Ragnar II
Ragnar se vio arrancado del sueño por una persistente voz que lo llamaba con tono monótono. Un sentimiento de confusión y pesadez lo envolvía mientras luchaba por abrir los ojos.
—¿Alteza? Alteza —la voz insistente lo llamaba una y otra vez, rompiendo la tranquilidad de su letargo.
—Gr... Déjame dormir —Ragnar respondió con voz somnolienta, tratando de encontrar una posición más cómoda en el suelo donde había estado descansando.
—Majestad, la comida ya está lista —la voz femenina continuaba hablando mientras comenzaba a moverlo ligeramente, tratando de sacarlo de su letargo—. Si no come, no tendrá fuerzas para la ceremonia de coronación.
Las palabras resonaron en la mente adormecida de Ragnar, sintiendo el peso del cansancio en su cuerpo. Apenas pudo emitir un gemido de cansancio. Sin embargo, cuando la voz conocida lo sacó de su letargo, su mente se iluminó con una claridad repentina. «Mi Liz...».
Los ojos de Ragnar se abrieron de par en par y se volvió hacia la fuente de esa voz tan querida. Frente a él estaba Liz, una joven mujer de una belleza impactante. Su rostro, moldeado en forma de corazón, estaba iluminado por unos hermosos ojos verdes esmeralda que brillaban con curiosidad. Su larga melena de color blanco-hueso caía en cascada sobre sus hombros. Vestida con un traje de sirvienta que realzaba su figura en forma de reloj de arena, Liz irradiaba una elegancia natural y una belleza sin igual. Sus grandes y redondos pechos, su fina cintura y sus caderas sutiles completaban su figura perfecta.
—Liz... —La palabra escapó de los labios de Ragnar en un susurro cargado de emoción mientras se acercaba a ella y la rodeaba con sus brazos en un abrazo cálido y reconfortante. Liz correspondió al gesto sin vacilar, devolviendo el abrazo con ternura y afecto. En ese momento, envuelto en los brazos de Liz, Ragnar sintió como si una parte de la pesadez que lo había abrumado se desvaneciera.
Mientras Ragnar rodeaba a Liz con sus brazos, un torrente de emociones lo invadió. El peso de la culpa y el remordimiento se apoderó de él cuando recordó el momento desgarrador en el que no pudo salvar a Liz de la violencia y la muerte. «No voy a dejar que nadie te haga nada, mi Liz», fue el único pensamiento que resonó en la mente de Ragnar mientras apretaba el abrazo con más fuerza. Quería con todas sus fuerzas borrar el dolor y la angustia que había experimentado su Liz, prometiéndose a sí mismo protegerla de cualquier mal que pudiera amenazar su felicidad.
Liz era su "Sienne", una persona huérfana que había sido asignada para servir de por vida a un príncipe o princesa. En muchos casos, los Sienne eran tratados como meros objetos, utilizados según los deseos y caprichos de sus amos, sin tener voz ni libertad propia. Sin embargo, Ragnar la había tratado con respeto y consideración, viéndola más como una compañera y amiga que como una propiedad. Durante años, Liz había sido su única amiga y apoyo en momentos difíciles. Aunque Ragnar no estaba seguro de los sentimientos exactos que albergaba hacia ella, sabía que no la quería perder. Ella era suya, solo suya. Ya fuera por el cariño genuino que sentía hacia ella, el aprecio por su lealtad inquebrantable o incluso algo más profundo. «No voy a dejar que nadie te haga nada, mi Liz», fue el único pensamiento que resonó en la mente de Ragnar mientras apretaba el abrazo con más fuerza. Quería con todas sus fuerzas borrar el dolor y la angustia que había experimentado su Liz, prometiéndose a sí mismo protegerla de cualquier mal que pudiera amenazar su felicidad. En ese abrazo, Ragnar encontró un momento de conexión pura y sincera. Con cada latido de su corazón, renovó su determinación de ser el escudo protector de Liz, jurando protegerla con todas sus fuerzas hasta el último aliento.
—Majestad, ¿le sucede algo? —Liz habló mientras se acurrucaba un poco en Ragnar.
—Solo tuve un mal sueño, Liz... Pero estoy bien —dijo Ragnar, aunque el recuerdo del "mal sueño" lo hacía enojar y entristecer a la vez.
—Está bien, pero si necesita algo no dude en comunicármelo, ¿sí? —dijo Liz mientras le daba una de sus pequeñas pero bonitas sonrisas.
