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El Capricho de los Dioses

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Synopsis

Chapter 1 - El Trato

Se podía observar a un hombre que, aunque aparentaba tener veinticinco años, llevaba consigo los setenta y ocho años que verdaderamente cargaba sobre sus hombros. Se erguía en la penumbra como un espectro de un tiempo pasado, una figura envuelta en la sombra que parecía emanar la esencia misma del sufrimiento. Su rostro, demacrado y lleno de cicatrices, era el testimonio de una vida marcada por las batallas y las pérdidas, cada línea y cada marca contando una historia de dolor y sacrificio. El cabello y la barba blanquecinos, descuidados y enmarañados, le conferían un aire de desolación, como si el paso del tiempo hubiera arrasado con cualquier atisbo de juventud o vitalidad que alguna vez pudo haber tenido. Uno de sus ojos, de un rojo profundo, había sido arrebatado, dejando en su lugar una profunda cavidad que parecía absorber la luz misma.

Este hombre, temido y respetado por igual, era conocido por muchos nombres que susurraban los labios de aquellos que lo conocían solo de rumores: Ragnar Wintercolt, "El Lobo Blanco", "El Demonio del Mar Carmesí", "El Lobo Demoníaco" o simplemente "El Rey Lobo". A pesar de su aspecto desgastado y su mirada perdida en la oscuridad, no mostraba rastro de temor o angustia en su semblante. En cambio, sus facciones reflejaban una mezcla intrincada de ira y melancolía, como si llevara sobre sus hombros el peso de un mundo entero. Cada gesto, cada movimiento, estaba impregnado de la carga de sus experiencias pasadas, como si cada paso que daba fuera un recordatorio constante de los horrores que había presenciado y las traiciones que había sufrido. La vida de Ragnar había sido una serie interminable de pruebas y tragedias, un relato marcado por la violencia y la traición que había moldeado su destino de una manera que nunca podría haber imaginado.

Todo comenzó hace más de noventa y ocho años, en una vida que ya parecía pertenecer a otro tiempo. En aquel entonces, era conocido como Logan, un joven estudiante de historia de veinte años que llevaba una existencia tranquila y ordinaria. Sin embargo, la tragedia tocó a su puerta en un fatídico día que cambiaría su destino para siempre. Un violento accidente automovilístico arrebató la vida de su familia, dejando a Logan al borde de la muerte. Mientras se debatía entre la vida y la muerte en la sala de emergencias, los médicos le dieron una noticia devastadora: un cáncer avanzado, ya en una etapa terminal, estaba devorando su cuerpo desde adentro. La carga de perder a su familia y enfrentarse a su propia mortalidad lo sumió en un abismo de desesperación y desesperanza. La culpa lo atormentaba día y noche, convirtiéndose en un compañero constante en su dolorosa existencia. Intentó inútilmente encontrar consuelo en las sombras de la noche, buscando escapar de su sufrimiento a través de la autopunición y el autodesprecio. Pero ni siquiera la oscuridad podía aliviar el peso abrumador de su pesar. En un acto desesperado, Logan decidió poner fin a su sufrimiento y se quitó la vida.

Sin embargo, lo que esperaba ser el final de su tormento resultó ser solo el comienzo de una nueva y misteriosa odisea. Para su asombro y desconcierto, Logan despertó en un nuevo mundo, como si hubiera sido arrojado a un renacimiento forzado. Pero este no era un renacimiento común y corriente; renació como Ragnar de la familia Wintercolt, un nombre que resonaba con poder y prestigio en los reinos de Vaékha. Descubrió que ahora era el tercer hijo de Constantine I "El Lobo Sangriento", el rey de Vaékha, el reino humano más grande y poderoso del continente de Greuvus. Su madre, Alice Velkor, era la segunda reina de Vaékha y única hija de Arturo II de la familia Velkor, el rey de Klelia, uno de los reinos más influyentes de Greuvus.

Cuando Logan renació en este nuevo mundo como Ragnar, estaba plagado de dudas y angustia. Aunque el dolor por la pérdida de su familia anterior seguía latente, se aferró a esta segunda oportunidad con desesperación. Decidió dejar atrás su antigua vida, enterrando los recuerdos dolorosos bajo capas de olvido, y se comprometió consigo mismo a forjar un camino mejor en esta nueva existencia. Sin embargo, pronto descubriría que su esperanza de una vida feliz o normal sería tan solo un espejismo en un desierto de desafíos y desilusiones.

