Chapter 2 - Capítulo 1: Crhysaor

Los mensajeros, hijos del cielo.

Las tres gracias, terror de los dioses.

Observan impasibles desde lo alto del trono de honor,

Cómo se destruyen las creaciones de su señor.

·

Respiró hondo. Acto inconsciente que le costó una punzada en la garganta. Apretó los dientes y le pareció que el aire era extrañamente cálido.

Ese inherente olor desagradable de los analgésicos nubló su mente por momentos. Molesto sabor el que embriaga su paladar, tan horrendo como el cobre. Apretó los puños por reflejo y las suaves sábanas rozando su piel no hicieron más que darle una sensación ajena.

«¿Estoy en un hospital?» Pensó, intentando en vano abrir los ojos.

—No...

—¿No cree...?

—Fiebres...

Las apresuradas voces de dos hombres atravesaron su oído para salir al otro, sin llegar a entenderlas. Idioma brusco, tosco, palabras ocasionales en su desvanecida lógica. Pum, pum, pum. Latidos que apuñalaban sienes, estocadas feroces en la cabeza procurando partirla en dos, convirtiendo así la oscuridad tras sus párpados en un lugar molesto.

—S-silencio...

Con un mascullar lastimoso, el timbre grave al que estaba acostumbrado se hizo añicos. Era modulada, hasta cantarina con cierta bajeza ocasional. ¿Porqué mi voz suena tan... Joven? Pensó repentinamente alarmado, no recordaba haberle apuñalado las cuerdas vocales. ¿Qué diablos me hicieron?

Poniendo un esfuerzo inhumano, logró hacer caso omiso de sus latidos y finalmente abrir los ojos. Lo primero que vio fue un techo semi abovedado. Blanco puro cual el mármol, tal vez sí lo era, con relieves dorados de soles entrelazados, cerrando graciosos cada esquina cual enredaderas.

«Esto no es un hospital» Se dijo a sí mismo con un miedo incierto.

—Descanso... Crhys...

El murmullo silencioso volvió a ser oído. Rodó los ojos en esa dirección, ganándose una punzada aguda que, irónicamente, trajo más claridad. El cuarto era pequeño, con colores dorado, blanco y variantes predominando las paredes. De parca iluminación que se filtraba por unas pequeñas ventanas y no llegaba a discernir. Par de sillas simples, un pequeño escritorio, y la biblioteca de la pared abarrotada hasta sollozar.

Vio a dos hombres. Portaban túnicas parecidas a un thawb beduino, ajustadas a la cintura por una bufanda. En el cuello alto, ese sol estampado en dorado extendía sus rayos con complejos diseños hasta los hombros. Ambos cuchicheaban entre ellos, moviendo las manos nerviosos y señalándolo en varias ocasiones.

«Respira, respira muy profundo y cálmate» Intentó tranquilizarse.

De repente, el más joven pareció notar su mirada. Volvió con rapidez, demasiada para su vista vacilante y se acercó a la cabecera de la cama, pronunciando unas palabras que no entendió en absoluto.

«¿Quién es?» Se preguntó, intentando discernir su rostro borroso.

Con desconocida confianza, le sostuvo la mano entre las suyas y a esa escasa distancia, Leandro por fin pudo asombrarse de la peculiar apariencia. Piel pálida cual la superficie de una porcelana china, labios afilados y ojos atigrados. Iris de un cerúleo tan intenso que parecía pintura ruda.

Parpadeó confundido, sin llegar a entender la sincera preocupación de su rostro, y se crispó como felino escuchar con mayor detenimiento las palabras que salían de su boca.

—¡Joven maestro!

«¿Porqué diablos me llama "joven maestro"?» Pensó perplejo.

Esa frase fue un golpe frío. Accionada por ese interruptor, su mente funcionó a toda máquina. Las piezas desperdigadas encajaron perfectamente y el rompecabezas comenzó a tomar una forma disparatada y compleja que cualquiera habría tomado por absurda. Ese escenario le era familiar. Una habitación europea-arábiga, dorado y soles, títulos, además de la persona frente a sí.

Había leído algo que describía ese ambiente con exactitud.

El muchacho pareció notar su confusión y le tocó cuidadosamente la frente con el dorso de la mano, como si se fuera a partir en mil pedazos ante el toque más leve.

—¿Le duele algo? ¿Cómo se siente?

—Yo... ¿Noah? —tartamudeó inseguro.

