Eriko murió a finales de otoño.
Un loco la acosaba, y acabó asesinándola. Aquel hombre vio a Eriko por primera vez en la calle, le gustó y la siguió y, así, supo que ella trabajaba en un bar gay. Luego le escribió una larga carta diciéndole que había sido un golpe para él que ella, una mujer tan hermosa, fuese un hombre, pero empezó a frecuentar el local. Cuanto más a menudo iba, más frías se mostraban Eriko y las chicas del bar, y, una noche, él gritó que lo habían puesto en ridículo y se abalanzó sobre Eriko con un cuchillo. Eriko, a pesar de estar desangrándose, asió con las dos manos una pesa de adorno que había sobre la barra y mató a golpes a su agresor.
Dicen que éstas fueron sus últimas palabras:
«… Ha sido en defensa propia, así que estamos en paz, ¿no?».
Cuando yo, Mikage Sakurai, me enteré de esto ya era invierno. Yūichi me llamó, al fin, mucho tiempo después de que todo hubiera terminado.
—Murió luchando —dijo Yūichi de repente. Era la una de la madrugada. Yo, que me había despertado con un sobresalto al sonar el teléfono en la oscuridad, descolgué y no entendía nada. Mi cabeza medio dormida imaginaba alguna escena de una película bélica.
—¿Yūichi? ¿Qué? ¿De qué me hablas? —repetí la pregunta.
Yūichi, tras un silencio, dijo:
—Mi madre…, bueno, tendría que decir mi padre…, lo han asesinado.
Yo no comprendía nada. Nada en absoluto. En realidad, Yūichi no parecía tener muchas ganas de hablar, pero poco a poco fue contándome la muerte de Eriko mientras yo enmudecía conteniendo el aliento. Me costaba creerlo, cada vez más. Mis pupilas se quedaron inmóviles y el auricular del teléfono se alejó un instante.
—Eso… ¿cuándo ha sucedido? ¿Hace poco?
Se lo pregunté sin saber ni de dónde salía mi voz ni lo que decía.
—… No, hace ya mucho tiempo. Hice un funeral sencillo sólo con la gente del bar… Perdóname, me fue imposible avisarte.
Sentí como si me arrancasen el corazón. «Entonces, ella ya no está. Ya no está en ninguna parte».
—Lo siento, lo siento de veras —repitió Yūichi.
El teléfono no transmite nada. No podía ver la cara de Yūichi, no sabía si él quería llorar, reír a carcajadas, hablar a solas conmigo tranquilamente, o estar solo.
—Yūichi, voy ahora mismo, ¿te importa? Me gustaría verte y hablar contigo —dije.
—Ven, y luego te acompaño a casa.
Por su manera de asentir fui incapaz de interpretar sus sentimientos.
—Hasta ahora —y colgué.
¿Cuándo la vi por última vez? ¿Nos despedimos con una sonrisa? La cabeza me daba vueltas. A principios de otoño dejé la universidad y empecé a trabajar como ayudante de una profesora de cocina. Poco tiempo después me fui de casa de los Tanabe. Había vivido medio año en aquella casa con Yūichi y su madre, que era un hombre, después de quedarme sola tras la muerte de mi abuela… Cuando volví a mudarme, ¿fue ésa la última vez en que la vi?, Eriko lloró un poco y me dijo que, como iba a vivir cerca de su casa, la visitara algunos fines de semana… No. La vi a finales del mes pasado. Sí, aquella vez, de noche. Sí, fue aquella noche.
No podía dormir y salí a comprar unos flanes al Family Mart[5]. Eriko estaba en la puerta, comiendo oden y bebiendo café en un vaso con las chicas de su bar, que en realidad eran hombres, después del trabajo. Cuando la llamé: «Eriko», me cogió las manos y dijo sonriendo: «Pero, oye, si has adelgazado mucho desde que no estás en casa». Llevaba un traje azul de una pieza.
Cuando salí de la tienda, después de comprar los flanes, Eriko, con el vaso en la mano, estaba mirando con ojos duros la calle que brillaba en la oscuridad. Le dije bromeando:
—Eriko, tienes cara de hombre.
Ella se rio y dijo:
—Cállate. Tengo una hija que no hace más que decir cosas desagradables. Deben de ser tonterías de adolescente.
Le dije:
—Ya soy adulta —y las chicas del bar se rieron.
—Nos visitarás, ¿verdad? Me he alegrado mucho de verte.
Nos despedimos con una sonrisa. Fue la última vez.
¿Cuántos minutos tardé en encontrar el pequeño juego de cepillo de dientes para viaje y la toallita? No hice más que cosas incoherentes: abrir y cerrar los cajones y la puerta del lavabo, tirar un jarrón y secar el suelo, dar vueltas por la habitación… y, al darme cuenta de que no tenía nada en las manos, me reí un poco, con toda la razón, y me dije cerrando los ojos: «Cálmate».
Metí el cepillo de dientes y la toalla en el bolso, comprobé varias veces si el gas estaba cerrado y el contestador automático puesto, y salí del apartamento tambaleándome.
Y, poco después, advertí que estaba ya andando por las calles en la noche de invierno, de camino a casa de los Tanabe. Caminaba bajo el cielo estrellado haciendo tintinear las llaves cuando empecé a derramar lágrimas, una tras otra. La calle, mis pies y la hilera de casas se veían cálidamente distorsionados. Pronto me quedé sin aliento, casi me muero. Intenté desesperadamente aspirar el aire frío, pero tuve la sensación de que entraba muy poco en mi pecho. Sentía que algo punzante, oculto en el fondo de mis pupilas, iba enfriándose deprisa al ser expuesto al viento.
