Amatori tenía sospechas. No eran pocas, sino muchas. Y no solo muchas, sino que graves, o muy graves, si querías verlo así.
«Esa estúpida mujer...», pensó mientras deambulaba por el primer pasillo de La Legión, de camino a la reunión que sostendría la Fuerza de Exploración.
La noche había caído hace más de un cuarto de hora, aproximadamente, pero la grieta en el cielo seguía presente, como resistiéndose a la marcha. Maldita monstruosidad, el día de mañana volvería, así que no era nada grave. Tenía que desaparecer rápido.
—Todo esto apesta, hombre —murmuró, cruzando las manos detrás de su nuca.
Había cosas que le preocupaban. Naturalmente, él no era ese tipo de persona, sin embargo, no podía hacer vista gorda a lo que sucedía ahora mismo.
Echó un vistazo de reojo hacia el último cruce que había pasado.
Atento. Era casi imperceptible, pero allí estaba. Una sombra que apenas se diferenciaba en la oscuridad. Las velas no hacían tan buen trabajo, qué inútiles.
Le quedó confiar en su oído. Amatori siguió avanzando como si nada y, entre el sonido de sus pasos, de vez en cuando notaba un sigiloso y fugaz ajetreo. Sin dudas eran suelas de zapatos deslizándose sobre la roca. No lo engañarían, Amatori era más astuto de lo que esos hijos de puta creían.
Esto había iniciado el día anterior, desde que esa cosa azul había reaccionado a su presencia. Una espada, hermosa, de aspecto violento. Le encantaba, definitivamente iba con él.
Una parte de su mente le dijo que tal vez actuaba demasiado paranoico, que tal vez esto fuera una coincidencia, pero no se confiaba. Hizo oídos sordos a ese tipo de ideas y asumió el peor resultado posible.
No había pasado demasiado desde eso, por lo que una conexión entre tal evento y la selección de su diamantina era factible. Pues se decía que el diamante azul era una reliquia legada de la bruja, aunque reinaba la teoría de que fue Oularis el que lo dejó para los alcardianos.
Llegó al salón de la reunión, donde planificaron una incursión hacia la Mina Suroccidental el día de mañana. Cuando hubo finalizado, Amatori fue el último en salir, siguiendo a la otra muchacha que también poseía una diamantina. Las luces la seguían.
La chica era tal vez más alta que él, eso lo molestó. ¿Por qué ella había crecido más? Maldita sea, los hombres debían ser más altos que las mujeres. ¿Y qué demonios hacía una muchacha del clan Diou en La Legión?
Todo mal.
No. Al menos ella era linda, tuvo que admitirlo. Aunque no poseyera grandes atributos corporales, tenía un rostro angelical.
A espaldas de Amatori se hallaba Zei Kuyenray, sentada y con rostro confiado. Esa mujer no le inspiraba seguridad.
La muchacha de la diamantina curativa dobló en una esquina, yendo hacia los dormitorios para mujeres. Su cabello ondulado se fundió en la negrura.
Amatori iba también hacia su respectiva habitación, pero su cerebro tuvo una magnífica idea. ¿Y si regresaba al salón?, ¿encontraría algo?
Tragó saliva.
«Idiota, no pasará nada. No tiembles, que no es nada de temer. Sabes que somos invencibles». Mentalizado, decidió llevar a cabo su plan.
El chico regresó temerosamente a través del pasillo y llegó hasta la última esquina antes de su destino. Nadie lo seguía, estaba seguro de eso.
Voces.
Amatori se detuvo y asomó un poco su cabeza.
En la entrada de la sala de reuniones se hallaba parada la mujer rubia, alta y de presencia monstruosa. Pero no estaba sola, junto a ella había un hombre de cabellera bien peinada, con una mata de barba sobresaliéndole del mentón. Estaban hablando de algo, aunque sus voces eran demasiado bajas como para entenderlos.
«Mierda, cómo desearía tener súper oídos».
Amatori estaba muy concentrado intentando sacar algo de esa conversación, tanto que no se percató de que había tres pelotitas de luces multicolores flotando cerca de su cabeza.
Abrió los ojos, sorprendido. Eran como las de esa muchacha, aunque más opacas. De pronto... su vista se aclaró un poco más y sus oídos le dolieron. Sofocó un gruñido de dolor, entonces pasó eso.
—...bien vigilada. El otro muchacho... cuenta de nada aún. ¿Cierto? —la voz de la capitana era más clara.
¿Qué le había sucedido a su cuerpo? Sonrió maquiavélicamente. Ahí lo tenías, este era Amatori para ti.
El hombre respondió:
—No creo. Parece un tonto más. No sé por qué esa diamantina lo habrá elegido.
—Lo subestimas, Antoniel. No vaya a ser que te descubra.
El hombre llamado Antoniel dejó salir una risa nasal.
—Si eso pasa, lo mato. Aunque si la chica lo hace, supongo que ahí no puedo.
—Por supuesto. Los curanderos son mucho más preciados. A esa chica tenemos que sacarle el máximo provecho, ya sea elija colaborar o no.
—Eres cruel, Kuyenray.
La rubia sonrió durante un breve momento, pero entonces su rostro se tensó y sus ojos apuntaron hacia donde estaba Amatori. Él se deslizó antes de ser descubierto, con su corazón queriendo salírsele de las costillas.
«¿Nos habrá descubierto?», pensó. «No, todavía no. Podemos oírlos en su misma posición». De alguna forma confiaba en su reciente agudeza sensitiva. Ellos no se habían movido.
—¿Oíste algo? —preguntó Antoniel.
—Dejémoslo hasta aquí. Mantenlos bajo control durante la expedición, y pase lo que pase, síguelos.
Ellos se separaron, el hombre yendo por una dirección opuesta a la de Amatori, mientras que Kuyenray se mantuvo en su lugar. El muchacho caminó sobre la punta de sus pies, haciendo el menor ruido posible y entonces se marchó hacia el dormitorio de hombres.