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Chapter 4 - Por un libro.

Cuando me desperté, lo primero que noté fue que habían pasado ya varias horas. De hecho, había oscurecido y eso no era nada bueno. Rápidamente salí escopetado y me precipité a las puertas traseras sin importarme nada más. No había ni una sola alma a la vista y el perturbador silencio no auguraba nada bueno. Estaba seguro que alguno de los amos ya estaría inspeccionando que sus órdenes se hayan acatado al pie de la letra y esperaba que nosotros estuviésemos en fila esperándolo como fieles perros adiestrados en la puerta principal, solo que yo no estaba allí.

Por dios, que estúpido fui, este error me costará la vida. ¿En qué estaba pensando cuando decidí irrumpir en la habitación de mi dueña? Ella podía estar pasando por una pérdida, pero eso no ablandaría un ápice su temperamento caprichoso y estricto. Me iban a ahorcar, me azotarían y crucificarían como a una de mis hermanas. Pasaría por el camino de la vergüenza completamente desnudo y me apedrearían hasta que ya no pudiese caminar, hasta que tuvieran que arrastrarme a la cruz y clavarme en esa estaca en plena vía pública. Desangrándome cual animal degollado y contemplando impotente como los cuervos irían acumulándose en las ramas de los árboles cercanos, esperando pacientemente por sacarme los ojos, y los perros salvajes, ocultos tras el abrigo de la noche, irían arrancándome pedazos de carne de las piernas o cercenarían directamente el par de dedos más desprotegidos.

Lo peor de todo es que no tenía idea de lo que le había sucedido al libro. Desapareció al segundo de haberlo tocado y era obvio a quien iban a culpar si algo en la casa había desaparecido. ¿Quién sino al esclavo que no estaba formado?

Cuando finalmente llegué al piso donde se hallaban los demás y divisé en la puerta de entrada la fila de esclavos, corrí sin pensar en nada. No llegué muy lejos antes de ser derribado por uno de los guardias que se encargaba de vigilarnos y que solo ahora pareciera querer cumplir bien su trabajo.

– Señor, atrapé a este saliendo de la zona prohibida. – me dejé arrastrar con facilidad, a pesar de la obvia diferencia de altura entre el bajito guardia y mi metro ochenta. – Debió haber estado haciendo algo porque venía corriendo. – me sentenció a muerte.

El amo en frente no era otro sino Albedo, el viejo que ayer no pudo darme los veinte azotes que me correspondían. Este estaba algo irritado, supongo que no quería tener nada que ver conmigo luego del desagradable encuentro con Lance ayer. Estaba de más decir que ya iban dos días seguidos cometiendo errores dignos de una paliza.

– Revisa si falta algo. – le ordenó a otro guardia mientras le hacia una seña al que me estaba reteniendo y él inmediatamente me empujó al suelo con fuerza. Miré a mi amo desde mi incómoda posición hacia arriba y lo que vi no me gustó. Habían pocas cosas que me gustaran. – Creo que Lance es muy indulgente contigo, debí darte el castigo que te correspondía en lugar de dejarte salirte con la tuya. – lo decía mientras apretaba con ira su alargado y grueso látigo.

El día anterior, después del castigo de Lance, éste me dijo que desapareciera de su vista porque me veía demasiado repugnante para que alguien tan noble como él tuviera que quemarse la vista con una lacra como yo. No lo había pensado dos veces antes de apresurarme a la parte trasera del edificio en construcción, lejos de los demás, pero aún con un guardia cerca por si acaso. Necesité de un tiempo para reponerme debidamente.

En cuanto vi al apresurado guardia llegar junto a las dos mujeres supe con certeza que ya no podía hacer nada, aunque ya lo hubiese sabido desde antes, esto solo erradicaba de un plumón las últimas esperanzas que me quedaban puestas en que ellas no notaran la falta del libro.

– Señor, falta un objeto de la preciada colección del señor Prymer. – me miró de soslayo. – Un libro.

– Un libro, ¿Para que iba a querer un libro un esclavo que ni leer puede? – intervino, extrañamente, la hermana de mi nueva dueña. – Es ilógico, si a leguas se nota que nunca ha visto un lápiz en su vida.

Gracias, señora. También la aprecio. Nótese el sarcasmo, bien lo único que no se pierde en esta vida es el humor.

– Aún si es así, no quita que tomó algo sin permiso de su amo. – acotó Albedo. – Guardias, regístrenlo.

Los guardias empujaron mi rostro contra el suelo y comenzaron a cachearme, manejándome de los pelos como quisieran y golpeándome cada que tenían una oportunidad. De lejos, se veían las filas de esclavos que me contemplaban sin hacer el mínimo esfuerzo de moverse.

La mayoría de los chicos no tenían expresión alguna en el rostro, como si estuviesen muertos o yaciesen en lo profundo de su mente, en ese lugar bonito lejos de los gritos y golpes sin sentido, lejos de esta vida de esclavo. No estoy seguro, probablemente tampoco les importara realmente lo que iba a sucederme, estaban más acostumbrados que nadie a ver muertes horribles por llevar tanto tiempo bajo las órdenes de Lance y Máximo. Ellos, a diferencia de las mujeres, ancianos y niños pequeños, siempre estarían al servicio de estas casas. Nunca habíamos abandonado esta vida desde que nos vendieron en compartido a nuestros amos, y solo los abandonaríamos en nuestra muerte, que ni siquiera era nuestra voluntad.

