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Chapter 8 - La Tribu Goblin

Urul I

«¡Carajo!», pensó Urul, mientras observaba el desalentador panorama. Frente a sus ojos, cientos de goblins y bugbears mal armados y peor protegidos avanzaban contra los imponentes muros de piedra, cargando pesadas escaleras y cubriéndose torpemente con sus toscos escudos. Los defensores kobolds, posicionados en las alturas de los mal construidos muros y las frágiles torres de piedra y madera, lanzaban una lluvia de flechas, saetas y lanzas, diezmando sin piedad a las hordas enemigas. La escena era un caos sangriento, un espectáculo de muerte y desesperación. Los cuerpos mutilados se amontonaban en charcos de sangre, mientras los gritos de agonía se mezclaban con el rugido de la batalla.

Lo único positivo en aquel desastre, pensó Urul, era que los cadáveres de sus soldados comenzaban a amontonarse, creando un macabro camino que permitía a las rudimentarias torres de asedio avanzar por encima del foso defensivo cavado por los kobolds. Era una solución pésima, pero no había otra opción. Urul nunca se interesó en estudiar tácticas militares en su vida anterior; ahora, las consecuencias de su ignorancia eran evidentes. Sus diez hermanos, tan ineptos como él, compartían el mando del vasto ejército que su padre les había confiado para conquistar las minas kobolds. Los hermanos, al igual que Urul, carecían de cualquier noción estratégica, y ahora pagaban el precio de su incompetencia. Se maldecía por no haber prestado atención en las pocas clases de estrategia militar que su padre había insistido en darles. Ahora, en medio de la carnicería, cada error se pagaba con vidas.

A su lado, 2,000 jinetes hobgoblin montados en feroces hienas esperaban órdenes, actuando como su guardia personal en el mar de criaturas que formaban el ejército. Esta fuerza, aunque desorganizada, era abrumadora en número: 250,000 goblins, 58,000 bugbears, 14,500 trolls y 32,400 hobgoblins, sumando un total de aproximadamente 363,900 combatientes en el primer asalto. Además, otros 786,700 guerreros aguardaban en el campamento, listos para el segundo asalto. Sin embargo, la cantidad no compensaba la falta de disciplina y liderazgo. Urul observaba cómo sus tropas caían como moscas bajo el fuego enemigo, incapaces de organizarse en formaciones coherentes. Los goblins, los más numerosos y también los más cobardes, corrían en todas direcciones, creando un caos aún mayor.

Urul suspiró, contemplando la magnitud de la operación. Era un número impresionante, pero la falta de coordinación y estrategia hacía que se sintiera como una masa inútil de carne y acero. Los kobolds, aunque menos numerosos, aprovechaban su ventaja en terreno elevado y sus defensas, haciendo pagar caro cada paso a las fuerzas invasoras. La lluvia de proyectiles no cesaba, y los gritos de los heridos resonaban en el aire, creando una sinfonía de horror. Los cuerpos destrozados se amontonaban junto a las murallas, creando un escenario de pesadilla. Urul podía ver el miedo en los ojos de sus hombres, el mismo miedo que él trataba de ocultar tras una fachada de liderazgo.

Mientras observaba el campo de batalla, Urul no podía evitar sentir una profunda frustración. Las hienas inquietas bajo los jinetes reflejaban la tensión en el aire. Los gritos de guerra y los gemidos de los moribundos creaban una sinfonía macabra que resonaba en sus oídos. Sabía que el segundo asalto era inminente y que debían encontrar una manera de romper las defensas kobolds o enfrentarse a una humillante derrota. La desesperación se apoderaba de él mientras buscaba alguna señal de esperanza en el caos. Pero no había ninguna. Sólo más muerte y destrucción.

Urul suspiró profundamente, sintiendo el peso de su destino. ¿Por qué mierda había aceptado convertirse en el campeón de Ulluco? Aquel ser despreciable lo había reencarnado en la Tribu Xuild, una comunidad gobernada por hobgoblins que, a su vez, dominaban a otras criaturas como goblins, ogros y trolls. A pesar de su naturaleza salvaje, la tribu estaba sorprendentemente bien organizada y se encontraba estratégicamente ubicada en el Bosque de los Mil Horrores. Este inmenso bosque y pantano, tan vasto como un continente, albergaba cientos de tribus de diversas especies y razas. Entre todas ellas, la Tribu Xuild era la más grande, liderada por el temido jefe Lkui, quien tenía más de 120 hijos. Uno de estos hijos era Franky, ahora conocido como Urul. La ironía no se le escapaba: había pasado de ser un rey demonio a un peón en un juego más grande de lo que jamás había imaginado.

