La fría mañana de Alcardia era terrible. No solo a veces, sino que hasta era lo más normal cuando el interminable otoño reinaba.
Urumuwen era el segundo mes de la temporada, restando aiwen y padelor para que el invierno azotara con lluvias interminables toda la zona.
Pero ya había acabado el verano, lo que hacía feliz a Ainelen, quien, a pesar de ir en ese momento con las manos y pies sin sentirlos a causa del frío, prefería el clima con bajas temperaturas.
Las hojas secas acumuladas en el suelo, crujieron cuando ella y el resto de los soldados pasaron bajo la copa de los árboles moribundos.
Ainelen exhaló, su aliento convirtiéndose rápidamente en vapor. Iba vestida con una casaca gruesa que se amarraba con una faja a la cintura, junto a pantalones un tanto ajustados, que hacían juego con sus botines negros de cuero.
Qué lujo se estaba dando. Los pueblerinos promedios con suerte llevaban zapatos con planta de madera, los cuales solían recubrirse con piel de vacuno o cordero. Pero como si eso no bastara, en ese momento, Ainelen disponía de su pecho, abdomen y espalda blindados por una novedosa armadura de cuero endurecido. Esta era alargada y dejaba caer sobre sus piernas tiras sueltas, como si de una falda muy corta se tratara. Para finalizar, sobre todo lo anterior, una túnica corta con capucha impedía que el frío le impactara en la cara y el cuello.
No podía quejarse de su posición actual. Y vaya, qué bien se veía. Ojalá mamá, la abuela y el abuelo la estuviesen viendo.
«Quiero verlos», pensó.
El grupo de catorce jóvenes soldados más los cuatro instructores que lideraban la expedición, avanzaba bajo el cielo semi nublado de Alcardia, el cual se llenaba de coloridos tintes del sol naciente y de aquella grieta que rompía de este a oeste. A Ainelen se le apretó el corazón cuando levantó la cabeza para observar.
Aferraba en una mano su bastón-hoz, la maravillosa diamantina azul que en ese momento reflejaba la luz de los alrededores. Sumado a eso, en su espalda cargaba con una mochila donde transportaba comida, agua y ropa de emergencia. Si bien ella no lo había hecho, a otros reclutas les ordenaron llevar telas extensas y resistentes para levantar tiendas, en caso de que los encontrara la noche en una situación donde no pudieran regresar.
Ainelen disponía de pedernal. También sabía despellejar animales, aunque si se trataba de cocinarlos... mejor ni hablar. Lo importante era que tenía algunos conocimientos sobre excursiones.
Atrás fue quedando la muralla que rodeaba el pueblo, y, a sus afueras, las granjas donde se criaban vacas y cerdos. El grupo se dirigía hacia el sur, guiándose por el río Lanai. Cerca de allí se ubicaba la Mina Suroccidental, y todavía más al sur, el Bosque Muerto.
Ainelen no tenía un mapa, como sí lo hacían los más experimentados en ese momento. Solo había oído más o menos acerca de locaciones cercanas a Alcardia. Se decía que los territorios más allá de los tres pueblos de la provincia, estaban prohibidos para la gente. Se mantenían inexplorados, ya sea por que existieran seres potencialmente hostiles, o por el solo miedo que esa idea producía. Luego estaba la maldición de la bruja, la madre de los males.
Mamá nunca hablaba acerca de lo anterior, la abuela y el abuelo tampoco. Pero papá... él sí que lo hacía.
Rayos.
Ainelen sacudió sus memorias, obligándose a regresar al presente. Durante todo el transcurso de la mañana, e incluso llegando al mediodía, se mantuvieron caminando hacia el sur. Aunque tal vez estuvieron yendo un poco hacia el suroeste, ya que Ainelen no se dio cuenta hasta mucho después de que el río ya no se vio más.
La pausa llegó cuando los instructores decidieron detenerse en una zona donde el bosque parecía terminar. En realidad, solo era un campo abierto en el que a lo lejos se asomaba más y más forestación.