Sus primeros indicios de la dura realidad de su nueva vida surgieron al conocer a su nueva familia. Para empezar, su madre y sus cuatro madrastras resultaron ser mujeres codiciosas y manipuladoras, cuyas agendas personales eclipsaban cualquier atisbo de amor o cuidado filial. La rivalidad y la competencia se enraizaron en el hogar desde el principio, exacerbadas por la ambición desenfrenada por asegurar el futuro de sus propios hijos. La situación se complicó aún más cuando su nuevo padre, el Rey Constantine I, emitió una declaración que sacudió los cimientos de la familia: «Mi hijo o hija que demuestre tener las cualidades para que Vaékha se convierta en el gran reino que debe ser será mi heredero». Esta proclamación desató una tormenta de discordia y envidia entre las esposas, cada una luchando por asegurar la supremacía para su descendencia.

Esta división y desconfianza en el hogar de Ragnar socavaron cualquier posibilidad de construir relaciones significativas con sus hermanos. Las alianzas se formaron y se deshicieron con la misma facilidad con la que cambiaba el viento, y Ragnar se vio atrapado en un torbellino de intrigas y rivalidades familiares que oscurecían cualquier esperanza de camaradería o unión fraternal. En este ambiente tóxico de competencia y manipulación, Ragnar se encontró aislado y solo, enfrentando los desafíos de su nueva vida sin el apoyo ni la comprensión de aquellos que supuestamente compartían su sangre.

Como si los problemas familiares de Ragnar no fueran suficientes, su padre, el Rey Constantine, estaba sumido en sus propias luchas y dificultades como gobernante. La raíz de estos problemas se remontaba al reinado de su abuelo, el Rey Ivor II, cuyo legado dejó una sombra oscura sobre el reino de Vaékha. Durante el reinado del Rey Ivor II, Vaékha enfrentó una serie de desafíos monumentales que casi llevaron al reino a la ruina. Tres grandes invasiones simultáneas azotaron las fronteras del reino, desencadenando un período de caos y destrucción conocido como "La Guerra de Ceniza y Sangre". El nombre resonaba con la tragedia que lo acompañaba, marcando los campos de batalla con los cuerpos de millones de caídos y los cielos con el humo de ciudades ardiendo.

Los horrores de esta guerra dejaron cicatrices imborrables en el corazón de Vaékha, con cientos de saqueos, incendios y masacres que desgarraron el tejido mismo del reino. La población civil sufrió inmensamente, con pueblos y ciudades enteras reducidas a cenizas y escombros, y los que sobrevivieron lo hicieron con el peso de la tragedia sobre sus hombros. Ante este panorama desolador, el Rey Constantine heredó un reino fracturado y exhausto, luchando por recuperarse de las heridas de su pasado. La reconstrucción y la estabilización del reino se convirtieron en las prioridades más urgentes de su reinado, mientras lidiaba con las repercusiones políticas, económicas y sociales de la devastadora guerra de su antecesor.

En medio de este caos y desesperación, Ragnar se encontró atrapado en un torbellino de conflictos y tragedias que amenazaban con consumirlo por completo. Con un padre sumido en las preocupaciones del reino y una familia envuelta en intrigas y rivalidades, Ragnar enfrentaba un futuro incierto en un mundo lleno de peligros y adversidades.

Las causas de la Guerra de Ceniza y Sangre eran tan diversas como los reinos y clanes que la desencadenaron. La primera invasión fue el resultado de la colisión de siete reinos humanos de Greuvus, que temían el creciente poderío de Vaékha. Unidos en un intento desesperado por debilitar o destruir al reino, los reinos de Zuteron, Daimore, Khent, Staihan, Ugrian, Lanad y Ronel formaron un imponente ejército de dos mil doscientos cuarenta millones de efectivos que amenazaban con aplastar cualquier resistencia.

La segunda invasión vino de un frente inesperado, con la unión de tres grandes clanes de enanos: Denhdat, Bristle y Grumm. Su objetivo era asegurar el control de las codiciadas minas del norte de Vaékha, que albergaban recursos minerales cruciales para la economía de los clanes y del reino. Con una fuerza combinada de doscientos ochenta millones de efectivos y una formidable maquinaria de guerra, los enanos marcharon hacia las fronteras de Vaékha, confiados en su superioridad numérica y tecnológica. Su avance se vio facilitado por la traición del reino de Satish, que permitió el paso libre de las tropas enanas a través de sus tierras.