Franky Khatun... Así se llamaba en su primera vida. Había sido un hombre gordo de 27 años, cuya vida terrenal había sido un desperdicio. Nunca logró nada significativo y siempre sintió que el mundo le debía algo. Su existencia había sido una cadena de decisiones mediocres y arrepentimientos. Su mala dieta le causó un infarto fatal, y despertó en un mundo de fantasía medieval como los que había visto en sus animes. Renació como el rey demonio de ese mundo, haciendo lo que se le antojaba: se acostó con quien quiso, mató y humilló a su antojo, disfrutando de una vida de poder absoluto. Pero cuando finalmente murió después de esa excelente vida, mientras flotaba en el limbo, Ulluco, un asqueroso ser encorvado con brillantes ojos rojos, emergió de la oscuridad y le ofreció ser su campeón. La promesa de un nuevo comienzo, de un poder aún mayor, había sido demasiado tentadora para rechazar.

Aceptó sin preguntar, convencido de que sería el nuevo rey de ese mundo. Pero se jodió. Pensó que renacería con todos sus poderes, pero no. Ni siquiera preguntó en qué lo iban a reencarnar y, para colmo, en su tribu ni siquiera había hermosas humanas con quienes reproducirse. Carajo, solo estaban las feas y desagradables goblins, hobgoblins y las razas esclavizadas. Ninguna era agraciada, y cuando preguntó dónde estaban los humanos para asaltar y tomar algunas esclavas, solo se burlaron de él. Al parecer, todo el Bosque de los Mil Horrores estaba cercado en tierra por un titánico muro defensivo que era imposible atravesar. Y si intentaban cruzarlo por el mar, serían cazados y esclavizados por piratas y esclavistas de diferentes razas. La trampa estaba bien tendida, y él, en su arrogancia, había caído en ella.

Recordó el día en que aceptó la oferta de Ulluco. En su arrogancia, ni siquiera se molestó en considerar las consecuencias. El ser le había prometido poder, pero no mencionó las condiciones. Ahora estaba atrapado en el cuerpo de Urul, un hobgoblin más en una tribu bárbara, luchando en una guerra que no entendía y que no quería pelear. La realidad de su nueva vida era cruel. No había castillos imponentes ni reinos que gobernar, solo el implacable bosque y las interminables luchas de poder entre tribus de diferentes razas salvajes e incivilizadas. En este momento, mientras observaba la carnicería frente a los muros kobolds, sentía una profunda desesperación. Su vida anterior había sido un desperdicio, y su nueva vida parecía ser aún peor.

Después de maldecir su situación, escuchó un sonido aterrador que le heló la sangre: árboles rompiéndose. Volteó rápidamente y vio emerger del denso bosque una columna de enormes tejones, cada uno equipado con una semi armadura de hierro. Sobre sus lomos llevaban grandes torres de madera donde se apostaban más kobolds, armados y listos para la batalla. Estos imponentes animales surgían del bosque a la derecha de sus fuerzas, y poco tiempo después, otra oleada de enormes tejones emergió del bosque a la izquierda, envolviendo a su ejército en una pinza mortal. El pánico se apoderó de él al ver a sus soldados siendo aplastados y desgarrados por las bestias.

Urul sintió un nudo en el estómago al ver la magnitud del ataque enemigo. Los kobolds no solo defendían sus muros con eficacia, sino que también habían planeado un contraataque devastador. Las torres de madera en los lomos de los tejones eran como fortalezas móviles, desde las cuales los kobolds podían disparar con impunidad. Cada vez que un tejón embestía, su armadura de hierro rebotaba las flechas y lanzas, mientras los kobolds disparaban desde las alturas. Las enormes criaturas avanzaban implacablemente, aplastando todo a su paso, dejando un rastro de destrucción y muerte.

—¡Rápido, hagan algo! ¡Que los putos trolls ataquen o que los arqueros disparen, no sé, que los jinetes ataquen! —chilló Urul, tratando de imponer algo de orden en medio del caos. Sus hermanos, tan ineptos como él, daban chillidos y gritos desesperados, incapaces de controlar la situación, sus voces apenas audibles sobre el rugido de la batalla.

Los hobgoblins y los jinetes sobre hienas se movilizaron con rapidez, pero la sorpresa y la ferocidad del ataque kobold habían desestabilizado las filas. Los goblins, siempre más débiles y cobardes, comenzaron a dispersarse, creando brechas en la defensa que los tejones aprovecharon sin piedad. Los bugbears intentaron cargar y subir a los tejones, pero estos se sacudían, lanzándolos por los aires. Los trolls, aunque más resistentes, fueron derribados con facilidad; una sola barrida de los tejones los hacía volar o los aplastaba, sus gritos de agonía resonando mientras eran desgarrados sin piedad. La sangre y las vísceras cubrían el campo de batalla, convirtiéndolo en un escenario infernal de caos y destrucción.

