Nadie fue capaz de ponerse de pie, ni siquiera de mover un dedo. Eso fue porque Antoniel señaló con un gesto al arquero de nariz puntiaguda y rostro afilado. El infame se acercó con una flecha, lista para ser disparada a cualquiera que osara agitarse.
—Nos han dado muchísimos dolores de cabeza, chicos. Pero tomémonos con calma esto. Vale, imaginemos que es una cita de amigos, un reencuentro afectuoso.
A Ainelen se le revolvieron las entrañas cuando oyó la risa de Zei Antoniel. Sintió un asco inexplicable. Fue incapaz de mirarlo a los ojos, a él ni al resto de sus acompañantes. Cuando se acercaron, se limitó a observar los botines oscuros dejando sus huellas en la tierra.
El grupo había cometido un error fatal. Si tan solo se les hubiera ocurrido antes, podrían haber borrado sus rastros, o incluso haber creado unos falsos. Todo este tiempo la habían dejado muy fácil.
Los chicos permanecieron quietos, en silencio, mientras el líder enemigo se acuclillaba frente a Ainelen. Los otros formaron un triángulo alrededor.
—Ella tenía razón. —Antoniel buscó la atención de la curandera, pero al ser ignorado por esta, le presionó sus dedos ásperos bajo el mentón, levantándoselo hasta que quedaron cara a cara.
Ainelen tembló, paralizada, horrorizada. Aquellos ojos negros parecía que la encadenarían, para luego lanzarla hacia el abismo.
—¡Quítale tus manos de encima! —exclamó Danika a sus espaldas. Se escuchó removerse, entonces hubo un golpe. Cuando la curandera se volvió para ver lo que sucedía, encontró a la rizada desplomada, sus labios gruesos manchados de sangre.
—¡Por favor...! —gritó Ainelen—. ¡Ella y Holam son inocentes!, ¡Suplico que no les hagáis daño!
—Es negociable, muchacha. Dependerá de qué tan bien se porten.
Danika se levantó a duras penas, visiblemente adolorida por el combo recibido por parte de un hombre calvo, cuya rasuración era exceptuada por la línea que le recorría desde la frente hacia atrás.
Era un sujeto corpulento. En su espalda iba enganchado un objeto cuadrado con patrones ornamentados en la esquina superior. Un bastión, sin duda alguna, y, por el material y coloración del escudo, un usuario de diamantina.
—¿Por qué hacen esto? —preguntó Danika.
Zei Antoniel se acarició la barbilla, con los ojos clavados en el cielo manchado de colores.
—Por el bien de Alcardia. Esa es la respuesta, honestamente.
—¿El bien de Alcardia?, ¿qué clase de broma es esa? ¿cuenta como bien el herir y matar a tus compatriotas?, ¿no se supone que nuestro enemigo es Minarius?
—Por supuesto, es así. Pero, ahora mismo ustedes están poniendo en riesgo la protección de toda la población. Les recuerdo que entre esos mismos se hallan vuestros familiares y amigos.
Ainelen abrió los ojos como platos. Antes de que pudiera materializar las palabras, Amatori se le adelantó.
—¿Qué?, ¿cómo es eso posible?
—¿Debería contarles? —Antoniel vio de reojo al arquero, quien se mantenía imperturbable, rígido como una roca. Ese tipo, definitivamente era uno de los instructores en la expedición a la Mina Suroccidental.
—Si lo haces, nos matarás, tal como hicieron con Vartor —advirtió Holam, frunciendo el ceño. Más que enojado, parecía suplicante.
—Probablemente sea así. Entonces, supongo que mejor no lo hago. Bien, muchachos, haremos lo siguiente: me llevaré a la curandera y al espadachín con diamantina junto a Jiulel. Los otros dos irán con Liandrus y Pratgon.
«No». Ainelen se rompió por dentro. «No, no puede ser. Holam, Danika... ¡los van a matar! Tengo que hacer algo, tengo que hacer algo, tengo que... ¡¿Qué carajos puedo hacer?!, ¡¿Qué?!». Tuvo la intención de patalear y armar el mayor alboroto que nadie hubiera presenciado en sus vidas, pero se recordó al instante que Jiulel, el arquero, le transmitía un sentimiento tan maligno, que estaba segura de que lanzaría una flecha directo a la cabeza a alguno de sus compañeros si se atrevía. Él era el autor material del crimen de Vartor, el maldito miserable.
Fue incapaz de hacer algo. La joven tuvo que tragarse la desesperación cuando vio a Holam y Danika ser llevados por sus dos represores, no sin antes cruzar miradas con ellos, unas de absoluto terror mezcladas con tristeza.
«Perdónenme, chicos. Yo tengo la culpa. Esto es por mí, lo sabía, pero no fui capaz de tomarle el peso».
Algo se removió dentro de Ainelen, muy doloroso. Susurros femeninos, las puertas de un reino luminoso tornándose sombras y ruinas. Allí no había una entrada, todo se destrozó.
Perdió la sensación del tiempo. Sus pies se movían sin que ella se los ordenara. ¿Por qué sucedía? Uno avanzaba, el otro se quedaba atrás. Uno avanzaba, el otro se quedaba atrás.
Uno avanzaba, otro quedaba atrás.
¿Sería ese el destino del equipo?
«Tal vez me maten a mí y a Amatori luego». Sí, era factible.
—Oye —dijo de pronto Antoniel, abriendo los ojos. Ainelen se detuvo y levantó la cabeza por fin. ¿Qué lo había dejado tan perplejo?