El grupo se instaló en un terreno bajo, una zona hundida entre la pampa. Por allí corría un pequeño riachuelo de agua cristalina, donde varios aprovecharon de lavarse la cara y las manos antes de comer. Ainelen estaba entre ellos, deseosa de quitarse el sudor y refrescarse.
—Maravilloso —murmuró para sí misma con una sonrisa. Su reflejo la imitaba en el agua, pero no solo a ella ¿había alguien a su lado? Levantó la cabeza y encontró a Danika, quien estaba viéndola con ojos estudiosos—. ¿Por qué no lo haces también? —Ainelen la instó a que disfrutara del riachuelo.
—Lo haré, una vez tus bichos se los lleve la corriente.
—Ah.
Mejor se paraba y le dejaba lugar.
Ainelen se secó la cara y luego vio a Danika acuclillada frotándose con las manos empapadas de agua. La muchacha iba vestida con un peto de hierro, presumiblemente, al igual que sus brazaletes, yelmo y hombreras. La zona baja la llevaba sin blindaje, pero de todos modos andar con esas cosas no debía ser agradable. Sin contarse que en su espalda llevaba una sobresaliente espada bastarda enfundada.
Alrededor de ellas, el resto de soldados ya se había formado en grupos, todos comiendo sus provisiones bajo la sombra de los escasos árboles que por allí crecían.
Alguien estaba solo: Holam. Ainelen caminó hacia donde se encontraba. El joven de aspecto delicado yacía de pie recostado en uno de los árboles, dando la espalda al resto.
—¿No te duelen las piernas después de caminar toda la mañana?
Holam miró de reojo a Ainelen, sin responder de inmediato.
—Todavía no. Descansaré dentro de poco.
—Ya veo —dijo la chica, al tiempo que se dejaba caer sobre el pasto, allí mismo.
Tal como ella, Holam llevaba una armadura de cuero endurecido, sin embargo, incluía las hombreras y un yelmo de hierro. En ese momento no lo tenía puesto, sino que lo sostenía en una de sus manos. Su mochila reposaba a sus pies.
«Oh, también trae una espada». No la había notado, pero una hoja impecable relucía apuntando hacia el suelo, apoyada con la empuñadura en la corteza del árbol.
Si hablaba de clases, Ainelen sabía que Holam era un espadachín y Danika un bastión. Y si tuviese que definirlo por cómo lucían, habría dicho que eran casi lo mismo.
Abrió su mochila y sacó las raciones de pan que había llevado.
—¿Quieres? —le tendió una rebanada doble con cecina a Holam. Este se quedó mirándolo, casi como si fuera a aceptarlo, pero entonces dio marcha atrás.
—No es necesario, traje el mío. Aunque gracias —el chico procedió a sentarse a unos metros de ella, como alejándose, y entonces sacó su propia comida.
¿Era idea de Ainelen o él la había evitado?
Un tintineo metálico reveló a Danika acercándose hacia ellos.
—¿Y este quién es? —preguntó señalando con el mentón a Holam.
—Un viejo conocido.
La rizada hizo una mueca de suspicacia y luego se tendió al otro lado del árbol.
Ellos prácticamente eran unos desconocidos, sin embargo, tal vez pudieran hacer un buen equipo, creyó Ainelen. «Un espadachín, un bastión, una curandera... solo nos está faltando un arquero». No obstante, ya le habían dicho que no podía unirse con quien quisiera. Muy mal. Por cierto, ¿dónde estaba el otro chico, Vartor? La desconcertaba ver a Holam solo muy a menudo.
—¡Holaaaaa!
No fue necesario buscarlo, pues el chico flacuchento y muy alto llegó como atraído por los pensamientos de Ainelen. Vartor venía trotando mientras con una mano extendida, saludaba al grupo desde la distancia.
—¡Hooooolaaaaaammm...!
¿Qué era eso?, ¿un juego de palabras? Pero entonces Vartor tropezó y cayó dando vueltas encima de la hierba. Las risas estallaron entre los jóvenes.
—Qué idiota —dijo Danika con exasperación.
El accidentado muchacho se puso cabeza arriba como si nada hubiera pasado, aun alegre, luego comenzó a quitarse el pasto de la ropa. Vestía similar a Holam. Arribó hasta el lugar donde descansaban los tres a paso más lento.
