Aquel día amaneció con el cielo cubierto de nubes blancas, casi de manera uniforme. Los días cada vez se volvían más fríos, como era de suponer sería el otoño. Aunque ciertamente, el verano solía quedarse un poco más, como un niño pequeño que se aferraba a la falda de su madre cuando intentabas alejarlo.
Ella avanzó unos pasos en dirección hacia el frontis del patio principal, lugar donde se estaba llevando a cabo la gran ceremonia. Ese mismo momento definiría quiénes eran aptos para llevar las armas sagradas, así como también, para enrielar el destino de los jóvenes reclutas dentro de La Legión.
Ainelen se elevó sobre la punta de sus pies, pero perdió el equilibrio y tuvo que intentarlo de nuevo. Delante de ella, los chicos no la dejaban ver por su estatura. ¿Por qué ellos crecían tanto y ellas no? Decidió buscar un lugar diferente. Por allí. Se abrió paso entre la multitud de impresionados reclutas y por fin encontró un lugar desde donde podía contemplarse el espectáculo principal.
Y como no iban a estar entusiasmados, si estaban los altos cargos de La Legión presentes. Era la primera vez, desde el ingreso.
—Aquí estás —dijo de pronto Clarisa, llegando con expresión un tanto molesta mientras pasaba estrechamente. Estaban todos los pelotones de nuevos soldados reunidos, era un momento demasiado crucial.
En la tarima, delante de la multitud había cinco personas. Todos, aparentemente, instructores. De pronto desfiló sobre ella un hombre mediano, de tez morena y cabello decolorado y muy bien peinado. Llevaba un connotado uniforme de múltiples bordados plateados, además de incrustaciones de diamante azul.
—El capitán general Zei Eriudan —señaló Clarisa anonadada—. La máxima figura en La Legión.
Ainelen se sacudió de su ignorancia. ¿Era él? No fue que se decepcionara, pero tal vez el capitán general podría haber sido un hombre más robusto, alguien que intimidara a cualquiera que lo viera a kilómetros. Alguien como Zei Toniel, por ejemplo.
El máximo regente del ejército saludó a los instructores y se quedó de pie frente al público, imperturbable.
A continuación, una mujer alta y rubia, con una cicatriz pronunciada en su mejilla izquierda, asomó caminando muy confianzuda. Ella debía ser Zei Kuyenray, la capitana de la Fuerza de Exploración. Su nombre resonaba muy a menudo por lo raro que era ver mujeres en La Legión, y todavía más a una en un cargo tan alto. Ella hizo un saludo militar a los reclutas y se colocó al lado del capitán general. Allí finalizó el ingreso de los altos mandos.
Lo que sucedió después, fue que un instructor ordenó a los reclutas, fijando dos grupos cuyos miembros irían pasando en fila hacia un costado de la tarima.
Los jóvenes se movieron de un lado para otro, mezclándose con caos. Y de pronto...
—¡Hey, hey, hey! —el muchacho de ayer, Vartor, asomó de la nada. Ainelen por alguna razón había memorizado a fuego su nombre. Pero él no venía solo, por supuesto. Si estaba Vartor...
—Qué tal, Nelen —dijo Holam, fijando sus ojos en ella durante un corto tiempo.
—Me alegra verlos, chicos.
El grupo vio a los primeros reclutas ascender a la tarima principal. En un rincón había un extenso manto negro que cubría bultos irregulares. Otro instructor, diferente al que estaba animando la ceremonia, quitó la tela y bajo esta relucieron hermosas figuras cristalinas, de un brillo azul solemne, mágico, casi hipnotizante.
—Las diamantinas —susurró Ainelen maravillada. Por un momento hasta olvidó sus últimos temores y deseó tener una sin importar el precio.
Dolor.
Sintió un pinchazo en el brazo izquierdo.
Hace un mes había tenido un calambre allí mismo, o eso había pensado. Sin embargo, esta vez el malestar perduró un poco más y creció en intensidad.
Ainelen arrugó la cara sin exagerar. Tal vez el entrenamiento la había desgastado más de lo esperado.
—¿Estás bien? —preguntó Holam, el único que se dio cuenta.
—Sí, no es nada.