La última invasión provino del Reino Élfico Goldweep, decidido a reconquistar los territorios perdidos ante Vaékha hace cinco mil años. Con un ejército de veinte millones de elfos silvanos, marcharon hacia las fronteras de Vaékha con determinación implacable, ansiosos por reclamar lo que consideraban suyo por derecho.

A pesar de ser una potencia militar y económica en Greuvus, Vaékha se encontraba en su punto más vulnerable, con su capacidad militar mermada y sus defensas puestas a prueba. Solo disponía de cuatrocientos cincuenta millones de efectivos para enfrentarse a las invasiones, una cifra que, aunque impresionante, apenas alcanzaba para hacer frente a las abrumadoras fuerzas enemigas. El apoyo de las órdenes de la muerte de las iglesias de Aqlis, sumando ciento veinte millones de efectivos en todo el reino, proporcionaba un alivio temporal en medio del caos, aunque su intervención reflejaba la naturaleza compleja y fracturada de la guerra que asolaba Greuvus. Para las iglesias de Aqlis, esta era una guerra de fe y poder, una lucha en la que la bendición divina era el arma más poderosa de todas.

La victoria de Vaékha en la Guerra de Ceniza y Sangre fue un triunfo amargo, logrado a un costo terrible que dejó cicatrices indelebles en el reino y en su gente. Aunque contaron con la ayuda de los reinos de Klelia, Yizar y Bidora, así como con el apoyo táctico del reino de Red Flood tras una alianza matrimonial, la lucha fue feroz y despiadada, cobrándose un precio desgarrador en vidas y en la misma estructura del reino. Millones de civiles y soldados perdieron la vida en los campos de batalla, mientras que cinco grandes ciudades fueron reducidas a cenizas, junto con cientos de pueblos y aldeas arrasadas por el fuego y la espada del enemigo. La muerte del Rey Ivor II y sus herederos, Harold Wintercolt "Ojos de Demonio" y Harald Wintercolt "Manos de Hierro", añadieron un peso aún mayor a la tragedia, dejando un vacío de liderazgo y una herida profunda en el corazón mismo de la familia Wintercolt.

El impacto de estas sangrientas invasiones no se limitó solo al campo de batalla. El Rey Constantine, sumido en el horror y la desesperación de la guerra, cayó presa de un trastorno de estrés postraumático, exacerbado por una peligrosa adicción al alcohol que lo mantenía en un estado de negación y apatía frente a los problemas de su familia y su reino. La lucha por el trono de Vaékha se convirtió en un juego mortal, manipulado por las esposas codiciosas y despiadadas del Rey Constantine, que no dudaron en sacrificar la vida de sus propios hijos en la búsqueda del poder y la influencia. La división y la traición se apoderaron de la familia Wintercolt, sembrando las semillas de su propia destrucción en medio del caos y la desesperación.

El "triunfo" de Ragnar en este juego de poder y manipulación resultó ser más una maldición que una bendición. Aunque su padre, el Rey Constantine, lo eligió como heredero al trono después de sus destacadas hazañas en batalla y su popularidad entre el pueblo vaékho y las provincias conquistadas durante las campañas de venganza, este ascenso al poder solo sirvió para profundizar su sufrimiento y desdicha.

Desde temprana edad, Ragnar fue presa de la manipulación de su madre, quien tejía una red de engaños y maquinaciones para asegurar su influencia sobre él. Cegado por el amor y la calidez que recibía de esta nueva madre, Ragnar no pudo ver o no quiso reconocer la verdad detrás de sus acciones, quedando atrapado en una telaraña de mentiras y decepciones. El punto de quiebre llegó cuando Ragnar tuvo que enfrentar la cruel "Prueba de Fe" impuesta por su propio padre a la tierna edad de diez años. Este despiadado ritual consistía en matar a una persona frente a los ojos del Rey, sin importar si la víctima era inocente o culpable, todo con el fin de demostrar su lealtad y devoción. Este acto de violencia y traición dejó una marca indeleble en la mente y el alma de Ragnar, atormentándolo con la carga de la culpa y el remordimiento.

