El desagradable sonido de la carne agrietándose, el incesante gorgoteo de las gotas carmín al acariciar mi piel y morir al tocar el suelo, la sensación de mis músculos entumecidos y el penetrante aroma a hierro eran las sensaciones más evidentes que llegaba a interpretar. La carne en mi espalda ya no se sentía, creo que gran parte de mis músculos debieron haber quedado hechos trizas. Mi cuerpo parecía estar gritando agónicamente, suplicando entre un mar de lágrimas rojas por un poco de clemencia. Rogando una piedad que nunca recibiría.
Cada tanto se encogía y temblaba débilmente, presa de los espasmos que un desolador llanto de niño la obligaba a exhibir. Las uñas en mis dedos habían desaparecido, siendo sustituidas por una pulpa roja y machacada. Los huesos fragmentados y antinaturalmente revueltos en cualquier dirección eran solo un bonito accesorio que complementaba la mutilación de mis manos. Una masa amorfa, hinchada y supurante yacía donde debería contemplarse mi típicamente rebelde expresión, tan irreconocible como los ases de luz y sombra que muy vagamente podía reconocer mientras lo que quedaba de mi cuerpo era arrastrado hacia dos estacas con forma de crucifijo. Me llevaban hacia las puertas de una lenta y dolorosa muerte.
Seguía llorando, ya sin fuerzas para siquiera abrir mis morados párpados, pero solo pequeñas gotas rubíes lograban colarse por entre ellos y marcar mi rostro con tristes caminos decolorados.
El abucheo de la gente podía ser ensordecedor, pero me resultaba difícil saberlo con tanta sangre escurriendo por mis oídos. El respirar suponía una tarea titánica y ni hablar de intentar seguirle el paso a los guardias que me arrastraban por el duro y áspero suelo de grava.
Albedo iba marcando la marcha, esa horrida sonrisa chueca de dientes amarillos, producto de sus muchos años de fumador, representaba una tortura peor que los ciento cincuenta latigazos recibidos. Era un monstruo, todos ellos lo eran. Y yo solo era otra presa más del mont��n de huesos que adornaban sus mansiones repletas de cabezas de animales.
Iba a servir de ejemplo para todos los demás esclavos. Recordarles que no podían oponerse a la voluntad de sus amos, que su felicidad residía en el placer de su dueño y que el mayor obsequio que recibirían de ellos sería un castigo. Yo sería el mártir con el que lograrían la absoluta sumisión y obediencia, y a mí no me quedaba de otra que aceptarlo con resignación. Tragar esa pesada bola de angustia y frustración que no hacía sino provocar más mi llanto.
Ni siquiera sabía si había cumplido ya los dieciséis, pero estaba seguro de que este era el peor cumpleaños de mi vida, o de mi muerte. Tal vez no fuese tan malo morir, pero mi castigo estaba lejos de terminar. Ellos querían alargarlo lo más posible, que los esclavos, cada vez que salieran a acompañar a sus amos, se escarmentaran al verme colgado y moribundo en la plaza. Siendo carcomido por el sol y picoteado por las aves carroñeras. Alucinando, vomitando y deshaciéndome entre mis propios desechos.
Porque la muerte no es bonita.
Cuando te mueres, todos tus músculos se relajan y todo lo que antes se mantenía dentro de ti termina saliendo escopetada de tu organismo de la manera más repugnante posible. Vomitas, te orinas y tus órganos se licuan mientras aun sigues mirando a tus seres queridos a la cara, gritando desaforadamente y llorando sin lograr emitir más que patéticos balbuceos inentendibles.
Eso iba a pasarme y harían todo lo posible porque mi dolor durase semanas.
Sentí como me aventaban sobre la enorme cruz de madera y ataban lo que quedaban de mis muñecas a sus extremos con lo que parecían ser alambre de púas, continuando con mis pies y el frente de mi cabeza.
Oía burlas, risas macabras y el constante golpeteo de un martillo sobre algo metálico, ansioso por algo. Y ahí lo sentí. Creí que no podía ascender más en la cruda escala de dolor, pero me equivoqué. Sentir los huesos, vasos sanguíneos y nervios de lo que quedaba de mi mano ser atravesados por lo que parecía ser un clavo de metal gigantesco me hizo darme cuenta de que apenas habían comenzado. Me depararían días de completa agonía innecesaria.
No se detuvieron a la primera estocada, removieron el trozo de metal casi con placer mientras se reían macabramente. El sonido de sus escandalosas y despiadadas risas taladraban mis oídos, me mareaban y revolvían las pocas neuronas que habían sobrevivido a las palizas recibidas por los muchos civiles que se unieron a mi tortura.
Sentí el segundo clavo sobre la carne en mi otra mano, pero no llegué a contemplar nuevamente ese grado de dolor debido a que todo parecía haberse detenido. El silencio se había hecho en algún punto y lo único que escuchaba era el apresurado galope de un corcel viniendo en esta dirección.
