Ainelen estaba nerviosa. Muy nerviosa. Su corazón le saltaba en los oídos, furibundo, a punto de explotarle.
—¡¿Están listos?! —exclamó el instructor.
Al lado de la muchacha, había una veintena de reclutas que al igual que ella, estaban en la línea trazada en el suelo, a punto de...
—¡A correr, sabandijas!
Los nuevos reclutas salieron eyectados corriendo por la pista delimitada. Algunos se empujaron, otros simplemente se enredaron solos y cayeron de cabeza en el polvo. En cuanto a Ainelen, se desestabilizó al recibir un golpe en un costado por parte de algún compañero. Sin alcanzar a desplomarse, la chica se tambaleó hasta que pudo recomponerse y seguir el paso de los pocos que se habían ido a la vanguardia.
Ainelen comenzó a correr por el camino yermo, el cual rodeaba el patio trasero siguiendo la muralla del gran edificio de La Legión.
Corrió y corrió, pero le pareció que los que iban adelante se estaban alejando más y más. No, no era solo un parecer. Ellos se perdieron detrás de una de las torres de roca y otros chicos la pasaron al poco tiempo de haber comenzado. Esto era malo, a este paso...
—¡Recluta, ¿por qué eres tan lenta?! —el instructor ya estaba siguiéndola de cerca, reprendiéndola con una feroz mirada.
Hizo un esfuerzo por apurar el paso, no obstante, Ainelen se tropezó y cayó dando vueltas en el suelo.
Gruñó, luego apretó los dientes ignorando su situación y se puso de pie otra vez. Le tenía más miedo a ese hombre que a hacerse alguna herida.
«Vamos, no te quedes. Vamos, no te quedes. ¡Vamoooooos!», se echó ánimos.
—¡Eso, que no se te escapen! ¡Eres una depredadora, ¿entiendes?!
Ainelen no estaba tan segura de eso. Su cuerpo se estaba agotando demasiado rápido. No podía con el resto, por más que lo intentara. Se descubrió siendo la última de todos y para hacer las cosas peores, le dio una puntada en el lado derecho de la barriga. Apretó fuerte allí con su mano y continuó moviéndose a paso cansino.
—No puedo... voy a morir... supremo Oularis... bendíceme, por favor.
Ese día el cielo estaba despejado, con el sol en el punto más alto, la hora de más calor. Ainelen comenzó a marearse; sencillamente las altas temperaturas la ponían mal. El sudor perlaba su rostro, iba con la respiración echa un desastre.
Escuchó un cuchicheo alborotado delante de ella. Levantó la cabeza. Sí, el resto ya había llegado a la meta y todos parecían estarla viendo con interés. De verdad era la última. Bueno, la mayoría se trataba de chicos, así que era obvio que su resistencia física sería mejor. Pero, Ainelen además era la peor de las chicas, eso sí que era algo grave. ¿Tan mala fue su situación?
La línea de meta apareció ante sus ojos. Una vez la cruzó, se dejó caer con las rodillas flectadas hasta quedar sentada. Por fin había terminado.
Ainelen tragó aire desordenadamente y luego lo botó, repitiendo el proceso. Sentía la garganta y más adentro como si se la hubiesen raspado.
Los demás parecían seguir hablando a su alrededor. Sospechaba que se estaban burlando, así que permaneció con la cabeza gacha. No pudo evitar sonrojarse.
De pronto hubo silencio. Los pasos bruscos y pesados del instructor la alertaron. Se estaba acercando. Ainelen se irguió con dificultad y emuló al resto de los reclutas, quienes ya estaban formados.
El instructor, cuyo nombre se le había olvidado, era un hombre que debía estar en sus treinta y tantos, calvo, de cejas gruesas, narigón y de rostro ovalado. Se acercó al pelotón y se detuvo a unos metros de distancia. A continuación, juzgó con ojos intensos de un lado a otro, hasta detenerse en Ainelen.
—¿Tu nombre, soldado?
La muchacha dudó. Se le trabó la lengua.
—Diou... Diou Ainelen —respondió al fin.
El instructor estaba inexpresivo. Ella no podía saber qué era lo que pasaba por su mente, pero de seguro no era nada bueno.
—¿Clan de sastres y tejedoras? —dijo alguien a su alrededor, con evidente tono de burla.
—¡No he dado permiso para hablar! —ante la orden del mandamás, los que murmuraban a espaldas de Ainelen se callaron—. Muchachita —continuó diciendo el instructor, ahora hacia ella—, ya no eres más Diou. Desde este momento eres Zei. Repíteme tu nombre, ¿cómo te llamas?
—Zei Ainelen.
—¡Con más energía!
—¡Zei Ainelen, señor! —la joven estaba segura de que su rostro lucía entero rojo, como un morrón.