No podía ver con claridad ni los postes eléctricos ni las farolas ni los coches aparcados ni el cielo negro que se presentaban siempre ante mis ojos. Todo brillaba irrealmente, bonito y deformado, como una ilusión, y se acercaba a mis ojos con rapidez. Sentí que, sin poder evitarlo, la energía salía a raudales de mi cuerpo y desaparecía con un silbido en la oscuridad.
Cuando murieron mis padres, yo era todavía una niña. Cuando murió mi abuelo, estaba enamorada. Y, ahora, siento la soledad mucho más aún que cuando murió mi abuela y me dejó sola.
Desde el fondo de mi corazón quería renunciar a la vida, a seguir adelante. Sin falta, llegará mañana, y pasado mañana, y, pronto, la semana que viene. Nunca había pensado que esto pudiera ser tan fastidioso. Seguramente, mi estado de ánimo, también en aquel momento, era triste y oscuro, y esto me desagradó de veras. Mi imagen, andando sin ánimo por la calle oscura con una tormenta en el corazón, era patética.
Quería poner punto final a todo aquello: «Cuando vea a Yūichi», pensé, «y me lo cuente todo detalladamente…». Pero ¿y qué?, ¿de qué serviría? Era como si una lluvia fría cesara en la oscuridad. No era una esperanza. Era una corriente pequeña y oscura que desembocaba en una desesperación aún mayor.
Llamé al timbre de casa de los Tanabe sumida en un cúmulo de sensaciones y jadeando, ya que había subido a pie hasta la décima planta sin darme cuenta de lo que hacía.
Oí que Yūichi se acercaba a la puerta con el sonido inolvidable de sus pasos. Cuando vivía en esta casa, a menudo salía sin llaves, y acostumbraba a llamar al timbre a medianoche. Siempre se levantaba Yūichi, y yo oía cómo él quitaba la cadena.
Se abrió la puerta y Yūichi, un poco más delgado, se asomó.
—Hola —dijo.
—Cuánto tiempo sin verte —y me alegré de que viera mi rostro sonriente. Mi corazón estaba realmente contento de verlo—. ¿Puedo pasar?
Al oírme, Yūichi, que estaba perplejo, reaccionó, sonrió débilmente y dijo:
—Sí, claro. Me has sorprendido porque creía que estarías muy enfadada. Perdona, pasa.
—Yo —dije— no me enfado por esas cosas. Ya lo sabes.
Yūichi me mostró, esforzándose, la cara sonriente de siempre y dijo:
—Sí.
Yo le devolví la sonrisa y me quité los zapatos.
Al principio, la habitación donde había vivido hasta poco antes se me hizo extraña, pero pronto me acostumbré a su olor y me llenó de gratos recuerdos. Mientras pensaba todo esto, hundida en el sofá, Yūichi trajo café.
—Me da la sensación de no haber entrado en esta casa desde hace mucho tiempo —dije.
—Y es verdad. Estabas muy ocupada. ¿Cómo va el trabajo? ¿Es interesante? —dijo Yūichi, sereno.
—Sí, de momento todo me lo parece. Incluso disfruto pelando patatas. Estoy en esta fase —contesté sonriendo.
Entonces Yūichi dejó la taza y abordó el tema:
—Esta noche, por primera vez, he pensado con claridad. Me he dicho: «No puedo seguir sin avisar a Mikage, tengo que hacerlo ahora mismo», y te he llamado.
Yo lo escuchaba inclinada hacia él y lo miré fijamente. Yūichi empezó a hablar:
—Hasta el entierro, estuve muy aturdido. Tenía la mente en blanco y a mi alrededor todo estaba oscuro. Ella era la única persona que había vivido conmigo desde que tengo uso de razón, y me quedé más confuso de lo que jamás pude imaginar. Tenía que hacer muchas cosas y pasaron los días, uno tras otro, sin saber cómo. Como ves, no fue una muerte natural, lo que es muy propio de ella, sino un asesinato, un caso criminal. Tuve que ver a la mujer y a los hijos del asesino. Las chicas del bar estaban histéricas y, si no llego a comportarme como el hijo mayor, la situación no se hubiera solucionado. Siempre te tenía en mi mente. De verdad. Siempre pensaba en ti. Pero me sentía incapaz de llamarte. Tenía miedo de que, en cuanto te lo dijera, todo se hiciese real. Tenía miedo de haberme quedado completamente solo al morir de aquella forma mi padre, que era mi madre. De todas formas, ahora me doy cuenta de que es imperdonable no haberte avisado antes, siendo como era también para ti una persona tan querida, ¿verdad? Seguramente perdí la razón —dijo Yūichi mirando el vaso que tenía en la mano.
—Parece como si, a nuestro alrededor —éstas fueron las palabras que salieron de mis labios—, siempre estuviera lleno de muerte. Mis padres, mi abuelo, mi abuela…, la madre que te dio a luz y, además, Eriko. Es horrible. No creo que haya, en todo el universo, nadie como nosotros dos. Si fuese casualidad que nos lleváramos bien, sería una casualidad extraordinaria… La muerte, la muerte.
—Sí —sonrió Yūichi—. Seguramente podríamos hacer un buen negocio viviendo junto a alguien de quien se desea la muerte. Seríamos unos asesinos pasivos.
Mostraba un rostro sonriente, triste y luminoso al tiempo, como si esparciera luz. La noche se hacía más y más profunda. Me di la vuelta y contemplé el parpadeo del hermoso paisaje nocturno al otro lado de la ventana. Las calles que se veían desde lo alto estaban bordeadas por pequeñas luces e hileras de coches que corrían por la noche como ríos de luz.
—Me he quedado solo, al fin —dijo Yūichi.
—Para mí es ya la segunda vez. Y no es que me sienta orgullosa de ello.
Lo dije riendo y, de repente, de los ojos de Yūichi cayeron lágrimas.
—Echaba de menos tus bromas —dijo secándose los ojos con el brazo—. De veras, tenía muchas ganas de oírlas.
