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Chapter 5 - Capítulo V

Las bastas extensiones de tierra y cultivos de la ciudad me inundan la vista. Desde la altitud, que sigue aumentando progresivamente a medida que el hipogrifo se eleva, soy capaz de observar las figuras de los campesinos que se encuentran labrando y cosechando, cada segundo que pasa más y más pequeños, hasta que no puedo ver más que diminutos puntos negros indistinguibles.

La única ruta posible para llegar a Qartal por vía terrestre es atravesando el bosque pálido. No debería ser problema para mí, que voy a lomos de una criatura con alas, pero resulta imposible sortearlo volando, puesto que algún tipo de antiguo maleficio en su aura impide que se pueda acceder a él de alguna manera que no sea por sus delimitados caminos. Es por ello que en sus inmediaciones no es posible encontrar ningún tipo de ave. Aquellas que, despistadas, sobrevuelan el bosque, caen instantáneamente aturdidas y desubicadas hacia una muerte segura. No por ello las rutas que se encuentran establecidas dentro del bosque resultan más seguras, ni mucho menos, pues son igual de peligrosas. Salirse del camino conlleva igualmente a un final desdichado, la naturaleza podrida que habita aquel bosque juega con las mentes y almas de los viajeros y consiguen doblegarlos y hacer que tomen salidas y caminos alternativos cuyos destinos finales son la muerte. Asombrosamente, también es posible encontrar bandidos que acechan expectantes la llegada de nuevos trotamundos y comerciantes a los que poder arrebatar sus vidas y pertenencias. Solo las mentes más fuertes e inmutables son capaces de resistir a la protervia de aquellos lares, y al parecer también las que ya están corrompidas por la ruindad y la codicia. Por ello, la ruta alternativa más rápida se encuentra atravesando las colinas al sur del bosque, lugar inaccesible a pie debido a la dificultad del terreno, que se encuentra lleno de relieves y resulta imposible de atravesar con los caballos y carros. En mi caso, al ir por aire, no tendré inconveniente alguno para pasar a través de las formaciones rocosas.

Doy un leve y sofisticado taconazo al lomo del animal, y este empieza a volar en dirección hacia el frente. A los pocos minutos de viaje, comienzo a vislumbrar una espesa arboleda de color negruzco que se abre paso a lo largo de las siguientes leguas. Agarro las riendas y doy un pequeño tirón hacia el lado opuesto, indicando al hipogrifo que debemos corregir la dirección hacia el sur.

El tiempo continúa avanzando, y comienzo a ver las elevaciones de tierra que componen las cordilleras colindantes al bosque. A medida que nos acercamos, un punto color marrón situado justo al finalizar estas se convierte en una especie de campamento, formado por unas diez o quince tiendas de campaña de tela castaña. Cuanto más próximo me hallo a ellas, más evidente se hace un sonido de aleteos, que cobra intensidad por momentos. Miro a mi alrededor, para comprobar con estupefacción, cómo un grupo de cuatro orcos grises siguen a toda velocidad mi ruta aérea a lomos de dos rinocerontes alados, cargados con pesadas ballestas de madera y enormes flechas penetrantes. De repente, uno de los orcos, elevando un bastón adornado con una calavera de animal en la parte superior, comienza a conjurar un hechizo y apuntar en nuestra dirección. Tras verlo, rápidamente intento corregir la dirección del hipogrifo y virar hacia el lado opuesto. Sin embargo, los esfuerzos son inútiles, puesto que el orco, probablemente a juzgar por sus ropajes de plumas y atavíos un chamán, prevé el cambio de trayectoria y consigue dar de lleno en su objetivo. De un momento a otro el animal comienza a galopar significativamente más despacio, luchando con fiereza para avanzar, sin éxito alguno. Con toda seguridad el chamán ha usado un hechizo ralentizador. De pronto, distingo otro sonido desde atrás, acercándose en cuestión de milisegundos a una velocidad incesante. Agacho la cabeza intuitivamente y consigo evitar que me decapite una enorme flecha de acero, sin embargo, prácticamente en ese mismo instante, otra flecha atraviesa el ala del hipogrifo, el cual comienza a tambalearse y pelear por mantenerse en el aire. Un gran agujero ocupa ahora parte de su ala derecha, y no solo eso, pues un color verdoso empieza a aparecer en las proximidades de la herida. La flecha ha sido imbuida en veneno, y a juzgar por la velocidad a la que este se expande, uno de gran efecto.

Sin perder la calma, alargo mi brazo y apunto con la palma de mi mano a la herida. Al hacerlo, concentro mi energía en ese punto, y a mi alrededor comienza a emanar un aura dorada que se va desplazando al área afectada. Poco a poco el veneno comienza a desaparecer y a dejar ver de nuevo el elegante color blanco de su plumaje. Segundos después, y sin darme ninguna oportunidad de reacción, una tercera flecha atraviesa y cercena una de las patas delanteras de la criatura. Esta, retorciéndose de dolor, y bajo el potente hechizo del orco, cae apresuradamente, arrastrándome con ella hacia una caída en picado.

Incontables metros de altitud nos separan del suelo, viéndose disminuidos de manera voraz en un abrir y cerrar de ojos. Cada vez más cerca, ya no queda tiempo. Agarro el cuello del hipogrifo y dando un fuerte tirón al tiempo que giro mi cuerpo consigo ponerme por debajo de este, cubriéndolo mientras continúo agarrado a él. Un estruendoso sonido acompaña a una nube de arena y un enorme cráter provocado por mi cuerpo. Apenas puedo moverme. Ni siquiera yo podría resistir ileso una caída como esta, así que me considero afortunado de seguir con vida. La armadura, resistente pero muy pesada, amortiguó parte del contacto con la superficie, pero ha producido estragos a lo largo de mi cuerpo, que se queja dolorido y me impide erguirme. Pronto los orcos salvajes aterrizan junto a mi posición, y justo antes de que mis ojos se cierren por el brutal agotamiento físico, distingo una de las figuras grises acercándose.

