Una infinidad de densas nubes de tormenta inundaban el cielo hasta donde alcanzaba la vista. De ellas comenzaron a caer pesadas gotas de lluvia que rápidamente deslizaron por la visera de un sofisticado yelmo, y continuaban cayendo hasta pasar por delante de los ojos de su portador. Agotado y víctima de las heridas de la batalla, se dejó caer al suelo de rodillas. Su espada, una inigualable pieza de la herrería enana, yacía en la tierra empapada de sangre, opacando así su impecable acero. Alzó la vista. Ante sí encontró una imagen horripilante: Cientos, puede que incluso miles de cadáveres reposaban en el frío suelo. Junto a ellos, y a lo largo de toda la extensión de tierra en la que se disputó el conflicto, se podían observar estandartes, restos de armaduras y los cuerpos sin vida de las bestias que ambos ejércitos trajeron consigo al enfrentamiento. La tierra ya había adoptado un nuevo color rojizo que recordaba a todos los supervivientes las consecuencias del combate.
Despacio, comenzó a quitarse el casco hasta que su cabeza quedó al intemperie. Lo dejó caer pesadamente en el suelo, provocando que la tierra mojada lo adornara de un marrón sucio que ocultaba su brillo. Lentamente consiguió incorporarse. Sus piernas flaqueaban, pero sin mayor dificultad pudo erguirse. Volvió a mirar a su alrededor. Las aves carroñeras sobrevolaban el panorama observando sin reparo el voluptuoso festín que la batalla les había proporcionado. El guerrero, de nombre Elemor, fijó su visión en un punto cercano, donde parecía que un brazo luchaba por levantar un cuerpo usando como apoyo a uno de los fallecidos. Tras escasos segundos, un soldado dejaba verse. Su resquebrajada armadura hacía honor a la encarnizada lucha en la que se había visto envuelto. Podía apreciarse que iba ataviado con una cota de malla empapada de color carmesí, y un escudo con forma de lágrima que porta el emblema de su facción. Aún aturdido por una presupuesta caída durante el combate, aquel hombre giró su cabeza a ambos lados para observar, con ojos cargados de terror e impotencia, a sus compañeros caídos. Mientras, continuó girando en busca de algún atisbo de vida, y entonces, sus miradas se cruzaron por un instante. Justo en ese momento, su mirada, que ya iba repleta de temor, adoptó una forma aún más desquiciante, y su piel tomó un color pálido, como si la sangre que corría por sus venas de repente se congelara, y dejara de transmitirse a lo largo del cuerpo. El guerrero, a juzgar por su aspecto, de corta edad, intentó alejarse corriendo lo más rápido posible, hasta donde su prominente cojera le permitió. Tras una serie de pasos, cayó rendido al suelo, y su cuerpo pasó a formar junto con los demás cadáveres de su alrededor, parte de la historia de aquellas tierras lejanas.
Con el paso de los minutos, la lluvia empezó a hacer su función y despejó la suciedad y la sangre de la armadura. Esta volvía a estar reluciente, dejando apreciar en todo su esplendor el conjunto dorado que llevaba, el cual constaba de un peso extraordinariamente elevado. Sin duda alguna, sería totalmente imposible que un humano portara una de ellas, y aun dejando de lado algunas piezas, solo los guerreros que sobresalieran del promedio serían capaces de llevarla, a duras penas. Pero él no era un humano común. Sangre celestial corría por sus venas, haciéndole portador de grandes dotes divinos.
Cogió el casco y lo dejó reposar entre su torso y el brazo izquierdo, mientras que con el derecho recogía la espada del terreno. Se tomó un momento para observarla con detenimiento. A lo largo de la hoja se podían vislumbrar símbolos propios de un lenguaje que desconoce, probablemente muy anterior a su nacimiento. Antaño, los antiguos habitantes de Heureor convivieron en armonía. Las facciones establecieron prósperas rutas de comercio, y pronto las relaciones entre sus ciudadanos florecieron y dieron lugar a nuevas descendencias producto de la mezcla de culturas. Pero la paz fue efímera. Con el paso de los años, esa nueva generación comenzó a entablar conflictos bélicos y a destruir los avances y progresos que sus antepasados tanto se habían esmerado en conseguir. En la actualidad, cada facción lucha entorno a sus propios intereses, e incluso dentro de ellas, aún se disputan guerras por la obtención del poder total. Mientras tanto, algunas criaturas, como ellos los Paladines, abniegan de todo lo mundano para dedicarse en cuerpo y alma al servicio de las deidades de luz. Se mantienen neutrales y al margen de los problemas terrenales, puesto que ellos ya libran su propia lucha. Cada paladín debe enfrentarse a un arduo entrenamiento durante decenas de años mortales, participando en guerras que no les pertenecen con el único fin de mejorar y obtener la tan ansiada experiencia de batalla. Son enviados como mercenarios a distintas facciones, las cuales los utilizan como armas mortíferas con el fin de reunir más y más poder.