Alargué los brazos, le abracé fuerte la cabeza, y dije:
—Gracias por llamarme.
Me quedé el jersey rojo de Eriko como recuerdo. Porque recordaba que una noche me lo hizo probar y dijo: «Te sienta mejor que a mí. Qué rabia, y mira que me ha costado caro».
Luego, Yūichi me dio el testamento de ella, que estaba en un cajón del tocador. Dijo:
—Buenas noches —y se fue a su habitación.
Lo leí sola.
«Querido Yūichi:
»Es una sensación rarísima estar escribiendo esta carta a mi propio hijo, pero últimamente siento que mi vida peligra. Por eso, pensando en lo peor, te escribo. Bueno, es una broma. Tal vez algún día leamos juntos la carta y nos riamos.
«Pero, imagínate, si yo muriera te quedarías solo. Igual que Mikage, ¿no? Ya no podrías burlarte de ella. No tenemos parientes. Cuando me casé con tu madre, ellos rompieron el vínculo familiar y, al convertirme en mujer, según me dijeron, me maldecían. Así que ni en sueños pienses en ponerte en contacto con tus abuelos, ¿comprendes?
»Escucha, Yūichi. Hay diferentes tipos de personas en este mundo, ¿verdad? A algunos me resulta difícil comprenderlos. Hay personas que viven en la sordidez más absoluta. Otras intentan llamar la atención de los demás haciendo a sabiendas lo que les repugna, hasta que se encuentran acorraladas. Yo no entiendo esta manera de proceder. Aunque sufran, no hay motivo para compadecerlas. Yo me arriesgo y vivo con alegría. Soy hermosa. Yo brillo. Ya me he hecho a la idea de que por atraer a los demás, aunque sientas por ellos poco interés, hay que pagar un tributo. Por eso, en el caso de que sea asesinada, piensa que ha sido un accidente. No imagines cosas extrañas. Confía en mí, que vivía contigo.
»He intentado escribir esta carta en tono masculino. Me he esforzado, pero me resulta extraño. Me da vergüenza y no puedo seguir. Hace mucho tiempo que me convertí en una mujer, pero estaba convencida de que, en algún lugar dentro de mí, existía un yo masculino, mi verdadero yo, y de que estaba desempeñando simplemente el papel de mujer. Pero soy mujer en cuerpo y alma. Soy realmente tu madre, ¿verdad? Me estoy riendo.
»Yo amo la vida. Era un hombre y me casé con tu madre; después de su muerte he vivido como una mujer, te he criado y educado, hemos vivido juntos y nos lo hemos pasado muy bien… ¡Ah!, y hemos adoptado a Mikage. Ha sido divertidísimo, ¿verdad? No sé por qué, pero me gustaría muchísimo verla. Ella también es mi hija querida.
»Me siento muy sentimental.
»Dale recuerdos a Mikage. Y dile que no se decolore los pelos de las piernas delante de los chicos. No es decoroso, ¿no te parece?
»Te dejo todo lo que tengo. Ponte en contacto con mi abogado, tú solo no te aclararías con los papeles. De todos modos, todo es tuyo excepto el bar. ¡Qué bien, ser hijo único!
»Eriko».
Terminé de leerla y la doblé tal como estaba antes. Olía ligeramente al perfume de Eriko y sentí una punzada en el corazón. También este aroma desaparecerá algún día, y ya no olerá por más que se abra la carta. Creo que estas cosas son las más dolorosas.
Me acosté en el sofá, mi cama cuando vivía en esta casa, y me evocó unos recuerdos tan gratos que me llenaron el pecho.
La noche visitó, igual que antes, la misma habitación, y la silueta de las plantas de la ventana miraba las calles en la noche. Pero, por mucho que la esperemos, ella no volverá.
Cuando se acercaba el amanecer, se oían su tarareo y sus tacones, que se aproximaban, y abría la puerta con la llave. Al volver del bar… siempre estaba un poco ebria. Yo entreabría los párpados. Oía los ruidos de la ducha, de las zapatillas, del calentador de agua…, me tranquilizaba y volvía a dormirme. Siempre era así. Es inolvidable. La echo tanto, tanto de menos.
Yūichi, que duerme en la habitación de enfrente, ¿habrá oído mi sollozo? ¿Estará inmerso en un sueño doloroso y pesado?
Esta pequeña historia empieza aquella noche triste.
Al día siguiente, nos despertamos los dos por la tarde, a una hora bastante avanzada. Yo tenía el día libre. Leía el periódico con desgana, comiendo pan, cuando Yūichi salió de su habitación. Se lavó la cara y se sentó a mi lado:
—A ver, quizá me pase un rato por la universidad —dijo bebiéndose un vaso de leche.
—Vaya con los estudiantes. Hacéis lo que queréis —dije.
Le di la mitad del pan. Yūichi lo cogió, dijo:
—Gracias —y se lo comió.
Estábamos así, inclinados delante de la tele, y entonces tuve una sensación extraña, la de ser una verdadera huérfana.
—Mikage, ¿vuelves esta noche a tu casa? —me dijo Yūichi levantándose.
—A ver… —pensé—, me iré después de la cena.
—Caramba. Una cena hecha por una profesional —dijo Yūichi.
Me pareció una idea muy alegre y me lo tomé muy en serio:
—De acuerdo. Lo haremos a lo grande. Ya verás, cocinaré hasta morir.
Planeé con entusiasmo un gran banquete, apunté en un papel todos los ingredientes y le ordené que fuera a comprarlos:
—Coge el coche. Y cómpralo todo. Son las cosas que más te gustan, así que vuelve pronto, contento y con la idea de comértelo todo hasta reventar.
—¡Bah! Hablas como una esposa —y se marchó protestando.
En cuanto se cerró la puerta y me quedé sola, me di cuenta de que estaba muy cansada. La habitación estaba tan silenciosa que no se sentía el tiempo que marcaban los segundos. Reinaba una atmósfera inmóvil que me hacía sentir culpable de que sólo yo viviera y me moviese.
