El sol rojo se hundió tímidamente tras el inmenso cordón que formaban las montañas Arabak. La luz que bañaba la copa de los árboles se escurrió, dando paso a los colores oscuros. A esa hora en el Valle Nocturno el viento comenzó a soplar con fuerza, las ramas desnudas azotándose hacia atrás y hacia adelante.
Ainelen y Amatori subieron una cuesta a trompicones, entonces la joven sintió en su piel las primeras gotas de aquella llovizna venidera. Al levantar la cabeza, descubrió el colosal manto negro que viajaba hacia el sur. El cielo era una autentica pintura diseñada por el más talentoso artista que pudieras imaginar. En alguno que otro rinconcito encontrarías una pizca del opaco azul que todavía no era cubierto, mientras que las nubes eran una base grisácea, adornada por finas pinceladas de rojo, fucsia, púrpura y naranja.
Los jóvenes se detuvieron a descansar; fue breve, luego corrieron sobre las hojas secas que yacían regadas en el suelo rocoso. Estaban por todos lados, en colores punzantes, rojo y amarillo. El otoño se había encargado de su trabajo magníficamente.
El crujido bajo los botines de Ainelen y Amatori se detuvo cuando subieron otra cuesta. De hecho, el terreno continuaba elevándose a medida que viajaban hacia occidente. La grieta era una guía confiable en este tipo de ocasiones, aunque ya casi no era observable.
Llegaron hasta la entrada de una cueva que parecía haber sido puesta a propósito en ese lugar, contra un acantilado de mediana altura.
Amatori buscó la atención de Ainelen, quien negó con la cabeza.
Se oyeron voces a sus espaldas.
—Maldita sea —murmuró el bajito.
Solo alcanzaron a avanzar unos metros cuando una flecha se clavó en el tronco del árbol más cercano.
Ainelen soltó un gemido.
—¡La próxima no será de advertencia! —gritó Jiulel.
«No podemos escapar de ellos. Es inútil. Tal vez... si me quedo, Amatori pueda huir».
Los chicos se quedaron petrificados, viendo a los cuatro hombres de capas oscuras ascender la cuesta anterior. La llovizna comenzó a ganar intensidad, tornándose cada vez más una lluvia plena. Todavía quedaban unos pequeños rayos de sol en lo alto, enrojeciendo las gotas como una línea roja que cruzaba horizontalmente el bosque. Un arcoriris comenzó a dibujarse.
«Han dejado ir a Holam y Danika. Espero no estén teniendo problemas», pensó Ainelen, con esfuerzo por mantener su cordura.
Algo llamó la atención de la pareja. No, no fue Antoniel y sus hombres. Ainelen escudriñó sin mucho interés la figura que se hallaba parada en la entrada de la cueva, comenzando desde abajo: pies descalzos, pantorrillas y piernas anchas, parte baja envuelta en tela color crema. El torso desnudo y los brazos fuertes realzaban la musculatura de ese ser, pero más arriba de su cuello...
...no era humano.
—Por Uolaris y sus seis pilares —musitó Ainelen, saliendo de su letargo. Abrió los ojos como platos, le fue imposible evitar la sensación de que se le revolvía la realidad. Eso parecía sacado de una pesadilla.
La criatura de ojos fulminantes en rojo tenía la cabeza de un toro, sus cuernos torcidos e imponentes eran más largos que los de cualquier vacuno que Ainelen recordara.
Un minotauro, como Holam lo había leído en el mapa. Las características coincidían.
El ser bramó con ímpetu, un sonido de sufrimiento que le hizo retumbar los tímpanos. Ainelen y Amatori se encogieron por la descomunal potencia de la voz.
A continuación, los perseguidores se detuvieron, solo para encontrarse siendo embestidos por la criatura. Tal vez sucedió porque eran los más próximos. Ellos no se habían percatado del minotauro, debido a que las rocas hacían imposible notarlo desde allí atrás.
