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Chapter 16 - Cap. 16 Sin mirar atrás

No fue fácil de aceptar.

Esa noche el grupo caminó durante horas hacia el norte, hundiéndose en la espesura del Bosque Circundante y luego yendo hacia el oeste. La distancia entre Alcardia y Stroos era significativamente mayor, por lo menos unas cinco veces más que la que había con la Mina Suroccidental, en palabras del propio Holam.

Y Ainelen no podía aceptarlo. Le habían negado la posibilidad de regresar a su hogar. Casi había muerto. Fue como si el mundo de repente se volviera en su contra. Le habían arrebatado todo.

Ver a su familia desde ahora en adelante sería imposible. Quiso llorar, pero contuvo las ganas. No quería derramar lágrimas delante de sus compañeros, pues la vergüenza la hundiría aún más.

El clima nocturno de Alcardia parecía demasiado calmado, como riéndose de la situación de los chicos. Se suponía que debía ser un caos, una verdadera guerra. La ironía de la naturaleza recibiéndolos con sus brazos abiertos nuevamente. Los búhos ululando de vez en cuando fue lo más frenético que el ambiente les ofreció.

—Parece que los perdimos —dijo Vartor. Su silueta negra contrastaba con la del terreno lleno de raíces, el cual yacía bañado por la luz de las lunas.

—Espero que así sea —murmuró Danika, con la respiración desordenada. Desde hace un tiempo que ella se notaba desgastada, más que cualquiera—. Este pedazo de chatarra me tiene harta. Maldición —se golpeó el peto de su armadura con los nudillos de su puño.

—No podemos continuar —dijo Ainelen—. A este paso quedaremos hechos trizas.

Pudo ver un poco el rostro de Holam, quien se mantenía a la sombra, a un lado de Ainelen. Frunció el ceño y entonces asintió, de acuerdo con ella.

Se instalaron cerca del río Lanai, a unos cincuenta metros, más o menos. Para evitar ser detectados tuvieron que renunciar a prender fuego, lo que llevó a que no fuera nada agradable soportar el frío. Los jóvenes se acurrucaron debajo de unos árboles e intentaron conciliar el sueño. El vapor salía de sus bocas a cada exhalación. Ainelen tiritaba, haciendo vanos esfuerzos para quedarse quieta.

Necesitaba calor. Se abrazó a sí misma, hundiendo su cabeza entre sus rodillas. Se había vestido con dos poleras y la casaca, aparte de la armadura y la capa. Todo era insuficiente.

Esa noche los primeros en dormir fueron Danika y Vartor, quienes comenzaron a roncar débilmente. Como estaban todos tan cerca, era sencillo saber quién dormía y quien no. El siguiente en hacerlo fue Amatori, quien se dejó de mover y quedó medio inclinado hacia adelante.

Qué envidia tenía Ainelen de ellos.

—Sí que son rápidos —le susurró Holam, con cierta diversión en el tono de su voz. Era algo extraño, pero agradable.

—Sí —respondió Ainelen—. ¿También tienes problemas para dormir?

—Ni te imaginas. Esta será la cuarta noche en que casi no duerma.

—¿En serio?, ¿No te sientes mal?

—No lo sé. Hace poco pensé que colapsaría, pero ahora ya no hay nada. Tú estás casi como yo.

—Tienes razón. Quiero morirme.

Holam no comentó nada, hasta un instante después. Parecía observar a Ainelen con curiosidad.

—Extrañas a tus seres queridos, ¿no?

—Sí.

Eso era mil veces peor que no haber dormido. Pero ahora que lo meditaba, no era la única que pasaba por eso. ¿Cómo se estaba sintiendo Holam?, ¿y el resto? Ellos debían estar igual de mal que ella, solo que no expresaban sus sentimientos.

—Holam, ¿tu familia vive en Stroos?

—No. Ellos siguen en Alcardia.

—Ya veo —«Así que es igual a mí», pensó Ainelen, entristecida. Aunque extrañamente, esa sensación de no ser la única apaciguó una pizca su dolor. Qué cruel era. «¿Me alegra ver a otros sufrir?». Un pestañeo, recuerdos asomaron entre lo profundo de su mente, durante el tiempo en que un relámpago destellaba en un día de tormenta. Ella, Holam, papá... no, era muy doloroso. Debía enterrarlos en el agujero más profundo de su consciencia, donde jamás volvieran a ser encontrados.

Pero si se olvidaba de aquello, quizá tropezaría con sus mismos errores...

No.

Ainelen ya sentía el dolor, aquellos sentimientos permanecían, así que no necesitaba recordar lo sucedido. Sabía por instinto el tipo de persona que había sido, y que su yo actual era una representación hipócrita de su historia.

Y todo había sido necesario. Vivía en una mezcla de realidad e ilusión. Era un requisito para avanzar, para no colapsar, para no echarlo a perder una vez más.

El pasado no se observaba, se le daba la espalda y se continuaba. El presente era lo más valioso.

No se dio cuenta de que había estado vagando en su mundo interior por mucho rato.