Una habitación siempre es así después de que alguien haya muerto.
Hundida en el sofá, miraba distraídamente cómo el gris de principios de invierno cubría las calles al otro lado del ventanal.
Pensé que no podía soportar el aire frío y pesado del invierno que se filtraba como una niebla por parques y calles, por todos los lugares de aquel pequeño barrio. Me sentía aplastada. No podía respirar.
Los grandes hombres, sólo con existir, emiten una luz que ilumina a quienes están a su alrededor. Y cuando esta luz se apaga proyecta una sombra pesada, irremediable. Quizá fuera una grandeza pequeña, pero Eriko estuvo aquí y luego desapareció.
Al tenderme en el sofá, recordé lánguidamente que el techo blanco me había salvado. Justo después de morir mi abuela, lo contemplaba a menudo por las tardes, cuando no estaban ni Yūichi ni Eriko.
Sí, mi abuela murió, perdí a la única persona de mi sangre y pensé que no tenía sentido. Estaba convencida de que no podía haber cosa más absurda que ésa, pero sucedió algo aún peor. Eriko fue para mí un ser gigantesco.
Aunque sea cierto que la buena y la mala suerte existen, depender de ellas es una actitud muy cómoda. Sin embargo, aunque pensara así, mi dolor no disminuiría. Desde que me di cuenta de esto, me convertí en una adulta repugnante capaz de compaginar las cosas más absurdas con las de todos los días. Pero me hizo la vida más fácil.
Justamente por eso me pesaba tanto el corazón.
Empezaron a extenderse unas nubes sombrías que se teñían ligeramente de naranja. Pronto, poco a poco, iría cayendo, fría, la noche. Y penetraría en el hueco de mi corazón.
Me entró sueño, pero dije:
—Si me duermo ahora, tendré una pesadilla.
Y me levanté. Luego, entré en la cocina de los Tanabe por primera vez después de mucho tiempo. Por un instante, apareció la cara sonriente de Eriko y me dolió el corazón. Pero tenía ganas de moverme. Parecía que últimamente no habían usado aquella cocina. Estaba ligeramente sucia y opaca. Empecé a limpiarla. Froté la cocina de gas y el fregadero con el estropajo. Lavé la fuente del horno y afilé los cuchillos. Lavé todos los paños de cocina hasta que quedaron muy blancos y sentí que, realmente, mi corazón recobraba el ánimo.
¿Por qué amo tanto las cosas de la cocina? Es extraño. Las quiero como un anhelo lejano grabado en la memoria de la mente. Cuando estoy aquí, todo regresa al punto de partida y hay algo que vuelve a mí.
Aquel verano había estudiado cocina, concentrando todos mis esfuerzos y sin profesor.
Es difícil olvidar aquella sensación, como si vibraran todas las células de mi cabeza.
Compré tres libros: introducción, teoría y práctica, y cociné todos los platos que había. Leí el libro de teoría en el autobús, en mi cama del sofá, y memoricé las calorías, las temperaturas, los ingredientes… Aproveché todo el tiempo libre para cocinar allí. Todavía tengo a mano, guardados como una joya, los tres libros completamente manoseados. Tengo cada una de las páginas ilustradas grabadas en la cabeza como los cuentos que amaba cuando era niña.
Yūichi y Eriko me decían a menudo: «Mikage, estás loca. Sí, lo estás». Y, realmente, como una loca, cociné, cociné y cociné todo el verano con fervor. Invertí todo el dinero que ganaba con mi trabajo de estudiante, y cuando fracasaba lo repetía todo, en un arrebato de ira, nerviosa; o por el contrario, con amor, hasta que saliera bien.
Recuerdo que, gracias a esas prácticas, comimos a menudo los tres juntos. Fue un verano estupendo.
La brisa del atardecer entraba por la ventana con tela metálica, y contemplando el cielo que se extendía azul con los últimos restos del calor, comíamos carne de cerdo hervida, fideos chinos fritos, ensalada de sandía… Cociné para ella, que se ponía contentísima con cualquier cosa que preparaba, y para él, que glotoneaba en silencio.
Tardé bastante tiempo en saber preparar algunos platos como tempura, tortillas con muchos ingredientes o platos con una presentación complicada… Los puntos flacos de mi carácter son la impaciencia y el descuido, pero nunca había imaginado que eso repercutiera de tal modo en la cocina. Era incapaz de esperar a que subiera suficientemente la temperatura, empezaba a cocinar sin que se escurriese bien… Me sorprendió que esas cosas tan triviales se reflejaran, sin fallar, en la presentación de la comida. Así, aunque fuera capaz de hacer la cena de un ama de casa, nunca haría los platos fotografiados en las páginas de un libro de cocina.
Y, qué remedio, me propuse hacerlo todo con minuciosidad. Secaba bien los boles, cerraba la tapa del bote de las especies cada vez que las usaba y pensaba detenidamente qué debía hacer a continuación. Cuando estaba a punto de estallar de nervios, respiraba hondo y me relajaba. Al principio estaba loca de impaciencia, pero cuando todo empezó a ir bien, pensé: «Parece que se ha arreglado todo, incluso mi carácter…». Pero era falso.
En realidad, convertirme en ayudante de la profesora de cocina, con la que ahora estoy, me pareció increíble. La profesora es una mujer famosa que no sólo da clases, sino que presenta muchos trabajos destacados en la televisión y en las revistas. Por esta razón dicen que había muchas aspirantes en el examen que aprobé. Me enteré de esto más tarde. Pensé que había tenido una suerte extraordinaria al haber podido entrar en un lugar así, habiendo estudiado sólo un verano y con tan poca experiencia, y estaba contentísima, pero me bastó mirar a las mujeres que iban a aprender cocina a la escuela para convencerme. Su mentalidad era totalmente distinta a la mía.