Urul estaba desesperado. La ventaja numérica de su ejército era ahora su mayor desventaja: la desorganización y el pánico se propagaban como un virus. Los rugidos de los tejones y los gritos de los kobolds resonaban en el aire, mezclándose con los aullidos de dolor de los heridos y moribundos. El hedor de la muerte y la sangre era abrumador, envolviendo a Urul en una nube de desesperanza.

Los tejones, enormes y feroces, aplastaban a los desafortunados que se encontraban en su camino. Las torres de asedio improvisadas eran destruidas por los mismos tejones, ahora prácticamente inútiles, derrumbándose y aplastando a los que se encontraban bajo ellas. La situación era insostenible. Urul quería huir, así que ordenó a su guardia que se preparase para una retirada al campamento. Sentía la desesperación creciendo dentro de él, como una sombra que amenazaba con consumirlo por completo.

—¡A los tejones! ¡Concéntrense en los tejones! —ordenó Urul desesperadamente, esperando que un ataque coordinado pudiera detener al menos a algunos de los gigantescos animales. Pero sus palabras sonaban vacías, una súplica en medio del caos.

Los arqueros hobgoblins y los pocos ballesteros que tenían comenzaron a disparar hacia las bestias, pero la gruesa armadura y la resistencia natural de los tejones hicieron que muchos de los proyectiles rebotaran o se clavaran sin causar daño significativo. Algunos kobolds cayeron, pero no los suficientes. Las flechas llovían inútilmente sobre los tejones, que avanzaban implacables, aplastando a todo aquel que se interpusiera en su camino.

—¡Puta madre! —maldijo Urul mientras veía a su ejército desmoronarse. Sentía el peso de la desesperación y el fracaso aplastándolo, como una losa fría y pesada sobre su pecho.

El caos reinaba en el campo de batalla. Los hobgoblins intentaban reagruparse, pero cada embestida de los tejones volvía a desbaratar sus líneas. Los goblins corrían en todas direcciones, buscando refugio, mientras los trolls y bugbears intentaban en vano detener la avalancha de destrucción. Los gritos de los moribundos se alzaban por encima del ruido de la batalla, un coro macabro que llenaba el aire.

—¡Retirada! ¡Retirada a los que sobrevivan! —gritó Urul con todas sus fuerzas—. ¡Reagrúpense en el claro del oeste! ¡Vamos, muévanse! —Su voz era apenas audible sobre el rugido de los tejones y los gritos de sus tropas en desbandada.

La retirada fue caótica, pero algunos lograron escapar. Urul, montado en su hiena, dejó atrás esa carnicería, maldiciendo su suerte mientras corría hacia el campamento que habían construido para el asedio. Mientras se alejaban, la visión de los tejones persiguiéndolos lo alarmó aún más. Los implacables animales no mostraban signos de detenerse, sus ojos brillando con una ferocidad casi sobrenatural.

—¡Carajo, carajo! —murmuró, apretando los dientes y sintiendo el pánico a su alrededor. La adrenalina corría por sus venas, mezclándose con el miedo y la desesperación.

Al llegar al campamento, el desorden continuaba. Los soldados que habían logrado huir estaban heridos, exhaustos y desmoralizados. Las reservas se estaban movilizando, ellos eran muchos más, así que podían tener una oportunidad de no morir, pero la esperanza era escasa. Urul miró a su alrededor, viendo los rostros llenos de terror y desesperación de sus tropas. Sabía que estaban al borde del colapso, y no podía hacer nada para evitarlo.

Las tiendas estaban derrumbadas, los suministros esparcidos por el suelo, y los gritos de dolor resonaban en el aire. Los tejones, aunque frenados temporalmente, no tardarían en retomar su ataque. Urul sabía que estaban condenados.

—Maldita sea, Ulluco —murmuró, apretando los puños con rabia—. Maldita sea mi suerte y maldita sea esta vida. —Se giró hacia sus hermanos, sus ojos llenos de desesperación—. ¡Preparen a los guerreros! ¡No podemos dejar que nos masacren aquí! —ordenó, aunque sabía que era una lucha inútil.

—¡Defiendan el campamento! —gritó Kuot, el mayor entre ellos, señalando a los hobgoblins más cercanos—. ¡Fortifiquen las entradas y prepárense para resistir!

Los jinetes sobre hienas formaron un perímetro defensivo mientras los pocos arqueros y ballesteros restantes se apostaban en posiciones elevadas. Los tejones, sin embargo, no se detenían, avanzando implacablemente hacia el campamento, sus ojos brillando con una furia insaciable.

