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Chapter 15 - Calidez invernal

A veces no lo entiendo. Las extrañas formas de la comisura de los labios, las arrugas que se forman en su frente o sus mejillas. No entiendo lo que significan. Pero es primera vez desde hace mucho que veo ese patrón en concreto. Lo solía ver bastante cuando él aún estaba con nosotros.

La casa lleva en silencio desde hace bastante tiempo. No soy de las que miden el tiempo, y tampoco es que me importe cuánto tiempo ha pasado. Solo sé que ha pasado la suficiente cantidad de tiempo como para que su olor ya no esté en los pasillos, ni en los cojines del sillón o las frazadas de la cama. Su vago recuerdo suele aparecer cuando abre el closet y entro sin que se percate; aún guarda sus abrigos y zapatos, y pareciera ser la única prueba real de que alguna vez existió.

Tardó más de la cuenta en darme de comer. Hacía frío y no encendió ningún calefactor. Odio el frío. Cuando lo vi acercarse para servir la comida lloré. Quería atención. No, la exigía. Cómo pudo haber olvidado que odio sentir frío y hambre. Además, ¿tenía alguna idea de cuánto tiempo me había dejado sola? No sé medir las horas, pero sé que fue demasiado. Volví a quejarme y lo vi hacer una mueca de las suyas; realmente no las entiendo, pero sí entiendo qué significa que se le mojen las mejillas de esa forma. Estaba llorando, otra vez. Se limpió las lágrimas y cumplió con mis demandas como suele hacer.

Otra vez estaba solo. ¿Dónde estaba mi papá? Lo extraño.

Quise preguntar por él, pero su respuesta fue la misma de siempre: una caricia y otra mueca extraña. Creo que esa cara significa que tiene más frío, quizás más que yo.

Abrió la puerta en lo que yo comía. Tuve la esperanza de que fuese mi papá, pero no era él. Los zapatos no eran los botines de mi papá, y la voz de esa persona era demasiado aguda; no me gusta, es muy chillona. Pero parecía que ella también tenía frío igual que él, aún estando así de abrigada.

Desde que comencé a esperar a que mi papá volviera, solo llegué a ver a dos personas visitándolo. No recuerdo nada de ellos, solo recuerdo que cuando se fueron sus mejillas se mojaron al rato de cerrar la puerta. Esa mujer era la tercera persona que venía a casa. Bueno, quizás sí hubo más; nunca sé lo qué pasa mientras duermo y él ni siquiera se molesta en intentar contarme.

La miró un momento, la saludó e invitó a pasar. Sabiendo a dónde irían me paré en la entrada de la cocina y esperé a que entrasen. Sentí el clack del hervidor al apagarse, una nube de vapor comenzó a salir y la cocina se llenó con el olor a café recién hecho. En ese momento, cuando el cuarto empezaba a calentarse un poco, me di el gusto de ir y recostarme en una de las sillas.

-¿Gustas una taza?

-Sí, gracias.

Seguía haciendo bastante frío, tanto que ambos estaban sumamente tensos.

Ella miraba todo a su alrededor. Yo debería ser la asustada de que un extraño esté en mi casa, no ella.

Bebía de su taza evitando mirarlo. Él no era la excepción tampoco: tenía la vista clavada en sus manos sujetando la taza, el vapor que salía de ésta, el mantel que cubría la mesa -ese mantel que tantas veces había visto ya-, todo frente a él que no fuese ella. Me aburrí y me quejé. Él me miró y volvió a poner esa mueca que hace cuando le pregunto por mi papá, y me acarició.

-Es preciosa -comentó ella-. ¿Cómo se llama?

-Marga.

-¿Por "Margarita"?

Qué clase de nombre es ese para alguien como yo.

Pero no me quise quejar, no cuando lo vi hacer esa mueca que ponía cuando estaba con m papá.

-No somos tan ingeniosos como para tener esa idea. La encontramos de chiquita en una carnicería en invierno; estaba mirando la vitrina como si fuese capaz de ir y tomar uno de los trozos de carne cuando quisiese.

La mueca se hizo más grande mientras hablaba. Me relajé con la voz de ambos de fondo y acabé durmiéndome un rato. Logré escucharlos hablar sobre el día que me recogieron, a qué se dedicaban ambos, y otra serie de cosas a las que dejé de prestar atención cuando ella me quiso acariciar y la dejé.

-Lamentó que las cosas acabaran así -soltó de repente. Yo dormía en su regazo cuando sentí que sus piernas se volvían a tensar como cuando recién se había sentado.

-No hay nada que lamentar.

No vi su rostro, pero sé que le debió dar un escalofrío mientras hablaba.

-Él era así. Ya sabes. Impulsivo e impertinente. Pero eso era parte de su encanto.

La voz de mi papá queriendo llevarme de esa carnicería, lo poco o nada que sabía sobre cómo cuidarme, la calidez de sus brazos cuando me cargaba a pesar de morderlo y rasguñarlo, su eterna presencia cuando dormía conmigo a pesar de las pulgas. Eso era mi papá y a eso se refería él.

-¿No me odias? -La mano con la que me acariciaba comenzó a temblar. Él tardó un momento en responder.

-Siempre supe que él no podía estar en un solo lugar, y mucho menos demostrarle afecto a unos pocos. Era otro de sus encantos, supongo.

Hubo un momento de silencio en el que la mano no me acariciaba, las piernas ya no estaban tensas, ya no había café en las tazas para beber y el frío parecía haber menguado levemente.

-No tengo motivos para odiarte.

Se levantó para llenar otra vez su taza. En lo que la servía siguió:

-Te quería agradecer.

Me desesperecé y fui a comer.

-¿Por qué?

-Por hacerlo feliz en todo aquello que yo era incapaz. Gracias por haberlo cuidado cuando yo no pude.

Sentí la taza reposar sobre la mesa. Ya no hacía tanto frío como antes.

No recuerdo en qué momento me volví a dormir, pero cuando desperté ella ya no estaba y él ya no tenía esa mueca que suele hacer cuando habla sobre mi papá. Quizás ahora también deba esperar a que ella vuelva además de mi papá, acaricia bastante bien y sus manos son igual de cálidas que las suyas.