Ainelen se arregló el flequillo que caía desordenado sobre su frente. Tal vez debía cortar un poco más su cabello, el que ahora llevaba sujetado en un moño, dejando caer dos mechones a cada lado de su rostro. Incluso de esa forma, este rozaba el suelo cuando hacía una flexión de brazos.
—¡Apenas está comenzando! —exclamó Zei Toniel—. ¡Si quieren ser legionarios de verdad, deben acostumbrarse a vivir con el cuerpo hecho pedazos!
Eso no sonaba nada bien. Ainelen quería morirse.
«Aguanta. Un poco más. Veintitrés. Veinticuatro. Veinticinco...». Todavía estaba lejos de las ochenta flexiones que les había pedido el instructor. Que Oularis le diera su fuerza.
No supo cómo, pero terminó por lograrlo. La joven se desplomó sobre el pasto y quedó boca arriba, mirando el cielo azul. Qué hermoso era el azul. Y allí estaba la grieta, casi invisible a esas horas.
Ainelen respiraba agitadamente. Tomó la cantimplora que le habían pasado y bebió sorbos de agua. Estaba exquisita, muy fresca.
Había pasado mucho desde la hora del almuerzo y en este momento el sol comenzaba a adquirir una tonalidad más pálida. Quedaba poco para irse a descansar, solo tenía que aguantar.
Posteriormente el instructor puso a todo el pelotón a hacer abdominales, y después diferentes estiramientos, y después correr otra vez...
Cansador.
Ya era pleno atardecer y la grieta surcaba el cielo, cargada de brillo blanquecino que reflectaba rayos como los de un arcoiris. Zei Toniel ordenó que formaran y se preparó para una charla. Sin embargo, otro soldado llegó a decirle algo al oído y pidió que esperaran, antes de marcharse hacia el interior del edificio.
La estructura tenía tres torres, formando una muralla interna triangular. Para Ainelen era toda una novedad, pues las casas a las que estaba acostumbrada eran de unos dos metros de alto y con forma cilíndrica. Este edificio poseía el triple como mínimo, no había punto de comparación.
Tampoco era como si no lo hubiese visto antes, pues desde lejos había echado vistazos al pasar por alguna calle cercana. También estaba el Consejo Provincial y la Iglesia de Oularis, cuyas construcciones se le acercaban. Pero sin dudas, La Legión poseía un verdadero castillo, la casa más monumental de todas.
De manera inesperada, un chico se le acercó sonriente. Era alto y robusto. Llevaba, como todos, ropa ligera para entrenamiento, la cual consistía en una casaca fina, una faja y pantalones anchos. En teoría, hombres y mujeres vestían igual.
Ainelen le devolvió la sonrisa.
—¿Hola?
—Oye, ¿en serio eres del clan Diou? —dijo el chico. Parecía divertido.
—Sí, pero ya no. Ahora soy Zei, como dijo el instructor. ¿De cuál venías...?
Fue cortada a media pregunta. El grupo de chicos que estaba detrás estalló en risas.
—Oye, amiga —dijo uno de ellos con cara maliciosa—, ¿no pensaste en algo mejor que ingresar a La Legión?
—Este no es lugar para damas —agregó otro. Luego se sumaron otros más.
—Tu lugar está en la sastrería. No, mejor dicho, en el Consejo o en los cargos administrativos. ¿Las leyes las favorecen cierto? Mejor vete de aquí. El ejército es lugar para los fuertes.
Ainelen bajó la mirada. ¿Qué debía hacer? No tenía la claridad, pues su mente se nubló, cayendo en un estado de vergüenza e impotencia. Era ella contra un grupo de chicos. No había manera en que pudiera responderles. Pero tampoco era capaz de salir huyendo, así que estaba atrapada en el sufrimiento.
¿Qué les había hecho ella?, ¿acaso se merecía ser tratada de esa manera?
Quería llorar. Pocas veces la habían herido así.
No, tenía que resistir. Aunque los ojos juiciosos de todos estuvieran sobre ella.
—Oye, pedazo de mierda —una voz femenina quebró el ambiente.
Durante un momento, Ainelen pensó que se lo habían dicho a ella, lo que hubiese terminado por destrozarla. No obstante, se equivocaba.
