Había pasado más de un mes después de que tocamos puerto. Desde el día que fui encerrada con el resto de las mujeres en esta habitación, solo pude ver la luz del sol que se colaba en dos rejillas que estaban en el techo, en donde podíamos observar a los marinos realizar sus trabajos del día y de vez en cuando nos lanzaban frases con un tono pervertido.
Aunque nos daban de comer a diario, los niños comenzaron a sufrir de desnutrición. Además, la falta de higiene nos empezaba a afectar, ya que la habitación estaba impregnada por el aroma a orina y heces fecales. Incluso los marineros nos arrojaban desperdicios, empeorando la situación.
El hermano Juan, como le empezamos a decir al misionero, intentó por todos los medios que nos dieran agua para limpiar un poco el espacio, pero los marinos sólo se burlaban de él y nos arrojaban el agua sucia con la que trapeaban la cubierta. Las condiciones en las que nos encontrábamos eran inhumanas.
Una noche, uno de los niños comenzó a tener fiebre y vómito, lo cual nos preocupó a todas. Desesperada, empecé a gritar hacia las ventanillas.
—¡Ayuda! ¡Por favor! ¡Hay un niño enfermo!
—¡Cállate loca! —respondió un marinero que pasaba por ahí.
—¡Por el cielo! ¡Compadézcanse! El niño tiene fiebre, necesitamos agua para bajarle la temperatura —insistí.
—Pues si se muere, ¡mejor! Menos bocas que alimentar —gritó, mientras arrojaba desperdicios de pescado y agua sucia, los cuales cayeron en mi cabeza.
Su ofensa me irritó tanto, que comencé a gritar maldiciones en su contra.
—¡Ojalá el cielo te castige! ¡Maldito! ¡No mereces la vida que tu madre te dio! ¡Eres un desgraciado...!
El infeliz solo se reía a carcajadas. Eso encendía más mi furia. No podía haber en este mundo un ser tan despreciable como él.
Mientras gritaba, las mujeres estaban asustadas y por todos los medios trataban de calmarme. Pero estaba tan descontrolada, que había olvidado que esos salvajes nos advirtieron que arrojarían al mar a cualquiera que se enfermara.
El alboroto llamó la atención de más personas, quienes empezaron a burlarse de mí y pedían que me desnudara a cambio de ayudarme. En ese momento me sentí vulnerable y la impotencia se manifestó en llanto.
Rukmini se acercó, y tomándome de los hombros, quiso hacerme volver en sí.
—¡Indira! No les hagas caso, cálmate.
A pesar de sus palabras, ese niño se estaba muriendo y no podía permitirlo. Si tenía que sacrificarme, lo haría. Entonces empecé a quitarme el sari. Rukmini al verme hacer esto, detuvo mi mano.
—¡Estás loca! ¿Qué haces? —dijo asustada.
—Yamir morirá.
—Pero si haces eso, no hay garantía de que te ayuden —señaló.
—Nada pierdo con intentarlo —respondí decidida.
Los marineros comenzaron a chiflar y gritaban que Rukmini también se quitara la ropa. Ella estaba tan asustada y con sus ojos suplicaba que me detuviera. Incluso la madre del niño, Krisha, trató de persuadirme de no hacerlo. Las voces golpeaban mi cabeza y en mi mente solo pensaba en salvarlo. Entonces me rendí.
De repente, los marineros callaron. Rukmini y yo miramos hacia la rejilla para saber qué pasaba. Entonces notamos que esos sujetos, que antes se comportaban como bestias salvajes, ahora temblaban de miedo ante la presencia de un ser misterioso.
Sin embargo, la oscuridad de la noche no permitía ver a aquel sujeto, por lo que solo escuchaba sus pisadas, que sonaban muy imponentes.
—¿Qué bullicio es este? ¡Vuelvan a sus puestos si no quieren ser lanzados al mar! —ordenó una voz gruesa, que hizo que los marineros se dispersaran.
Al ver que todos se fueron, me derrumbé y Rukmini me abrazó para consolarme. No podía ver a esa pobre mujer que abrazaba con fuerzas a su hijo enfermo. Las lágrimas corrían por mis mejillas y no podía controlarme.
Entonces escuchamos que alguien abría la puerta. El suspenso nos invadió y yo comencé a temblar. Sin embargo, quien entraba a la habitación era el hermano Juan con paños limpios y una cubeta de agua fresca. De inmediato corrió hacia el niño y comenzó a asistirlo.
—Vamos Krisha, acostemos al pequeño Yamir en el catre y tratemos de bajarle la fiebre. Y tú, Shanti, ayúdame a preparar un té con estas hojas.
