Antonio no soportó ver a Indira llorar, por lo que instintivamente la atrajo hacia sus brazos. Ese momento fue tan cálido y lleno de ternura, un sentimiento que jamás había tenido en su vida.
—Lo siento —dijo Antonio sin darse cuenta.
Era la primera vez que mencionaba esas palabras, que hasta él mismo se sorprendió. Su disculpa funcionó en cierto modo, ya que la chiquilla dejó de llorar.
Tras notar que Indira estaba más relajada, Antonio sintió que su corazón iba a estallar al tener tan cerca su cálido cuerpo. De inmediato la soltó y caminó hacia su escritorio.
—Termina de comer y después podrás retirarte —dijo sin mirar a Indira, que con un rostro confundido asintió sin decir una palabra.
Antonio luchaba por controlar su corazón que latía rápidamente y no podía pensar con claridad. Hasta ese momento, nunca imaginó que después de tanto tiempo volvería a tener esas emociones, por lo que ahora le resultaba tan difícil mantener la calma con Indira en el mismo sitio.
Cuando la chica terminó de comer, se levantó de golpe y trató de despedirse.
—Muchas gracias, me retiro... —Indira calló al ver que Antonio la ignoraba. Entonces tomó el libro de cuentos y salió de la habitación rápidamente como si fuera un pequeño conejo que huye de su depredador.
Al notar que ella se había ido, Antonio pudo respirar de alivio. Después se reclinó sobre su asiento y cerró los ojos para poder calmarse. No pasó mucho tiempo cuando entró Gonzalo, que al ver a su amigo en ese estado de zozobra, sospechó que algo había pasado con Indira.
No tuvo que preguntar, ya que Antonio habló primero.
—Siento que me voy a volver loco por culpa de Indira. Cada vez que estoy con ella tengo deseos carnales. Creo que no podré contenerme más.
—¿Con esa chiquilla? Pero ni siquiera tiene cuerpo de mujer —dijo Gonzalo sarcásticamente.
—No te burles, esto es serio —reclamó Antonio mientras se levantaba de su asiento y comenzaba a caminar por el camarote—. Cada vez que la veo, quisiera tomarla entre mis brazos y hacerla mía. Su belleza me atrapa y me vuelve débil
Gonzalo se sorprendió por la declaración de Antonio. En el tiempo que llevaban como compañeros de viajes nunca lo había visto de esa manera. Al mirarlo a los ojos supo que su amigo estaba siendo sincero con él.
—Odio que ella me tenga miedo y que le sonría a ese misionero. Siento celos —continuó Antonio como si Gonzalo fuera su confesor—. Hoy al verla llorar no aguanté y la tomé entre mis brazos. Su cuerpo tan pequeño y delicado provocó en mí que se encendiera la pasión que alguna vez creí perdida.
—Vaya, sí que estás loco —señaló Gonzalo, que estaba tan estupefacto luego de la confesión de su amigo.
—¡Sí, estoy loco por ella! —exclamó Antonio.
—¿Tanto te recuerda a tu primer amor? —preguntó Gonzalo, que aún desconocía la identidad de aquella mujer que volvió a su amigo tan frío.
Tras escuchar la pregunta, Antonio se congeló y su expresión se volvió sombría. Fátima había sido la mujer que más había amado en su juventud y su solo recuerdo aún le dolía.
—Ella está muerta —contestó seriamente mientras caminaba hacia su escritorio.
Gonzalo guardó silencio ante tal respuesta y en ese momento dedujo que aquella mujer era la causa de que Indira hubiera terminado a bordo de "La Castiza".
En ese momento recordó que durante su visita al mercado de esclavos, Antonio insistió mucho en llevarse a Indira, a pesar de que estaba inconsciente en aquella lúgubre habitación junto con el grupo de mujeres.
Al principio, le pareció extraño que fuera condescendiente con las prisioneras y que esa adolescente tuviera un trato especial del resto de las mujeres. Sin embargo, ahora todo tenía sentido.
De pronto, un temor invadió su espíritu y decidió actuar antes de que su amigo cometiera un error. Por lo que dijo con una mirada seria:
—Debes regresar a Indira con el resto de las prisioneras.