La bestia dio un paso adelante y, cuando estuvo fuera de la cueva, elevó su hacha y lo dejó caer violentamente sobre el suelo. De inmediato, el filo provocó un extraño efecto al hundirse en la roca, una especie de onda que recorrió en dirección a los legionarios. Estos se apartaron luciendo sus buenos reflejos, el lugar dividiéndose por el fenómeno que hizo temblar el área completa.
Los chicos sortearon el movimiento a duras penas. Cuando se dispusieron a huir, dieron con otro par de ojos rojos en la dirección que pretendían seguir.
No.
Eran tres pares.
Ainelen gritó.
—Si no es una cosa, es otra —Amatori activó su diamantina, intentando bloquear el ataque del primer minotauro.
Ainelen tembló, horrorizada. Él no lo lograría. Las criaturas eran muy veloces y su estatura debía superar los dos metros de alto. Era una locura creer que pudiera frenar eso.
El minotauro preparó su hacha para lanzar un ataque horizontal, el joven dio un paso atrás con su espada espinada brillando en azul. Tres colormorfos revolotearon histéricamente a su alrededor.
Ainelen tragó saliva. Fue testigo de honor de cómo su compañero se agachaba y dejaba el filo de su propia arma en vertical. El hacha dividió el aire, pero su mástil dio de lleno contra la hoja de la diamantina. El arma del enemigo se partió en dos; el cabezal del hacha volando se clavó sobre Ainelen, seco en el árbol a sus espaldas.
La pudo haber decapitado. La joven se quedó sin aire.
Parecía que Amatori tenía todo a su favor. No desaprovechó la oportunidad de contraatacar, pero la bestia fue increíblemente ágil y retrocedió con un solo salto, quizá unos siete metros.
El peli ondulado apretujó un puño, frustrado.
—¡¿Me estás jodiendo?!
En el otro lado, los perseguidores luchaban contra una decena de criaturas, las cuales no paraban de emerger de la cueva.
Pensar que pudieron haberse metido allí.
La lluvia se desató en el mortífero campo de batalla.
Antoniel se cubrió del ataque cerrado de un minotauro, luego intentó responder, pero una onda partió el suelo y se vio obligado a retroceder. No era como que las bestias fueran organizadas, pues parecía no importarles que un aliado quedara atrapado en el fuego cruzado. El problema fue que los minotauros eran increíblemente hábiles. Cuando una onda los estaba por impactar, saltaban hacia un flanco y embestían de nuevo como si nada. Sus movimientos eran fantasmales, como si resbalaran en el hielo.
Esa fue la constante de la pelea, porque lo de los chicos no era suficiente para ser llamado de esa forma. Ainelen y Amatori se limitaron a correr a través del bosque. Evitaron salir a sitios abiertos, más todavía ir hacia donde los perseguidores mantenían su brega. Cuando parecía que un lugar estaba desolado, de la nada un minotauro llegaba corriendo y les cerraba el paso.
Ainelen tropezó.
—¡Tori, ayúdame! —gritó desesperada. El muchacho detuvo su marcha y se volvió hacia ella. Pareció dudar un momento, entonces regresó.
Antes de que la alcanzara, la agarraron de su talón. Ainelen gritó y pataleó. Encima de ella estaba el minotauro desarmado, aunque decirlo así no era muy preciso. Lo que quedaba de su hacha era solo el mástil, pero incluso sin tener un filo o punta, si planeaba azotarlo contra ella como ahora mismo parecía, sus huesos y órganos vitales podrían ser fácilmente destrozados.
Una flecha impactó con gracia al minotauro. El sonido húmedo mientras se clavaba en la cuenca de uno de sus ojos pareció durar más de lo que debía hacerlo. Ainelen deseó que funcionara. ¿Eso lo dañó?, ¿cierto?
