La noche los encontró a poco más de la mitad del sendero hacia el río Lanai. Los chicos quedaron estacionados producto del cansancio excesivo. Correr con equipaje y blindaje era un auténtico dolor de cabeza.
En medio del silencio nocturno, las respiraciones desordenadas y la minúscula brisa de viento cobraron protagonismo. El Valle Nocturno se veía siniestro, nubes oscuras recorrían el cielo, con las montañas y árboles carentes de follaje irguiéndose como siluetas negras por todos lados.
Los chicos se quedaron en silencio, como si nadie supiera qué hacer luego del descanso. Entonces, una luz asomó en la cima que hace poco recorrieron.
—No nos dejarán en paz hasta que estemos muertos —gruñó Amatori—. Movámonos.
Contra su propia voluntad, Ainelen echó a correr. Le dolían las piernas, sin embargo, lo más apremiante, era que su cabeza parecía que estallaría. Sus párpados deseaban ansiosamente cerrarse, su consciencia desvanecerse. Necesitaba calmar el torbellino que se desataba ahí.
—Como saben que el sendero es una ruta segura, pueden rastrearnos fácilmente.
—¿Es solamente el sendero?, ¿o las diamantinas tienen algo que ver?
Ante la pregunta de Holam, Amatori vaciló en responder. Mientras eso pasaba, el camino se curvó hacia la izquierda, luego hacia la derecha, serpenteando a través del terreno descendente.
—No tengo idea. Pero estoy seguro de que tratarán de alcanzarnos antes de salir de aquí. Si dejamos el sendero, les será muy difícil dar con nosotros.
La noche no era tan oscura, por lo que avanzar no era una tarea imposible. Aun así, Ainelen se tropezó varias veces. Incluso, casi cae del puente cuando cruzaron un pequeño estero.
«Vartor se ha ido», pensó con dolor. «Se ha ido. Vartor se ha ido. Se ha... ido». Las lágrimas afloraron de sus ojos, deslizándose por sus mejillas hasta mojarle el cuello de la camisa.
Parecía una pesadilla. Hasta hace poco él vivía. Como grupo habían estado en paz durante un tiempo bastante largo. Ainelen creyó ingenuamente que podían tener esperanzas de que Elartor se convirtiese en su nuevo hogar. Pero el mal que acechaba era crónico.
¿Pudo haber hecho algo para salvarlo?
«Debí lanzar un hechizo cuando la flecha lo alcanzó. Pude mantenerlo vivo durante un momento y, si alguien retiraba la...».
Pero los perseguidores se habrían abalanzado sobre ella y el resto de sus compañeros. Eso incluso hubiera traído peores resultados. No era culpa de Ainelen, ella nada podía hacer.
«¡No!», gritó una voz dentro de su cabeza. «No soy inocente. Yo soy culpable. Lo he arruinado. Por favor, que alguien me diga que soy un fracaso».
¿Qué había de Iralu?
Ainelen se llevó una mano al pecho. La fría y dura armadura de cuero impidió que se arrancara la piel.
«Supremo Oularis. Yo...».
«Yo...».
«Yo...».
«Le deseé la muerte».
Iralu había caído por gracia de Ainelen. Sus despreciables oraciones para que Vartor dejara de depender de ella de seguro que las escuchó la bruja. Pero ni aun matando a la subcapitana, se pudo evitar la desgracia del muchacho. ¿Qué quedaba entonces?
Esa mujer los había ayudado desde el primer momento. Había sido una persona que siempre veló por el bienestar de cada uno de los chicos. Incluso ahora, se movían gracias al mapa, el cual Holam se había hecho con su posesión.
Ainelen quiso pedirle perdón, donde quiera que estuviese.
Mientras más cosas buenas recordaba de la fallecida, el dolor más la afligía. Ainelen se ahogaba en su propia respiración, sintiendo que sus piernas cederían a su propio peso en cualquier instante. Y en algún punto, eso se concretó.
—¡¿Nelen?! —Danika fue la primera en darse cuenta que la joven yacía de rodillas, apoyada en la barandilla del camino formado por tablones de madera. Los demás se detuvieron, regresando con prisa.
