Los dos pacificadores se quedaron con un séquito de muchachas sobre ellos. Ninguna de ellas esperaba hallar en ellos un cliente extra por más que quisieran. Las reacciones de los dos jóvenes eran un pago que la mayoría de los hombres que entraban al establecimiento no les darían, uno que apreciaban.
Luciel las apartaba a alguna silla, donde ellas preguntaban cosas sobre ellos dos, comentaban y volvían a preguntar. Las respuestas de su boca a veces eran suyas, a veces, se deslizaba tanto que hablaba un murmullo. Ellas reían, hacían más preguntas, sus voces parecían ecos. Las luces brillaban en espectros de gotas que tomaban cada vez menos forma. Podía sentir aun el sabor del tabaco entrar por su boca, quedarse pegado en la lengua como polvo. El líquido agrio y frio de la cerveza lo empujaba por su garganta.
«¡Luciel!» retumbó en su cabeza.
Estaba mareado aún, algo ebrio intuyó. Se encontraba sosteniendo la guitarra del bardo en medio del establecimiento.
La única mirada de desdén que percibió era la del propio bardo, recargado en un pilar de madera. Tanto los clientes como las trabajadoras estaban deleitados con él. No hallaba a Justitia por ningún lugar. Podía ver entre las caras ensombrecidas, a los mercenarios y la dueña.
«¿qué pasó?» Se preguntó.
«te traje de vuelta, ahora toca algo» Contestó uno de los murmullos. Confiaba en aquel murmullo, era en el que siempre podía confiar.
«Luego escribe que pasó» pensó.
La mayoría de las canciones que conocía eran de la iglesia, ninguna de ellas adecuadas para una taberna y mucho menos para un burdel. Escaneo por su memoria que podría tocar, no era el más competente con la guitarra, pero podía manejarse, sabía que podía manejarse gracias a la reacción del establecimiento. Camelia y su hermano Viktor «Desaparecido en él deber» le habían enseñado a usar la guitarra hace más de cinco años. No podía compararse con la habilidad de ninguno de los dos, pero había algo que se encargó de recordar, las canciones que le mostraron. Ellos venían de una familia nómada de Pharona, un país lúgubre donde toda su historia sobrevivía en canciones también alertaba y recordaba a los niños de los monstruos que creían extintos. Canciones que calentaban las noches, que alegraban los viajes y juntaban a las familias en bailes que solo pudo ver unas cuantas veces.
Cantó Cuervo de medianoche, su favorita por mucho. La melodía le hacía pensar siempre en una persecución y la letra figuraba más la leyenda de un espectro para los niños. Pero el conjunto era perfecto para bailar. Muchos se levantaron a hacerlo, como si fueran sus propias canciones, las bailaron: separados, por turnos, juntos, como cada uno sabía.
Siguió con Olvidado, hacia el cielo y Ceniza sobre las flores. Fue absorbido por la música, por sus recuerdos de aquellos días. Tocaba sin conocer el ambiente de la sala, todas esas canciones funcionarían para avivarlo. Deseó por un momento tener un piano, deseó por un momento poder tocar para alguien. Las risas y palabras no eran más que ruido. Comenzó a tocar Crisálida bajo el olmo, la canción que había escrito Camelia hace un par de años. La melancólica melodía acompañada de una letra más parecida a una carta, eran los sentimientos que su amiga había querido decir a su hermano y nunca pudo.
—Sera mejor que sigas tu —dijo Luciel. Entregó la guitarra a su dueño, apenado por haber parado el ambiente festivo. Cruzó entre la pared de personas que se había formado dirigiéndose donde Nela. Algunas de las muchachas e incluso uno que otro de los hombres, secaban lagrimas que se les habían escapado dedicando palabras de halago.
—Eres un hombre de muchos talentos —dijo Nela.
—Gracias... ¿Podemos hablar en otro lugar? Uno donde pueda escribir también.
—oh, claro, tu compañera me comentó, acompáñame.
