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Chapter 8 - Primera parte 01 - LOS PSICOHISTORIADORES (4)

Personalmente, lamento la

perspectiva. Aunque se admitiera que el

imperio no es conveniente (cosa que yo

no hago), el estado de anarquía que

seguiría a su caída sería aún peor. Es ese

estado de anarquía lo que mi proyecto

pretende combatir. Sin embargo, la caída

del imperio, caballeros, es algo

monumental y no puede combatirse

fácilmente. Está dictada por una

burocracia en aumento, una recesión de la

iniciativa, una congelación de las castas,

un estancamiento de la curiosidad… y

muchos factores más. Como ya he dicho,

hace siglos que se prepara y es algo

demasiado grandioso para detenerlo.

P. ¿No es algo evidente para todo el

mundo que el imperio es tan fuerte como

siempre?

R. La apariencia de fuerza no es más

que una ilusión. Parece tener que durar

siempre. No obstante, señor abogado, el

tronco de árbol podrido, hasta el mismo

momento en que la tormenta lo parte en

dos, tiene toda la apariencia de sólido que

ha tenido siempre. Ahora la tormenta se

cierne sobre las ramas del imperio.

Escuche con los oídos de la psicohistoria,

y oirá el crujido.

P. (Con inseguridad.) No estamos

aquí, doctor Seldon, para escu…

R.

(Firmemente.)

El

imperio

desaparecerá y con él todos sus valores

positivos. Los conocimientos acumulados

decaerán y el orden que ha impuesto se

desvanecerá. Las guerras interestelares

serán

interminables;

el

comercio

interestelar decaerá; la población

disminuirá; los mundos perderán el

contacto con el núcleo de la Galaxia. Esto

es lo que sucederá.

P. (Una vocecita en medio de un vasto

silencio.) ¿Para siempre?

R. La psicohistoria, que puede

predecir la caída, puede hacer

declaraciones respecto a las oscuras

edades que resultarán. El imperio,

caballeros, tal como se acaba de decir, ha

durado doce mil años. Las oscuras edades

que vendrán no durarán doce, sino treinta

mil años. Sobrevendrá un segundo

imperio, pero entre él y nuestra

civilización habrá mil generaciones de

humanidad doliente. Esto es lo que

debemos combatir.

P. (Recuperándose un poco.) Se

contradice a sí mismo. Antes ha dicho

que no podía evitar la destrucción de

Trántor; y por lo tanto, su Caída; la así

llamada Caída del Imperio.

R. No estoy diciendo que podamos

evitar la Caída. Pero aún no es demasiado

tarde para acortar el interregno que

seguirá. Es posible, caballeros, reducir la

duración de anarquía a un solo milenio, si

mi grupo recibe autorización para actuar

ahora. Nos encontramos en un delicado

momento de la historia. La enorme y

arrolladora masa de los acontecimientos

puede ser desviada ligeramente, sólo

ligeramente. Puede no ser mucho, pero

puede ser suficiente para evitar

veintinueve mil años de miseria de la

historia humana.

P. ¿Cómo se propone hacerlo?

R. Salvando los conocimientos de la

raza. La suma del saber humano está por

encima de cualquier hombre; de cualquier

número de hombres. Con la destrucción

de nuestra estructura social, la ciencia se

romperá en millones de trozos. Los

individuos no conocerán más que facetas

sumamente diminutas de lo que hay que

saber. Serán inútiles e ineficaces por sí

mismos. La ciencia, al no tener sentido,

no se transmitirá. Estará perdida a través

de las generaciones. Pero, si ahora

preparamos un sumario gigantesco de

todos los conocimientos, nunca se

perderán. Las generaciones futuras se

basarán en ellos, y no tendrán que volver

a descubrirlo por sí mismas. Un milenio

hará el trabajo de treinta mil años.

P. Todo esto…

R. Todo mi proyecto; mis treinta mil

hombres con sus esposas e hijos, se

dedican a la preparación de una

Enciclopedia Galáctica. No la terminarán

durante su vida. Yo ni siquiera viviré para

ver cómo la empiezan. Pero cuando

Trántor caiga, estará concluida y habrá

ejemplares en todas las bibliotecas

importantes de la Galaxia.

El presidente alzó el mazo y lo dejó caer.

Hari Seldon abandonó el estrado y ocupó

silenciosamente su lugar al lado de Gaal.

Sonrió y dijo:

—¿Le ha gustado el espectáculo?

—Usted lo ha estropeado. Pero ¿qué

ocurrirá ahora?