Ainelen lloró.
—Lo siento, chicos. No puedo seguir. —La voz se le quebró.
Sus compañeros se miraron unos a otros. Ella sabía que no era el momento indicado para detenerse, así que, no estaba mal que optaran por dejarla. Merecía quedarse sola.
Con cuidado, Danika se arrodilló frente a Ainelen.
—¿Te has herido mientras corrías? Dímelo, te llevaré cargada.
Negando con la cabeza, la pálida muchacha se limpió las lágrimas.
—No es eso. Es que... lo de Vartor...
—¡Ya para con eso! —exclamó Amatori, iracundo—. Fue elección suya elegir la muerte. No sacamos nada con lamentarnos.
Danika se levantó de golpe y le asestó un puñetazo directo a la mejilla. Amatori cayó de espaldas.
—¡Cierra la boca, pedazo de mierda! No todos somos igual de cabezas de piedra como tú.
Todos se quedaron en silencio luego de eso. Incluso Ainelen dejó de sollozar, consternada por el puñetazo recibido por su camarada. ¿Estaría bien? No era necesario que Danika hiciera eso.
Amatori solo gruñó con desagrado mientras se frotaba la cara.
El equipo pudo continuar luego de que Ainelen recuperara un poco la vitalidad. Ella no quería traer más desgracia, menos a las personas que aún tenía a su lado.
La noche avanzó, implacable. Las antorchas asomaban de vez en cuando a la distancia, sin apartarse del grupo. Fue entonces que, en determinado punto del Valle Nocturno, escucharon ruidos. Vinieron de entre los árboles retorcidos y desnudos. Las hojas secas a sus pies alertaron de que alguien se acercaba desde un flanco.
No, no solo desde ahí, sino desde delante y también el lado opuesto. Eran siluetas humanoides que portaban objetos alargados en sus manos, chillando como si les hubieran agujereado los pulmones.
Ainelen retrocedió, presa del miedo. Fue como si la vida regresara solo para torturarla. Holam se interpuso entre ella y los enemigos como por acto de reflejo, eso mientras Amatori y Danika desenfundaban sus armas en la vanguardia.
Los no-muertos no les dieron tiempo para mayores charlas. Danika bloqueó el primer ataque con su escudo, luego se movió sin perder de vista a los demás seres, que eran en total cuatro. Amatori se defendió con su diamantina, retrocediendo con ímpetu, aunque desordenado.
—Justo en este momento —se quejó este último.
Ainelen aprovechó su libertad para echar un vistazo hacia sus espaldas. Todavía no se veían las luces. Aun así, la angustia la aquejaba. Estaban cerca, lo intuía.
Holam bloqueó un ataque de espada con la suya, luego repelió. El no-muerto volvió a atacar, esta vez rompiendo la resistencia. El pelinegro se apartó con agilidad, obligando a Ainelen a hacer lo mismo.
El combate se desarrollaba en un espacio amplio, comparado a lo que la ruta les ofreció hasta hace poco. Allí el camino era demarcado por letreros, una línea donde el pasto no crecía. Los exploradores debían podar la maleza con regularidad.
Ainelen se concentró en la pelea. No había otra opción.
Amatori era siempre quien los coordinaba en las batallas de equipo, pero él pasaba ocupado al ser requerido como espadachín en la línea frontal. Repartir su atención en dos funciones era una carga demasiado pesada; sin embargo, eso no aplicaba a la curandera, quien veía los eventos desde una perspectiva favorable.
Dejó su equipaje en el suelo.
—¡Hey! —gritó a uno de los enemigos. Tal como sospechaba, el no-muerto de inmediato se enfocó en ella. Hasta juró que sus ojos destellaron levemente en rojo. «Tenemos que deshacernos cuanto antes de estos, o no podremos avanzar. Estamos contra la espada y la pared, así que, debo hacerlo», pensó, mentalizándose con determinación. El miedo no podía jugarle una mala pasada. Ainelen lo haría por sus camaradas.