La voz provenía de una chica de pelo rizado, el cual llevaba corto, sin llegarle al cuello. ¿Era la misma que había visto en el comedor? Fuera como fuese, ella estaba enfocada en el muchacho que se había acercado a Ainelen.
La rizada se paró muy cerca de él, arrugando la cara, viéndolo directamente a los ojos.
—¿Qué ocurre?, ¿sentiste pena por tu compañera y viniste a defenderla? —el joven enarcó una ceja.
—No sentí pena ni vine a defenderla. Lo que sucede... —ella llevó su mano derecha hacia atrás, luego puso un pie delante de otro y se inclinó ligeramente— ¡es que odio a los imbéciles como tú! —la muchacha hundió su puño en la mejilla del muchacho. Hubo un sonido húmedo contundente. El golpe debió ser tan fuerte que nadie se lo esperaba, pues el pobre chico cayó de espaldas.
Todo el mundo comenzó a alborotarse. Ainelen estaba boquiabierta.
Esa chica... ¡¿Cuánta fuerza tenía?!
—¡Esta perra...! —los acompañantes del derribado se estaban dirigiendo hacia la rizada, pero el mismo chico les hizo una seña para que se detuvieran.
—Déjenla, yo mismo la haré pagar por eso —el tipo alto se levantó con dificultad y escupió sangre hacia un costado—. Me confié. Eso no volverá a pasar —entonces copió la postura de combate de su oponente y cargó contra ella.
La rizada no esquivó, sino que se cubrió con sus antebrazos y comenzó a aguantar una sucesión de combos. Eso provocó que el grupo de chicos comenzara a echarle barra.
Ella no resistiría mucho. Ainelen estaba aterrorizada, el chico iba con intención de dañarla.
Contraatacó.
Otra vez.
Un segundo y todavía más potente golpe se clavó en la otra mejilla del varón.
—¡¿Te gusta esto verdad?! —gritó la rizada— ¡Veo que te encanta comerte golpes de mujeres!
—¡Hija de puta, no te creas tanto! —el chico no se echó a morir y en un intento desesperado, agarró el brazo de su rival. Ella lo golpeó, pero, aunque estaba expuesto, lo que hizo fue deliberado ya que terminó volteándola. A continuación, se puso encima y pasó a la ofensiva otra vez. En esta ocasión la muchacha no pudo cubrirse por completo y terminó recibiendo muchos golpes en su rostro.
«¡¿Qué hago?! ¡¿qué hago?! ¡¿qué debería hacer?!», pensó una histérica Ainelen, quien estaba removiéndose impaciente. A su alrededor los cánticos de apoyo se transformaron en vociferaciones de preocupación. Los hombres en general estaban con rostros confusos, mientras que las pocas mujeres restantes estaban alejadas de la pelea, con claro terror en sus caras.
Nadie los detenía.
Ainelen debía ir. Esa chica había venido a defenderla, así que era su obligación devolverle el favor.
La rizada gruñía cubriéndose como pudo, entonces logró pegarle en la entrepierna al chico y se lo quitó de encima. Los roles se invirtieron, ella dejó caer su puño rápido y letal, hasta que él la agarró a ella del pelo y comenzaron a rodar, volviéndose todo un caos.
—¡Reclutas! —de pronto, la voz de Zei Toniel retumbó en el aire. El calvo instructor salió raudo de una puerta y se aproximó. En muy poco alcanzó a los contrincantes y los separó—. ¡¿Pero qué carajos pasa aquí?!, ¡Explíquense!
—¡Señor, ella me atacó primero! —alegó con descaro el chico robusto y alto, quien tenía toda la cara manchada con sangre.
Zei Toniel miró a la rizada.
—¡No es verdad! —dijo ella, quien tenía la nariz y la boca empapadas de sangre también—. ¡Él y sus amigos se estaban burlando de una compañera!, ¡Solo hice lo que era justo!
—¡Tú... mentirosa!
—¡Atrévete a decir lo que dijiste de nuevo!, ¡Te romperé la mandíbula delante de...!
—¡Silencio! —gritó el instructor. Esta vez sí que se detuvieron—. Ambos serán castigados, y según corresponda, hasta podrían ser expulsados. Ahora, vayan a limpiarse esas caras. Todos los demás quedan liberados.
Siguiendo las ordenes de Zei Toniel, Ainelen y el resto de reclutas se retiraron en dirección al edificio.
