Por dos semanas Antonio no se apareció en mi camarote, lo cual fue un alivio para mi ya que realmente no quería verlo. Ese tiempo me sirvió mucho para aprender a leer el libro que me traje de su cabina y hasta me las ingenié para que me pudieran facilitar papel y tinta, de esta forma podía practicar mi escritura.
Algo que me sorprendió fue que el segundo al mando pudo convencer al capitán para que el hermano Juan me siguiera dando clases. Como parte del trato, Antonio ordenó que un marino estuviera presente observando nuestras clases.
Afortunadamente la presencia del rudo hombre, llamado Martín, no nos intimidó, e incluso se sintió atraído por las clases y comenzó a aprender junto conmigo.
Sin embargo, esto no duró mucho tiempo, ya que un día llegó otro marino a mi camarote para informarme que fray Juan no iba a dar las clases, sino Antonio.
—El capitán ordenó hoy que tomaras clase en su camarote. La está esperando.
Tras escuchar esto, el pánico me invadió y comencé a sentir nervios. No estaba preparada para ver de nuevo al capitán. Tratando de mantener la calma, respiré profundo y seguí al hombre que me acompañó hasta el camarote de Antonio.
Cuando tocó la puerta, nadie respondió, por lo que el marino la abrió sin esperar más tiempo y me empujó adentro, para después encerrarme en ese sitio.
Casi me desmayo cuando me encontré sola en ese terrible lugar, por lo que decidí mantenerme cerca de la puerta con tal de conseguir un poco de seguridad. Sin embargo, no fue necesario, ya que me di cuenta de que el capitán no se inmutó con mi presencia, debido a que estaba concentrado leyendo lo que parecía ser una carta de navegación.
Mientras me recuperaba del susto, noté que la habitación lucía más iluminada que la última vez que había estado. También observé que Antonio portaba otro tipo de ropa, una camisa blanca amplia, de la cual se dejaba ver un poco de su pecho quemado también por el sol y resaltaba mejor su ancha espalda. Además su cabello suelto lo hacía lucir menos intimidante.
Después de varios minutos, él volteó a verme con mirada despreocupada.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí? —preguntó.
—No mucho —contesté casi tartamudeando—. Uno de tus hombres me trajo aquí, y al ver que no respondías, abrió la puerta y me empujó.
—Ya veo, toma asiento, en un momento te atiendo —señaló mientras continuó con lo que estaba haciendo.
Obedecí de inmediato y me senté en la mesita que estaba cerca de mi. Mientras esperaba, traté de concentrarme en el libro que estaba asentado para ver si podía entenderlo, ya que me resultaba muy difícil traducirlo a mi idioma.
Luego de una hora, Antonio continuaba concentrado en sus documentos. Aunque había demasiado calor, el capitán no se inmutaba y seguía trabajando a pesar de que le escurrían gotas de sudor en su frente.
El ambiente era tan sofocante que me provocaba mucho sueño. Estaba tan somnolienta que mis ojos no podían mantenerse abiertos y a mi mente le costaba trabajo entender los textos que tenía enfrente. Tanto era el estupor, que, sin darme cuenta, me dormí.
Entonces comencé a tener un sueño. Me veía caminando sola en el desierto. De repente, la arena comenzó a jalarme, impidiendo seguir con mi camino. El miedo invadió mi alma y comencé a luchar con todas mis fuerzas para escapar de esa trampa. Al mismo tiempo, una tormenta levantó el polvo y todo a mi alrededor se volvió oscuro.
La angustia de quedar atrapada en la tormenta de arena hizo que me levantara gritando. Para mi sorpresa, estaba acostada en la cama y Antonio sostenía mi mano para despertarme.
—Tranquila, sólo fue un sueño —dijo amablemente.
—¿Cómo... llegué... aquí? —pregunté mientras trataba de incorporarme.
—Noté que te dormiste y te traje aquí, ¿pudiste descansar?
A su pregunta sólo asentí, ya que estaba tan sorprendida de que me haya dormido en la habitación de un hombre extraño. Ni siquiera tenía la confianza de dormir con mis hermanos, no entendía cómo pude hacerlo con una persona como él.
Montejo al notar mi vergüenza, él sonrió y acarició mi cabeza. Entonces dijo:
—No te preocupes, parecías agotada, así que dejé que descansaras antes de comenzar con nuestra clase. ¿Estás lista?
