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Chapter 37 - Cap. 37 Rosas rojas (Final parte II)

La puerta oriental se encontraba a unos cincuenta metros desde la posición actual del equipo. Corrían a través del extenso jardín, eludiendo arbustos, bancos y lo que fuera que se les cruzara.

Todos iban casi a la par, moviéndose con expresiones agitadas. Luchaban contra sus propias debilidades. El mal que los acechaba había estado siempre cerca.

A espaldas de los chicos se oyeron gritos, hombres que cantaron con valentía, muy seguramente antes de luchar contra los perseguidores. Luego vinieron los alaridos, revelando aquel dolor que abrazó la fortaleza Elartor. Se despedían de la que fue su casa durante un mes, en un momento donde la sangre se derramaría sin piedad.

Era la peor despedida que hubieran podido imaginar.

Ainelen no tenía las emociones calibradas, pero, aun así, agradeció lo que esos soldados estaban haciendo. Un sacrificio que tal vez no fuera justo. Nada era justo, en realidad. Todo era un caos, un lío sin explicación donde se buscaba coartar la vida a otros. Guerra y más guerra. La naturaleza humana no era diferente a la de los animales y su ley del más fuerte.

Ainelen vio la retaguardia con el rabillo del ojo. El último del grupo era Vartor, quien tal vez se sentía cansado. Se veía muy mal, incluso a comparación de los demás miembros. El pánico se quedaba corto si lo mirabas a la cara.

En este punto la zona de pelea fue tapada por el jardín y la capilla, no pudiendo vislumbrarse absolutamente nada de lo que ocurría por allá.

De pronto, el muchacho de cabellera ondulada, con ojos que aun sumidos en el miedo eran bondadosos y reconfortantes, le ofreció a Ainelen un pergamino sellado con una cinta roja. Era lo que Iralu le entregó antes.

La muchacha se detuvo, atónita.

—Vartor, ¿qué piensas hacer?

—Te lo confío, Nelen. Por si es que no regreso.

El resto del equipo se detuvo. Los chicos acrecentaron sus expresiones de horror. Cuando parecía que no sería peor, sucedía algo de ese tipo.

—¡¿Qué me estás diciendo?! —exclamó Ainelen, enfurecida.

—Yo... no le he dicho. No le he confesado a Iralu que me gusta.

—¡Te matarán!

Con un gesto de tristeza mezclado con desesperanza, el joven forzó una sonrisa.

—Es posible. Pero, he encontrado un lugar al cual pertenezco. No puedo irme sin verla una vez más.

Danika caminó amenazante, aproximándose a Vartor. Lo agarró del cuello, luego acercó su cara a la suya.

—Vienes con nosotros, ¿me oyes? No permitiré que hagas una locura por algo tan infantil.

—¿Desde cuándo amar a alguien es infantil, Danika?, ¿No te darían ganas de ver a tu madre una vez más?, ¿o a tu padre?, ¿o a tus hermanos?

Las palabras del flacucho parecieron calar hondo en la rizada, quien fue incapaz de mostrarse fuerte en ese momento. Ella soltó su agarre, quedándose estupefacta.

—Vartor, ¿qué hay de nosotros? ¿No somos tus amigos? —preguntó Ainelen, deseosa de convencer a su camarada—. ¿Nos abandonarás... por ella?

Hubo silencio. Mientras las dos chicas denotaban angustia por la repentina decisión, Holam y Amatori permanecieron con la boca cerrada.

—También los quiero, chicos. Yo...

Las palabras se le acabaron. Vartor apretó los puños de ambas manos. Se colocó el yelmo, desenfundó su espada y corrió a toda velocidad, de vuelta por donde habían venido.

Ainelen salió sin dudarlo en su persecución. No podía dejarlo ir. No podían perderlo.

Supremo Uolaris. Qué rápido era él. Incluso con ese equipaje, se movió como jamás recordó que lo hubiera hecho.

¿Por qué Iralu?, ¿por qué esa mujer se les cruzó en el camino? Si tan solo no estuviera, las cosas habrían sido diferentes. Ainelen la odió con todo su corazón.

«Si no existiese, Vartor no se estaría alejando de nosotros», pensó. En otra parte de su mente, alguien la maldijo por lo que acababa de imaginar. Era despreciable, sin duda alguna. Sabía que siempre lo había sido. Desde pequeña, o más bien desde su nacimiento, Ainelen era una persona terrible.

Vartor no rodeó el jardín, sino que se hundió en la muralla de arbustos y desapareció. Cuando la joven se prestaba para imitarlo, fue parada en seco por Holam, quien la tomó fuertemente de un brazo. Cerca, Amatori hizo lo mismo con Danika.

—¡Es su decisión! —vociferó Amatori. Holam asintió en acuerdo.

La muchacha de la diamantina se libró del agarre de su compañero, ignorando las advertencias. Cuando abrió las ásperas ramas de los pinos, se quedó en su lugar. Vio algo.

A unos veinte metros, el chico estaba detenido. Parecía rígido como una piedra.

A los pies del edificio, la pelea ya se había definido. No se escucharon más gritos, ni chirridos de metal contra metal. Era un clima de silencio ensordecedor, antinatural por donde lo vieras.

Los perseguidores se hallaban de pie, con sus armas apuntando hacia los lados; poses que, sin llegar a ser rigurosamente defensivas, te obligaban a tenerles respeto. Alrededor de ellos, los soldados que osaron desafiarlos se retorcían en el suelo, heridos en diferentes zonas de sus cuerpos. No parecía que hubiera víctimas fatales.