—Claro, Liz, y gracias... —respondió Ragnar mientras acariciaba suavemente el cabello de Liz. El roce reconfortante del cabello de Liz bajo los dedos de Ragnar transmitía una sensación de calma y seguridad que le resultaba reconfortante. A pesar de la tormenta de emociones que había experimentado en su sueño, la presencia tranquilizadora de Liz lo ayudaba a volver a tierra firme.
—Gracias, Liz. Tu preocupación significa mucho para mí —dijo Ragnar con sinceridad, devolviéndole una sonrisa reconfortante.
—Siempre estaré aquí para ti, majestad. Esa es mi promesa —respondió Liz con una expresión serena y un brillo de determinación en sus ojos.
El intercambio de palabras y gestos entre ellos creó un vínculo de confianza y apoyo mutuo que trascendía las barreras de su relación amo-servidor. Para Ragnar, Liz era mucho más que una simple Sienne; era una amiga valiosa y una aliada inquebrantable en los momentos difíciles. Mientras se sumergían en ese momento de calidez y compañerismo, Ragnar sintió un destello de esperanza brillando en el horizonte, recordándole que, incluso en los momentos más oscuros, siempre había luz al final del túnel.
Liz se separó suavemente de Ragnar, llevándose consigo el aura reconfortante que había creado su cercanía. Con gracia, se puso de pie y regresó con una bandeja de comida, cuyos aromas tentadores llenaron la habitación.
—Lo siento, majestad. Las Docheri fueron muy estrictas con las instrucciones, solo pude preparar alimentos permitidos: carne, miel y papas —explicó Liz con un tono de disculpa mientras colocaba la bandeja en el suelo.
—No te preocupes, Liz. Entiendo las restricciones del ritual de renacimiento para la coronación. Además, sé que cocinas delicioso —respondió Ragnar con una sonrisa cálida, admirando la habilidad culinaria de Liz.
El "Ritual de Renacimiento" era un aspecto crucial de la coronación real, una tradición arraigada en la cultura y la religión de Greuvus. Aunque Ragnar comprendía las razones políticas detrás de este ritual, también reconocía su importancia simbólica para el pueblo. Mantenerse conectado con las creencias religiosas de sus súbditos era fundamental para ganar su apoyo y lealtad.
Mientras compartían la modesta pero sagrada comida del ritual, Ragnar reflexionaba sobre las responsabilidades y expectativas que recaían sobre sus hombros como futuro rey. Lo odiaba, pero estaba decidido a hacerlo por su venganza y vivir como quisiera.
Liz observó con cuidado la expresión de Ragnar mientras le ofrecía el plato con la suculenta carne bañada en miel, acompañada del cremoso puré de papas y el cuerno rebosante de hidromiel.
—Lo sé, alteza, pero esto no es precisamente la comida digna de un rey. Prometo que después de la ceremonia te prepararé algo más acorde a tu posición —dijo con voz suave, buscando ofrecerle un poco de consuelo en medio de las restricciones del ritual.
Ragnar aceptó el plato con gratitud, reconociendo el esfuerzo de Liz por ofrecerle algo más allá de las limitaciones impuestas.
—Está bien, Liz. Aprecio enormemente tu preocupación y tus esfuerzos. Y agradezco el hecho de que al menos te permitan acompañarme en este momento —respondió con un gesto amable, dejando en claro que su presencia era valiosa más allá de la calidad de la comida.
Acomodándose en el suelo, Ragnar ajustó ligeramente su camisa de mangas largas y sus pantalones de lino blanco, preparándose para disfrutar de la modesta comida en el sencillo entorno del lugar donde había pasado la noche. A pesar de las limitaciones y las expectativas impuestas sobre él como futuro rey, encontrar confort en la compañía de Liz en ese momento era un pequeño alivio en medio de las preocupaciones y responsabilidades que lo aguardaban.
Liz, entre bocado y bocado de la comida ritual, planteó una pregunta que parecía haber estado esperando el momento adecuado para formular.
—Alteza, ¿puedo hacerle una pregunta? —dijo, mostrando un atisbo de curiosidad en su voz. Ragnar asintió con gesto receptivo.
—Por supuesto, Liz. Adelante.