La adolescencia de Ragnar tampoco fue fácil, ya que desde los quince años se vio obligado a liderar ejércitos y presenciar la muerte de seres queridos y amigos cercanos en el fragor de la batalla. Durante ocho largos años, luchó incansablemente por un trono que nunca deseó, enfrentando los horrores de la guerra y la traición en cada paso del camino. Para empeorar las cosas, Ragnar sufrió el golpe más doloroso cuando descubrió que la mujer a la que amaba se había casado con uno de sus propios hermanos, creyendo que él nunca sería el heredero al trono. Este cruel giro del destino destrozó su corazón y dejó cicatrices emocionales que nunca sanarían, condenándolo a una vida de soledad y amargura en un trono que nunca deseó ocupar.

El día en que Ragnar fue nombrado como heredero al trono marcó el comienzo de una espiral descendente hacia la oscuridad más profunda de su destino. Un año después de su nombramiento, la enfermedad se cobró la vida de su padre, sumiendo a Vaékha en el luto y la incertidumbre. La coronación de Ragnar como Rey no trajo consigo la estabilidad esperada, sino que desencadenó una serie de eventos que sacudirían los cimientos mismos del reino. La paz efímera que siguió a la muerte del Rey Constantine pronto se vio eclipsada por las sombras de la traición y la discordia. Dos de sus hermanos, ansiosos por obtener el trono que creían que les pertenecía por derecho, desataron una guerra civil que amenazó con desgarrar el reino por completo. Aunque la guerra civil fue breve, fue solo el preludio de un período tumultuoso de conflictos interminables, tanto dentro como fuera de las fronteras de Vaékha.

Decidido a tomar venganza por los horrores de la Guerra de Ceniza y Sangre, Ragnar desató una campaña brutal de conquista y represalia, extendiendo las fronteras del reino a costa de la sangre y el sufrimiento de incontables vidas. A medida que la guerra arrasaba el continente y más allá, Ragnar se convirtió en un símbolo de poder y ferocidad, temido y reverenciado en igual medida por sus enemigos y sus propios súbditos.

Sin embargo, el breve respiro de paz que siguió a la victoria fue rápidamente destrozado por la traición más dolorosa de todas. Conspiraciones urdidas en las sombras por su propia madre y su esposa, la mujer en quien Ragnar creía encontrar amor y confianza, llevaron al despojo del trono y a su caída en desgracia. Incluso aquellos que consideraba amigos y aliados se volvieron contra él, tejieron una red de engaños y manipulaciones que lo arrastraron hacia la ruina. La conspiración culminó en un levantamiento violento, liderado por su propio hermano, Autar Wintercolt, apodado "La Serpiente Esmeralda". Autar demostró ser más sádico que idiota, un títere en manos de aquellos que ansiaban el poder.

Aunque Ragnar resistió, apoyado por la lealtad feroz de una parte del pueblo vaékho y de su ejército, la traición y la codicia finalmente triunfaron. La derrota de Ragnar marcó el fin de una era y el comienzo de un período de oscuridad y desesperación para Vaékha. La fortuna del reino fue derrochada en la contratación de mercenarios y en la lucha por el poder, dejando a Vaékha vulnerable y exhausta, al borde del colapso. En medio del caos y la desesperanza, Ragnar se encontró solo y despojado de todo lo que alguna vez había amado.

El final de Ragnar fue una dolorosa reflexión sobre la desolación y la traición que habían marcado su vida. Observó impotente cómo el reino por el que tanto había luchado y sacrificado se desmoronaba ante la incompetencia y la avaricia de aquellos que una vez llamó familia y amigos. Aunque no debería haberse sorprendido por el comportamiento egoísta y mezquino que siempre caracterizó a sus hermanos, ex esposa y madre, el dolor, la frustración y la decepción aún lo consumían.

Los estúpidos traidores, aquellos que una vez compartieron su confianza y su lealtad, revelaron su verdadero rostro en un acto de vileza y crueldad sin igual. Presenciar la ejecución y violación de aquellos que habían permanecido verdaderamente leales a él, solo para luego prolongar su agonía a través de años de tortura, fue el último golpe en una vida marcada por el sufrimiento y la pérdida.