Con una mano temblorosa, el animal tiró de la flecha. Parecía que la extraería, pero entonces Amatori chilló y lo decapitó con un mandoble limpio de su espada. El cuerpo del minotauro fue empujado de una patada y se fue hacia atrás.
—De nada.
La lengua de Ainelen se trabó.
—Perdón. Muchas gracias, Tori.
La joven se levantó rápidamente. Todavía quedaban más enemigos, pero...
—No hicimos todo este esfuerzo para perderlos aquí —dijo Jiulel, encogido contra un árbol, mientras apuntaba otra flecha contra los dos minotauros restantes.
¿Qué había de los demás?
Por allá: Antoniel cortó el brazo de un oponente, luego lo decapitó. A sus pies estaban desplomados dos cadáveres. Liandrus estaba en la vanguardia, repeliendo con su escudo diamantina. Parecía concentrar la atención enemiga. Eso abría espacios para Antoniel. Pratgon, ¿estaba mirando? Eso era muy fuera de lugar.
Espera. ¿Cuándo sucedió todo eso? Si hace tan solo unos instantes parecían contra las cuerdas. Ahora, en cambio, establecían el ritmo de la batalla. Aunque no dejaban de aparecer minotauros desde la cueva. Por cada uno que mataban, asomaban dos.
La bestia que estaba más próxima a los tres humanos bramó furiosa. Tenía su atención puesta en el cadáver de su aliado.
—La venganza no es buena —murmuró Amatori, con cierto sarcasmo.
Entonces Jiulel, quien estaba apuntando hacia ese enemigo, cambió el objetivo a una velocidad impresionante y le asestó un disparo al otro minotauro. Lo encontró desprevenido, fue directo al cuello.
Ainelen abrió la boca, pero antes de decir una palabra, una onda de energía atravesó el área. Se lanzó de un salto junto a Amatori, mientras Jiulel hizo lo mismo hacia el lado opuesto. Un árbol crujió y se inclinó de a poco, teniendo como destino de su impacto la batalla principal.
Antoniel dio la señal a sus compañeros para que se apartaran, pero el bastión reaccionó tarde, sumergido en una riña contra cuatro enemigos, quienes, a diferencia de él, no iban ataviados en blindaje pesado.
—¡Liandrus! —Antoniel y Pratgon corrieron a socorrerlo—. Maldición, ¡Jiulel, ven a ayudarnos!
El bastión quedó con la parte inferior de su cuerpo aplastada. Los minotauros no fueron tontos, pues cayeron en oleadas sobre el desafortunado humano. En un intento desesperado, Antoniel potenció el brillo de su espada hasta el punto de que Ainelen sintió que su mente se hacía pesada. ¿Qué era esta sensación?
Seis colormorfos volaron cerca del líder de los perseguidores. Este último actuó como primera línea, moviéndose en un pequeño espacio. No iba a evadir, pues su objetivo era proteger a sus camaradas. Aun así, tampoco pretendías que se quedara quieto como una piedra. Antoniel se inclinaba, saltaba, golpeaba en abanicos horizontales y diagonales y bloqueaba. Mantenía a raya a seis minotauros al mismo tiempo.
En ese lapso, Jiulel y Pratgon tiraban inútilmente de Liandrus, quien garabateaba como si estuviera enfadado y no adolorido. El calvo bastión movía la cabeza cuando intentaban liberarlo. Decía que ya no sentía las piernas.
¿Qué estaban esperando Ainelen y Amatori? Este era el momento indicado para irse.
De pronto, el único enemigo que todavía estaba capacitado frente a los chicos, los ignoró y corrió hacia el grupo de hombres.
—¡Hay que cortar sus piernas! —dijo entonces Pratgon, el curandero.
—¡¿No hay otra manera?! —respondió Antoniel.
Liandrus chilló.
—¡Si va a ser así entonces déjenme!, ¡No quiero ser un soldado inútil!