Las mujeres obedecieron y comenzaron a ayudar al joven misionero. Su presencia era como un oasis en medio de este barco lleno de bestias salvajes.
Al día siguiente, Yamir se encontraba mejor. Toda la noche el hermano Juan estuvo velando por el niño. Nosotras estuvimos también acompañando para ayudar en lo que necesitara.
Cuando la luz del sol estaba más brillante, fray Juan se retiró a dormir. También intentamos hacer lo mismo, pero los marineros hacían tanto ruido que era imposible poder conciliar el sueño.
Mientras trataba de dormir, dirigí mi vista hacia el techo y noté que aquellos hombres salvajes evitaban a toda costa mirar hacia las rejillas. Realmente fue un alivio que esos sujetos ya no nos acosaran más.
A la hora de la comida llegaron tres sujetos que siempre nos llevaban los alimentos. Luego de entregarnos la comida, uno de ellos se me acercó con mirada molesta y me agarró muy fuerte del brazo.
—Tú vienes con nosotros.
—¡No! ¿Por qué? —exclamé asustada.
—Son órdenes del capitán —soltó.
Las demás mujeres se quedaron congeladas al ver lo que pasaba. Por mi parte intenté poner resistencia, pero aquel hombre me cargó en su espalda para llevarme hacia mi cruel destino.
—¡Noooo! ¡Por favor, no me maten! —suplicaba, pero aquel pesado sujeto me llevaba a la cubierta. Definitivamente me iban a lanzar por la borda. Era mi fin.
Entonces cerré mis ojos. Si iba a morir de esa manera, prefería no verlo. Tenía mucho miedo a la muerte. Por mi mente pasaron muchas cosas. Recordé a mis padres que siempre me abrazaban y llenaban de besos. También a mis tías que me regalaban dulces y a mis primas con las que jugaba. En los últimos segundos que me quedaban en este mundo repasé a toda mi familia y pedí al cielo que ellos rezaran por mi alma.
Luego de este angustiante momento, sentí que el enorme tipo me bajaba y luego escuché que tocaban una puerta. Eso llamó mi atención y abrí mis ojos. Mi sorpresa fue grande que a mi lado estaba fray Juan esperando a que la persona que estaba dentro de esa habitación diera la orden para que entráramos.
—Hola Indira —dijo Juan con una sonrisa calmada.
—¿Dónde estamos? —pregunté desconcertada.
—Tranquila, pronto lo sabrás.
Justo cuando terminó la frase, escuchamos una voz que venía desde la habitación.
—Pasen.
El tono y timbre de esa voz me parecieron familiares. Entonces el hermano Juan abrió la puerta y dejó que fuera la primera en pasar. Antes de entrar, sentí que de la habitación desprendía un aura bastante peligrosa. Con el terror inundando mis ojos, miré al misionero para pedirle que no me dejara sola y él sólo asintió.
Entonces avancé lentamente y noté que esa habitación tenía decoración muy lúgubre. Adentro había un enorme mueble con muchos libros, un escritorio, una mesa con dos sillas y una cama. Tras observar rápido la habitación, mi vista cayó en la figura de un hombre que estaba mirando por la ventana.
Cuando lo vi, sentí un vuelco en mi corazón. Era alto, espalda ancha y brazos tonificados. Vestía una casaca, pantalones y botas negras. Su cabello también era oscuro y estaba amarrado por una coleta. Su figura era tan oscura, que inspiraba terror al verla.
Luego de gastar su puro, giró hacia nosotros y pude ver su rostro curtido por tantos años de estar en el sol. Su piel bronceada hacía resaltar sus ojos castaño claro pero que desprendían un brillo malicioso.
—Al fin nos conocemos Indira —dijo inclinando un poco su cabeza y mirándome a los ojos, que parecían que desprendían un fuego peligroso.
Estaba tan confundida, que no pude emitir ningún sonido.
—Parece que no me recuerdas, soy el capitán de este barco.
Fray Juan, que hasta ese momento permanecía silencioso, se acercó a mí para presentarme al capitán.
—Discúpala Antonio, Indira está muy confundida y es probable que le inspires miedo —se disculpó, y después se dirigió a mi—. Pequeña, no tengas miedo, él es el capitán y fue el que calmó la turba de anoche. Aunque parezca muy peligroso, en realidad es un hombre correcto que quiere ayudarte.
Luego de hablar, fray Juan me empujó suavemente, para que me acercara a aquel misterioso capitán, quien tenía me miraba extrañamente. Éste al notar mi duda, sólo sonrió y me dijo.
—Sé que parezco aterrador, pero me gustaría hacerte una propuesta.