—Perfecto —finalizó el hombre.
Posteriormente, fueron liberados por el instructor, cuyo nombre era Zei Toniel. Ainelen no debía olvidarlo, sino le gritaría delante de los demás otra vez.
Aunque, decir que fueron liberados corría para todos menos para ella. El último en llegar a la meta debía pagar con seis vueltas al edificio completo.
—No puede ser —murmuró Ainelen antes de volver a hundirse en la tortura.
************
Había un intenso bullicio en el gran comedor del primer piso. Ainelen no había entrado aun, se mantenía detrás de la puerta, parada en el pasillo que conectaba directamente a la salida.
Se sentía deshecha, con dolor en sus extremidades, llena de heridas en rodillas y brazos y con la cara magullada. Por supuesto, antes de venir a comer se había ido a lavar a la habitación destinada para las mujeres.
«Vaya primer día», pensó.
El temor de lo que encontraría al otro lado de la puerta le producía vértigo recorriendo su columna espinal. ¿Debía entrar o mejor pasaba de largo? Tragó saliva.
De pronto vio a un grupo de instructores acercarse desde la derecha del pasillo. Ainelen se armó de valor, apretujó el collar de Oularis que siempre llevaba en su bolsillo y abrió la puerta.
Al otro lado, se encontró con una enorme habitación repleta de jóvenes como ella. Casi todos varones. No pudo evitar enrojecerse un poco y sentir cómo el calor le llenaba el rostro. Trató de disimularlo. Caminó hacia la ventanilla donde un hombre gordo y de baja estatura entregaba bandejas con comida.
Los presentes en el comedor bajaron el volumen de sus voces. Parecían susurros sospechosos. ¿Estaban hablando de ella?
Ainelen se paró frente al cocinero, quien enarcó una ceja y chasqueó la lengua.
—Cuántos más faltarán, maldita sea —dijo con voz grave, evidentemente disgustado. Posterior a eso, deslizó una bandeja que contenía un plato de sopa, una ración de pan y una manzana.
Ainelen se quedó viéndola con inexpresividad, luego dirigió la vista de reojo al cocinero.
—¿Qué sucede, niña? —preguntó el gordo.
—Cuchara. Falta una.
El cocinero puso los ojos en blanco y resopló, entonces abrió el cajón de la mesa y dejó una cuchara en la bandeja de Ainelen. Ella tomó esta última y se dirigió hacia los mesones para buscar un lugar en el cual sentarse.
Rayos. ¿Dónde se suponía que debía ir? Aunque ahora que su visión del lugar se aclaraba, no estaba todo repleto. Probablemente había unos treinta o cuarenta reclutas, y la capacidad del lugar daba para mínimo el doble.
Por allá había un grupo de chicos de mal aspecto, ¿viéndola con rostros burlones? No, por ahí no. En el otro extremo más de lo mismo, y en otro banco, reclutas volcados en su propia conversación.
Ainelen no quería sentarse sola. Tal vez había... ¿Dónde estaban las chicas? Ah sí, allí había una de pelo corto y rizado, comiendo sola. Pero cuando dio un paso hacia ella, esta le frunció el ceño. Ainelen retrocedió.
La cebolla y la carne de vacuno se respiraba en todas partes. Era el mismo menú para todos: carbonada. No era muy de comer ese tipo de platos, pero Ainelen en ese momento no estaba para regodearse, su estómago le reclamaba de forma permanente, gruñendo como bestia salvaje.
Decidió sentarse sola. Había lugares suficientemente alejados de los demás. No iba esperar a que se le enfriase la sopa.
Estaba por tomar lugar en un banco, cuando de pronto vio a un chico pelinegro, cabellera lisa y puntiaguda, desordenada, comiendo a unos metros de allí. ¿Qué hacía un chico solo? Tal vez era uno de esos raros, o quizá sus amigos estaban por allí y regresarían pronto.
Ainelen se sentó cerca, no mucho, pero sí lo necesario para verlo con el rabillo del ojo. No empezó a comer todavía. Algo le daba vueltas en la cabeza.
Con el avance del tiempo le pareció que ese chico calzaba con una imagen conocida. Ainelen rebuscó en su mente. Era...
Tal vez lo conocía. Sin embargo, ¿sería seguro?, ¿debería ir y hablarle? Pues seguía sintiéndose incómoda en solitario.
Lo pensó, entonces, su cuerpo casi por inercia se deslizó hacia un lado. Poco a poco. Ainelen se hizo la desentendida. Casi con descaro, llegó hasta el lado del muchacho. Muy bien, no se había percatado de su presencia todavía. Él estaba con la cuchara a medio camino, como si se hubiera quedado congelado mientras comía.