Llevaban una vida feliz. Estaban educadas para no salir de este ámbito de felicidad por mucho que aprendieran. Quizá por tener unos padres cariñosos. Pero no conocían la verdadera alegría. Las personas no pueden elegir lo que es mejor.
Cada uno está hecho para vivir su propia vida. La felicidad es vivir sintiendo, lo menos posible, que el hombre, en realidad, está solo.
Pero yo también creo que eso está bien. Sonreirán como una flor con el delantal puesto, aprenderán a cocinar, se enamorarán, atormentándose o desorientándose, y se casarán. Eso, creo que es magnífico. Es bonito y dulce. A mí me repugna mi vida, mi nacimiento, el ambiente en el que he crecido, todo, en especial cuando estoy muy cansada, cuando me salen granos en la cara o me siento sola, o cuando llamo a mis amigos y no están. Acabo arrepintiéndome de todo.
Pero en la cocina, aquel verano tan, tan feliz…
No tenía ningún miedo de cortarme ni de quemarme, y no me importaba pasar la noche en vela.
Cada día temblaba de emoción al poder luchar de nuevo cuando llegara la luz. Un pedazo de mi alma quedó con aquel pastel de zanahoria que preparé tantas veces que casi aprendí a hacer de memoria, y hubiera arriesgado mi vida por conseguir aquellos tomates tan rojos que encontré en el supermercado.
Así conocí las cosas agradables y ya no pude volver atrás.
Quiero seguir sintiendo a toda costa que algún día he de morir. De otro modo, no sentiría que estoy viviendo. Por eso, mi vida es así.
Suspiro con alivio al salir a la carretera nacional después de andar por el borde de un precipicio en la oscuridad. Conozco la belleza del claro de luna que penetra en mi corazón, y contemplándola pienso: «Ya basta».
Cuando terminé de limpiar y de prepararlo todo, ya era de noche.
Al tiempo que sonó el timbre apareció Yūichi empujando la puerta con dificultad, con unas enormes bolsas de plástico entre los brazos. Fui hasta el recibidor, y:
—Es increíble —dijo Yūichi, y dejó las bolsas.
—¿Qué?
—He comprado todo lo que me has dicho pero, solo, no he podido traerlo todo hasta aquí.
—¡Ah!, claro.
Asentí con la cabeza y me hice la despistada, pero, como Yūichi puso cara de enfado, decidí bajar con él al parking.
Aún quedaban dos bolsas del supermercado, tan enormes que nos costó trabajo llevarlas a casa.
—Uff, también he comprado algunas cosas para mí —dijo Yūichi con la bolsa más pesada entre los brazos.
—¿Algunas cosas? —dije. Y vi, entre un champú y unas libretas, varios paquetes de comida precocinada Retort en la bolsa que yo llevaba, y, ¡claro!, vi lo que había estado comiendo estos días—. Entonces, puedes hacer varios viajes.
—Sí, pero si vienes tú, podremos traerlo todo de golpe. Mira, la luna está preciosa —y señaló la luna con la barbilla.
—Sí. Es verdad.
Lo dije con ironía, pero, cuando entramos en el vestíbulo, me volví a mirarla con cierta pena. Emitía una claridad extraordinaria y estaba casi llena. En el ascensor, mientras subíamos, Yūichi dijo:
—Debe de tener alguna relación, ¿no?
—¿El qué?
—Pues eso, que has visto una luna muy hermosa. Esto influirá de alguna manera en la cocina, ¿no? Y no me refiero al nombre, como preparar tsukimi udon[6].
El ascensor se detuvo y, por un instante, sentí un vacío en el corazón. Ya fuera, al andar, le dije:
—¿Quieres decir en esencia?
—Sí, sí. Humanamente.
—Sí. La hay. Una relación absoluta —dije al instante.
Si hubiera sido el concurso: «Hemos preguntado a cien personas», las voces habrían resonado, como un rugido, diciendo: «Hay, hay».
—Claro, eso es. Siempre he pensado que serías una artista y estoy convencido de que, para ti, la cocina es un arte. Ya entiendo. Mikage, a ti te gusta realmente la cocina. Está muy bien.
Yūichi se quedó muy convencido, asintiendo él solo con la cabeza varias veces. Hablaba en un tono que parecía un monólogo. Yo le dije:
—Pareces un niño.
Me reí. La sensación de vacío que tenía antes tomó forma de palabras, y pensé: «Si está Yūichi, no necesito nada».
Fue sólo un instante, pero estas palabras me trastornaron. Porque brillaron muy fuerte y me deslumbraron. Acabaron colmando mi corazón.
Tardé dos horas en preparar la cena. Mientras tanto, Yūichi miró la televisión y peló patatas. Es muy hábil.
Yo aún sentía la muerte de Eriko como algo lejano. No podía afrontarla. Era una verdad triste que iría acercándose poco a poco desde más allá del shock. Yūichi estaba abatido como un sauce azotado por la tormenta.
Y así, ahora, no había más remedio que estar los dos juntos evitando hablar de la muerte de Eriko y, con ello, notamos aún más la pérdida de la noción del tiempo y del espacio. Sentí que este lugar seguro era cálido pese a no tener continuidad. Sentí que algún día tendría que pagar esta deuda. Era un presentimiento enorme y terrible. Esta enormidad hacía resaltar a los dos huérfanos en la oscuridad solitaria.
Llegó una noche transparente, y empezamos a comer el banquete que yo había preparado: ensalada, empanadas, estofado, croquetas, agedashidōfu, ohitashi, harusame to tori no aemono, kiev, cerdo agridulce, shumai…, una mezcla de comidas de diferentes nacionalidades, pero no importaba. Cenamos sin prisa, bebimos vino y nos lo comimos todo.