—¿Está realmente contento de finalmente convertirse en rey? Desde que era un niño, parecía que eso era su objetivo principal, ¿no es así? —preguntó Liz, su tono se desvió de su habitual neutralidad, mostrando una sorprendente expresión de interés y una ligera sonrisa.
Ragnar, llevando un pedazo de carne a su boca, pausó por un momento antes de responder con un tono que revelaba una mezcla de reflexión y desapego.
—La verdad... no lo sé —confesó, dejando entrever la carga emocional que llevaba consigo desde hacía mucho tiempo. Para él, la idea de ser rey nunca fue un sueño acariciado con fervor, sino más bien una carga impuesta que lo llenaba de pesar y frustración.
Liz, confundida por la respuesta, frunció levemente el ceño.
—Pero, alteza, ¿no ha estado luchando por el trono contra sus hermanos desde que era apenas un niño? —inquirió, tratando de comprender la perspectiva de Ragnar.
Ragnar exhaló profundamente, sintiendo el peso de sus propias palabras.
—La verdad, Liz, yo... nunca deseé esto. Nunca anhelé el trono ni la corona. Solo luché por ellos por una persona, una persona que solo me ha utilizado —confesó con una mezcla de tristeza y resignación.
Al mencionar el nombre de Lady Sabina, Liz dejó escapar un suspiro cargado de resentimiento.
—Es por Lady Sabina —repitió Liz, dejando que el nombre resonara en el aire con un deje de amargura.
Lady Sabina: el nombre evocaba recuerdos de una promesa rota, de un amor traicionado. Ragnar recordaba con claridad los días en que su corazón latía al ritmo de los susurros dulces que intercambiaba con ella, la segunda hija de la familia Vernignac. Durante años, había creído que Sabina era el amor de su vida, el faro que iluminaba su destino incierto. Pero esos sueños se desmoronaron cuando, meses antes de su regreso de una campaña militar, Sabina se entregó en matrimonio a su hermano Arlan. La traición de Sabina cortó profundamente en el alma de Ragnar, dejando cicatrices emocionales que nunca sanarían por completo. Aunque aceptó con resignación su decisión, el dolor y la decepción le pesaban como una losa sobre el corazón. Sin embargo, el golpe más devastador llegó cuando descubrió su papel en el complot para derrocarlo. En ese momento, el amor que alguna vez sintió hacia ella se desvaneció para dejar paso al odio.
Desde ese día, cada vez que pronunciaban su nombre, Ragnar no podía evitar sentir un torbellino de emociones encontradas: el recuerdo de lo que alguna vez fue y el veneno de la traición que lo envenenó todo. Pero siempre permanecía ese odio que sentía ante ella.
Ragnar negó con la cabeza, desviando la mirada hacia algún punto perdido en el suelo de la habitación.
—No... no fue por ella, Liz. Hablaba de mi madre.
Liz frunció el ceño, visiblemente confundida por la revelación.
—Pero, alteza, la segunda reina lo ama, usted es su único hijo —intentó argumentar, buscando entender la situación.
Una risa amarga escapó de los labios de Ragnar.
—Pensé lo mismo que tú, Liz. Pero ahora sé que todo ha sido una farsa. Mi madre solo me ve como un peón en su tablero de ajedrez, un instrumento para asegurar su poder sobre Vaékha —explicó con una mezcla de dolor y resignación.
El rostro de Liz se llenó de tristeza ante la confesión de Ragnar.
—Alteza...
—No menciones esto, por favor, Liz —rogó Ragnar con un gesto de súplica en sus ojos, deseando protegerla de la oscura verdad que acababa de revelar.
Liz asintió en silencio, ofreciendo una de esas raras sonrisas que tanto reconfortaban a Ragnar. «Siempre estás aquí para mí, Liz», pensó con gratitud mientras le devolvía la sonrisa.
Después de que Ragnar y Liz terminaran de comer, las Docheri se apresuraron a sacar a Liz de la habitación, dejando a Ragnar solo para prepararlo para la ceremonia de coronación. Estas mujeres, cuyas túnicas negras las identificaban como seguidoras devotas de la diosa Vrisna, eran tan misteriosas como inquietantes. Con sus medias máscaras de oro negro, que asemejaban mandíbulas humanas, parecían emisarias de la muerte misma. Con manos expertas, las Docheri despojaron a Ragnar de su camisa blanca, sustituyéndola por una atmósfera de solemnidad. Con sangre fresca como tinta, comenzaron a trazar en su piel uno de los cinco rezos sagrados del Libro de la Muerte, las palabras que invocaban la protección contra un final injusto. Estos rezos, adornados con símbolos que recordaban a las antiguas runas celtas o vikingas, se inscribían con cuidado en la piel de Ragnar, dotándolo de una protección sobrenatural en el umbral de su ascenso al trono.