—Aplazarán el juicio y tratarán de

llegar a un acuerdo particular conmigo.

—¿Cómo lo sabe?

Seldon repuso:

—Si he de serle sincero, no lo sé.

Depende del presidente. Le he estudiado

durante años enteros. He intentado

analizar sus obras, pero usted ya sabe lo

arriesgado que es introducir los caprichos

de un individuo en las ecuaciones

psicohistóricas. Sin embargo, tengo

esperanzas.

7

Avakim se aproximó, hizo una

inclinación de cabeza a Gaal y cuchicheó

algo al oído de Seldon. Sonó el grito de

aplazamiento, y los guardias los

separaron. Gaal fue conducido fuera de la

sala.

Las audiencias del día siguiente

fueron completamente distintas. Hari

Seldon y Gaal Dornick estuvieron solos

con la Comisión. Estaban sentados juntos

ante una mesa, con escasa separación

entre los cinco jueces y los dos acusados.

Incluso les ofrecieron cigarrillos de una

caja de plástico iridiscente que recordaba

a un caudal de agua corriente. No era más

que una ilusión óptica, y los dedos

notaban una superficie dura y seca.

Seldon aceptó uno; Gaal rehusó.

Seldon dijo:

—Mi abogado no está presente.

Un comisionado replicó:

—Esto ya no es un juicio, doctor

Seldon. Estamos aquí para hablar de la

seguridad del Estado.

Linge Chen dijo: «Yo hablaré», y los

demás comisionados se retreparon en sus

asientos, dispuestos a escuchar. Se formó

el silencio alrededor de Chen en espera

de sus palabras.

Gaal contuvo el aliento. Chen, enjuto

y duro, menos viejo de lo que aparentaba,

era el verdadero emperador de toda la

Galaxia. El niño que sostentaba el título

sólo era un símbolo fabricado por Chen,

y no el primero.

Chen dijo:

—Doctor Seldon, usted altera la paz

del reino del emperador. Ninguno de los

mil billones de seres que ahora viven

entre todas las estrellas de la Galaxia

vivirán dentro de un siglo. ¿Por qué,

pues, vamos a preocuparnos por sucesos

que ocurrirán dentro de cinco siglos?

—Yo no viviré más de media década

—dijo Seldon—, y, sin embargo, es algo

que me preocupa tremendamente.

Llámelo

idealismo.

Llámelo

una

identificación de mí mismo con esa

generalización mística a la que nos

referimos por el término de «hombre».

—No deseo tomarme la molestia de

entender el misticismo. ¿Puede decirme

por qué no puedo desembarazarme de

usted y de un incómodo e innecesario

futuro a cinco siglos vista que yo nunca

veré ejecutándole esta noche?

—Hace

una

semana

—dijo

ligeramente Seldon—, podría haberlo

hecho y quizá habría tenido una

probabilidad entre diez de continuar usted

mismo con vida hasta el final del año.

Ahora, la probabilidad entre diez no llega

a una entre diez mil.

Se oyeron respiraciones sonoras y

movimientos intranquilos entre la

concurrencia. Gaal sintió que sus cortos

cabellos le pinchaban la nuca. Los

párpados de Chen bajaron un poco.

—¿Cómo es eso? —inquirió.

—La caída de Trántor —dijo Seldon

— no puede ser detenida por ningún

esfuerzo concebible. No obstante, puede

precipitarse fácilmente. El relato de mi

juicio interrumpido se extenderá por toda

la Galaxia. La frustración de mis planes

para aligerar el desastre convencerá a la

gente de que el futuro no les deparará

nada bueno. Ya ahora recuerdan la vida

de sus abuelos con envidia. Verán que las

revoluciones

políticas

y

los

estancamientos comerciales aumentarán.

La Galaxia será regida por la idea de que

lo único que tendrá importancia será lo

que un hombre pueda conseguir por sí

mismo y en aquel mismo momento. Los

hombres ambiciosos no esperarán y los

poco escrupulosos no se quedarán atrás.

Por medio de sus acciones precipitarán la

decadencia de los mundos. Hágame

ejecutar y Trántor no caerá dentro de

cinco siglos, sino dentro de cincuenta

años, y usted, usted mismo, dentro de un

solo año.

Chen dijo:

—Éstas son palabras para asustar a

los niños, pero su muerte no es lo único

que nos proporcionaría una satisfacción.

Alzó la delgada mano que descansaba

en unos documentos, de modo que sólo

dos dedos tocaban ligeramente la hoja

superior.

—Dígame —urgió—, ¿se dedicaría

única y exclusivamente a preparar esa

enciclopedia de la que nos ha hablado?

