Ainelen estaba tan consternada que recién cuando se hizo tarde, cerca de llegar al río Lanai, descubrió que sentía un dolor intenso en su hombro izquierdo. Era como oleadas, viniendo cada cierto intervalo de tiempo. Las punzadas mortíferas no perduraban demasiado, pero incluso siendo así, la hizo morderse el labio inferior en su intento por no mostrarse afligida ante el resto.
Los chicos caminaban tímidamente a través de la hierba, repleta de gotas de las últimas lluvias. El olor del terreno y el pasto humedecido llegaban a las narices de manera inevitable, el aroma del invierno venidero. No importaba donde fueras, la resina se las arreglaba para hacerse sentir.
El grupo era rodeado por Antoniel y el bastión Liandrus en delantera, mientras que Jiulel, el arquero, junto a Pratgon, el curandero, avanzaban cubriendo las espaldas.
El avance había sido en un principio siguiendo el sendero, sin embargo, Antoniel decidió que no era confiable seguir por ahí. Así que tomaron un desvío hacia el sur, evitando en lo posible el encuentro con los minotauros. ¿Qué tan terribles debían ser como para que un grupo de soldados experimentados los eludieran?
La muchacha tenía las muñecas irritadas por la cuerda que ataba sus manos a su espalda. Ainelen evitaba las miradas de los exploradores, soportando el asco inmenso que se removía en su interior. Odiaba a estos hombres y, mientras más tiempo transcurría junto a ellos, más sentía que su existencia se pudría.
Lo estaba soportando porque a su lado iban aquellos a los que se había aferrado en el último tiempo. Sus camaradas, sus amigos, su familia.
Antoniel y su grupo se habían llevado a uno. No lo olvidaría jamás.
El suelo tembló levemente, lo que hizo detenerse a los veteranos.
Hubo otro movimiento, un poco más fuerte. Luego se hizo constante.
—Era un riesgo —Antoniel desenfundó su espada azul brillante, con sus compañeros replicándolo.
—¿Qué sucede ahora? —gruñó Danika, tambaleándose y cayendo de rodillas en el terreno.
Espera, ¿la tierra se deformaba?, ¿los árboles estaban desgarrándose? Lo cierto fue que lo que ocurrió no dio tiempo para respuestas. Un crujido ensordecedor atravesó el aire, entonces todo se revolvió. Ainelen cayó rodando, su vista encontrando a Amatori golpeándose de cabeza contra unos matorrales.
Gritos. Gruñidos. No eran no-muertos. Eran los hombres, pero también hubo un ruido inhumano. Incluso parecía que no lo había hecho una criatura animal.
Ainelen logró estabilizarse luego de que el temblor menguara de intensidad. Vio frente a ella una montaña marrón que se elevaba unos quince metros, equiparándose con los árboles mientras adquiría ciertos rasgos humanoides.
Liandrus activó su escudo-diamantina.
—¡Hey!, ¡Quítense de mi camino! —les ordenó, viéndolos a través del rabillo del ojo.
Los chicos intentaron a duras penas correr hacia un lugar seguro. Era una proeza de aquellas. No fue raro que uno que otro se desplomara, moviéndose como un conejo al que le hubieran atado las patas. El terreno resquebrajado tampoco ayudaba mucho.
La monstruosidad de tierra pisó con fiereza. Su masa adquirió robustez al alimentarse de los alrededores, dejando agujeros y zanjas a lo largo de toda el área. Estaba de rodillas, hasta que se levantó y quedó erguida. Qué imponente era, supremo Uolaris.
¿Siempre existieron seres como esos en Alcardia?
Ainelen llegó a un rincón relativamente seguro, hundiéndose en la maleza y aplastando unos hongos con su rodilla. Junto a ella estaban acurrucados Holam y Danika, presos del miedo, como era de suponer por sus caras. ¿Dónde estaba Amatori? Lo buscó con ojos desesperados.
«¿Qué hace?», pensó Ainelen cuando dio con él. Oh. Se había liberado las manos y estaba buscando algo. Claro, sus pertenencias. El muchacho sacó las espadas y las diamantinas y corrió de vuelta con el grupo. «¡Se darán cuenta!». Pero cuando la joven temía eso, descubrió a los exploradores moviéndose alrededor del gigante de tierra.
—Es nuestra oportunidad. —El joven con boca de gato les regresó sus respectivas armas.
—Nuestras mochilas —dijo Ainelen, con voz nerviosa.
—Lo siento, pero no soy un caballo de carga. Vámonos ya.
Los chicos se escurrieron entre el caos y se dirigieron hacia el oeste, la ruta original hacia la que iban. Aprovecharon el terreno desfigurado como refugio, entonces salieron a un sector cuya superficie no fue afectada. A espaldas del grupo los perseguidores gritaron en alerta.
Lograron alejarse una buena distancia, pero cuando el escape parecía consumado, el suelo tembló tan fuerte que los jóvenes volaron desparramados hacia cualquier parte.