—Hey, mi nombre es Vartor —buscó la atención de Danika—. Gusto en conocerte —y agregó mostrando su dentadura reluciente.
La rizada curvó sus labios con gesto amargo.
—¿Y?
—Gusto en conocerte —repitió el muchacho.
Danika puso los ojos en blanco y se llevó su pan a la boca. Al ser ignorado, Vartor saludó a Ainelen y se sentó entre ella y Holam.
Permanecieron en silencio un buen rato, oyendo de fondo el canto de los pájaros en ese día soleado. El olor del pasto fluía a través del aire. Ainelen se dejó llevar por este y la brisa fresca que azotaba allí bajo la sombra.
Se sentía realmente bien, al punto que le dieron cosquillas en el cuello.
Pocas veces había salido del pueblo, siendo la última hace más de cinco años, según estimaba. Y bueno, era muy raro que los pueblerinos cruzaran las murallas, ya que no tenían asuntos que resolver fuera de Alcardia. Las excepciones eran los mineros, agricultores y transportistas, quienes llevaban a cabo su trabajo en zonas exteriores.
Una luz azul brilló a lo lejos, débil. Cuando Ainelen clavó sus ojos en ella, lo vio: el otro recluta que poseía una diamantina. Era un chico de cabellera ondulada, el mismo del día anterior. ¿Estaba mirándola a ella? Ainelen desvió la vista haciéndose la desentendida.
Las sombras de las pocas nubes que había en el cielo, se deslizaban sobre las pampas como peinando el pasto. Nubes pequeñas, otras más grandes, y otras que eran como una pelota con cola. No, esas eran...
—¡Brocamantas! —exclamó Ainelen, poniéndose de pie emocionada. Allí estaban, las criaturas de cuerpo redondo, con una delgadez que les permitía ondear y flotar como si de una seda se tratase. En la parte trasera una cola asomaba, contorneándose con el mismo patrón rítmico del resto del cuerpo, aunque lo más asombroso era el cuerno retorcido en sus cabezas. Habían de varios colores, las más usuales en lavanda, cian y amarillo.
La mayoría de chicos vivió el suceso con admiración y sorpresa, estaban todos agitados.
En el cielo había tres, cinco, ocho, ¡doce brocamantas! Las cuales graznaban en un vuelo que tenía como objetivo el suroeste. Los animales siguieron su curso con impetuoso ondeo, hasta que los árboles que estaban del otro lado no permitieron verlos más.
No habían hecho nada destacable en este viaje, pero Ainelen creyó que ya había valido la pena.
Más tarde el grupo retomó la travesía hasta internarse en el bosque que rodeaba la Mina Suroccidental. Por lo general ese viaje lo hacían a caballo, por lo que los trabajadores no se demoraban lo que ellos ahora.
Una vez estuvieron en los alrededores de la mina, los instructores tomaron a cada grupo de soldados con las clases que les correspondía formar. Para el caso de Ainelen y los curanderos, fue Zei Ominsk, un señor barbudo y de cabellera negra frondosa. El resto de chicos tomó caminos separados junto a sus propios instructores.
—A ver —dijo el hombre pelinegro, acariciándose la barbilla en gesto dudoso—. Tres en esta ocasión, pero una tiene diamantina. No está mal.
Ainelen alternó las pupilas entre sus únicos dos compañeros de clase: un chico gordito y otro de cuerpo esbelto.
—¡Ah! —exclamó Zei Ominsk de repente. Ainelen ladeó la cabeza sin entender por qué había hecho eso.
—¿Ah?
—¡Ajám!
—¡¿Eh?!
—Sí, así mismo.
La muchacha estaba boquiabierta. No comprendía nada.
—¿Entendieron lo que he dicho? Dije que aprenderían medicina básica.
—Pero... si usted no ha dicho nada, instructor —intervino el chico gordito.
—Ahora sí que lo hice. ¡Punto para mí!
¿Qué pasaba con este hombre? Todos parecían patidifusos con su manera de actuar. Pero lo cierto, era que él les enseñaría a iniciar su camino de curanderos.
O eso Ainelen esperaba.