Cuando las Docheri terminaron su tarea, Ragnar recibió la orden de dirigirse a la entrada principal de la Iglesia de Aqlis, donde le esperaría el Dodsbringer. Este líder religioso, investido con el máximo poder en la jerarquía de la iglesia, era el último eslabón en la cadena de autoridad. No había nadie más allá del Dodsbringer, cuya presencia infundía respeto y temor en igual medida.
Mientras avanzaba por el camino hacia el centro principal de oración de la Iglesia de Aqlis, Ragnar se encontró ante una imponente estructura de estilo gótico. El edificio, una maravilla arquitectónica que parecía tocar el cielo, irradiaba una presencia majestuosa y sagrada. Una vez dentro, se encontró ante una escena que le resultó familiar pero igualmente sobrecogedora: una gigantesca estatua de la diosa Vrisna, esculpida en oro negro y adornada con rubíes y diamantes negros que reflejaban la luz de las velas, creando destellos siniestros en la penumbra del recinto. La figura de la diosa, con su semblante enigmático y su trono de cráneos de hierro negro, imponía respeto y temor. Junto a la estatua se alzaba el símbolo sagrado de Vrisna, una imponente "Y" de oro negro, con cada extremo rematado con tres líneas entrelazadas y rombos de oro rojo, representando los pilares fundamentales de su fe. El símbolo irradiaba una energía oscura y poderosa, recordándole a Ragnar la omnipresencia de la deidad que dominaba sobre su vida.
En su mente, Ragnar no dirigía una plegaria, sino una exigencia silenciosa y una súplica cargada de resentimiento. «Si me estás observando, espero que me ayudes», murmuró en lo más profundo de su ser, sus palabras cargadas de desdén y desesperación. No sentía gratitud hacia su diosa, sino temor y odio, sentimientos que había alimentado con el paso del tiempo y las experiencias que le había tocado vivir.
Al salir de la imponente iglesia, Ragnar se encontró con el Dodsbringer y sus acompañantes, quienes aguardaban con solemnidad en el exterior. El Dodsbringer, la máxima autoridad de la Iglesia de Aqlis, se destacaba por su imponente presencia, envuelto en una túnica negra algo desgastada y una máscara de hierro negro, detallada con elegantes toques de oro rojo. A su lado, dos Docheris hombres lo acompañaban, vistiendo túnicas rojas que contrastaban con el oscuro entorno y mascarillas en forma de cráneo, ornamentadas con oro rojo. Uno de los Docheris sostenía un cojín sobre el cual descansaba la corona de Ragnar, una pieza majestuosa forjada en acero Klok, una aleación única y poderosa creada por los hábiles artesanos de Vaékha. El aro abierto, adornado con detalles en oro negro y veinte rubíes incrustados en forma de diamantes, destellaba bajo la luz del sol, emanando un aura de autoridad y poder. Los diez rubíes adicionales, dispuestos en forma de lágrima, añadían un toque de elegancia siniestra a la coronación inminente.
El otro Docheris portaba un cáliz de acero Klok, enriquecido con detalles en oro y resplandeciente con incrustaciones de rubíes. Sin embargo, lo más impactante era el líquido carmesí que llenaba el cáliz, la sangre de su pueblo destinada a ser derramada en el ritual de "renacimiento". Este preciado líquido simbolizaba el sacrificio y la renovación, elementos centrales en la ceremonia que estaba por llevarse a cabo.
El acero Klok, con su apariencia oscura como la noche y patrones de color rojo escarlata, era el símbolo de la destreza artesanal y el poderío técnico de Vaékha. Esta aleación era un testimonio de la grandeza de su civilización, superando incluso al legendario acero Mithril en flexibilidad, dureza y ligereza. Las armas y artefactos forjados con acero Klok eran reverenciados en todo el mundo conocido por su calidad incomparable y su durabilidad legendaria.