Antonio tomó un libro y lo arrojó hacia mí. Como pude lo tomé y noté que era un poco más ligero a pesar de su tamaño. Entonces comencé a observarlo, pero no tenía ningún título en su portada.
—Ven acá —indicó Antonio que ya estaba sentado en la mesita, donde días atrás habíamos desayunado.
Obedecí sin decir nada. Tomé asiento y esperé a que él me diera la siguiente instrucción.
—Lee la primera página —ordenó el capitán mientras cruzaba los brazos y me miraba con esos terribles ojos negros que aterrarían hasta al hombre más valiente.
Seguí su orden y de inmediato abrí el libro para comenzar a leer.
—La... be...lla y... la bes...ti...a —leí pausadamente, ya que aún me costaba trabajo hilar bien las frases.
—Vuélvelo a leer —insistió Antonio de manera estricta.
—La be...lla y la... bestia... —volví a leer.
—De nuevo.
Repetí la frase varias veces hasta que pude leerla fluidamente. El ejercicio fue el mismo para la siguiente página. Antonio no me dejaba continuar hasta que leyera de manera más fluida y si me trababa, él se acercaba para enseñarme cómo se pronunciaba la palabra.
Durante dos horas estuve realizando este ejercicio, lo cual me resultó muy monótono y aburrido. A pesar de eso, sin darme cuenta, comencé a leer más fluido, lo cual influyó en que Antonio ya no me pidiera que repitiera las frases. Al final de la clase sólo había leído una página.
—Eso es todo por hoy —dijo de repente.
—¿Terminamos? —repliqué contrariada.
—Si, tu avance es lento, pero espero que mañana puedas leer más rápido —contestó el capitán como si fuera un estricto profesor.
—¿Me puedo retirar? —pregunté temerosa.
—¿Acaso me tienes miedo? ¿Dónde quedó aquella chica valiente que me retó hace unos días? —señaló en tono sarcástico y acercándose demasiado a mi rostro.
—No es eso, sólo que ya es hora de la cena y quisiera...
Antonio no dejó que continuara y exclamó.
—¡Jack!
Un hombrecito entró rápidamente al camarote, hizo una reverencia y se dirigió al capitán apresuradamente.
—Ordene, mi capitán.
—¿Ya está lista la cena?
—Oh, sí mi capitán. ¿Se la traigo de una vez?
—De inmediato —ordenó Antonio sin voltear a ver al temeroso hombrecito y dirigiéndose a mí, continuó—. No te preocupes, hoy cenarás conmigo. Así que no tienes porqué irte tan pronto.
El hombrecito salió rápidamente y regresó rápidamente con la comida que consistía en carne seca, bizcocho y habas secas. Realmente no era un manjar, pero la vida en alta mar era completamente distinta a la comodidad de mi hogar donde tenía la posibilidad de comer frutas y verduras frescas.
Con timidez comencé a comer las habas secas. Realmente no sentía mucho apetito, pero quería irme de ahí. Antonio notó que trataba de evitarlo y comenzó a entablar conversación.
—¿Qué pasa? ¿El menú no te gustó?
—Lo siento, sólo que las habas no son mis preferidas y trato de comerlas primero antes de la carne.
—Ah, ya veo. Creo que tenemos algo en común, tampoco me gustan las habas —dijo mientras se llevaba un pedazo del bizcocho a la boca.
Su afirmación me tomó por sorpresa, no sabía si fingía que tenía gustos similares o si realmente lo decía en serio. Entonces continué comiendo sin decir nada.
—Estás muy callada, ¿qué te parece si me platicas algo de ti? —propuso Antonio.
—¿Qué quieres saber? —pregunté sin darle mayor importancia.
—Mmmmm… ¿Cómo era tu vida antes? ¿Qué hacías?
Su pregunta resultó bastante dolorosa. Solté la comida que tenía en las manos y bajé los brazos. El recuerdo de haber sido arrancada de mi cálido hogar hizo que las lágrimas comenzaran a brotar. En realidad, mi alma se desgarraba por la incertidumbre de no saber qué le habría pasado a mi familia luego ese día.
Al verme llorar, Antonio se levantó de golpe y me ofreció un pañuelo para que me secara las lágrimas. No supe cómo, pero de repente mi rostro estaba pegado a su pecho y sus brazos trataban de consolarme. Entonces escuché algo que perturbó mi alma.
—Lo siento.