Holam asintió, aunque la estudió con la mirada.
Clarisa estaba muy concentrada mirando el escenario y Vartor se veía embobado, con razón no habían notado nada. Era mejor así.
El primer grupo de soldados fue avanzando en fila, poco a poco. Cada recluta posaba delante de las diamantinas y se deslizaba entre ellas.
Nada pasaba.
No. De pronto, una de ellas emitió un brillo anormal. Hubo asombro generalizado. Un chico había logrado que una espada reaccionara a su presencia, o más bien, la espada lo había escogido a él.
Ainelen tragó saliva. Todavía estaba sobándose el hombro, no obstante, su emoción comenzaba a aflorar. ¿Sucedería lo mismo cuando ella estuviera allí arriba?
El primer grupo de reclutas, que debían de haber sido más de treinta chicos, culminó con un total de siete que lograron conectar con diamantinas.
Era el turno de Ainelen y los demás.
¿Dónde se habían metido Luna y las otras chicas? Ainelen movió su cabeza de aquí para allá. Nada.
Cuando se formó la fila, ella no pudo ver lo que sucedía en frente. Holam estaba caminando un lugar antes que Ainelen, mientras que Clarisa y Vartor la sucedían.
Hubo dos ocasiones en que se observó a la gente murmurar y sacudirse asombrados. Apenas habían comenzado a pasar y ya iban dos. Supremo Uolaris.
Los pies de Ainelen chocaron con el primer escalón de roca y Holam, que estaba delante, subió a la tarima mientras observaba cuidadosamente a su alrededor.
Qué nervios. Casi era el momento.
Uno de los instructores que estaba cerca de Ainelen la miró de reojo. ¿Le había hecho una mueca de disgusto? Ella ya estaba tan agitada que no le importó mucho.
¡Oh!
Holam ya estaba retirándose por el extremo opuesto del escenario. Ainelen no se había percatado absolutamente de nada, pero el ambiente la llevaba a intuir que el muchacho no había logrado resultados positivos.
«Mi momento. No tengas miedo». La chica saltó a la tarima moviéndose con la cabeza hundida entre sus hombros.
—Acércate —le dijo el instructor a cargo de las diamantinas.
Ainelen dio pasos temerosos mientras sus ojos llenos de brillo temblaban.
«Camina, camina, un poco más...».
—Hey, vas muy rápido —el instructor le señaló que se devolviera.
Rayos. La primera diamantina estaba emitiendo un brillo tenue. ¿Sería un error? Pero cuando ella retrocedió, la luz emanó con más fuerza.
No podía ser. ¿Por qué a ella?
—¡Otro más!, ¡Wow, y es una chica! —gritó eufórico alguien. Le siguieron voces que bailaban entre el asombro y los cuestionamientos.
Lo que estaba frente a los ojos de Ainelen era una ¿espada?, ¿qué era eso? Se veía como un arma con una hoja larga terminada en punta, pero sobre esta, lo que vendría siendo la empuñadura, era reemplazada por una curvatura que la asemejaba mucho a una hoz. La guarda que separaba las dos partes era la misma hoja retorcida.
Espera.
No era una hoja.
Y una espada no podía no tener filo.
—Pero si es una curativa —el instructor, parado al lado de la muchacha, sin que esta lo hubiera notado antes, estaba boquiabierto.
—¿Y... eso qué significa? ¿Acaso yo...? —Ainelen se llevó las manos al pecho, rogando que la sacaran de allí cuanto antes.
—¡Capitana!
Siendo ignorada por completo, el instructor llamó a la líder de las Fuerzas de Exploración, Zei Kuyenray, quien, a paso ágil y avasallante, se unió a ellos muy de cerca. La mujer se inclinó levemente, como poniéndose a la altura de Ainelen y luego clavó sus ojos ardientes en ella.
«¡¿Qué hice?! ¡¿qué hice?! ¡¿qué hice...?!».
La capitana sonrió.
—Justo necesitaba una.
—Perdón... yo... no sé de lo que usted habla.
La mujer rubia dejó caer una mano en el hombro de Ainelen. Fue como si la fiera por fin tuviese el cuello de la presa entre sus fauces.
—Vendrás conmigo, hija.