En un mundo excepcional, yace un planeta gobernado por cuatro imperios.
Cada uno tan distinto y ajeno del otro, como si pertenecieran a diferentes dimensiones de la realidad.
Cada uno arraigado a sus propias costumbres en siglos de tradición, realidades que desafían la imaginación, luchas que sacuden los cimientos, pasiones que arden como fuegos eternos y amores que hacen latir el corazón con un fervor inquebrantable.
En dichos reinos, los habitantes rinden ferviente culto a sus respectivas deidades: El glorificado Sol; la misteriosa Luna; el majestuoso Júpiter y la brillante Venus.
En este fascinante cosmos, la luna brilla con esplendor y destaca por sí misma, sin necesitar depender del sol para que ilumine. Es un espectáculo celestial que cautiva a todos los que tienen la fortuna de presenciarlo.
Y quien la venera, es el imperio de la Luna.
Un canto suele rondar por cada rincón:
"En el firmamento danza la luna, estrella resplandeciente,
Dicha luna ilumina el anochecer con su brillo reluciente,
Ambiente celestial que envuelve con su esplendor,
Guiando a las almas con su luz, sin temor.
En un mundo donde la luna es soberana,
Su fulgor propio no se eclipsa."
NARRA ANA
El Imperio de la Luna se encuentra dividido en cuatro regiones. Cada porción de terreno se separa por imponentes murallas que delimitan sus límites.
Aunque no tengo la certeza de todo, se sabe que dichas regiones se distinguen de características únicas. La peculiaridad reside en que están categorizadas por estratos sociales.
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La primera, llamada Starlina, es donde se encuentran las lujosas instalaciones y aposentos del emperador. Se dice que es un hombre con gran habilidad para los negocios, aunque personalmente tengo mis dudas al respecto.
En Starlina, las ciudades son prósperas y destacan por su activa vida comercial. Además, en esta región se albergan a los prestigiosos ducados.
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La segunda región, conocida como Manta, es el lugar preferido por los condes y marqueses para establecerse; geográficamente, es el sector con mayor crecimiento turístico, atrayendo visitantes de todas partes.
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En la tercera, Blanca, reside la clase media, cuyos trabajos se ajustan a sus salarios. Aquí, el mercado puede tardar en actualizarse, reflejando una vida más pausada.
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Finalmente, Perla, la cuarta región, donde se observa la más profunda pobreza en los pueblos. Los productos no llegan adecuadamente a esta zona, marcando la escasez y la falta de oportunidades. Dado esto, su mercado principal son los burdeles.
Esta es la información básica que se enseña en cada libro o papel, por más viejo que sea.
Desde que tengo memoria, yo, Ana Celine, he vivido atrapada en la cuarta región. Jamás he tenido la oportunidad de experimentar la vida como una persona normal, ya sea conocer qué es lo que me gusta, qué es lo que me disgusta, saber si tengo algún talento o encontrar algún talento, discutir por quien tiene la razón, reír a carcajadas con confianza, contemplar un atardecer, sentarme a almorzar en una mesa, elegir la ropa que vestir, enamorarme y, lo que más anhelo, explorar nuevas tierras.
A pesar de mis numerosos intentos desesperados de escape, tratando de cruzar las imponentes murallas que rodean la región, siempre me he visto frustrada en mis esfuerzos.
Cada vez que intentaba huir cruzando esas barreras infranqueables, escuchaba a los guardias de las murallas repetir una frase que, para mí, es una pésima broma:
"El emperador, luna resplandeciente, hombre dotado de intelecto para los negocios".
En mis barrios, le hemos puesto un apodo más acertado:
"Bufón, el inversor sin huevos".
Y la verdad es que le queda mucho mejor.
¡Es decir, ¿Quién en su sano juicio deja morir a su pueblo?!
Ahora, a mis veintinueve años, me encuentro en el suelo de las calles frías, acompañada únicamente por mis amigas, las moscas.
Estoy postrada en mi lecho de muerte debido a una peste que se ha estado propagando en el imperio.
Una peste que carcome implacablemente mi piel; una peste en que cada parpadeo se convierte en una tortura, como si miles de cuchillas afiladas se clavaran con cada movimiento; cada respiro es como inhalar llamas, el simple acto se vuelve una lucha agotadora.