Curiosamente, Yūichi parecía borracho. Pensé: «¡Qué raro! Pero si no ha bebido apenas», pero miré hacia el suelo y me llevé un susto. Había una botella de vino vacía. Debía de haber bebido mientras yo preparaba la cena. Así pues, era normal que se hubiera emborrachado. Le pregunté sorprendida:
—Yūichi, ¿te has bebido toda la botella?
—Sí —dijo mientras comía apio tumbado boca arriba en el sofá.
—Pues no te salen los colores.
Yūichi puso una cara muy triste. Pensé que era difícil tratar con un borracho.
—Pero ¿qué te pasa?
Yūichi se puso serio.
—Durante todo el mes me han estado diciendo lo mismo. Estas palabras me llegan al corazón —dijo.
—¿Te refieres a los compañeros de la universidad?
—Sí.
—¿No has dejado de beber en todo el mes?
—No.
—Entonces es normal que no tuvieras ganas de llamarme —reí.
—El teléfono brillaba —dijo riéndose él también—. Cuando vuelvo a casa borracho, por la calle, de noche, la cabina de teléfonos está iluminada. Se ve muy bien, de lejos, en la calle oscura. Pienso: «Tengo que llegar hasta allí y llamar a Mikage. El número es el…». Busco la tarjeta y entro en la cabina, pero al pensar dónde estoy y lo que tengo que decirte se me quitan las ganas de llamar. Al llegar a casa, me tumbo en la cama y sueño que Mikage llora, enfadada conmigo.
—Pero era en tu imaginación donde lloraba de rabia, ¿no? El miedo hace que las hormigas parezcan elefantes.
—Sí. Ahora me siento feliz.
Creo que ni él mismo sabía lo que estaba diciendo, y continuó con voz soñolienta:
—Mikage, mi madre ha muerto, pero tú has venido y ahora estás conmigo. Ya me había hecho a la idea de que, aunque te enfadaras y no quisieras volver a dirigirme la palabra, lo comprendería muy bien. Recordar la época en que los tres vivíamos aquí era demasiado doloroso y creía que no nos veríamos nunca más. Desde niño me ha gustado que alguien durmiera en el sofá de los invitados. Las sábanas blancas me daban la sensación de que estaba de viaje, aunque estuviera en mi casa… Estos días no he comido nada decente. Pensé varias veces en hacerme algo, pero también la comida emite luz. Y al comerla se apaga, ¿verdad? No quería que sucediera, así que sólo bebía. Pensaba: «Quizá, si se lo explico bien, Mikage se quede aquí. Al menos, me escuchará». Tenía miedo de hacerme falsas ilusiones esperando una felicidad tan grande. Mucho miedo: «A pesar de mis esperanzas, si Mikage se enfureciera, me hundiría hasta el fondo». No tenía ni confianza ni paciencia para explicarte mis sentimientos.
—Sí, muy propio de ti.
Mi tono era severo, pero mis ojos se compadecían de él. Habíamos vivido juntos mucho tiempo y al instante brotaba una comprensión profunda entre los dos, casi telepática.
Me pareció que mis sentimientos complejos llegaban a aquel borracho. Yūichi dijo:
—Me gustaría que hoy el día no terminase. Espero que esta noche dure siempre. Que te quedes aquí para siempre, Mikage.
—Pero si no me importa quedarme —le dije cariñosamente, pensando que, al fin, eran disparates de borracho—. Pero Eriko ya no está. Y eso de vivir los dos…, ¿como mujer o como amiga?
—¿Vendemos el sofá y compramos una cama doble? —se rio, y luego dijo con bastante sinceridad—: Ni yo mismo lo sé. —Al contrario de lo que podía parecer, su franqueza me emocionó. Continuó—: Ahora soy incapaz de pensar en nada. ¿Qué significas en mi vida? ¿Qué haré a partir de ahora? ¿Qué ha cambiado? No comprendo absolutamente nada. Podría intentar pensar, pero no puedo decidir nada en esta situación. Sólo sacaría conclusiones tontas. Tengo que salir de este agujero. Tengo que salir pronto. Ahora no puedo mezclarte en esto. Aunque estemos juntos los dos, no podrías estar contenta en el mismísimo centro de la muerte… Tal vez nunca puedas estarlo mientras estemos juntos.
—Yūichi, no pienses todo al mismo tiempo. Las cosas van siguiendo su curso natural —dije a punto de llorar.
—Sí. Seguramente, cuando me despierte mañana, ya habré olvidado todo. Últimamente siempre es así. No hay nada que continúe al día siguiente.
Y después, Yūichi, tendido boca arriba en el sofá, dijo:
—Qué situación.
Me parecía que toda la estancia estaba escuchándolo, sumergida en la noche sin palabras. Sentía que incluso la habitación estaba desconcertada por la ausencia de Eriko. La noche avanzaba e iba aplastándonos. Nos hizo sentir que no había nada que compartir.
Yūichi y yo subíamos a veces hasta lo alto de una escalera estrecha en la oscuridad negra y brillante, y mirábamos juntos el fuego del infierno. Con el reflejo en la cara de ese calor que casi nos hacía desmayar, contemplábamos cómo hervía a borbotones un mar de fuego que espumeaba al rojo vivo. La persona que estaba a mi lado era, ciertamente, mi único amigo, y estaba más cerca de mí que nadie en el mundo, pero, sin embargo, no nos cogíamos la mano. Nos sentimos muy solos, pero somos demasiado independientes. Y yo, mirando su perfil ansioso iluminado por el fuego, pensé que, a lo mejor, ésta sí era la verdad. No éramos un hombre y una mujer en el sentido convencional, pero éramos los verdaderos hombre y mujer, los primigenios. De todos modos, el lugar era horrible. No era un sitio donde dos personas pudiesen jurarse la paz.
—… No soy adivina. —Había estado tomándome estas imaginaciones en serio y acabé burlándome de mí misma.