Antonio se sorprendió ante la repentina orden de su segundo al mando, que la furia lo invadió a tal grado que saltó como un león sobre su amigo para golpearlo. Tras caer al piso, Gonzalo trató de zafarse del iracundo capitán que parecía una bestia salvaje a punto de asesinarlo.
Como pudo, Gonzalo lo dominó para hacer que Montejo entrara en razón.
—¡Antonio! ¡Detente! ¿Acaso no ves que pierdes el control cada vez que tienes contacto con ella?
—¡Maldito! ¿Y te dices mi amigo? —bramó el capitán sin escuchar el reclamo de su segundo al mando.
—Por que soy tu amigo, te lo digo, ¡aléjate de ella! —gritó Gonzalo mientras le aventaba puñetazos al aire.
La discusión fue tan estrepitosa, que los marineros se sorprendieron al ver que el capitán se enfrentaba salvajemente contra Gonzalo. No faltó alguien que comenzara a apostar sobre quién de los dos perdería la contienda. La lucha entre ambos hombres era encarnizada y los gritos en la cubierta no se hicieron esperar.
El pleito llegó a oídos de fray Aguilar, que al ver cómo el capitán atacaba con tanta saña a su amigo, gritó pidiendo calma.
—¡Alto! ¡Que alguien separe a esos dos!
—¡Cállese! —le contestó un marinero de aspecto grotesco.
—No se preocupe, esos dos siempre pelean así—afirmó otro que estaba detrás del joven misionero.
Fray Juan no quiso quedarse mirando y entró a la habitación para tratar de mediar entre ambos hombres. Entonces se dirigió a Antonio y lo abrazó por detrás para poder contenerlo. Gonzalo se dio cuenta de lo que hacía el religioso y bajó los puños mientras tomaba un respiro.
—¡Basta ya! Por Dios santo —exclamó fray Aguilar— ¡se van a matar así!
—¡Suélteme! No se meta en dónde no lo llaman —gritó con furia Antonio.
—Me meto que no pueden comportarse así, ¿acaso quieren que la tripulación se amotine al ver que no hay concordia entre ustedes dos? —replicó el religioso, luchando con todas sus fuerzas para contener a Antonio.
—Me importa un bledo, déjeme matar a ese desgraciado mal amigo.
—¡¿Pueden dejar de comportarse como bestias salvajes?! —volvió a insistir el religioso.
—Tiene razón fray Juan, es mejor que paremos esto aquí —respondió Gonzalo, que secaba la sangre que tenía en la boca y nariz.
Antonio no dijo nada, resoplaba de ira mientras trataba de zafarse del agarre de fray Aguilar. Éste último hacía todo lo posible por contener al capitán, que más bien parecía un monstruo incontrolable a punto de saltar para matar a quien tuviera enfrente.
Entonces el segundo al mando, al ver que era imposible que su amigo recuperara la cordura, decidió salir de la habitación.
—Me retiro. Aunque me gustaría que mi amigo volviera, no reconozco a ese hombre que tengo enfrente —dijo con una expresión muy triste, para luego dar media vuelta y salir del camarote, haciendo a un lado a los marinos que se encontraban afuera observando la pelea.
Esto último hizo que Antonio sintiera como si una cubeta de agua fría le cayera encima. Cuando el segundo al mando se retiró, el misionero soltó al capitán y éste al librarse del agarre empujó al fray Aguilar. Luego caminó hacia su escritorio, golpeando todo lo que tenía a su paso.
Fray Juan sabía que Antonio no entendería razones y decidió salir igual para evitar alguna confrontación. Éste al notar su movimiento, lo detuvo.
—Me gustaría que se lleve a Indira cuando lleguemos a Nueva España.
—¿A qué se refiere? —preguntó fray Juan bastante desconcertado.
—Quisiera no verla nunca más. Podría hacer que entre a un convento o que viva con una familia que la pueda acoger.
—¿Está seguro? —replicó el religioso con intriga.
Antonio respiró profundo y se fue hacia la ventana para tratar de evitar mirar a los ojos a fray Juan. Se sentía enfermo, le dolía el corazón y sabía que no podía aguantar más. Entonces trató de recuperar su actitud fría, para después contestar la pregunta con una expresión seria.
—Es una orden, quiero que la apartes de mí.