—¡Disparen a las patas! ¡Hagan lo que sea para frenarlos! —gritó Woll, uno de sus hermanos que también había llegado, esperando ganar tiempo desesperadamente.

Las flechas y los virotes comenzaron a llover sobre los tejones, apuntando a sus patas y partes menos protegidas. Algunos de los gigantescos animales tropezaron y cayeron, creando breves momentos de esperanza. Sin embargo, la mayoría seguía avanzando, implacables en su misión de destrucción, aplastando a los caídos bajo su peso. La tierra temblaba con cada paso de los monstruosos tejones, y el pánico se extendía como una plaga entre las filas defensivas.

Urul sabía que resistir no era suficiente. Necesitaba hacer algo o pensar en cómo sobrevivir y no morir. Observó el terreno y las defensas improvisadas del campamento, buscando una ventaja desesperadamente. Su mente corría, intentando encontrar una solución en medio del caos.

—¡Formen barricadas con los carros y las tiendas! ¡Usen todo lo que puedan encontrar! —ordenó, con voz temblorosa pero aún así autoritaria.

Los trolls y bugbears comenzaron a mover los carros y a derribar tiendas, creando obstáculos para los tejones. Mientras tanto, Urul se subió a uno de los muros de troncos que construyeron antes de asediar la mina de los kobolds. Desde su posición elevada, pudo ver el alcance del desastre que se avecinaba.

—¡Prendan fuego rápido! —gritó de repente—. ¡Prendan fuego a las barricadas cuando los tejones estén cerca!

La idea era simple: los tejones, a pesar de su ferocidad, eran animales. Sus mentes primitivas reaccionarían ante el fuego. Usar el fuego para crear una barrera que detuviera o al menos ralentizara a los tejones era su última esperanza. Los hobgoblins y goblins rápidamente comenzaron a preparar antorchas y materiales inflamables.

Las barricadas improvisadas se encendieron, creando una línea de fuego que hizo que los primeros tejones levantaran sus dos patas ante las llamas. El calor y el resplandor de las llamas los hicieron retroceder momentáneamente, rugiendo de frustración y dolor. La estrategia de Urul parecía funcionar, al menos por ahora.

—¡Sigan disparando! ¡No dejen que se acerquen! —gritó Kuot, animando a sus tropas a mantener la presión.

Las flechas y virotes seguían lloviendo sobre los tejones, apuntando a sus puntos vulnerables. Algunos más cayeron, incapaces de soportar las heridas y el calor del fuego. Pero los tejones que quedaban seguían luchando, empujando contra las barricadas en un intento de romper la línea defensiva.

El fuego crepitaba y los gritos de los heridos se mezclaban con los rugidos de las bestias. La batalla por el campamento se había convertido en una lucha desesperada por la supervivencia. Urul, mirando la escena desde su posición elevada, sintió un nudo en el estómago. Sabía que esto era solo una tregua temporal. Si no encontraban una manera de derrotar a los tejones por completo, su destino estaba sellado.

Mientras las llamas ardían y los tejones retrocedían, Urul comenzó a pensar en su próxima movida. La desesperación y la rabia lo impulsaban, pero también sabía que necesitaba ser astuto. La noche caía, y con ella, la esperanza de una victoria clara se desvanecía. Tendrían que luchar con cada recurso disponible, cada truco sucio y cada táctica desesperada. El aire se llenaba de humo y el hedor de la carne chamuscada, una sinfonía de caos que Urul encontraba, en el fondo, casi satisfactoria.

—Estos idiotas inútiles no sirven para nada —murmuró entre dientes, observando a sus tropas desorganizadas y aterrorizadas. Sentía una mezcla de desprecio y superioridad, como si él fuera el único con algo de cerebro en todo el maldito ejército.

Urul observó el campo de batalla con los ojos entrecerrados, llenos de desdén y amargura. Su mirada se posó con desprecio en Kuot, su hermano mayor, quien gritaba órdenes a los hobgoblins como si fuera el amo y señor del mundo. "¿Quién se cree este cretino?", pensó Urul para sí mismo mientras mascaba sus palabras con veneno interno.

—Kuot, mueve tu trasero inútil y reúne a los jinetes —espetó, su voz llena de un desprecio mal disfrazado—. No vayas a equivocarte otra vez y hacer algo estúpido.

Kuot se giró hacia él con furia contenida. Sus ojos chispearon de rabia antes de que sus puños se cerraran con fuerza. "¡Tú no eres nadie para hablar así!", gritó Kuot, su voz resonando por encima del tumulto de la batalla. Sin previo aviso, su puño conectó con la mandíbula de Urul, quien apenas logró mantenerse en pie.