—Así es.

—¿Y tiene que hacerlo en Trántor?

—Trántor, señor, posee la Biblioteca

Imperial, así como las eruditas fuentes de

la Universidad de Trántor.

—Pero si usted estuviera en algún

otro sitio, digamos en un planeta donde la

prisa y distracciones de una metrópoli no

interfirieran con las reflexiones eruditas,

donde sus hombres pudieran dedicarse

enteramente y por completo a su trabajo,

¿no sería una gran ventaja?

—Es posible que nos reportara

ventajas de poca importancia.

—Pues este mundo ya ha sido

escogido. Podrá trabajar, doctor, a su

gusto y con sus cien mil hombres a su

alrededor. La Galaxia sabrá que está

usted trabajando y luchando contra la

Caída. Incluso les diremos que impedirá

la Caída. —Sonrió—. Como yo no creo

en tantas cosas, no es difícil para mí no

creer tampoco en la Caída, así que estoy

enteramente convencido de que diré la

verdad al pueblo. Y mientras tanto,

doctor, usted no perturbará Trántor y no

habrá ninguna alteración de la paz del

emperador.

»La alternativa es la muerte para

usted y para todos sus seguidores. No

tomaré en cuenta sus anteriores

amenazas. Tiene cinco minutos a partir

de este momento para escoger entre la

muerte y el exilio.

—¿Cuál es el mundo elegido, señor?

—preguntó Seldon.

—Me parece que se llama Términus

—dijo Chen. Negligentemente, dio la

vuelta a los documentos que tenía sobre

la mesa para que Seldon los viera—. No

está habitado, pero es habitable, y puede

ser adaptado a las necesidades de los

sabios. Está un poco aislado…

Seldon le interrumpió.

—Está en el extremo de la Galaxia,

señor.

—Como ya le he dicho, está un poco

aislado. Es muy apropiado para sus

necesidades de recogimiento. Vamos, le

quedan dos minutos.

Seldon dijo:

—Necesitaremos

tiempo

para

disponer el viaje. Hay veinte mil familias

implicadas.

—Les daremos tiempo.

Seldon reflexionó un momento, y el

último minuto empezó a cumplirse. Dijo:

—Acepto el exilio.

A Gaal le latió el corazón con fuerza

al oír estas palabras. Principalmente, se

sintió invadido por una tremenda alegría

al pensar que habían escapado de la

muerte. Pero dentro de este gran alivio

hubo un espacio para lamentar que

Seldon hubiera sido vencido.

8

Durante largo rato, guardaron silencio en

el taxi que les conducía, a través de

cientos de kilómetros de túneles como

gusanos, hacia la universidad. Y después

Gaal se removió inquieto en su asiento.

Dijo:

—¿Era verdad lo que ha dicho al

comisionado? ¿Su ejecución habría

precipitado realmente la Caída?

Seldon contestó:

—Nunca

miento

sobre

descubrimientos psicohistóricos. En este

caso tampoco me hubiera servido de

nada. Chen sabía que estaba diciendo la

verdad. Es un político muy astuto, y los

políticos, por la misma naturaleza de su

trabajo, deben poseer un instinto especial

para las verdades de la psicohistoria.

—Así pues, necesitaba que usted

aceptara el exilio —dijo Gaal, pero

Seldon no contestó.

Cuando llegaron al terreno de la

universidad, los músculos de Gaal

entraron en acción por sí mismos; o

mejor dicho, en inacción. Casi tuvieron

que arrastrarle fuera del taxi.

Toda la universidad era un derroche

de luz. Gaal casi había olvidado que el

sol existía. No era que la universidad

estuviera al aire libre. Sus edificios

estaban cubiertos por una monstruosa

cúpula de una especie de vidrio. Estaba

polarizado, de modo que Gaal podía

mirar directamente hacia la rutilante

estrella del cielo. Sin embargo, su luz no

era amortiguada y arrancaba destellos de

los edificios de metal hasta donde la vista

podía alcanzar.

Las estructuras de la universidad no

eran del duro acero gris del resto de

Trántor. Eran más plateadas. El brillo

metálico tenía un color casi marfileño.

Seldon dijo:

—Al parecer hay soldados.

—¿Qué? —Gaal dirigió los ojos al

prosaico suelo y vio un centinela enfrente

suyo.

Se detuvieron frente a él, y un capitán

de hablar suave apareció por una puerta

cercana.

—¿El doctor Seldon? —preguntó.

—Sí.