– ¡Mayor, mayor Albedo! ¡Ya vienen! – los gritos en la plaza no se hicieron esperar, los civiles salieron despavoridos en cualquier dirección a medida que un fuerte ruido de lo que deber��a ser una manada de caballos se abría paso entre la multitud. – ¡La casa Justice está aquí!
Antes de que ese hombre pudiese llegar a nuestro sitio, ya tenía una lanza atravesando su pecho mientras sonidos ahogados y el gorgoteo de su sangre le impidió soltar palabra alguna.
Seguía sin apreciar bien el paisaje del todo, pero supe, por el miedo y el tiritar del clavo sobre mi mano, que ellos ya estaban aquí. Y que los amos tenían una causa justa para temer.
Podía oírlos levemente, podía ver sus sombras acercándose y el griterío que, lejos de asustarme o angustiarme, solo lograba que la calma me embargara. Una calma que era difícil de descifrar.
No supe cuanto tiempo pasó, ya no me quedaba mucha sangre y estaba seguro de que no duraría otro minuto más intentado comprender las palabras que salían de sus bocas. El dolor ya no era parte de mi sistema, solo la extraña sensación de calma y resignación. Iba a morir, pero al menos no tardaría tanto. Aunque triste, se me antojó algo lindo. Volvería a ver a mis hermanos, si es que el cielo existía. Volvería a cargar a mis hermanas y hacerles caballito a los más pequeños, jugaría a las peleas con los mayores y haríamos carreras como cuando éramos unos niños que no sabían ni sus nombres.
Volvería a estar con mi familia.
Sentí una pequeña presión en mi pecho. Era cálido y reconfortante, pero volvía a hacer que todo doliera. De hecho, me hizo ser consciente de todas y cada una de mis heridas. Y grité.
Solté un alarido de dolor puro mientras me retorcía cual gusano bajo la lupa. Quemaba, todo mi cuerpo quemaba como si hubiesen sustituido mi sangre por azufre. Sentí mis extremidades ser liberadas de golpe, pero yo lo único que quería era que dejara de doler. Reconocía el movimiento violento y descoordinado de la carne abierta mientras parecía querer volver a su lugar de origen. Podía sentir la repugnante y caótica manera en la que parecía estarse librando una guerra sobre mi desfigurado rostro. La mano no se había apartado en ningún momento de mi pecho, en su lugar, varios brazos y hasta piernas intentaban mantenerme retenido con más fuerza de la que nunca esperé confrontar tan salvajemente.
Quería que me liberaran, que dejarán de tocarme sin mi consentimiento. Quería que me dejaran morir en paz, ¿Tanto les costaba entender eso?
Yo no quería otra cosa, no quería más jodido dolor. Era demasiado. Era demasiado por hoy, por este año, por toda mi asquerosa vida de mierda. ¡Solo quería que terminara! ¡Quería morir!
Solo eso.
...
Mientras sus guardias intentaban mantenerlo lo más quieto posible sin dañarlo más de lo que ya estaba, la general Bárbara intentaba hacer todo lo posible por salvar la vida del pobre muchacho que esos salvajes habían estado torturando tan despiadadamente.
Les había ordenado a sus escoltas que apresaran a los culpables y que, de ser necesario, se aplicara fuerza letal. Ellos estuvieron más que contentos con esta orden, tuvieron una pequeña discusión, pero finalmente llegaron a un acuerdo entre todos. Escoltarían a los criminales hasta el complejo más cercano. Ni locos los enjuiciarían en La leona, no con el sistema tan corrupto del que solo estaban al tanto hacía poco.
– Parece que los rumores son ciertos. – habló la castaña una vez se hubo desmayado aquel pobre chico. – Esta colonia no acató el decreto que penaba la esclavitud, que pedazos de mierda egoístas. – apretó los dientes mientras hacía lo posible por cerrar las heridas más devastadores en el cuerpo del niño. Porque Carbón era eso, un niño. Uno que no merecía todo lo que había vivido.
Pudo sentirlo, tan hondo en su alma que le dolió como si fuese ella la herida. Si bien la habilidad de Bárbara le permitía curar heridas físicas, las cicatrices mentales con las que cargaba ese niño eran claramente visibles para ella, y le dolía ver tal desmesurada cantidad.
Pagarán por esto, se juró mientras cargaba con relativa facilidad el desnutrido cuerpo que de momento había dejado de sangrar y lo colocaba dentro de una carreta que uno de sus solados había pedido prestada.
– Quiero un informe de todo lo sucedido listo para cuando llegué a la capital. Evidencia, testimonios, lo que sea. No me importa si tienes que desollar vivos a esos hombres, solo consigue mis malditas pruebas o te juro que a ti también te mandaré a decapitar. – amenazó a uno de sus hombres, obteniendo un adusto asentimiento de su parte. – Vámonos. – comandó una vez logró acomodar la cabeza del niño sobre sus piernas y continuó gastando sus energías en terminar de curarlo.
Y, mientras la carreta se alejaba, gritó.
– Y consígueme todas las actas de esos niños, ni loca planeo dejarlos aquí. ¡Lo prometo por mi maldito nombre, Bárbara Sanz de la honorable casa Justice!