Corrió hacia la izquierda, sintiendo los pasos frenéticos del no-muerto aproximándose. Holam llamó su nombre, sin entender lo que ella trataba de hacer. Pero no solo fue uno el no-muerto que la persiguió, sino que fueron dos. Eso dejaba a Holam, Amatori y Danika versus el par restante. Muy positivo para el equipo.
Aunque los chicos desearan ir en ayuda de la muchacha, primero estaban obligados a derrotar a sus propios oponentes. Ainelen solo esperaba que lo hicieran a tiempo, ya que no sabía cuánto aguantaría huyendo.
Estaba loca.
La joven saltó sobre la raíz de un árbol y luego rodeó otro, trazando una ruta circular. Era prioridad no alejarse del grupo. Así también podía mantener una vista sobre ellos y lanzar el hechizo de curación cuando fuese necesario. Aunque lograrlo en la situación actual era prácticamente imposible.
«Es verdad», pensó Ainelen, «los usuarios de diamantina llamamos su atención». Y parecía que ella misma destacaba sobre Amatori, quien concentraba a los otros dos no-muertos, pero sin que estos perdieran de vista a Holam y Danika. ¿Era por ser la curandera del grupo?, ¿sabían que si la eliminaban ya no podrían curarse?, ¿o era algo más?
La huida completó dos vueltas enteras, tiempo en el cual Holam tomó las espaldas de un enemigo y lo desarmó. Esto fue aprovechado por Amatori, quien activó su diamantina en furibundo azul, para luego blandir un mandoble directo al cuello. La hoja de la espada cortó la carne y hueso como si de papel se tratara, cristalizando con un sonido vidrioso. El otro no-muerto también cayó a manos del mismo verdugo. Nada pudo hacer mientras Danika le ganaba la pulseada, obligándolo a retroceder mientras alternada entre broquel y espada, dejándole la retaguardia al espadachín en bandeja de plata.
Cuando luchabas en superioridad numérica, las cosas se volvían mucho más fáciles. Las espaldas estaban a merced de cualquier buen depredador.
Ainelen se cansó demasiado. Su ritmo bajó a un trote irregular. Una puntada la estaba matando del dolor en el costado derecho. Por suerte los chicos llegaron hasta ella, repitiendo el método anterior. La batalla se decantó en triunfo para el equipo en poco tiempo.
Luego de un breve descanso donde reconocieron heridas menores, continuaron la marcha. La emoción del momento todavía los abrazaba cuando Holam señaló algo: según el mapa, en esta zona habitaban minotauros, seres mucho más terribles que los no-muertos.
«Y nosotros antes pasamos por aquí. Supremo Uolaris».
—"Sigan la línea roja. Hacia el oeste, donde la tierra se acaba. La esperanza los guía" —continuó Holam—. Es una de las notas que aparece. "Cuidado con la nube oscura". Esa es otra.
—Debió ser clara con lo que quería decirnos —comentó Danika.
—Tal vez ni ella misma sabía bien lo que puso allí. O quizá lo escribió otra persona —dijo Amatori, con voz irónica.
La incertidumbre los acompañaba una vez más.
La grieta en el cielo comenzó a formarse, llenándose de luz blanquecina poco a poco. Las nubes la evitaban, como si estuviesen sometidas a su majestuosidad. El amanecer se acercaba.
El grupo tomó un leve descanso antes de subir una cuesta. No habían visto rastro de los perseguidores luego de la pelea. Las cosas debían estar bien.
Los chicos se relajaron, dejándose caer sobre el terreno húmedo.
—Ha sido una noche agitada —dijo alguien. Ainelen estuvo a punto de asentir en acuerdo, pero entonces sus ojos se abrieron de par en par.
La voz ronca que lo había dicho no pertenecía a nadie de los chicos. Provenía de un hombre despreciable, cuyo tono jamás podría olvidarse.
De entre los árboles asomaron cuatro personas vestidas en capas oscuras, uno de ellos con la capucha destapada. Eso reveló a un tipo alto y de sonrisa siniestra.
—Así que, ¿por qué mejor no dejamos de alborotarnos? —dijo Zei Antoniel.