La pelea estalló como un barril de pólvora entre los hermanos, el resentimiento y la rivalidad que habían acumulado a lo largo de los años explotaron en una vorágine de golpes y maldiciones. Los otros hermanos acudieron apresuradamente para separarlos, pero la tensión se mantuvo como un manto pesado sobre todos ellos.

—¡Ya basta! —rugió Woll, su voz resonando como un trueno sobre el campo de batalla—. ¡Esto es una estupidez!

Urul escupió sangre al suelo, sus labios temblando de rabia reprimida mientras miraba a Kuot con un odio penetrante.

—Tienes suerte de que estemos ocupados, Kuot —masculló entre dientes—. Pero cuando todo esto acabe, me aseguraré de que pagues por cada golpe, cada humillación.

Kuot le lanzó una mirada burlona antes de girarse bruscamente hacia las tropas, sus ojos despreciativos recorriendo a cada uno de sus hermanos. —Entonces, terminemos esto primero y después arreglamos cuentas —gruñó, su tono lleno de condescendencia—. ¡A sus malditas posiciones!

Mientras los tejones seguían embistiendo las defensas y el fuego crepitaba amenazadoramente, Urul y sus hermanos se esforzaron por reorganizar a las tropas. El campo de batalla era un caos de gritos desesperados, sangre salpicada y cuerpos caídos. Los hobgoblins disparaban sin tregua, los goblins corrían en todas direcciones como ratas asustadas, y los trolls y bugbears luchaban encarnizadamente cuerpo a cuerpo con los tejones, cuyos rugidos llenaban el aire con una furia salvaje.

En medio del caos y la confusión, Urul trató de concebir un plan. Necesitaban algo más que simples ataques frontales para sobrevivir y, si tenían suerte, vencer. Observó a los tejones con sus ojos inyectados de ira y pensó con malicia en cómo desestabilizarlos.

—¡A los ojos! —gritó de repente, su voz cortante como un látigo—. ¡Apunten a los ojos! ¡Déjenlos ciegos y verán cómo se desploman!

Las tropas respondieron al instante, ajustando sus tácticas para atacar los puntos vulnerables de los tejones. Algunos de los monstruos retrocedieron, gritando de dolor mientras se debatían cegados por las heridas punzantes. Pero otros continuaron avanzando, alimentados por una determinación tan feroz como la propia guerra que los rodeaba.

La batalla se prolongaba, cada segundo más agónico que el anterior. El fuego, aunque poderoso, comenzaba a flaquear. Necesitaban un último golpe de genialidad para detener definitivamente a los tejones.

—¡Preparen las trampas! —ordenó Urul con un tono que resonaba con desesperación—. ¡Usen todo lo que tengan, malditos idiotas!

Los hobgoblins y goblins se movieron con una urgencia febril, desplegando redes y clavando picas con la esperanza de que algo, cualquier cosa, pudiera detener la embestida de los tejones. La esperanza de una victoria segura se desvanecía rápidamente, pero Urul no permitiría que la derrota lo encontrara sin dar su última lucha. Mientras el humo y los gritos llenaban el aire, las trampas se tejían rápidamente, cada movimiento impregnado de una desesperación palpable.

Los hermanos de Urul trabajaban con una determinación salvaje, sabiendo que su supervivencia dependía de cada decisión y cada movimiento. Los rostros cansados pero resueltos, reflejaban una mezcla de miedo y determinación. Esta batalla era una danza macabra de violencia y desesperación, donde la única certeza era que solo los más astutos y despiadados sobrevivirían.

Así, entre el caos y la brutalidad de la guerra, Urul se alzó como un líder implacable, despreciado por muchos pero temido por todos.

Urul observaba con ojos críticos, su mente buscando cualquier signo de debilidad en sus defensas improvisadas. Sabía que su única esperanza era usar la astucia para superar la fuerza bruta de los tejones. Era un ser despreciable y egoísta, cuya única motivación era la supervivencia a cualquier costo.

—¡Más rápido, imbéciles! —gritó, su voz llena de desprecio—. ¡Si no lo hacen bien, todos moriremos, y será por vuestra estupidez!

Los tejones seguían avanzando, sus cuerpos masivos empujando contra las barricadas en llamas. El calor y el humo no eran suficientes para detenerlos por completo, pero sí los ralentizaban. Los arqueros y ballesteros apuntaban a los ojos de las bestias, y algunas caían, rugiendo de dolor. Aun así, la mayoría continuaba su avance implacable.