En su último suspiro, Ragnar se sumergió en la oscuridad sin fin, una oscuridad fría y tranquila que ofrecía un respiro final de las penas del mundo. Los nombres de aquellos que una vez le importaron se desvanecieron en la niebla de la memoria, eclipsados por el peso abrumador del dolor y la traición. Ya no quedaba nada más que la calma de la nada, donde pudo encontrar un último refugio para su alma atormentada. Y así, cerró los ojos, dejando atrás un legado de dolor y desesperación, y se perdió en la quietud eterna de la muerte.

Ragnar I

Después de una pausa de introspección, donde cada recuerdo se entrelazaba con el lamento de mis propias fallas en esta segunda oportunidad de vida, me vi atrapado por una fuerza sutil pero irrefrenable que me arrastraba hacia una fuente de luz. Era un resplandor vibrante, una amalgama de azules y púrpuras que parecía nacer de los rincones más profundos del universo, atrayéndome con una promesa de revelación o quizás de juicio.

En ese momento, una voz femenina resonó en mi mente, envolviéndome con su tono tranquilo pero gélido, como un eco que emergía de las profundidades del alma.

—Ragnar, ¿o prefieres que te llame por tu antiguo nombre? —preguntó la voz, sus palabras llevaban consigo un peso indescriptible, una autoridad que trascendía el tiempo y el espacio, como si fuera la misma esencia del destino quien me hablaba.

Al alzar la mirada, me encontré con una figura envuelta en un velo etéreo, que oscurecía su rostro pero dejaba al descubierto la suave caída de su cabello, una cascada de ébano que parecía danzar con la luz misma. Su vestimenta, un enigma entre sombras y destellos, resaltaba sobre un trono forjado con cráneos y rosas tan rojas que parecían estar bañadas en sangre, una macabra sinfonía de muerte y poder. Ella era Vrisna, la Diosa de la Muerte y la Vida, la Guerra Justa y la Gloria Eterna. La conocía porque todo el continente de Greuvus le rendía culto y le era devoto a esta deidad.

Ante ella, me sentí diminuto, un mero espectro en el vasto escenario del universo. Sabía que mi destino estaba ligado al suyo, que cada paso que había dado en esta existencia estaba marcado por su influencia. Su presencia, tanto temida como venerada, era un recordatorio constante de la fragilidad de mi propia existencia y la magnitud de mis propias fallas.

—R-ragnar está bien —dije con un deje de temor y nerviosismo, aunque traté de ocultarlo bajo una máscara de aparente calma. La deidad que tenía frente a mí inspiraba una sensación similar a la que experimenté en mis dos encuentros con la muerte.

—¿Vienes a enviarme al abismo sin fin? —Mi voz se quebró ligeramente al pronunciar las palabras, mientras me dejaba caer al suelo con resignación. Mi destino parecía sellado, de acuerdo con el credo de Eqlis. Según sus preceptos, mi muerte fue deshonrosa, marcada por un profundo resentimiento en lugar de la aceptación y la paz. Sería condenado al abismo sin fin, una eterna agonía, en lugar de encontrar el descanso eterno y la posibilidad de vivir mil vidas junto a aquellos a quienes amaba.

En este momento, mi corazón ardía con un odio inhumano hacia aquellos que me traicionaron, y una sed insaciable de venganza me consumía. No me importaba si era enviado al abismo sin fin o al descanso eterno; lo único que deseaba era la oportunidad de hacer pagar a aquellos que me habían traicionado, de infligir sobre ellos el mismo dolor y sufrimiento que me habían causado.

—No Ragnar... de hecho he venido personalmente a hacerte un trato —La deidad habló con el mismo tono tranquilo y frío que me envolvía en un aura de reverencia y temor. 

—¿Qué trato? —Mantuve mi mirada elevada hacia la deidad que tenía frente a mí, tratando de ocultar la incertidumbre que bullía en mi interior.

—Te ofrezco regresar en el tiempo para que cobres tu venganza. Pero solo si aceptas ser mi campeón —Las palabras de la deidad resonaron en el aire con un tono aún más frío y sombrío, como el susurro de la muerte misma.

Me erguí con esfuerzo y di un paso hacia el trono de cráneos y rosas, donde la presencia divina yacía.

—¿Por qué quieres que sea tu campeón? —Mi voz resonó con una mezcla de incredulidad y curiosidad mientras esperaba su respuesta. La deidad pareció mirarme fijamente a través de su velo, sus ojos ocultos tras la oscuridad.