Las chicas ni siquiera me miraban, supongo que a ellas si llegaba a afectarle la deplorable vista que les daba, ellas terminarían en alguna casa como sirvientas o en algún prostíbulo de mala muerte. Tal vez les fuese más difícil no demostrar sus emociones, la impotencia y el miedo reflejado en los más jóvenes o la terrible pesadilla que nunca era fácil de evitar las primeras noches. Entre ellas también habían chicas que me miraban con lástima y niños que temblaban aferradas al bordillo de sus roídas camisetas medianamente blancas.

Era patético, ellos me daban por muerto, y yo también llegué a esa conclusión cuando oí la discusión de los amos cuando acabaron de registrarme y no hallaron nada.

– Señor, no hay nada. Es probable que lo haya ocultado.

– Debería cortarte las manos, tal vez así aprendas a no robar. – me abracé a mi mismo, no quería perder las manos. Me desangraría antes de que acabasen de cortar la segunda. Albedo pateó mi cabeza e instintivamente me coloqué en posición fetal, intentando inútilmente proteger mis zonas vitales. – Dime donde lo ocultaste y tal vez decida solo cortarte los dedos.

Sabía que no servía de nada, porque a sus ojos siempre sería culpable, pero no pude resistirme a contestarles.

– ¡No lo sé, yo no lo tomé! – estúpidamente alcé la cabeza en un gesto de rebeldía que me compensó con un sonoro latigazo en mi oído y mejilla izquierda. Volví a encorvarme mientras presionaba con mis manos para que dejara de manar tanta sangre, había sido otra decisión estúpida y sin sentido. Mis arranques de rebeldía eran cada vez injustificados y temía porque este fuese la gota que rebalsó el vaso. Tenía miedo porque el castigo fuese peor que la muerte misma.

– Esclavo insolente, ¿¡Te atreves a faltarme el respeto!? A mentirme a la cara y morder la mano que te alimenta. – graznó furioso, hizo un par de señas a sus guardias que no vi porque mi vista estaba clavada al suelo, y ellos volvieron sujetarme, esta vez, de espalda a Albedo. – Mereces más que un par de dedos perdidos, algo que te dejé en claro quien es tu jodido dueño. Que les quedé claro a todos. – miró con advertencia al resto, poniendo nervioso hasta al más frío de los esclavos.

– ¿Puedo sugerir algo, Albedo? Ya que parece que te lo estás tomando personal, cuando en realidad el agravio resultó sobre mi hermana aquí presente. – habló condescendiente al furioso amo que estaba a nada de matarme. – Creo que Isabelle debería decidir su castigo.

Albedo la miró con ira aun latente, pero solo asintió y se volvió a mi dueña. – No merece un castigo suave.

Ella había estado extrañamente callada y parecía estar debatiéndose entre algo porque no dejaba de mirar a un punto fijo sin llegar a pestañear apenas.

Con paso elegante, se encaminó hacia mi frente y se colocó a mi altura, sujetando el bordeado de su costoso vestido de seda negra de viuda.

– Dime esclavo, ¿Tú tomaste mi libro? – su mirada fría e inclemente atravesándome el alma y calándome hasta los huesos casi no me dejó soltar palabra alguna, casi.

– N-no mi ama, juro que yo no lo tomé. No tengo idea que le sucedió, pero yo no robaría a mi amo. – tartamudeé presa del pánico, esa mujer me provocaba un terror inexplicable con tan solo una simple mirada. – Me retrasé solo porque me había desmayado de camino al almacén, me dolía mucho la cabeza. Tengo testigos, ellos me vieron yendo al almacén, por favor, tiene que creerme. – me desesperé porque me escuchara, no quería mas malditos castigos. No quería perder otro dedo, ni quedar inválido de por vida. No me merecía esto, ni siquiera sabía que le había pasado a ese est��pido libro después de tocarlo. Solo se esfumó en el aire al igual que mi consciencia y no volví a saber nada de él.

No era mi culpa, ¿Por qué querían castigarme tanto? Yo no había hecho nada malo, no a consciencia. Solo sentí que debía tocarlo, como si algo me estuviese tirando a él y yo simplemente no pude negarme. Fue como si me hubiesen dado una orden, una orden que, por primera vez en mi vida, quise cumplir.

Pero fue un completo desperdicio, porque, de saber que terminaría así, hubiese preferido seguir torturando mis oídos antes que recibir los múltiples castigos que me esperaban. Iban a matarme por un libro.

– Si es así, dime entonces que hacías oculto en mi armario, ¿Por qué irrumpiste en mi cuarto y desordenaste mis cosas? – se acercó aun más a mi rostro, agravando esa mirada muerta por dentro. – ¿Qué hacías espiándome?

La sangre se drenó de mi rostro y dejé de respirar, parecía que el tiempo se había detenido, pero solo fue una cruel ilusión que solo me afectó a mí porque, al mínimo pestañeo, la mujer ya se había alejado varios metros.

– Considero necesario los azotes, pero creo que los dedos no serán suficiente. – por un segundo consideré ilusamente que eso sería todo, pero era obvio que, para un amo, jamás un castigo lo sería. – Crucifíquenlo.