—¿Holam? —preguntó Ainelen, su voz susurrada un poco más aguda que de costumbre. La respuesta nunca llegó.

De pronto, motas de luces en diferentes colores flotaron cerca de su cabello ondulado. Había rojas, verdes, moradas, amarillas, de todas menos azules. Las motas se movían lentamente, subiendo, bajando, deslizándose hacia los lados. Y entonces su diamantina adquirió un leve brillo, esta sí en azul. El pecho de Ainelen se apretó, le costó respirar, luego se dio cuenta de que su vista se había aclarado, observando todo con mayor nitidez. Su oído también había adquirido cierta sensibilidad, oyendo la débil respiración de Holam, por fin dormido.

Ainelen movió sus dedos. Parecía que el frío también se había incrementado, además de que la cáscara del árbol en el que estaba sentada le hizo doler más el trasero. Pero había algo, una energía, tal vez, que fluía por sus venas, brindándole un poco de calor.

—Resonancia —murmuró para sí misma—. ¿Eres tú?, ¿eres la misma de esa tarde? —las sensaciones eran familiares.

******

El amanecer llegó sin novedades, afortunadamente. Chicos y chicas se tomaron un tiempo para hacer sus necesidades por separado, luego se reunieron para continuar el trayecto.

La barriga de Vartor gruñó en protesta, luego fue igual con Ainelen y Amatori.

—No aguanto más —dijo el primero—. Comeré el emparedado que me queda.

—Sí, no te preocupes. Total, mañana yo comeré el mío delante de tus narices y no te compartiré —se mofó Amatori.

—¿Sí?, pues suerte aguantando —Vartor abrió su mochila y sacó el envoltorio que contenía el pan. Lo abrió y se lo echó a bocados. En un abrir y cerrar de ojos, ya no tenía nada más que el papel en sus manos—. ¡Ah, un manjar!

«¿Debería hacer lo mismo?», pensó Ainelen, con una mano sobre su barriga cubierta por la armadura de cuero endurecido. Parecía que su estómago tiraría de sus órganos en cualquier momento, hasta devorarla por completo.

—Menos mal que solo tenemos a un idiota en este grupo —dijo Amatori, enarcando una ceja. Pero entonces, sin que nadie se percatase antes, Danika se comió el último pedazo de su propio emparedado—. No puede ser...

Así estaban las cosas: el equipo se movió durante la mañana con dos de sus integrantes con sus raciones de comidas en cero.

El bosque era infinito, sin dar tregua. Fueron contadas las veces en que salieron a lugares espaciosos.

En un cerro al que ascendieron cerca del mediodía, echaron un vistazo hacia el horizonte. Hacia el oeste se veía forestación inacabable y hacia el noroeste, muy lejos y bañadas en el azul del cielo, se erguían las montañas Arabak. ¿Cuánto más tendrían que caminar hasta Stroos?

Lo cierto es que también había una ruta hacia ese pueblo, y, de hecho, había una que unía a Alcardia, Stroos y Rigardia. Ellos, por obvias razones, no habían ido por allí. Tendrían que haber regresado a poco de su llegada desde las minas, pero eso era peligroso. Nadie quería ir hacia la boca del lobo.

De esta manera, pasaron todo el día caminando, de vez en cuando haciendo una pausa, y después volviendo a caminar hasta caer la noche. Durante esta última, levantaron una tienda en un lugar apto y luego durmieron. El proceso se repitió al segundo día de viaje, y luego en el tercero. Para el cuarto, se encontraron con goblins cerca de una cueva, por lo que decidieron rodear el lugar para evitar problemas.

Nunca se sabía cuándo esas criaturas podrían andar armadas, pues Ainelen había oído que saqueaban granjas en ocasiones. Fuera como fuese, los goblins no tendían a ser hostiles de manera directa, sino que solo reservaban ese tipo de conductas cuando superaban en números y condiciones a sus enemigos.

Como la gente vivía dentro de muros, era raro oír de ataques de monstruos. Por lo general, eran los humanos quienes se metían en territorios que no les pertenecían.

El quinto día transcurrió sin mayores incidentes, siguiendo la tónica de los anteriores, donde el sol reinó el lo alto del cielo. A veces era posible ver la grieta en pleno mediodía y tarde, aunque Ainelen tenía que forzar su vista hasta que esta doliera. Allí estaba, era muy fina, como cuando un jarrón se quebraba sin llegar a despedazarse.

Ya para el sexto día, no aguantaban más el hambre. El grupo puso el mayor de los esfuerzos para no sucumbir, dependiendo únicamente del agua que les quedaba en sus odres. Allí la geografía comenzó a cambiar: los árboles fueron espaciándose unos con otros, dejando lugar a un terreno en el que incluso el pasto escaseaba. Salieron a una meseta.

De cara al oeste y con el sol estorbándoles el paisaje, divisaron un camino que descendía a lo que era una depresión, una zona baja que volvía a ascender. Allí, a los pies del cerro, había un pueblo amurallado.

Finalmente, Stroos estaba ante sus ojos.