Lo llevó a la parte trasera de la cocina donde había una pequeña habitación llena de cajas y utensilios. La iluminó con una lámpara de aceite que recogió en la cocina. Le mostró una mesa de madera y una silla que podría usar, ahí solo había un enorme libro de cuentas. A lado había un pequeño catre improvisado donde se hallaba la niña durmiendo. Luciel se sentó y sacó tinta y papel de su mochila.
—La niña, ¿estará bien en la iglesia? —dijo Nela
—Si... es el único lugar donde puede estar ahora.
—Te dije que podríamos cuidarla, confío en ti, pero la iglesia no tiene buena fama
—Te dejare una carta para que den en la iglesia. Escucha, confiaremos en que lo hagan y no creo que pase nada malo si la niña se queda en el pueblo, pero al mismo tiempo ella vio y vivió con un demonio...
—sigue sin hablar... ¿crees que sea por ello? Me preocupó y pregunté a madre Zlatka, pero ella no la recuerda de nada, no es del pueblo ni de ninguno cercano. Tu compañera dijo que no comentara esto a nadie. —dijo Nela. La luz de la lámpara iluminaba su rostro tenuemente, se había acercado más. Leía la carta.
«Una niña que aparece de la nada, un demonio que se comporta extraño. Puede que ella sea una invocadora, el símbolo de la rosa»
—¿Llevaba algo con ella? ¿tenía algún estampado o marca? —dijo Luciel con premura.
—N-no, no que yo haya visto solo la ropa que tenía encima...
—Perdón, puede que esté pensándolo de más probablemente sea cansancio, la iglesia sabrá qué hacer con ella y yo no puedo acompañarla, pero... —dijo Luciel reuniendo almas una vez más, esta vez pedía por algo que ya había hecho antes. Un espectro, un animal que acompañara a la chiquilla, escondido, invisible, que la protegiera. Mantener un milagro por una tontería como que la molestaran algunas chicas en clase, Sahely se había molestado cuando él se lo puso. Un milagro que le hizo ganarse un castigo en el calabozo, pero aun así lo mantuvo por mucho tiempo, ese milagro que le salvo la vida a Sahely. Descargó las almas formando una silueta de un felino azulado recorriendo a la niña y escondiéndose en su sombra.
—¿Qué hiciste?
—Solo le di algo que podría ayudarla —dijo Luciel. Las voces y el ruido aumentaron aturdiéndole un momento. Nela lo sostuvo de los hombros.
—Deberías ir a dormir y terminar mañana.
—Nos iremos temprano, iré a dormir en cuanto acabe aquí, no me falta mucho.
—Te ves agitado, Konrad me ha dicho que es lo que hacen los santos, te esfuerzas mucho.
—Recién siento la fatiga.
Nela gruño en desaprobación sin decir nada más, esperó a que firmara y le ofreciera el sobre.
—...Luciel D'chain, pensé que los pacificadores no tenían apellido.
—Algunos lo conservamos... nos ayuda a recordar de dónde venimos... iré a dormir, el alcohol me ha afectado mucho.
—...puedes quedarte aquí, no aquí, aquí. En mi habitación, Quiero decir, puedo dejarte mi habitación —dijo Nela antes de ocultar su vergüenza en las manos. -... no quería insinuar eso.
—Entiendo, gracias por la oferta, pero ya tengo una habitación donde Vukan pasando el puente...no se si nos vayamos a ver mañana, gracias por confiar en nosotros.
—Gracias por ayudarnos —Ambos sonrieron despidiéndose en la puerta.
Luciel tenía la cabeza a punto de explotar, avanzó fuera del burdel intentando caminar lo más derecho posible. Los clientes y chicas pensaron que estaba borracho, aun cuando no había bebido demasiado. Jalena apareció a los pocos pasos que dio fuera del lugar ofreciendo su hombro para llevarlo. «llevémosla a la cama» exclamó un murmullo. Luciel se apartó bruscamente de la joven recargándose en la pared, observó a la muchacha por completo. Su mente imaginó en un segundo toda una noche, y su corazón sintió toda la culpa. Su urgencia se levantaba con el rubor de la muchacha. «Sera como en Astyel, nadie debe saber» incitó su mente. Huyó al escuchar eso, corriendo como si algo le persiguiese en la noche, gritando un "gracias" a la jovencita.