ser parte del mal sueño y acabaría esfumándome en la oscuridad. Como una impresión borrosa, como una fatalidad…
Dije:
—Yūichi, en realidad no quieres volver, ¿no? Quieres olvidar completamente la extraña vida que has llevado hasta ahora y empezar de nuevo, ¿verdad? No me mientas. Yo lo sé. —Las palabras hablaban de desesperación, pero, sin embargo, yo estaba extrañamente tranquila—. Pero ahora, ante todo, el katsudon. Cómetelo.
Un silencio azul asfixiante fue acercándose hasta hacerme saltar las lágrimas. Yūichi cogió el katsudon con los ojos bajos y aspecto de estar sintiendo remordimientos. Dentro de esta atmósfera que carcomía la vida como un gusano, algo inesperado nos empujó por detrás.
—Mikage, ¿qué te has hecho en esta mano?
Yūichi se había dado cuenta del rasguño que tenía.
—No es nada. Cómetelo mientras esté caliente —sonreí, y se lo señalé con la mano.
Parecía que aún no estaba convencido.
—Sí…, parece bueno —dijo.
Abrió la tapa y empezó a comer el katsudon que había preparado cuidadosamente el dueño del restaurante.
Al verlo me animé.
Me pareció que había hecho todo lo posible.
Lo sé. La cristalización brillante de aquellos tiempos felices despertó de repente de su sueño profundo en el fondo de la memoria y nos sacudió. El aire perfumado de aquellos días resucitó y vivió, como un soplo de un viento nuevo.
El recuerdo de otra familia.
Las noches en las que esperábamos a Eriko, entretenidos con videojuegos. Cuando íbamos los tres juntos a comer okonomiyaki mientras yo me frotaba los ojos soñolientos. Los cómics divertidos que me pasaba Yūichi cuando estaba atontada después del trabajo. La risa hasta las lágrimas de Eriko al leerlos. El olor a tortilla en la mañana de un domingo despejado. El tacto de la manta con la que alguien me cubría cuando me quedaba dormida en el suelo. Los bajos de la falda y las bonitas piernas de Eriko al pasar, que veía vagamente cuando me despertaba sobresaltada. Aquella noche en que Yūichi la trajo en coche a casa, borracha, y que la llevamos en brazos hasta la habitación… El matsuri[9] de verano, cuando Eriko me ciñó el cinturón del yukata. El color de las libélulas rojas que revoloteaban por el cielo del atardecer.
Los recuerdos verdaderamente entrañables viven y brillan. Con el paso del tiempo reviven con angustia.
Comimos juntos tantos días y tantas noches.
Una vez Yūichi dijo:
«¿Por qué me sabrá mejor la comida cuando estoy contigo?».
Yo me reí.