Algo colgaba de la mano del líder. Desde la distancia se veía como una mancha plateada, ondulante, como las hebras del cabello que se balanceaban con la brisa. El hombre arrojó eso hacia Vartor.

—¿La querías?

Rodó lentamente hasta quedar boca arriba, a los pies del joven.

Ainelen se quedó sin aire. La sangre se le heló.

—No puede ser —murmuró Amatori, boquiabierto, como cada uno de los chicos.

Los ojos de Iralu yacían abiertos, pero despojados del brillo de la vida. Una chica que en su día a día irradiaba optimismo y pasión, estaba reducida a la frialdad de un cadáver cualquiera. Su cabello plateado, casi blanco, tenía manchas de sangre abundantes. Casi parecía que las puntas eran carmesí por naturaleza. De su boca también fluía sangre, el rostro con algunos cortes que violaban la belleza que alguna vez poseyó.

El cuerpo decapitado de Iralu estaba a los pies del perseguidor líder, quien lo pisó a la altura del estómago, con evidente desprecio.

Vartor no se movía. Nadie lo hacía, en realidad.

Zei Roders llegó corriendo junto a Claussie y un pelotón de hombres. Se detuvieron en seco cuando descubrieron la desgarradora escena. Algunos desenfundaron sus armas, preparándose para atacar a los perseguidores. Sin embargo, el comandante ordenó que se detuvieran.

—Antoniel, creí haber sido claro con que no tocaras a mis hombres ni a mis mujeres.

—Esta mujer colaboró con los desertores. Por eso la maté. Agradece que al resto le perdoné la vida.

Roders gruñó, enfadado. Desde la posición donde se hallaba el grupo, no favorecía mucho la nitidez, aunque el líder de la fortaleza parecía estar conteniéndose a duras penas.

—Primero mentiste con que no los ocultabas, luego dijiste que no interferirían con nuestra misión. Puedo informar de estas graves faltas al Consejo Provincial. Seré piadoso si colaboras y me ayudas a capturar al resto de los chicos. Es muy fácil para ti.

Desde atrás de Ainelen, Holam comenzó a llamar a Vartor en voz baja, pero no hubo respuesta. Por el contrario, el flacucho comenzó a temblar, cayendo sobre el césped. Estaba sufriendo una conmoción severa.

—No te atrevas, Antoniel. —La voz de Roders sonó amenazante. La diamantina en su mano derecha comenzó a brillar en azul—. Tomaste la vida de una camarada. No me olvidaré jamás de eso.

—¿Qué piensas hacer?

—Si quieres ir por esos muchachos, ve. Pero no cuentes con mi ayuda. Originalmente quisiste que no interfiriéramos, de todos modos.

Ainelen estaba inmóvil, sin ser capaz de reaccionar. El tiempo que transcurría mientras los enemigos no se acercaban era preciado. Parecía que todavía no habían notado al resto del equipo.

—Maldita sea, Vartor no regresará —indicó Holam.

La muchacha volteó la mirada al frente. Estiró una mano hacia el conmocionado Vartor. Parecía inalcanzable. De pronto, él se enderezó, gateando hacia donde estaba Iralu. Tomó la cabeza de la mujer, abrazándola mientras sollozaba.

—Muy bien —dijo Antoniel. El caudillo de los perseguidores hizo una seña a su arquero. Este último preparó una flecha, apuntando hacia la dirección de Vartor y el grupo. Como estaban en línea, no supieron a quien exactamente iba dirigido el disparo.

Por acto reflejo, los chicos se dispersaron, rodando por el pasto mojado. Se escuchó un sonido ligero. Cuando Ainelen abrió los ojos, lo primero que hizo fue reposicionarse y echar un vistazo al resto de sus amigos. Nadie parecía herido. ¿Y Vartor?

Al mirar a través de los arbustos, el chico asomó derrumbado. Una flecha sobresalía por la zona frontal de su cráneo, en la abertura de su yelmo. Fue inequívoco ver aquellas luces escapar de su cuerpo.

Ainelen fue tirada con violencia por alguno de los otros chicos.

Cruzaron de vuelta el jardín y llegaron a la muralla. Era una carrera alucinante, los adoquines y los edificios deformándose como manchas y sombras que se mezclaban. ¿Era esto real?

Le pareció que unas personas gritaron cerca. ¿Les decían que se dieran prisa en salir?, ¿quién los estaba echando? Espera, ¿no estaban huyendo?, ¿habían querido entrar?, ¿dónde estaban?

—...len. Nelen. ¡Ainelen!

Alguien la sacudió, una y otra vez. Holam. Su cara no era inexpresiva, sino preocupada.

—Oye, reacciona. ¿sí?

—¿Dónde estamos?

—Fuera de la fortaleza.

—¿Qué hay de Vartor y los perseguidores?

Al no recibir una respuesta, la joven se vio en la obligación de analizar el contexto en el que actualmente se encontraba. Le dolía hacerlo. Quería dormir, salir de todo. Quería olvidar. Quería morir.

«Aquí no ha pasado nada. Voy a enterrarlo en lo más profundo. Como siempre lo he...».

Holam interrumpió sus delirios.

—Esto te lo dio él. —Indicó el pergamino con la cinta roja. Estaba abierto.

Ainelen abrió los ojos, volviendo de golpe a la realidad. A su alrededor la roca descendía en tramos irregulares, con el bosque en lo más bajo del valle. La Fortaleza Elartor ya no era observable. ¿Cuánto estuvieron corriendo?

Nadie pareció sorprenderse cuando el pelinegro comenzó a leerles lo que estaba escrito. Naturalmente, era improbable que eso fuera más impactante que lo que acababan de vivir.

—Es un mapa —comenzó diciendo Holam.