—¡Ulluco, haz algo útil por una vez en tu miserable vida y dirige a los arqueros! —gritó Urul, señalando a uno de sus hermanos menores que estaba paralizado por el miedo.

Ulluco, temblando, asintió y comenzó a dar órdenes a los arqueros, aunque su voz apenas se escuchaba por encima del caos. Urul observó con desprecio, consciente de la inutilidad de sus hermanos. Eran todos unos idiotas, pero eran los únicos que tenía.

—Kuot, —dijo Urul, tratando de ocultar el resentimiento en su voz—. Si no podemos contenerlos aquí, llevaremos la lucha a su territorio. Necesitamos un grupo de jinetes que rodee y ataque desde atrás.

Kuot lo miró con escepticismo, pero asintió. —Lo haré, pero recuerda que si esto falla, será tu cabeza la que ruede primero.

Urul sonrió con amargura. —No te preocupes, hermano. No fallaré.

Mientras Kuot reunía a los jinetes, Urul observó cómo las trampas se preparaban. Sabía que esto era su última oportunidad. Si los tejones atravesaban sus defensas, no habría ninguna esperanza.

—¡Prendan las antorchas! —gritó—. ¡Preparen las redes!

Los tejones estaban cada vez más cerca, sus cuerpos masivos empujando contra las barricadas en llamas. Urul observó con tensión mientras las primeras bestias caían en las trampas. Las redes se levantaron, atrapando a los tejones en un enredo de cuerdas y picas. Algunos rugieron de dolor al ser empalados, mientras otros intentaban liberarse con desesperación.

—¡Ahora! —gritó Urul, señalando a los arqueros—. ¡Apunten a sus ojos, y no fallen, malditos inútiles!

Las flechas y virotes llovieron sobre los tejones atrapados, cegándolos y debilitándolos. El caos era total, pero por un momento, parecía que la estrategia de Urul estaba funcionando. Las bestias, atrapadas y heridas, empezaron a retroceder.

Kuot, liderando a los jinetes, aprovechó la oportunidad para atacar desde atrás. Sus hienas rugían mientras embestían a los tejones, creando aún más confusión entre las filas enemigas. La táctica de flanqueo funcionaba, pero la batalla estaba lejos de terminar.

Urul, viendo un rayo de esperanza, sintió una renovada determinación. —¡Sigan atacando! ¡No les den respiro! —gritó, su voz resonando sobre el campo de batalla.

El fuego, las flechas y las trampas empezaban a hacer mella en los tejones. Los rugidos de las bestias heridas llenaban el aire, mezclándose con los gritos de los hobgoblins y goblins. La batalla era feroz, pero por primera vez, Urul sintió que tenían una oportunidad de ganar.

Pero entonces, un rugido ensordecedor resonó a través del campo de batalla. Un tejón particularmente gigantesco, el líder de la manada, emergió de entre las sombras, sus ojos llenos de una furia descontrolada. Con un solo golpe, rompió las barricadas y las redes, abriendo un camino directo hacia el campamento.

—¡Mierda! —murmuró Urul, sintiendo un nudo de miedo en el estómago—. ¡Todos a sus posiciones! ¡Detengan a ese monstruo!

Los arqueros y ballesteros apuntaron sus armas hacia el gigantesco tejón, pero sus flechas parecían no tener efecto. El líder de los tejones avanzaba imparable, derribando a cualquiera que se interpusiera en su camino.

Urul, desesperado, buscó una solución. Sabía que si no detenían a ese tejón, todo estaba perdido. Con una mezcla de miedo y furia, tomó una lanza y corrió hacia el frente, decidido a enfrentar al monstruo.

—¡Vamos, bestia asquerosa! ¡Acabemos con esto! —gritó, lanzando la lanza con todas sus fuerzas hacia el tejón.

La lanza voló por el aire y se clavó en el ojo del tejón, haciéndolo rugir de dolor. El monstruo se tambaleó, pero no cayó. Urul, sin embargo, no se detuvo. Con una mezcla de valentía desesperada e idiotez temeraria, corrió hacia el tejón, dispuesto a luchar hasta el final.

Varias flechas llovieron alrededor de Urul mientras corría, una de ellas raspándole la mejilla y arrancándole un grito de furia. Tomó otra lanza y, con un rugido inarticulado, la clavó en el flanco del tejón. El monstruo se sacudió, casi aplastándolo bajo su peso.

—¡Sujétenlo firme! —gritó Urul, señalando a los trolls que tiraban de la red con todas sus fuerzas.

Los trolls clavaron sus pies en el suelo, gruñendo con esfuerzo mientras el tejón luchaba contra la red. El hierro oxidado se clavaba en la piel de la bestia, arrancándole sangre y haciendo que sus rugidos se volvieran aún más ensordecedores.