Mover o gesticular cada parte de mi cuerpo es difícil, como si cargara toneladas sobre mis hombros, por esto, se me dificulta rascarme la comezón, aunque la carne putrefacta me advierte que cualquier contacto solo aumentaría mi tormento.
Aquellos que ostentan poder, nos relegan al olvido, negándonos el estatus de ciudadanos y privándonos del acceso a la atención médica que desesperadamente necesitamos. Incluso si, por alguna extraña razón, decidieran enviarnos medicina, tendrían el descaro de cobrarnos por ella, poniendo un precio a nuestra supervivencia.
A estas alturas, me doy cuenta de la importancia en la toma de decisiones, un tema que nunca había sido relevante para mí como lo es ahora. Esta situación me lleva a reflexionar sobre cómo las elecciones pueden forjar nuestro destino de maneras insospechadas. La contemplación de una realidad alterna, donde quizás no habría terminado en esta situación, me sume en un abismo de preguntas sin respuesta. ¿Qué hubiera sido de mí en un mundo donde las circunstancias hubieran sido distintas? ¿Podría haber escapado de esta prisión invisible impuesta por el destino o las decisiones que tomé? Y aquí es donde surge mi único arrepentimiento, por más egoísta que parezca.
Mi único arrepentimiento en la vida fue haber rechazado la oferta de matrimonio de un señor de cincuenta y nueve años, cuando yo tenía diecinueve.
En aquel entonces, mi cuerpo ya mostraba signos de desnutrición. Así que nunca entendí el motivo del por qué me lo propuso; tampoco era la más bonita del lugar en el que trabajaba; solo poseía juventud. Además, la idea de estar con alguien mucho mayor que yo, me resultaba insoportable. Pero de haberle aceptado habría salido de esta región.
Le rechacé, convencida de que mi mejor amigo me sacaría de este basurero, mi buen amigo a quien los dioses le dieron una segunda oportunidad, debido a que una familia de la tercera región lo adoptó hace veinte años. Este tipo de sucesos eran muy raros.
Comprendo el por qué nadie me haya querido cuando era una niña. Era egoísta y no merecía ser amada. Era completamente diferente a él. Él era un niño amable y generoso, compartiendo incluso la escasa comida que encontraba entre los desechos.
Pese a la jungla de recuerdos mezclados y colapsando en mi mente, hay un suceso que está impregnado en mi memoria, como si fuera un trauma. Recuerdo una ocasión en la que intenté imitarlo, tratando de compartir con una anciana que vivía entre las montañas de basura. Su piel arrugada y su mirada perdida en unos ojos grises sin brillo me asustaban. Se sentaba en una cueva improvisada hecha de latas y madera, buscando refugio en la sombra. Encontré una galleta con moho, un verdadero tesoro en ese lugar desolado. Pero cuando vi a la anciana a lo lejos, no pude evitar sentirme tentada a esconderla y guardarla para mí. Parecía como si estuviera a punto de cometer el peor de los crímenes. Sin embargo, mi buen amigo actuó de manera completamente opuesta. Reunió las migajas que había encontrado en la palma de su mano y se acercó a ella para darle de comer. Su valentía me impresionó profundamente.
En ese momento, me di cuenta de lo diferente que éramos él y yo. Él era un alma pura, capaz de compasión y generosidad en medio de la adversidad. Mientras tanto, yo me aferraba a mis egoísmos y temores.
Jake, creo que así se llamaba.
A estas alturas, me cuesta recordar su rostro; sus rasgos se desdibujan en los recuerdos borrosos de mi infancia. No obstante, antes de su partida con su familia adoptiva, él me hizo una promesa que nunca olvidaría: cuando ambos fuéramos mayores, vendría a buscarme. Mi yo de nueve años, al escuchar dichas palabras como regalo de despedida, nunca había sido tan feliz.
Qué ilusa fui.
Ahora, mírenme, me veo tan asquerosa y miserable que incluso resulta cómico pensar morir en esta situación. Que patética soy.
A lo mejor es un castigo divino encomendado por la anciana, quien, murió pocos meses después de mi intento fallido de compartir. Su partida dejó espacio para una dolorosa reflexión; Quizás, todo fue un plan orquestado como venganza justificada para hacerme ver mis falencias, y ciertamente ha funcionado. Lo entiendo, está bien.
Jake no merecía preocuparse por una egoísta como yo.