El arquero, quien llevaba a Amatori con las manos atadas, al igual que cada chico, enarcó una ceja. Estaba con las pupilas clavadas sobre Ainelen.
—Hmm, demasiado intensa. Pasa algo raro con esta chica. Kuyenray te ordenó que la regresaras viva, aunque yo que tú la mataría.
—Puedes anular su resonancia, Jiulel, para eso estás aquí.
—Sí, pero podría activarla de nuevo. Sería problemático si lo hace... —el arquero se detuvo, percatándose de que ofrecía demasiada información.
Zei Antoniel suspiró.
—Lo sé. Ordenes son ordenes, de todas maneras. Soy un hombre de leyes.
Ainelen recordó a su familia y sus amigas. No lo había hecho hace bastante, ahora que lo pensaba. Todo cada vez se hundía más. Qué dolor.
De pronto se escucharon gruñidos. Venían desde la dirección donde los otros perseguidores se llevaron a Holam y Danika.
—¿Qué significa esto?
Aquello a lo que Zei Antoniel se refirió, fue una escena que en nada se parecía a lo que Ainelen hubo visto. Por lo menos, no de la forma en que estaba ocurriendo.
Una horda de treinta o cuarenta no-muertos venía en la cima de la última colina que habían pasado. El grupo estaba debajo, a la espera de ser embestido por un problema que complicado se quedaba corto. Esos que corrían delante, ¿eran Holam y Danika? Venían con sus manos liberadas, unidos con los dos hombres como si desde un principio pertenecieran al mismo equipo.
—¡Antoniel, te dije que la chica era peligrosa!, ¡la mataré ahora mismo!
—¡Cálmate, Jiulel!, desata al muchacho. No hay tiempo para riñas entre nosotros.
¿Qué pasaba con todo esto?
No, claramente no era el momento para que Ainelen se lo estuviera preguntando. Apenas fue desatada, corrió a reunirse con sus compañeros, preparándose de inmediato para la confrontación.
No-muertos en masa, a plena luz del sol. Era un espectáculo verdaderamente increíble.
—Detrás de nosotros —señaló Antoniel. El grupo hizo caso, parándose a espaldas de los cuatro legionarios, quienes desenfundaron sus armas en una formación lineal.
—Irán de frente contra la horda, no me jodas. —Amatori estaba anonadado.
Ese fue el momento en que Ainelen sintió un frío que la impactó con violencia. Una onda, desde su espina dorsal, expandiéndose a una velocidad ridícula por todo su cuerpo. Luego vino la fatiga, aunque no era tan intensa como cuando gastaba su magia.
—La desactivé. Espero no te descontroles de nuevo. Mira en lo que nos has metido —la regañó Jiulel, quien luego de verla con el rabillo del ojo, preparó no su arco, sino la cuchilla que iba enfundada a su cintura.
A la espera de lo que sucediese, era imposible no preguntarse si estaban ante una posibilidad de huida.
No. Estaban cansados. Incluso cuando los exploradores le dieron la espalda al grupo, nadie hizo el más mínimo gesto de atacarlos por sorpresa.
«Son demasiados», pensó Ainelen, estudiando a los no-muertos. Ya estaban a unos diez metros.
Zei Antoniel y el bastión calvo dieron un paso adelante. No fue solo eso; en realidad, el último corrió activando su escudo diamantina. El brillo azul pareció hipnotizar a las criaturas, quienes se abalanzaron en masa sobre él. El sujeto empujó e increíblemente amotinó no-muertos, como un remolino abriéndose paso entre el polvo.
Eso brindó al líder la oportunidad perfecta para entrar al combate, cortando enemigos a su derecha e izquierda. Sus pies avanzaban en zigzag, inclinando su centro de gravedad y volviéndolo a subir.
Rápido. Preciso. Este era Zei Antoniel. A nada de empezar, ya había caído más de una quincena de no-muertos.
Ainelen comprendió porqué el grupo de soldados en la fortaleza había sido derrotado. Nunca tuvieron oportunidad contra estas bestias.
Los otros hombres no se quedaron atrás: Jiulel apuntó con su arco, luego una flecha perforó la cabeza de un enemigo que estaba a unos cuarenta metros, aproximadamente. Letal. Repitió la fórmula con tres enemigos más.
—Flanco izquierdo —indicó, entonces el curandero fue hacia esa dirección. El hombre, cuya diamantina curativa parecía una antorcha, se inclinó para evadir el agarre de un no-muerto, luego cerró la distancia y clavó su cuchilla a través del mentón.
Para Ainelen era imposible verse a ella misma intentando algo como eso.
Los no-muertos fueron cayendo uno a uno, al tiempo que los chicos se miraron entre ellos. Eran caras de sufrimiento, el ánimo estaba alicaído. Se intuía la victoria de Antoniel y sus hombres, pero más allá de eso, se perpetuaba la sensación de que, definitivamente, era imposible escapar de ellos.
—Pudo ser peor —murmuró el mandamás de los perseguidores. Escupió hacia un lado, luego rascó una de sus cejas.
El escenario ofreció una pila de cadáveres, un sacrificio a la bruja nada más empezando el día. Las criaturas no sangraban, sin embargo, de sus cuerpos emanaba un hedor espantoso que se había instalado en toda la colina. En el horizonte de esta, el sol brillaba travieso, como palpitando de emoción por el espectáculo presenciado. Sus rayos quemaron la piel de Ainelen con brusquedad.