—¿Sí, joven maestro? —. Aunque quiso ocultarlo, a la mención, aquel muchacho pareció suspirar de alivio.

«Maldita sea»

¡Thumb! Una punzada aguda lo apuñaló de nuevo, clamante de insatisfacción.

Se sostuvo la frente con una la mano y un martillo golpeó su cabeza contra yunque. Una y otra vez. Las lágrimas se le escaparon de los ojos por el dolor y se encogió sobre sí mismo. Esas voces alteradas eran murmullos molestos que le aguijoneaban la conciencia.

—¡Joven maestro...!

«¡¿Acaso no sabe decir otra cosa?!»

Y llegaron las memorias. Como una ola abrumadora de emociones y sentimientos totalmente ajenos a él, pasaron frente a sus ojos como el recuerdo de una película la vida de alguien más vista desde primera persona.

Esa persona se llamaba Crhysaor Sperd. Un nombre de compleja pronunciación que prefirió resumir como Krisaor.

Los ojos dorados eran la marca del dios del sol, Yasher. Tenerlos, sólo significaba que era un portador de poder divino, un santo o apóstol de Dios. Crhysaor había sido una abominación en la iglesia del sol por tener los ojos dorados sin poder divino. Siguió con vida gracias a la compasión del padre de la iglesia y la influencia del Conde Sperd, su padre biológico.

Tuvo una vida desastrosamente atormentada. Abandonado, odiado y solitario, definición corta de su existencia hasta el momento. Desesperado en la habitación que había constituido su mundo por más de diez años, sin encontrar más salidas y con una fuerte convicción de verse a sí mismo como monstruo, Crhysaor intentó suicidarse.

—¡Por favor, respire hondo! ¡Padre Joseph...!

Miró al muchacho por una rendija. Pudo reconocerlo, mejor dicho confirmar lo sospechado, era inevitable no hacerlo por sus brillantes ojos azules. El único sirviente que tenía el anterior dueño de ese cuerpo era él. Además, era el protagonista de cierto libro.

—Noah... —volvió a llamar, sin querer creerlo.

—¿Le molesta algo? ¿Joven maestro? Maldita sea me tiene nervioso...

—¡Noah, blasfemia! —exclamó el otro hombre, mucho más viejo.

No había lugar a dudas. El corazón se le hundió, dejándose caer entre la carne hasta atravesar su piel. Un suspiro profundo emergió de sus labios, ignorando por completo el fondo musical que constituían las voces angustiadas de Noah y el padre Joseph.

¿De qué servía negarlo? Al menos lo admitiría hasta demostrar lo contrario. Estaba dentro de una novela.

«Qué lindo "más allá" es este» Pensó, de repente malhumorado.

[Los Maestros Sagrados], un libro que leyó durante mucho tiempo sobre la revolución de un pueblo contra sus tiránicos reyes. Entre los innumerables personajes secundarios, figuraba Crhysaor Sperd, una persona de autoestima dudosa que fue nombrada en el prólogo por haberse suicidado. Ya estaba bastante desesperado, pero ver cómo Estela, la princesa que se paseaba encubierta y fue su novia por unos meses, lo engañaba frente a sus ojos selló su depresión.

Desesperado ante esa cruda realidad, Crhysaor intentó suicidarse con un frasco de somníferos la noche anterior.

¿Eso no significaba que Crhysaor, quién debió haber muerto, ahora no lo estaba porque Leandro había tomado su cuerpo, de alguna forma u otra? Gélidos escalofríos le recorrieron la espalda y tragó saliva. Su vida podía acabar en cualquier instante de descuido. No quería morir de nuevo. Ser dolorosamente apuñalado era una experiencia que no le gustaría repetir jamás.

«Si esto realmente es una reencarnación...» Notó de repente, dando un respingo que asustó a Noah.

Estaba en una posición delicada. El primogénito del conde Sperd que jamás había salido al mundo por ser una abominación. Intentó contar los múltiples intentos de asesinato que hubieron en su contra, pero perdió la cuenta entre las numerosas lagunas y agujeros en la memoria del anterior Crhysaor.

No sólo eso. La guerra que se avecinaba sería cruel y desastrosa.

—¡Maldita sea! —rugió con ira contenida—. ¡¿No podía ser algo más tranquilo?!

Noah se estremeció y no supo qué decir ante la sincera y repentina blasfemia.