—Te diré algo, Ragnar —Su tono era serio y solemne mientras se levantaba del trono—. Todo humano, ya sea en esta realidad o en otra, creyente o no, ha sido creado por mí, ya que soy el ser supremo de los humanos. Y hace poco me he reunido con otros seres iguales a mí. Decidimos organizar un juego, una competencia con algunos de nuestros mejores reencarnados. Y para mi fortuna, el escenario será Iklin, el mundo donde estuviste recientemente —Sus palabras resonaron en mi mente, asimilando la revelación con cautela. La deidad se volteó hacia mí, su velo ocultando cualquier expresión, pero pude percibir el tono burlón y sarcástico en su voz—. Y como me considero un ser benevolente, y tú has sido uno de los humanos que más me ha entretenido, te estoy ofreciendo la oportunidad de ser mi campeón.

«Mierda...». Fue el único pensamiento que atravesó mi mente mientras contemplaba la mano que se me extendía, una mano fina y pálida que contrastaba con la oscuridad que envolvía mi propio ser. «Solo seré un juguete para esta cosa... Pero esta es posiblemente mi única oportunidad para poder tener una venganza».

Sin embargo, había una certeza que ardía en mi corazón, una determinación que no podía ser sofocada. Si aceptar este trato significaba tener la oportunidad de vengarme de aquellos que me traicionaron, entonces no me quedaba otra opción. Estiré mi mano y tomé la suya, sintiendo un frío helado que se extendía desde su contacto.

— Yo acepto —Ragnar habló con tono serio, aceptando el destino que se le presentaba mientras estrechaba la mano ofrecida por la deidad.

— ¿Qué voy a hacer como tu campeón? —preguntó con voz firme, aunque un leve temblor traicionaba sus verdaderos sentimientos. La incertidumbre y la presión de la misión que se le imponía pesaban sobre él, como una losa invisible pero palpable.

—Tendrás que matar a los otros campeones y conquistar gran parte del mundo de Iklin, o incluso todo el mundo, junto con la mayoría de las razas en él —las palabras de la diosa resonaron en el aire con una claridad aterradora. Cada sílaba parecía impregnar el entorno, llenando el espacio con una promesa de guerra y destrucción.

Ragnar suspiró profundamente, asintiendo con la cabeza. La aceptación de su destino se reflejaba en sus ojos, que habían visto más allá de los límites de la cordura humana.

—Puedo preguntar... ¿En qué punto de mi vida me vas a mandar? —La pregunta salió de sus labios cargada de curiosidad y un toque de ansiedad. El guerrero sabía que esta respuesta definiría no solo su futuro, sino también sus posibilidades de éxito o fracaso.

—Te enviaré al día de tu coronación. Y si piensas bien tus movimientos, podré ayudarte en algunas cosas —la diosa asintió con solemnidad, ofreciéndole una oportunidad que Ragnar no podía darse el lujo de desperdiciar. Sus palabras tenían un matiz de advertencia y esperanza a la vez.

—Por cierto... —La diosa apretó el agarre de su mano con una fuerza sobrehumana, atrayéndolo hacia su rostro. Ragnar quedó paralizado, atrapado en la intensidad de sus ojos divinos. En ese instante, vislumbró un destello de la majestuosa belleza que se ocultaba tras el velo de su poder, una visión que heló su sangre—. Si eres de los primeros en morir, haré que cada momento de tu existencia sea indescriptiblemente doloroso. ¿Me has entendido? —la amenaza resonó en su mente, impregnada de una macabra promesa que llenó su corazón de un terror primigenio.

—S-sí... l-lo entiendo —tartamudeó, sintiendo cómo la mirada penetrante de la diosa perforaba su alma. Incapaz de sostener su mirada, Ragnar agachó la cabeza, sumido en un respeto que rozaba la desesperación.

—Bien, entonces estás listo, Ragnar —la voz de la diosa adoptó un tono más suave mientras aflojaba su agarre—. Cuando suelte tu mano, regresarás al día de tu coronación. Buena suerte, Ragnar.

Con esas palabras, un destello de luz envolvió su ser, y en un parpadeo, la oscuridad lo engulló una vez más, preparándolo para la inexorable marcha de su destino.