La batalla que se libró aquí aquel día, no fue más que un minúsculo enfrentamiento, un roce entre dos bandos humanos que acabó en conflicto, y que intercedía con los intereses del líder del territorio donde Elemor fue asignado. Fue enviado aquí a modo de pacificador, únicamente él, armado con su espada y su temple de acero. En realidad, resultó ser una tarea de lo más liviana; esos combatientes ni siquiera deberían tener el honor de considerarse guerreros, y como consecuencia, sus cuerpos inertes reposaban en la superficie mientras esperan ser devorados por los carroñeros. Sin lugar a dudas, la noticia viajaría a lo largo de la región de Asgramor y llegaría a oídos de los mandamases, quienes querrían tomar cartas en el asunto. Los batallantes no pertenecían a estas tierras, eran mercenarios y bandidos provenientes de otra región vecina más al norte, llamada Kantarr. El qué hacían tan lejos de sus tierras, lo desconocía, mas no le importaba, pues él solo cumplía las órdenes que su rey le había encomendado.
Ahora que su objetivo hubo sido realizado con éxito, podía volver a su palacio. Los monarcas humanos, sedientos de poder y títulos, compraban la ayuda de los paladines. Se les ofrecían bienes, bastas extensiones de tierra, riquezas, y hombres a su disposición, todo a cambio de batallar en su nombre y facilitarles las cosas. Todos los paladines, a lo largo del tiempo, han y seguirán pasando por ese adiestramiento, de modo que, con toda probabilidad, batallas a muerte entre los suyos se llevarán a cabo. Solo los más curtidos y veteranos conseguían ascender en el escalafón de la Orden Sagrada, pero empecemos por el principio: Los paladines no eran humanos, aunque la mayoría de ellos presentara un aspecto humanoide. Ellos eran productos del azar. Nacían víctimas de un dote celestial, dote por el cual se les obligaba a exiliarse a muy temprana edad, cuando las propiedades divinas de su condición empezaban a florecer, y les hacía distinguirles de entre el resto de seres. A veces, esas capacidades sobrenaturales no llegaban al nivel esperado, y las criaturas poseedoras acababan convirtiéndose en una especie de paria, siendo condenadas a vagar por las tierras más inhóspitas de Heureor, esperando que sus habilidades despertaran, o perecer en el intento, lo cuál solía ser el destino común de todas ellas. Sin embargo, aquellos bendecidos afortunados que con éxito conseguían sacar a la luz todo su potencial, eran nombrados Guardias Errantes. Una vez los elegidos recibían este título, su verdadera tarea comenzaba. Deberían sobrevivir a toda costa mientras estaban ataviados únicamente con harapos, haciendo uso de su astucia, habilidad y dotes de combate para salir adelante. Al mismo tiempo, a medida que estos se curtían en el arte de la batalla y mejoraban sus habilidades divinas, necesitaban forjarse una reputación y ganar un estatus que les permitiría ascender a paladines. Pero llegado el momento de su ascenso, el adiestramiento no hacía más que comenzar. Los paladines, ahora sí guerreros de la élite celestial, eran distribuidos estratégicamente por los distintos reinos que componían el mundo, siendo ofrecidos como mercenarios a cambio de gloria y adquisición de bienes terrenales. Los líderes de los lugares donde fueron enviados, los usarían como instrumentos de batalla para alzarse sobre sus enemigos y, dado que el enfrentamiento de monarcas era muy frecuente en aquellas épocas oscuras, reiteradamente se daban encuentros de paladines en batallas, siendo cada uno partícipe del bando opuesto, y viéndose obligados a sanguinolentas luchas a muerte como parte de sus entrenamientos. Solo los más diestros lograban sobrevivir, y eso es lo que los hacía tan codiciados por los reinos. Innegablemente, contar con varios, o incluso solo un único paladín de tu lado en un conflicto, resolvería la trama a su favor.