Mientras Ragnar avanzaba hacia el altar, la solemne atmósfera del lugar lo envolvía y asfixiaba como su primer día, junto con la mirada penetrante del Dodsbringer y sus seguidores, acentuaba el peso del momento. Ragnar sabía que estaba a punto de asumir un rol que nunca había deseado, impulsado por la promesa de venganza y la esperanza de forjar un destino diferente. En su mente, el odio y la resolución se entrelazaban.
A medida que Ragnar se aproximaba al Dodsbringer y a los Docheri, pudo percibir la atmósfera vibrante que llenaba la plaza que se extendía frente a la iglesia. Un mar de gente se agolpaba en el espacio abierto, lanzando alabanzas y aclamaciones que resonaban en el aire. Los vítores se multiplicaban, creando una cacofonía de sonidos que reverberaban en los oídos de Ragnar. Entre la multitud, se distinguían voces que lo llamaban por sus epítetos más conocidos: "¡Lobo Demoníaco!", proferían algunos, recordando tal vez su primera batalla y victoria La Batalla del Bosque de los muertos batalla donde erigió un muro de cadáveres a su joven edad de 14 años. Otros, con una mezcla de admiración y temor, lo aclamaban como el "¡Demonio del Mar Carmesí!", evocando la famosa batalla naval conocida como La Tormenta Roja, donde había enfrentado y derrotado a los reyes de los mares. Sin embargo, un sobrenombre destacaba sobre los demás, resonando con fuerza en el corazón de la multitud: "¡Lobo Blanco!". Este apelativo, que había adquirido durante sus hazañas, lo había convertido en una figura reconocida en todo el continente. Sin embargo, el bullicio y el júbilo de la multitud se desvanecieron en un instante cuando el Dodsbringer alzó la mano en señal de silencio.
El gesto del Dodsbringer provocó un efecto inmediato, como si un manto de quietud se extendiera sobre la plaza. El clamor de la multitud se desvaneció gradualmente, dejando un silencio expectante que llenaba el aire con una tensión palpable. Todos los ojos estaban puestos en Ragnar, esperando con anticipación el comienzo de la ceremonia de coronación que estaba por llevarse a cabo.
— Hijos de Vrisna —comenzó el Dodsbringer con una voz que, aunque gentil, resonaba con autoridad, captando la atención de todos los presentes en la plaza—. Hoy nos reunimos para presenciar el nacimiento de un rey, un príncipe destinado a ascender y convertirse en el gobernante digno del reino de Vaékha. —Su tono firme y tranquilo llenó el espacio, infundiendo solemnidad al momento. Invitó a Ragnar a acercarse con un gesto—. Arrodíllate.
Ragnar obedeció, sintiendo el frío del piso de roca pulida bajo sus rodillas. Mientras se postraba, escuchó las palabras del Dodsbringer, que resonaban en sus oídos con un eco de antigüedad y solemnidad.
— Ragnar Wintercolt, hijo de Constantine Wintercolt y Alice Velkor, descendiente de los Hombres del Invierno y los clanes Wiyer y Colts que conquistaron toda Vaékha, y del clan Mogner que sometió Klelia. —El Dodsbringer recitó su linaje con reverencia, recordando la gloria y el poder de las generaciones pasadas. Luego, se dirigió a Ragnar con una pregunta importante—. Ante tu pueblo y nuestra diosa Vrisna, ¿estás listo para prestar los juramentos sagrados?
Ragnar asintió con solemnidad, y el Dodsbringer prosiguió con el ritual, presentando el cáliz de la muerte que contenía la sangre de su pueblo como símbolo del compromiso que estaba a punto de sellar. Con un gesto ceremonial, el líquido comenzó a fluir sobre la cabeza de Ragnar, impregnando su cabello y descendiendo sobre su cuerpo en una cascada simbólica de los lazos que lo unían a su tierra y su gente.
— Ragnar, ¿juráis hoy y por el resto de vuestros días ser leal a vuestro pueblo? —El Dodsbringer habló con una voz potente que resonaba en la plaza.
— Lo juro —respondió Ragnar con igual determinación, proyectando su voz para que todos pudieran escuchar.
— ¿Juráis ser la espada y el escudo de vuestro reino?
— Lo juro.
— ¿Juráis mantener siempre vuestra lealtad al credo de Aqlis y ser un fiel seguidor de la iglesia de Aqlis?
— Lo juro.
— Y por último, ¿juráis que solo emprenderéis la guerra bajo la bendición de Vrisna?
— Lo juro —. Al pronunciar estas palabras, Ragnar sintió un ardor repentino recorrer su cuerpo, una sensación que no había experimentado antes.