—Le estábamos esperando. Usted y

sus hombres estarán bajo ley marcial de

ahora en adelante. Las instrucciones que

he recibido son de informarle que le han

sido concedidos seis meses para hacer

todos los preparativos de su viaje a

Términus.

—¡Seis meses! —empezó Gaal, pero

los dedos de Seldon se posaron en su

hombro con una ligera presión.

—Éstas son mis instrucciones —

repitió el capitán.

Se alejó, y Gaal se volvió hacia

Seldon.

—Pero ¿qué podemos hacer en seis

meses? Esto no es más que un crimen un

poco más lento.

—Calma. Calma. Lleguemos a mi

despacho.

No era un despacho grande, pero sí a

prueba de espías y muy difícil de

detectar. Las grabadoras tendidas sobre él

no recibían ni un silencio sospechoso ni

un estático aún más sospechoso. Recibían

una conversación construida al azar con

una gran variedad de frases inocuas en

diversos tonos y voces.

—Ahora —dijo Seldon, poniéndose

cómodo—, seis meses serán suficientes.

—No veo cómo.

—Porque, muchacho, en un plan

como el nuestro, las acciones de los

demás están adaptadas para satisfacer

nuestras necesidades. Aún no le he dicho

que la composición temperamental de

Chen ha estado sujeta a un escrutinio

mayor que la de cualquier otro hombre de

la historia. No dejamos que el juicio se

celebrara hasta que el momento y las

circunstancias fueran idóneos para lograr

una sentencia de nuestro gusto.

—Pero ¿han podido arreglárselas

para…?

—¿…Para que nos exilien a

Términus? ¿Por qué no? —Puso un dedo

en cierto lugar de su mesa de despacho y

una pequeña sección de la pared que

había a su espalda se deslizó hacia un

lado. Sólo sus dedos podían hacerlo,

puesto que sólo sus huellas digitales

podían activar el lector que había debajo

—. Dentro encontrará varios microfilmes

—dijo Seldon—. Saque el marcado con

la letra T.

Gaal así lo hizo y aguardó a que

Seldon lo colocara en el proyector y

alargara al joven un par de oculares. Gaal

se los ajustó, y contempló el desarrollo de

la película.

—Pero, entonces… —empezó a

decir.

—¿Qué es lo que le asombra? —

preguntó Seldon.

—¿Han estado preparándose para la

marcha desde hace dos años?

—Dos años y medio. Naturalmente,

no podíamos estar seguros de que

escogerían Términus, pero confiamos en

que lo hicieran y actuamos sobre esta

suposición…

—Pero ¿por qué, doctor Seldon? Si

usted es el que ha dispuesto el exilio,

¿por qué? ¿Es que ya no se podían

controlar los acontecimientos aquí en

Trántor?

—Bueno, existen varias razones. Al

trabajar en Términus tendremos el apoyo

imperial sin provocar temores que

pondrían en peligro la seguridad del

imperio.

Gaal dijo:

—Pero usted ha provocado estos

temores sólo para obligarlos a exiliarle.

Sigo sin comprenderle.

—Veinte mil familias no se

trasladarían al extremo de la Galaxia por

su propia voluntad, ¿no cree?

—Pero ¿por qué deben ir a la fuerza?

—Gaal hizo una pausa—. ¿Puedo

saberlo?

Seldon dijo:

—Todavía no. Por el momento ya es

suficiente que sepa que se establecerá un

refugio científico en Términus. Y otro

será establecido al otro extremo de la

Galaxia, por ejemplo —y sonrió—, al

Extremo de las Estrellas. Y en cuanto al

resto, yo moriré pronto, y usted verá más

que yo. No, no. Ahórreme su sorpresa y

buenos deseos. Mis médicos me han

dicho que no viviré más de uno o dos

años. Pero entonces ya habré realizado

todo lo que me había propuesto en la vida

y, ¿puede uno morir en mejores

circunstancias?

—¿Y después de su muerte, señor?

—Bueno, tendré sucesores…, quizá

incluso usted mismo. Y estos sucesores

podrán aplicar el último toque del plan e

instigar la revuelta de Anacreonte en el

momento oportuno y de la mejor manera.

A partir de entonces, los acontecimientos

se desarrollarán por sí solos.

—No le entiendo.

—Ya me entenderá. —El arrugado

rostro de Seldon reflejó una gran paz y

cansancio, casi al mismo tiempo—. La

mayoría se irá a Términus, pero algunos

se quedarán. Será fácil de arreglar. Pero

yo —y concluyó en un susurro, de modo

que Gaal apenas pudo oírle— estoy

acabado.