Ainelen tosió. Su espalda impactó contra un árbol, pero aguantó el dolor y levantó la vista rápidamente. A su lado estaba Amatori, sosteniéndose con una mano en la cáscara del árbol más cercano. ¿Dónde estaban Holam y Danika? Rápido, tenía que saber de ellos. El corazón le dio un salto, hirviendo en su pecho.
El segundo gigante se formó muy cerca de los muchachos, a unos veinte metros, a lo mucho. Como Ainelen y Amatori yacían ocultos en la hierba, pareció no darse cuenta de sus presencias. En vez de eso, otra cosa llamó su atención.
El ser, de menor tamaño que su hermano, retumbó a medida que iba hacia el sector contrario. Delante de él dos chicos corrían tristemente, como ratas que huyeran de un gato dentro de un corral hermético.
Sin pensarlo dos veces, Ainelen salió del refugio y gritó hasta que sus pulmones se tornaron bolsas agujereadas.
—¡Tonta!, ¡lo atraerás! —se quejó Amatori, frunciendo el ceño.
Durante un pequeño instante, el gigante cambió su enfoque hacia Ainelen. No obstante, se volvió hacia los dos primeros chicos y avanzó a poderosos tumbos.
«Aun puedo hacer algo». Cerrando los ojos, la joven desvió su consciencia hacia un plano apartado del mundo físico. Allí no temblaba, no residía el caos. El reino había vuelto a ser luminoso.
El bastón-hoz fue bañado por la luz azul, los colormorfos con forma de mariposas revoloteando alrededor de la cabeza de Ainelen.
Esta vez sí que funcionó. El gigante dejó en paz a Holam y Danika, quienes desaparecieron en la espesura del bosque. A continuación, rugió furioso mientras comenzaba a cerrar la distancia con los otros muchachos.
—Oye, oye, oye, Nelen. No me jodas. ¿Quieres matarnos? Eres una perra suicida.
—Podemos arreglárnosla con nuestras diamantinas.
Justo cuando el molesto compañero preparaba, quizá, más palabras venenosas, una roca impactó cerca. La humedad del terreno impidió que se levantara una columna de polvo, facilitando la vista del escenario, que había cambiado.
El primer gigante ya no estaba.
Los chicos se miraron. Compartiendo la misma angustia, corrieron a toda prisa.
—¡Viene una roca! —advirtió Amatori. Cuando Ainelen miró hacia atrás, notó una inmensa bola de tierra cayendo a uno de los lados. En realidad, pasó de ellos e impactó delante. Los árboles crujieron y empujándose uno con otro, se derrumbaron con crujidos dolorosos.
Ainelen y Amatori dieron una vuelta para evadir el revoltijo que había quedado allí, luego vino un segundo disparo del cual lograron salir victoriosos. Entonces hubo un tercero, un cuarto, y un quinto. En este último no corrieron con la misma suerte. La bola rocosa no les dio de lleno, pero un escombró voló rozando la capa de Ainelen. Esta ahogó un suspiro, luego oyó los quejidos de su compañero.
Amatori se derrumbó con la pierna izquierda doblada en una posición antinatural.
«No puede ser». La muchacha se tapó la boca. Se acercó a toda prisa hasta el herido y comenzó el ritual para el hechizo curativo. Le fue complicado concentrarse, pues los gemidos lamentables de Amatori amenazaban con romper su cordura.
—Está cerca... Nelen... date prisa. ¡Mierda, me duele hasta el culo!
Las raíces azules de todas las criaturas vivas aparecieron en la mente de la chica. Un radio de unos veinte metros, aproximadamente. Venas azules conectando los puntos vitales de ambos jóvenes, las raíces de los árboles derrumbados que parecían tenues y las de los que todavía permanecían intactos con un brillo sublime. Dirigió la energía hasta la pierna de Amatori, la cual se veía como un manchón grisáceo, un circuito en estado de traumatismo.
¿Bastaría con su poder?, ¿no había que enderezarla primero?
No. La diamantina se encargó no solo de sanar, sino que también forzó a que la extremidad, tanto músculos como huesos, a regresar a su posición natural. Amatori se quejó, no obstante, sus alaridos se detuvieron.
—Si tuviera tiempo te diría cuan fantástica eres, pero será para después —dijo el joven, con una sonrisa maquiavélica.
Ainelen estaba muy tensa. Temía que el gigante los pillara indefensos, sin embargo, los temblores habían cesado. Al mirar hacia el ser rocoso, lo encontró inmóvil. Yacía con la atención en otra parte.
Un haz de luz subió en diagonal desde sus piernas hasta las caderas, luego el gigante se desplomó con un estruendo.
—Carajo, esto es muy malo —Amatori se puso de pie de un salto y, notando que Ainelen estaba fuera de sus cabales, la tomó de una mano y se la llevó.