********
Se hizo de noche. Ainelen estaba instalando sus pertenencias en el dormitorio de las chicas. En ese instante había cuatro, incluida ella misma, quienes trabajaban ordenando las frazadas y sábanas de las camas en las que pasarían sus días en La Legión.
El dormitorio era una habitación semi rectangular, con una pared curva, alargada como un pasillo y que tenía capacidad para una treintena de reclutas. Estaba ubicado en el segundo piso de la torre número dos, y tenía seis ventanas desde las cuales se filtraba la luz púrpura y cian de las lunas Amubah y Emunir.
Había un olor a humedad y moho, lo que le hacía las cosas un poco molestas. Pero si a Ainelen la habían hecho trizas en su primer día, esto ya no era de sorprender. De todos modos, tenía mucho sueño y solo quería cerrar los ojos ya, así que de ninguna manera era una queja grave.
Una de las chicas, Clarisa, se le acercó.
—Disculpa, ¿podrías dejarlas allí arriba? —ella le señaló las frazadas sobrantes. Quería que se las guardara en lo más alto del armario, pero dado a su baja estatura era un poco difícil. Ainelen no era alta, pero sí que superaba a la mayoría de chicas.
—Claro —respondió cordialmente, entonces tomó con cuidado las cosas y las dejó donde le habían indicado.
—Muchas gracias —dijo Clarisa con una leve sonrisa y regresó a su cama.
«Ella era Clarisa, esa de allá Rosét y ella... no recuerdo su nombre», pensó observando a sus compañeras. Se habían presentado la una a la otra al juntarse en las escaleras camino al dormitorio. Era decepcionante haber olvidado el nombre de una de ellas.
De pronto la puerta se abrió con un crujido y la última chica asomó. La rizada estaba aquí. Ella frunció el ceño, gesticulando una cara de disconformidad, luego cerró la puerta. El resto se quedó en silencio.
La muchacha se acercó con un saco al hombro y lo tiró al lado de una cama que solo tenía el catre desnudo. A continuación, tomó el colchón que estaba apoyado en la pared y lo tiró con brusquedad sobre el marco de madera, luego se lanzó sobre su improvisada cama hasta quedar con las manos apoyadas bajo la nuca, boca arriba mirando el techo.
Las otras chicas cruzaron miradas perplejas.
La muchacha rizada, que ahora que Ainelen la veía con más calma, era de tez morena y tenía pecas en las mejillas. Dos parches le adornaban la cara luego de su encarnizada pelea con el recluta, además su vestimenta al parecer había cambiado. Esa polera corta solía verse en chicos, más no en chicas, y sus pantalones eran más anchos y largos de lo normal, tanto que los llevaba arremangados.
—¡Hey!, ¿te enamoraste de mi o qué? —dijo la rizada. Ainelen fue pillada con las manos en la masa. Estaba siendo observada a través de los ojos de un depredador.
Desvió la mirada. Lo que había hecho era descarado e incómodo, admitió.
—No... yo... disculpa. No era mi intención molestarte.
—Ah, perfecto —rizada cruzó las piernas en posición súper relajada.
Pero ahora que la veía...
«¡Woah, qué cuerpo tiene!», pensó Ainelen. De esos brazos morenos sobresalían unos músculos bien definidos, y, su abdomen, el cual "por accidente" estaba mirando ya que la polera se le había deslizado un poco, también lucía bien trabajado.
—Supremo Oularis —murmuró Ainelen boquiabierta.
De repente la otra muchacha se levantó hasta quedar sentada sobre su cama. Esta vez vio a Ainelen con una expresión que de verdad parecía decir: "oye, ya basta".
Se mantuvieron así por un tiempo: la rizada sin quitarle la vista de encima a Ainelen, y esta última, un poco sonrojada mirando hacia un rincón.
Las lámparas de aceite puestas en la pared y la luz lunar que atravesaba las cortinas, mantenían el cuarto bien iluminado. De vez en cuando, las movedizas llamas provocaban que las sombras de las chicas ondularan en medio de aquel silencio incómodo.
—Me llamo Ainelen —dijo cuando ya no soportó más la presión de la otra chica. Todavía estaba media inclinada hacia atrás, temerosa—. ¿tu nombre es...?
—Danika —respondió la rizada al instante—. Y estaría encantada si dejas de acosarme.