— Muy bien —. El Dodsbringer pareció satisfecho con los juramentos de Ragnar. La sangre que fluía sobre él cesó de repente, y Ragnar sintió un peso familiar asentarse en su mente—. Ahora, levantaos, Ragnar, Rey de Vaékha y de los Vaékhos —. Con su declaración, Ragnar se puso de pie, y los vítores de la multitud volvieron con renovada fuerza, aclamándolo ahora con un nuevo título: "¡Rey Lobo, Rey Lobo!"
Ver el apoyo de su pueblo siempre le hacía sentir una felicidad melancólica, ya que recordaba cuánto tuvieron que sufrir por las guerras y rebeliones.
— Majestad, ahora tendrá que dar su caminata del renacer hacia su castillo —dijo el Dodsbringer con solemnidad.
— Bien —fue la única respuesta de Ragnar mientras se preparaba para iniciar el camino.
Al comenzar a descender las escaleras de la iglesia, noté la formación de dos líneas de soldados con armaduras de placas, adornadas con diseños que evocaban un esqueleto oscuro y yelmos que imitaban cráneos humanos. Sostenían escudos de torre con una abertura en el centro para las lanzas de hoja ondulada que portaban, además de llevar una espada Gladius en sus cinturones y un mandoble sobre sus hombros. Estos hombres no eran mis soldados, sino miembros de las Órdenes de la Muerte, afiliadas a las iglesias de Aqlis y conocidas popularmente como "Hijos de Vrisna". Estaban allí para resguardar mi camino hacia el castillo.
Su camino fue interrumpido por niños que se escabullían entre la multitud para poder verlo, y algunos ciudadanos emocionados, en especial mujeres que se adelantaban para besarle la mano o tocarlo, e incluso algunos ancianos que buscaban la oportunidad de estrechar su mano. Era un gesto que ningún plebeyo tendría la oportunidad de realizar en toda su vida. A pesar de estas interrupciones, el camino transcurrió en relativa tranquilidad, lo que le permitió a Ragnar reflexionar sobre sus futuros movimientos y las decisiones que tendría que tomar. Tan inmerso estaba en sus pensamientos que apenas se dio cuenta cuando llegó a las enormes puertas de madera de ébano de su castillo, el "Krovav Rok", hogar ancestral de su familia. Frente a las puertas, dos imponentes hombres de aproximadamente 2.20 metros de altura, vestidos con armaduras de placas idénticas, aguardaban. Eran los Demons Volks, los soldados de élite más temidos y leales del reino y el continente. Se decía que para derrotar a uno de ellos se necesitarían más de diez mil soldados de élite, y lo más impresionante de todo era su lealtad ciega hacia su rey, hacia él.
Los Demons Volks destacaban con sus yelmos cerrados, adornados con crestas en forma de cuchillas doradas, y sus armaduras de placas y cota de doble anillo de Acero Klok, que lucían su característica apariencia en negro y rojo escarlata, con ornamentos dorados resplandecientes. Sus ropajes de tela Ash, de un rojo oscuro profundo, complementaban su imponente presencia. Portaban una alabarda, un escudo largo y un enorme mandoble, todo fabricado con Acero Klok y engalanado con detalles en oro. Acompañado por los Demons Volks, Ragnar entró directamente en la enorme sala del trono, donde lo esperaban los representantes de las doce familias nobles, los castellanos de sus fortalezas, algunos gemelares y capitanes de su ejército y flota, así como líderes de ciudades, puertos, villas y pueblos. La mera visión de esos rostros conocidos despertaba en él un torbellino de emociones, y más aún cuando sus ojos se posaron en sus hermanos y hermanas, junto con sus madres. Hubiera deseado poder hacer algo más que simplemente mirarlos.
Continuó su camino hacia su trono, un imponente asiento esculpido en roca pulida de un profundo tono negro, cuyas superficies estaban adornadas con la historia de su linaje, tallada en oro reluciente. A los costados del trono se alzaban dos colosales figuras de lobos forjados en Acero Klok, con deslumbrantes diamantes rojos incrustados en sus ojos, como si estuvieran vigilando cada movimiento en la sala. Cuando Ragnar tomó asiento en su trono y sus ojos recorrieron la asamblea reunida ante él, un solo pensamiento llenó su mente: «Esto va a ser jodidamente estresante».