Ainelen tomó una bocanada de sopa, luego arrancó un trozo de pan y masticó sin perder la vista del muchacho, con ojos curiosos. De por sí ya se sintió más cómoda.
Como el chico seguía petrificado, se animó a hablarle:
—¿Holam?
De pronto, el muchacho, de tez muy blanca y mucho más alto a como lo recordaba, abrió los ojos de par en par y le dirigió la mirada. Iba a decir algo, pero se detuvo. Como le causaba incomodidad aquello, la joven tomó la iniciativa de nuevo.
—Soy yo, Ainelen. ¿me recuerdas? —ella le sonrió, deseando de corazón que él respondiera a su llamado.
—Ai... —el pelinegro hizo una pausa—. ¿Nelen? —terminó por decir, curiosamente, con el acento correcto en la primera sílaba de su apodo. La gente tendía a hacerlo en la última, como sucedía con la pronunciación de su nombre completo. No era ninguna coincidencia.
—Sí, tú eres Holam. ¿Cierto? Cuánto tiempo.
La respuesta tomó un pequeño momento. Él parecía estar examinando a Ainelen.
—Sí. Cuanto tiempo —respondió Holam, para alivio de la muchacha. No se había equivocado. Su voz sonaba como la de un hombre de veinte y tantos, bastante más grave de lo que se esperaba de su apariencia frágil—. ¿Cómo me reconociste?
—No hay muchos de cabellera lisa aquí, ¿sabes?
—Supongo que eso es verdad.
Holam desvió la mirada y se llevó una cucharada de sopa a la boca. Ainelen hizo lo mismo, comiendo más rápido que él.
—Pensé que estabas en Stroos.
—Hace poco lo estuve.
—Ya veo.
Hubo un largo silencio entre ambos.
Ainelen terminó la sopa en breve y procedió a comerse la manzana. Mientras tanto, Holam se estaba tomando todo el tiempo del mundo. Cuando la chica finalizó, quiso seguir la conversación, pero, ¿qué debía decirle a alguien como Holam? Tal vez preguntarle porqué estaba en La Legion, o qué había sido de su vida en estos años, o....
...no, mejor esperaba a que terminara de comer.
La habitación fue quedándose vacía. Al cabo de un tiempo estaban Ainelen, Holam y apenas tres reclutas.
—El entrenamiento ha sido duro, ¿verdad? —preguntó la joven, y de inmediato creyó que no era lo que deseaba decir—. ¿Estabas en otro pelotón?
—Sí.
—Ya veo. ¿y a qué división aspiras unirte? —«Espera, ¿es esto un interrogatorio?».
Holam terminó su bandeja de comida. Una vez hecho eso, clavó sus ojos en Ainelen. Su rostro afilado era el de un chico inexpresivo, más frío de lo que recordaba.
—La Fuerza de Exploración.
—¿Oh? —Ainelen hizo una mueca de sorpresa. No esperaba eso para nada—. ¿En serio?, ¿No te da miedo?
Esto definitivamente era un interrogatorio.
—Sí. Tengo miedo, si te soy sincero. Aun así, haré mi mejor esfuerzo.
—Ya veo. Eso es sorprendente.
A Ainelen la intimidaba la idea de pelear contra monstruos. Se contaban muchas historias de criaturas de gran peligro a las que los exploradores enfrentaban. Ellos hacían un trabajo heroico; después de todo, si no lo hicieran, el bosque circundante y las rutas serían lugares intransitables.
Ainelen aspiraba a ingresar a La Guardia, pero si eso no resultaba, tenía planeado como medida extraordinaria irse con la Fuerza Fronteriza. Rezaba por no tener que llegar a eso.
Esperaba que Holam le hiciera alguna pregunta, pero aparentemente estaba poco interesado en continuar la charla.
Qué pena.
Aunque gracias a él había pasado un almuerzo menos desagradable. Estaba satisfecha con eso.
—Has cambiado mucho, Nelen.
Ainelen se estaba perdiendo en sus pensamientos cuando la voz de Holam la hizo volver a la realidad. No le había hecho ninguna pregunta, pero...
Ella titubeó, nerviosa.
—¿Tú... crees?
Holam asintió.
—Ya veo —concluyó Ainelen.
En ese momento se oyó el tintineo odioso de la campana. Era hora de volver al entrenamiento.
Holam se puso de pie, algo que ella también hizo.
—Nos vemos, Nelen.
—Oh sí, cuídate, Holam.
La chica se quedó quieta, viendo como el muchacho dejaba su bandeja en el mesón y salía del comedor.
Él no había cambiado mucho, pero al mismo tiempo sí lo había hecho. Eso era lo que sentía. Extraño.
—Mejor me apuro que si no me volverán a retar —murmuró para ella misma, luego fue hacia el mesón.