Urul, aprovechando la oportunidad, corrió hacia el tejón con la lanza en alto. Con una determinación feroz, la clavó en el cuello del monstruo, buscando un punto vital. La lanza penetró profundamente, y el tejón se estremeció, su cuerpo sacudido por espasmos de agonía.

—¡Manténganlo abajo, malditos estúpidos! —gritó Urul, mientras retiraba la lanza y la clavaba de nuevo, una y otra vez, en un frenesí de violencia.

La sangre salpicaba por todas partes, cubriendo a Urul y a los trolls. Finalmente, el tejón dejó escapar un último rugido y cayó al suelo, sus fuerzas agotadas. Los kobolds atrapados en la red gimieron, aterrorizados y heridos, pero vivos. Urul, cubierto de sangre y jadeando, se volvió hacia las tropas, sus ojos llenos de un desprecio feroz.

—¡Lo logramos! —gritó uno de los trolls, levantando su maza en señal de victoria.

Urul lo miró con un odio palpable. —¿Lo logramos? ¡Idiota! ¡Esta victoria fue más difícil de lo que debía ser por culpa de inútiles como tú! —espetó, escupiendo al suelo. Sus ojos recorrían el campo de batalla, donde sus tropas yacían muertas o moribundas.

—¡Los que no están heridos, levanten sus inútiles cuerpos! —gritó Kuot, su voz firme a pesar del cansancio—. ¡Tomaremos esa puta mina esta noche!

Los guerreros que aún podían moverse se levantaron con esfuerzo, algunos tambaleándose mientras recogían sus armas. La mirada de Kuot era feroz, su determinación inquebrantable.

—¡No hemos venido hasta aquí para fracasar! —continuó Kuot, señalando hacia la entrada de la mina—. ¡Esos malditos kobolds pagarán por lo que han hecho!

Fralor su segund hermanos lanzó una carcajada amarga. —Sí, pagarán, pero no porque ustedes sean competentes. ¡Sino porque no tienen otra opción más que obedecerme o morir!

Los hobgoblins, trolls y goblins siguieron a Urul y a sus demás hermanos, avanzando hacia la entrada de la mina. El aire estaba cargado de tensión y el sonido de sus pasos resonaba en la noche. El fuego de las barricadas aún ardía, iluminando el camino con un resplandor siniestro.

Al acercarse a la entrada, los kobolds que aún defendían la posición lanzaron una lluvia de flechas y virotes. Los guerreros de Urul levantaron sus escudos, protegiéndose lo mejor que podían mientras avanzaban hacia las torres que aún no estaban en llamas o destruidas. Los gritos de los heridos y el olor a carne quemada llenaban el aire, creando una atmósfera de desesperación y caos.

—¡Muévanse, pedazos de mierda! —vociferó Rokop, otro de sus hermanos, empujando a un hobgoblin que había caído al suelo—. ¡Si no pueden luchar, al menos no estorben!

Un goblin cayó a su lado, atravesado por una flecha, y Urul lo pateó con desprecio. —¡Inútil! —escupió, sin detenerse a ayudarlo.

Kuot, al frente de la formación, se movía con una eficiencia brutal. A cada paso, dirigía a los guerreros hacia adelante, su rostro una máscara de concentración y furia. Los kobolds, atrincherados en sus defensas, lanzaban proyectiles sin descanso, pero Kuot mantenía a sus tropas avanzando.

—¡A la derecha! —ordenó Kuot, señalando una torre parcialmente derruida—. ¡Despejen esa área y aseguren la entrada!

Un grupo de trolls cargó hacia la torre, sus mazas aplastando a los kobolds en su camino. Las criaturas más pequeñas chillaban, atacando con todo lo que tenían, sacrificándose si era necesario para matar a tan siquiera uno, pero los trolls eran implacables. La madera crujía y se astillaba mientras los trolls derribaban la estructura, eliminando cualquier resistencia.

Urul, viendo una oportunidad, se lanzó hacia adelante. —¡Síganme! ¡Tomemos esa puta entrada y acabemos con esto! —gritó, su voz una mezcla de rabia y desesperación.

Los hobgoblins y goblins lo siguieron, atravesando el caos y el fuego. Urul levantó su lanza y la arrojó hacia un kobold que disparaba desde una posición elevada. La lanza atravesó su garganta, haciendo que la criatura cayera muerta al instante.

—¡Es nuestro momento! —rugió Urul, avanzando con una ferocidad desesperada.

Al llegar a la entrada de la mina, Urul vio a los kobolds retroceder, sus ojos llenos de miedo. —¡Maten a todos! ¡No dejen a ninguno vivo! —ordenó, su rostro una máscara de odio.