Me pregunto... ¿Cómo estará él en estos momentos? ¿Habrá descubierto sus pasiones y talentos? ¿Habrá tenido la oportunidad de contemplar los atardeceres en paz? ¿Cuánta comida habrá tenido en su mesa? ¿Cómo se verá ahora vestido con sus nuevas ropas? ¿Habrá experimentado un amor tan profundo que lo haga enloquecer? ¿Cuántos paisajes habrán visto sus ojos?
Perdóneme anciana, por no haber compartido mi alimento con usted...
—¡Oigan, aquí hay otra infectada! —resuena la voz ruda de un hombre.
Los pigmentos de color negro nublan mi vista, tornándola borrosa.
—Te sacaremos de este sufrimiento —añade otro—. Aquí está la lanza.
Así que este es mi fin.
Un punzante dolor surca mi corazón cuando el filo de la lanza me atraviesa.
Paz. Mi cuerpo estremecido finalmente siente paz.
A mi alrededor todo es oscuro.
Sin embargo, el simple hecho de seguir consciente es perturbador.
Una caricia, siento una calidez que me rodea, como si fuera una caricia.
—¿Quién es? —pregunto con voz temblorosa.
Al voltear, veo una luz.
La luz es tan fuerte que me fuerza a cerrar los ojos. Todo es blanco y luminoso, pero poco a poco, la intensidad disminuye, y como si no pudiera saber de qué se trataba, despierto.
Me encuentro en una cama, algo que parece un lujo inimaginable para mí. Hace tiempo que no sentía la calidez de una cama. Qué extraño.
—A despertar, ya son las seis de la mañana, a hacer el aseo, vamos, vamos —se escucha la voz de una señora, le reconozco, una de las administradoras del burdel.
—Ya veo... ni siquiera fui al cielo, no pensé que ser pobre igual te llevaría al infierno —digo con cierta ironía.
Todas las chicas en la habitación se detienen y me miran de manera extraña. Pero nadie dice nada.
—Veo que algunas siguen somnolientas, vamos, vamos, trabajan para dormir en una cama, son afortunadas —mientras decía aquello, aplaude con las manos en compás, instando a que nos demos prisa.
Sí, sin dudas estoy en el infierno.
Empiezo a estirarme y tocar las sábanas, todo se siente tan real.
—Oye, pellízcame —le pido a una compañera.
Pero todos me ignoran y salen apresuradamente para comenzar su jornada de trabajo.
Observo la gran habitación con camas. Vaya, esto lo recuerdo muy bien.
Las mujeres que trabajaban en la prostitución se encontraban instaladas en otra habitación más lujosa, donde recibían un trato preferencial por parte de los administradores del burdel. Incluso les servían comida como pago de sus servicios.
¿Por qué elegían esa posición de trabajo? Lo hacían con el fin de escapar, tenían la esperanza de que enamorarían a algún cliente y este las llevaría a otra región, sacándolas de la pobreza.
Muchas se quedaban embarazadas con ese fin, pero los padres jamás volvían a hacerse cargo, por más dinero que tuvieran.
Ojos cansados, cuerpos flacos y desgastados. Para una prostituta, estas cualidades no eran demandadas, y simplemente las tiraban a la calle.
Yo me limitaba a hacer el aseo, servir la comida a los clientes, quienes venían con el propósito de ser infieles, personas de la tercera región, y rara vez, de la segunda.
Siento como alguien me pellizca el brazo, es la administradora del burdel.
—¿Piensas quedarte en la cama todo el día? —me reprende con brusquedad.
El dolor del pellizco era muy real, y me hizo despertar de mi ensimismamiento.
—¿Qué año es? —pregunto, tratando de entender lo que está sucediendo.
Quizás no debí hacerlo, porque su mirada se torna severa, como si hubiera cometido una ofensa imperdonable.
La respuesta que recibo fue un tirón de orejas, sacándome de la cama sin contemplaciones.
—Si no piensas aportar en nada...
—Sí, sí, ya voy —me quejo, masajeando mi brazo adolorido—. Ay, ay.
Todo se siente tan real, tan tangible, que me cuesta creer que no estuviera en los mantos celestiales. Infierno o no...
Volver al pasado... no es algo común, ¿o sí?
Rápidamente me visto con la ropa que encuentro a la mano.
(...)
Ahora estoy en el restaurante del burdel, donde los clientes comienzan a llegar.
Observo a las chicas, a cada una sumida en su rutina y realidad, lo que me invade en una profunda tristeza. Siento el peso de la desesperación y la resignación, atrapadas en un ciclo de sufrimiento y explotación.