Veía a un hombre y a una mujer que intentaban suicidarse, mirando el fuego del infierno. Por lo tanto, su amor iría a parar allí. No podía dejar de reír, me sonaba que alguna historia parecida había ocurrido en los tiempos antiguos.
Yūichi se quedó profundamente dormido en el sofá. Tenía el rostro feliz por haber podido dormirse antes que yo. Cuando lo tapé con el futon, no se movió ni un ápice. Mientras fregaba los platos intentando hacer el menor ruido posible, derramé muchas lágrimas.
No por tener que fregar tantos platos yo sola, por supuesto, sino porque me habían abandonado en una noche muy fría que me paralizaba.
Al día siguiente, a mediodía, tenía que ir a trabajar. Por eso creí que sonaba el despertador, pero cuando alargué la mano… era el teléfono. Ya tenía el auricular en la mano.
—¿Diga? —Recordé al mismo tiempo que no era mi casa, y añadí apresuradamente—: Diga, es la casa de la familia Tanabe. —Entonces se oyó un «clic». Habían cortado.
Medio dormida, pensé que a lo mejor había llamado alguna chica y me supo mal. Miré a Yūichi. Todavía dormía profundamente. Pensé: «Qué le vamos a hacer», me arreglé, salí sin hacer ruido y me fui al trabajo. Pensé que ya decidiría aquella tarde si dormir o no allí por la noche.
Llegué al trabajo.
Las oficinas de la profesora ocupaban toda la planta de un gran edificio. Había una cocina para las clases y un estudio fotográfico. La profesora estaba revisando algunos artículos en su despacho. Era una mujer afable, todavía joven, que cocinaba maravillosamente y tenía muy buen gusto. Al verme, se quitó las gafas y empezó a darme indicaciones sobre lo que tenía que hacer.
Dijo que, como había mucho trabajo en la preparación de las clases, bastaba con que ayudara hasta tenerlo todo listo. Otra persona haría de ayudante principal. De modo que, entonces, mi trabajo terminaría antes del anochecer…
Me quedé desconcertada, pero me salvó una pregunta muy oportuna:
—Señorita Sakurai, tengo que ir a la zona de Izu a recoger algunos datos. Es un viaje de cuatro días. ¿Podría venir conmigo? Me sabe mal pedírselo tan de repente.
—¿Izu? ¿Es un trabajo para una revista? —dije sorprendida.
—Sí… A las otras chicas no les va bien. Es un proyecto que consiste en presentar platos famosos de varios hoteles y explicar cómo se preparan, ¿qué le parece? Nos alojaremos en hoteles de lujo. Pediré habitaciones individuales. Pero tendría que contestarme cuanto antes, a ser posible antes de esta noche.
Respondí antes de que terminara de hablar:
—De acuerdo —acepté de buena gana.
—Me ha salvado —dijo la profesora sonriendo.
Yendo hacia la cocina, de repente, mi corazón se aligeró. Me parecía buena idea estar unos días fuera de Tokyo y separarme de Yūichi.
Cuando abrí la puerta, Nori-chan y Kuri-chan, dos ayudantes que llevaban un año más que yo en el trabajo, estaban haciendo ya los preparativos.
—Mikage, ¿te ha hablado del viaje a Izu? —dijo Kuri-chan al verme.
—¡Qué bien! Dice que hay cocina francesa. También comerás mucho marisco y pescado. —Nori-chan sonrió.
—A propósito, ¿cómo es que voy a ir yo? —pregunté.
—Lo siento. Nosotras no podemos ir porque nos apuntamos a unas clases de golf. Pero si te va mal, una de las dos puede dejarlo, ¿no, Kuri-chan?
—Sí, claro. Dínoslo con franqueza —me dijeron las dos amablemente.
Yo sonreí.
—No, no es ningún problema, en absoluto.
Dicen que las dos entraron en la escuela por recomendación, cuando se licenciaron en la misma universidad. Naturalmente, habían estudiado cocina cuatro años y eran profesionales.
Kuri-chan era alegre y muy mona, y Nori-chan era guapa y tenía aspecto de ser de buena familia. Las dos se llevaban muy bien. Siempre vestían ropas sorprendentemente elegantes y de buen gusto, e iban siempre muy bien arregladas. Eran modestas, amables y pacientes. Destacaban incluso entre las chicas de buena familia, que no eran pocas en el mundo de la cocina.
De vez en cuando la madre de Nori-chan telefoneaba. Su manera de hablar era tan dulce y amable que me hacía sentir incómoda. Me sorprendía que supiera tan puntualmente lo que pensaba hacer Nori-chan durante el día. Es posible que las madres, en general, sean así.
Nori-chan, sujetando su cabello largo y suave con una mano, hablaba sonriendo con su madre por teléfono, con una voz que parecía un cascabel.
Me gustaban las dos a pesar de ser tan distintas a mí.
Ellas sonreían: «Muchas gracias», con sólo pasarles un cucharón. Cuando estaba resfriada, se preocupaban por mí y me preguntaban enseguida: «¿Cómo te encuentras?». Cuando se reían con el delantal blanco, bajo la luz, me sentía tan feliz que casi me entraban ganas de llorar. Trabajar con ellas me hacía sentir dichosa y sosegada.
Había trabajo hasta las tres: distribuir los ingredientes en los boles para las alumnas, calentar grandes cantidades de agua, pesar…, bastantes trabajos pequeños.
La sala, con sus grandes ventanales por los que entraba la luz, con sus mesas, hornos y cocina de gas, me recordaba el aula de las clases de Hogar.
Trabajábamos alegremente, chismorreando. Eran más de las dos. De repente, alguien llamó fuerte a la puerta.
—Será la profesora —dijo Nori-chan ladeando la cabeza. Y contestó con voz suave—: Pase.