Los guerreros de Urul se lanzaron contra los kobolds, sus armas desgarrando carne y hueso. La sangre salpicaba por todas partes, y los gritos de agonía llenaban el aire. Los kobolds, enloquecidos por la desesperación, luchaban con todo lo que tenían, pero los invasores eran implacables.

Kuot se unió a la masacre, su maza aplastando cráneos y quebrando huesos. —¡Así se hace, hermanos! —gritó, su voz resonando sobre el rugido de la batalla.

La entrada de la mina se convirtió en un baño de sangre, los cuerpos de los kobolds amontonándose mientras los guerreros de Urul avanzaban implacablemente. El suelo estaba cubierto de vísceras y miembros cercenados, y el aire era un coro de muerte y destrucción. Así fue durante toda la noche al entrar a los túneles de la mina, donde más cayeron. No hubo misericordia para nadie. Los kobolds, atrapados en la oscuridad de sus propias madrigueras, fueron masacrados sin piedad. Los gritos de dolor y desesperación se mezclaban con el eco de los golpes y los rugidos de los invasores, creando una sinfonía de horror que resonaba en las profundidades de la tierra.

Urul, cubierto de sangre y jadeando, salió finalmente de los túneles al amanecer. Se paró en la muralla de los kobolds, mirando el campo de batalla con desdén. No podía creer que todo ese derramamiento de sangre y destrucción hubiera sido necesario contra criaturas tan patéticas como los kobolds. Si así de difícil había sido luchar contra estos pequeños y débiles seres, no quería ni imaginar cómo sería enfrentarse a los malditos humanos, elfos, orcos y los demás campeones de los otros dioses.

—¡Malditos cobardes! —rugió, pateando el cadáver de un kobold cercano—. ¿Así es como pelean? ¡Patético!

La victoria no le sabía dulce. Estaba amargado, furioso, y su mente no dejaba de darle vueltas a las posibilidades. Él no era el rey de su tribu; apenas era uno más entre muchos hermanos, y había otros mucho más fuertes y poderosos que él. No podía dejar de pensar en lo insignificante que se sentía en comparación con ellos.

—Kuot, Rokop, Ulluco, todos ustedes, —gritó, volviendo su mirada hacia sus hermanos—. ¡No crean que esto fue una gran victoria! ¡Esto fue una mierda! Si no podemos manejar a estos desgraciados kobolds sin casi morir, ¿qué esperanza tenemos contra enemigos verdaderos?

Kuot lo miró con frialdad, su desdén apenas disimulado. —Tal vez si tuvieras un poco más de cerebro y un poco menos de boca, Urul, no habríamos perdido tantos.

—¡Cállate, imbécil! —rugió Urul, avanzando hacia Kuot con los ojos llenos de furia

Kuot no se movió, su mirada fija en Urul, desafiante. —Sí, hermano me puedo callar y obedecer tus estúpidas ideas, pero eso no te hace menos inútil.

Urul levantó su lanza, temblando de rabia, pero antes de que pudiera hacer algo, Rokop intervino, empujándolo hacia atrás.

—¡Basta! —gritó Rokop, su voz resonando como un trueno—. Tenemos una misión que cumplir. Si nos matamos entre nosotros, no llegaremos a nada.

Urul bajó la lanza, respirando con dificultad. Su rabia no había disminuido, pero sabía que Rokop tenía razón, adema el bastardo era mas fuerte que el y lo podía matar.

—Bien, —gruñó, dándole la espalda a sus hermanos. Urul los observó, sus pensamientos oscuros y llenos de odio. Sabía que esta pequeña victoria no era suficiente. Sabía que tendría que demostrar su valía una y otra vez, y que siempre habría alguien dispuesto a desafiarlo.

Mientras caminaba entre los cadáveres de los kobolds y de los guerreros de su tribu, Urul sintió una punzada de duda. No era el más fuerte, ni el más estrategico, y desde luego no era el más querido. Pero era el más inteligente entre esos salvajes, y estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para obtener en el poder, aunque eso significara aplastar a cualquiera que se interpusiera en su camino.

El amanecer bañaba el campo de batalla con una luz cruda y reveladora, exponiendo toda la carnicería de la noche. Urul se detuvo un momento, mirando el horizonte. Sabía que esta era solo una pequeña victoria en una guerra mucho más grande y cruel. Una guerra que lo pondría a prueba de maneras que aún no podía imaginar.

—Este es solo el comienzo, —murmuró para sí mismo, apretando los puños—. Y yo seré el que reine al final, sin importar el costo. Con esa oscura resolución, Urul se giró y se dirigió hacia las fortificaciones.