—¿Ana, al final irás a ver a ese señor? —pregunta una voz vagamente conocida.
Volteo, era una amiga, le recuerdo, es María. Murió cuando tenía veinticinco, la asesinaron a golpes en las calles.
Al parecer, tras morir, mi memoria ha mejorado, y pensar se me hace más fácil.
—¿Ese señor? —inquiero confusa.
"Mi único arrepentimiento fue rechazar la oferta de matrimonio de un señor de cincuenta y nueve años"
A mi mente, vino aquel pensamiento, mi única oportunidad, un medio, por más horrible que sea, de escapar.
—Aquel hombre que te ofreció matrimonio, yo si fuera tú, lo acepto por más perturbador que te parezca —dice María sin despegar la vista de las mesas que limpia.
Si no me falla la memoria, hoy es el día en el que debo dar mi respuesta a aquel hombre. Ni siquiera lo conozco, pero si he vuelto hasta este punto de mi vida, es por algo.
Además, sé lo que pasará si lo rechazo.
Si volví a mis diecinueve años, aún puedo intentar vivir de otro modo.
Repasemos. Pensemos en aquel hombre, lo único que sé de él es... La nada misma.
Solamente había asistido cinco veces al burdel.
Mientras servía en el restaurante, nunca lo he visto pedir a una chica.
Pese a su gran edad, nunca se vio amenazante, siempre estaba callado.
Peor es nada.
—Tienes razón, María... De casualidad, ¿Sabes si teníamos que encontrarnos en algún lugar o él vendría directamente aquí? No recuerdo muy bien. —pregunto nerviosa.
—Desde la mañana has estado actuando de un modo muy extraño. ¿Estás enferma? ¿Te duele la cabeza? Eso respondería a tu falta de lucidez. —me examina con la mirada.
—Todo está bien —digo nerviosa—. Es que trasnoché reflexionando.
—Está bien. Aquel hombre dijo que vendría hoy al restaurante. Cuando le sirvas su comida, le das tu respuesta, así de sencillo. —explica—. O... ¿Esperabas ir a las elegantes calles de nuestra región para un compromiso? —bromea María.
A pesar de la tensión que siento, sus palabras me hacen sonreír.
María, pobre María, no merecías morir de esa forma. Más que una amiga, representabas una figura materna, pese a que teníamos la misma edad. De solo pensarlo, se me lagrimean los ojos.
—Oh, ¿Estás bien? ¿Fue muy brusco lo que dije? —María pregunta preocupada.
—No es nada, quizás sí esté enferma. —fuerzo a que mi estado emocional se neutralice—. Voy a aceptar su propuesta.
Me preparo mentalmente para recibir a aquel hombre en el restaurante del burdel.
Con el paso de las horas, la ansiedad se apodera de mí. ¿Y si se retracta? No tenía idea de cómo actuar o qué decir.
Hasta qué... Finalmente, llega el momento.
Aquel hombre se presenta en el restaurante. Se muestra sereno, como si no le afectara estar en un lugar como este.
Avanzo hacia su mesa, llevando un plato en la mano, intentando controlar mis nervios. Cada paso que doy provoca un revoltijo en mi estómago. Nuestras miradas se encuentran, y es en ese instante cuando dudo.
Quiero dar un paso atrás en mi decisión. Todo parece tan incierto, pero entonces mi mente se llena de imágenes de habitantes tirados en las calles debido a la infección, sus cuerpos en estado de putrefacción. No quiero volver a enfrentar ese dolor.
—Buenas tardes, señor —digo con voz suave—. Aquí tiene la carta de hoy.
Me mira a los ojos, detenidamente.
—Respecto a su propuesta, he venido a darle mi respuesta.
Él asiente, esperando paciente a que continuara.
—Acepto su oferta de matrimonio —revelo con decisión.
Para mi sorpresa, no dice mucho. Su mirada es apacible.
—De acuerdo, entonces hablaré con tu jefa para que esté al tanto del tema y podamos marcharnos cuanto antes.
—Ah, pero antes ¿No pedirá algo para servir? —inquieta. Todo es rápido.
—No. —Tras esto, se levanta para hablar con la administradora sobre mi renuncia.
No sé qué futuro me espera, pero estoy dispuesta a intentarlo, para buscar un camino diferente.
Ya no hay vuelta atrás.