Yo estaba en cuclillas buscando el quitaesmalte dentro de mi bolso porque Kuri-chan había gritado: «¡Oh!, no me he quitado la laca de las uñas». Al abrirse la puerta, se oyó una voz femenina:
—¿Está la señorita Mikage Sakurai?
Al oír mi nombre me levanté sorprendida. No conocía a la chica que estaba en la puerta. Todavía conservaba algo infantil en sus facciones, posiblemente fuera más joven que yo. Era baja y tenía los ojos redondos, pero la expresión era dura. Estaba de pie, firme sobre sus escarpines color beige. Llevaba un jersey fino, amarillo, y una gabardina ocre. Sus piernas eran gruesas, pero daban la impresión de ser atractivas. Todo el cuerpo era redondo. Tenía el ceño fruncido y el flequillo cuidadosamente marcado. En su cara, regordeta, había un mohín de enfado en los labios rojos.
«No es que me disguste, pero…», pensé con apuro. Era grave que, al mirarla bien, no pudiese recordar quién era.
Nori-chan y Kuri-chan se quedaron perplejas y la miraban por encima de mi hombro. No podía hacer otra cosa, y dije:
—Perdone, ¿quién es usted?
—Me llamo Okuno. He venido para hablar contigo —dijo con voz aguda y ronca.
—Lo siento, pero ahora estoy trabajando. ¿No podrías llamarme a casa esta noche?
Y cuando terminé de decirlo:
—¿Te refieres a casa de Yūichi? —dijo en un tono duro.
Comprendí, al fin. Sin duda, ella era la persona que había llamado por la mañana. Estaba segura.
—No, te equivocas —dije.
Kuri-chan dijo:
—Mikage, ya puedes irte. Le diremos a la profesora que has ido a comprar algunas cosas para el viaje.
—No hace falta. Terminaré enseguida —dijo ella entonces.
—¿Eres amiga de Yūichi? —pregunté con calma.
—Sí, soy una compañera de la universidad… He venido a pedirte un favor. Te lo diré claramente: No te ocupes más de Yūichi —dijo ella.
—Esto tiene que decidirlo él —dije—. Creo que no puedes decidirlo tú, ni en el caso de que fueras su novia.
Ella se puso roja de ira, y dijo:
—Pero ¿no te parece contradictorio? Dices que no eres su novia, pero vas a su casa, duermes allí y haces lo que se te antoja. Esto es mucho peor que vivir juntos —dijo a punto de llorar—. Yo, seguramente, comparándome contigo que vives con él, lo conozco poco, sólo soy una compañera de clase. Pero siempre he estado junto a él y le quiero. Ahora ha perdido a su madre y está destrozado. Hace tiempo le confesé lo que sentía por él. Entonces dijo: «Sí, pero Mikage…». Le pregunté si erais novios y dijo: «No, no», ladeó la cabeza y me pidió que dejáramos el tema para otra ocasión. Cuando ya todo el mundo en la universidad supo que vivía con una mujer, desistí…
—Ya no vivo allí —dije.
Ella interrumpió mis palabras, que la habían cortado, y prosiguió:
—Pero tú rehuyes todas las responsabilidades de una novia. Saboreas cómodamente la parte divertida del amor y dejas a Yūichi en una situación ambigua. Y cada vez se siente más inseguro porque coqueteas con él con esos brazos y piernas delgados y con tu pelo largo. Es muy cómodo estar siempre en esta situación, nunca demasiado cerca, nunca demasiado lejos. El amor, ¿no es algo más serio, cuidarse el uno al otro? Tú eludes esa carga con toda frescura, con aire de entenderlo todo… Deja a Yūichi. Por favor. Yūichi no hará nada mientras estés tú.
Sus palabras eran bastante subjetivas e interesadas, pero su agresividad era certera y me hirió. Intentó seguir, abrió la boca para hablar, y le dije:
—¡Basta ya!
Ella se asustó y se calló.
—Comprendo lo que sientes, pero todos vivimos cuidando nuestros propios sentimientos. Y tú en ningún momento te has referido a los míos. ¿Cómo puedes saber que yo no pienso nada, si es la primera vez que me ves?
—¿Cómo puedes hablar tan fríamente? —me preguntó con lágrimas en los ojos—. Con esa actitud, ¿dices que quieres a Yūichi? No puedo creerlo. Has ido a dormir a su casa aprovechando la muerte de su madre. Es una jugada sucia.
Mi corazón estaba lleno de tristeza y repulsión. Ella no quería saber si mi relación con Yūichi era frágil o complicada, ni cuál era mi estado cuando me recogieron en su casa, ni si la madre de Yūichi era un hombre. Sólo había venido a moralizar. Después de llamar esta mañana, había hecho averiguaciones sobre mí, se había enterado del lugar donde trabajaba, apuntado mi dirección, había venido en tren desde lejos, y todo a pesar de no poder satisfacer su amor. Qué trabajo más triste y miserable. Al imaginar sus sentimientos de todos los días y su manera de pensar, y al recordar cómo había entrado en la sala incitada por la furia, realmente me dio pena.
—Yo también tengo sensibilidad —le dije—. Yo también acabo de perder a una persona querida, exactamente igual que él. Y éste es mi lugar de trabajo, si quieres decirme algo más… —La verdad es que pensaba decirle: «Llámame a casa», pero en lugar de eso acabé diciendo—: Lloraré y te clavaré un cuchillo, ¿te parece bien?
Pensé que eran unas palabras despiadadas. Ella me lanzó una mirada furiosa.
—He dicho todo lo que tenía que decir. Adiós —dijo con frialdad y se fue pisando con fuerza. Salió dando un portazo.
Aquella entrevista, en la que no había habido precisamente coincidencia de intereses, terminó dejándome un amargo sabor.
—Mikage, tú no has hecho nada malo, en absoluto —dijo Kuri-chan con aire preocupado, viniendo a mi lado.