Cerca de Ainelen, el minotauro que recibió la flecha en el cuello se removía, agonizante.
Así era la vida. Los seres vivos sufrían. Para que uno viviera, otro tenía que morir. Para que uno ganara, otro debía perder. Al final las estrellas cuando más brillaban, era cuando estaban en la oscuridad.
«Por qué siempre es así. Tan cruel», pensó la joven. Incluso en el bosque, las criaturas se alimentaban de la carne de otras para mantenerse vivas a sí mismas. ¿Por qué Oularis crearía un sistema donde unos contra otros tuvieran que matarse?
¿No podía existir armonía entre su misma creación?
«Somos seres reemplazables», dijo una voz en su mente. Otra versión de la misma Ainelen.
«¡No! Todos somos únicos. Nadie merece sufrir tanto».
«¿Tienes derecho a decir eso?»
Se quedó en silencio.
Claro que no lo tenía.
«Mátalo», dijo la parte más calculadora de la joven. Sí que era raro verla emerger.
Amatori tiró de la manga de Ainelen. Claro, debía irse.
«No habrá otra chance. Mata al que es como tú, eso los dejará totalmente vulnerables».
«¿Al que es como yo?», Ainelen clavó sus ojos en Pratgon, el curandero de Antoniel.
—Nelen, oye, ¿qué te sucede?
El grupo de perseguidores se veía demasiado patético, ahora que se encontraba calmada. Antoniel apenas resistía, cada vez más cerca del grupo, que seguía intentando inútilmente liberar a Liandrus. Se le tuvo que unir Jiulel, porque si no la derrota estaba sentenciada.
—Bien, cortaré las piernas. Será duro. Aguanta, Liandrus.
Detrás del curandero había una pila de cadáveres, pero entre ellos, uno aun no perdía el brillo de su existencia. Agonizaba, un minotauro seguía vivo.
—Nelen, te veo rara. ¿Qué sucede? Tenemos que marcharnos.
La joven ignoró a Amatori.
«No quiero hacerlo».
«DEBES hacerlo. ¿No querrás ver a alguno de tus amigos terminar como Vartor?, ¿No tengo razón?»
Una lágrima se deslizó por el rostro de Ainelen. Había prometido no dañar a otras personas nunca más.
Accedió al reino de luz, buscando el poder de aquel ente que siempre estaba dispuesta a ayudarla. Luz, pero solo para traer más oscuridad.
«Soy una perra pecadora. Nunca he merecido tu misericordia, Oularis».
«Porque le perteneces a ella».
Entonces la chica apuntó con su bastón-hoz, radiante de energía azul. Imaginó en su consciencia el escenario, aunque en realidad sí que lo veía. Era negro, con demarcaciones azules. El minotauro aun estaba dentro del rango.
El hechizo curativo cayó desde el cielo. Como la criatura casi no se movía, no fue difícil de ejecutar. Lentamente las heridas del minotauro se cerraron, el brazo y pierna mutilados uniéndose de vuelta con el cuerpo principal.
Amatori la miró, desconcertado. Las comisuras de sus labios dignos de un gatito asustadizo.
—¿Qué acabas de hacer?
Ainelen dejó que el momento explicara los hechos por sí solo.
Pratgon ni se dio cuenta mientras trabajaba con diligencia. Y, Jiulel, que hasta hace un momento atrás se hallaba a su lado, luchaba espalda con espalda junto a Antoniel.
El imponente minotauro recién recuperado se paró detrás del hombre, una figura alta y oscura. Sus ojos inyectados en sangre chispearon en las tinieblas, entonces su hacha cayó letal. La hoja dividió a Pratgon por la mitad, un golpe nada limpio. Los huesos crujieron horriblemente mientras la carne se esparcía hacia los lados, saltando en masas viscosas.
Ainelen se volvió hacia Amatori con ojos sin brillo.
—Vamos, Tori. Tenemos que reencontrarnos con los chicos.