Despierto de manera brusca y observo, aún aturdido, el paisaje que me rodea. Un gran grupo de orcos, a juzgar por lo que he podido ver en una breve mirada, varias decenas, están dispersos a lo largo de un campamento tribal. Varias tiendas de campaña de considerable tamaño se encuentran repartidas por la escena. Me miro de cintura para abajo, sintiendo un agudo mareo al bajar los ojos, y compruebo que estoy atado con unas cadenas a lo que parece ser un pilar de piedra. Continúo observando la zona y pronto me percato de la posición del hipogrifo. Comprobar su estado desata una profunda ira desde lo más hondo de mi interior. Su cuerpo yace inerte sobre unas brasas ardientes, al tiempo que un par de orcos engullen lo que supongo son sus cuartos traseros. La sangre de mis venas se calienta hasta casi quemar mi epidermis. Concentro la tensión de mi cuerpo en las manos, y de una sacudida en seco, tiro de las cadenas. El pilar de piedra sufre el efecto de mi agravio e instantáneamente se rompe en varios pedazos de buen tamaño. El estruendo atrae la atención de todos los orcos del lugar, los cuales acuden entre gritos y berridos en mi búsqueda. Ante su llegada, me coloco en posición de guardia y echo mano a mi espada, pero no está ahí. Estas deleznables criaturas deben haberla guardado en algún lugar del campamento, quizá como trofeo, pues las bastas manos de los orcos no serían capaces de empuñar una pieza como aquella. Levanto los puños, y avanzo hábilmente hasta el más próximo, al cual recibo con un par de potentes puñetazos en el mentón y la nariz. El choque hace salga despedido varios metros, y provoca que sus compañeros, que se disponían a unirse al ataque, den un paso atrás y se lo piensen dos veces. Un orco armado con un garrote se acerca dando torpes y pesados pasos desde la derecha, mientras que al mismo tiempo, percibo mediante las vibraciones del suelo cómo otro se aproxima más sigilosamente desde mi espalda. Ágilmente me agacho y utilizo mi bota para aplastar la rodilla derecha del orco de mi lateral. Mientras la pobre criatura se retuerce dolorida en el suelo, utilizo la posición que he adoptado para volverme hacia atrás con un giro y golpear, esta vez con mi puño derecho, al otro orco justo en el tórax, hundiéndole la cavidad pectoral y mandándolo lejos del radio de acción. Los demás orcos, que observan la escena con terror, cada vez más alejados, no daban crédito. Sin embargo, uno de ellos sobresale del resto. Se trata del chamán que nos hizo caer al vacío.

No puedo ver su mirada, pues sus ojos se encuentran ocultos bajo un manto de huargo negro que consta de un gorro con la cabeza del animal. El orco golpea en silencio el suelo con su bastón anteriormente nombrado, una vez, y dos veces. Los demás compinches proceden a mantener un absoluto silencio. De repente, una fuerte sacudida hace temblar el suelo bajo nuestros pies. Se vuelve a repetir, una vez, y otra, y otra más. Cada vez con más intensidad. Los orcos poco a poco comienzan a entonar una especie de cántico en su idioma, de un tono alegre a la vez que siniestro. Inquietante. Cada temblor incrementa su fuerza, y tras una decena de ellos, una imponente criatura de color rojo vino hace su aparición.

Triplica a los orcos en altura, y ni hablar de sus demás dimensiones. Un casco resquebrajado adorna su cabeza, y empuñada en su mano derecha, una enorme espada dentada recubierta de óxido y moho. A la izquierda, una especie de garra, con un ligero y casi inapreciable tono morado, ocupa toda su mano y parte del antebrazo. Sigue avanzando, y sus pesadas pisadas dejan grandes huellas en el suelo. Cuando llega hacia donde estoy, de su boca sale un horripilante rugido acompañado de babas del tamaño de un recién nacido humano. Sin embargo, un ogro como este no es nada a lo que no me haya enfrentado antes, siempre con éxito. Desafortunadamente, esta vez el único arma que tengo son mis manos. El chamán dirige su dedo anular hacia mí, y acto seguido el ogro da un enérgico salto, asombrosamente alto para su peso, y pretende caer sobre mí al tiempo que dirige la espada hacia mi sien. Sin mayor dificultad me aparto levemente de la zona de impacto, y en el mismo momento desvío el filo de la espada con un ligero sutil toque con la mano. Es entonces, y cuando contra todo pronóstico, la bestia usa su mano derecha para ejercer un segundo ataque. Justo a tiempo logro cubrirme del ataque, que se dirigía hacia mis órganos vitales, levantando el antebrazo izquierdo, y usándolo a modo de escudo improvisado, pero pronto, me doy cuenta del error. La zona de la armadura afectada por el zarpazo de la garra comienza a deshacerse lentamente y evaporarse, mientras que surge de ello un vapor, de nuevo color morado que se eleva en el aire. Tras corroer la armadura, el ácido toca parte de mi piel y esta se vuelve de un tono gris oscuro que me hace ponerme en un estado de alerta máxima. No sé de qué se trata, pero si este ácido me da en una zona vital, pronto no lo contaré. Estoy en problemas.