Segunda parte 02 - LOS ENCICLOPEDISTAS (03)
—Ah —dijo Fara—, pero quizá esté
usted equivocado. ¿No le llama la
atención —hizo una pausa y se llevó un
dedo a la redonda nariz— que la Bóveda
se abra en un momento muy
conveniente?
—En un momento muy
inconveniente, querrá decir —murmuró
Fulham—. Tenemos otras cosas de que
preocuparnos.
—¿Otras cosas más importantes que
un mensaje de Hari Seldon? No lo creo.
—Fara estaba más pontifical que nunca, y
Hardin le contempló pensativamente.
¿Adónde quería ir a parar?—. De hecho
—dijo Fara, con satisfacción—, todos
ustedes parecen olvidar que Seldon fue el
mayor psicólogo de nuestro tiempo y el
fundador de nuestra Fundación. Parece
razonable suponer que utilizó su ciencia
para determinar el curso probable de la
historia del futuro inmediato. Si lo hizo,
como parece probable, repito, es seguro
que logró encontrar un medio para
advertirnos del peligro y, quizá, para
sugerir una solución. Como saben, la
Enciclopedia era su mayor anhelo.
Prevaleció una atmósfera de pasmada
duda.
Pirenne se aclaró la garganta.
—Bueno, la verdad es que no lo sé.
La psicología es una gran ciencia, pero…
en este momento no hay ningún
psicólogo entre nosotros, me parece.
Tengo la impresión de que pisamos
terreno poco firme.
Fara se volvió hacia Hardin.
—¿No estudió psicología con Alurin?
Hardin contestó, medio distraído:
—Sí, pero no completé mis estudios.
Me cansé de la teoría. Quería ser
ingeniero
psicológico,
pero
no
disponíamos de medios, así que hice lo
mejor: me metí en política. Es
prácticamente lo mismo.
—Bien, ¿qué opina de la Bóveda?
Y Hardin repuso cautelosamente:
—No lo sé.
No dijo ni una palabra más durante el
resto de la reunión, a pesar de que se
volvió al tema del canciller del imperio.
De hecho, ni siquiera escuchó. Le
habían puesto sobre una nueva pista y las
cosas empezaban a encajar, aunque no
totalmente. Los ángulos encajaban… uno
o dos.
Y la psicología era la clave. Estaba
seguro de ello.
Trataba desesperadamente de
recordar la teoría psicológica que había
aprendido; y por ella comprendió una
cosa enseguida.
Un gran psicólogo como Seldon
podía descifrar suficientemente las
emociones y reacciones humanas para
predecir ampliamente la marcha histórica
del futuro.
Y eso significaba… ¡hummm!
Lord Dorwin tomaba rapé. Además,
llevaba el cabello largo, rizado
intrincadamente y, era obvio, que de
modo artificial, a lo cual se añadían dos
esponjosas patillas rubias, que acariciaba
afectuosamente. Además, hablaba con
frases muy precisas y no podía
pronunciar las erres.
En aquel momento, Hardin no tenía
tiempo de pensar en más razones en que
basar la instantánea aversión que había
experimentado hacia el noble canciller.
Oh, sí, los elegantes gestos de una mano
con que acompañaba la más ligera
observación.
Pero, en cualquier caso, ahora el
problema era localizarle.
Había
desaparecido con Pirenne hacía media
hora; se había perdido de vista,
evaporado.
Hardin estaba completamente seguro
de que su propia ausencia durante las
discusiones preliminares convendría
mucho a Pirenne.
Pero Pirenne había sido visto en aquel
ala y aquel piso. Era simplemente
cuestión de probar en todas las puertas. A
medio camino, dijo: «¡Ah!» y entró en la
cámara oscura. El perfil del complicado
peinado de lord Dorwin era inconfundible
contra la pantalla iluminada.
Lord Dorwin alzó la vista y dijo:
—Ah, Hagdin. Nos está buscando,
¿vegdad? —le presentó su caja de rapé
(demasiado recargada y de poco valor
artístico, pensó Hardin), que fue
educadamente rehusada, con lo cual él
mismo se sirvió una pizca y sonrió con
amabilidad.
Pirenne frunció el ceño y Hardin le
contempló con una expresión de total
indiferencia.
El único ruido que rompió el corto
silencio que siguió fue el crujido de la
tapa de la cajita de rapé perteneciente a
lord Dorwin. Entonces se la guardó y
dijo:
—Una ggan guealización esta
Enciclopedia suya, Hagdin.
Una vegdadega hazaña que
puede equipagagse a las mejogues
guealizaciones de todos los tiempos.
—La mayoría de nosotros piensa así,
milord. Sin embargo, es una realización
no totalmente lograda todavía.
—Pog lo poco que he visto de la
eficiencia de su Fundación, no abguigo
ningún temor guespecto a esta cuestión.
—Y asintió a Pirenne, que respondió,
encantado, inclinando la cabeza.
«Una verdadera fiesta amistosa»,
pensó Hardin.
—No me quejaba de la falta de
eficiencia, milord, sino de exceso de
eficiencia de los dirigentes de
Anacreonte; aunque en otra dirección
más destructiva.
—Oh, sí, Anacgueonte. —Hizo un
negligente gesto con la mano—. Vengo
de allí. Es un planeta de lo más bágbago.
Es vegdadegamente inconcebible que los
segues humanos puedan vivig aquí en la
Peguifeguia. Caguecen de los guequisitos
más elementales de los caballegos bien
educados; hay una completa ausencia de
los elementos más fundamentales paga la
comodidad y conveniencia… el máximo
desudo en que…
Hardin interrumpió secamente:
—Por desgracia, los anacreontianos
tienen todos los requisitos elementales
para la guerra y todos los elementos para
la destrucción.
—De acuegdo, de acuegdo. —Lord
Dorwin parecía molesto, quizá por haber
sido interrumpido a mitad de la frase—.
Pego ahoga no vamos a discutig asuntos
de negocios, ya lo sabe. Estoy muy
integuesado en este momento. Doctog
Piguenne, ¿no va a enseñagme el segundo
volumen? Hágalo, pog favog.
Las luces se apagaron, y durante la
siguiente media hora Hardin habría
podido muy bien estar en Anacreonte por
toda la atención que le prestaron. El libro
que aparecía en la pantalla no tenía
mucho sentido para él, ni tampoco se
esforzó en que lo tuviera, pero lord
Dorwin se excitó muy humanamente en
ciertos momentos. Hardin observó que en
estos momentos de excitación el canciller
pronunciaba las erres.
Cuando las luces volvieron a
encenderse, lord Dorwin dijo:
—Magavilloso;
guealmente
magavilloso. ¿Pog casualidad no está
usted integuesado en agqueología,
Hagdin?
—¿Eh?
—Hardin
fue sacado bruscamente de una ensoñación abstracta
—. No, milord, no puedo decir que lo
esté. Soy psicólogo por intención inicial y
político por decisión final.
—¡Ah! Sin duda son estudios muy
integuesantes. Yo mismo —se sirvió una
gigantesca ración de rapé— soy
aficionado a la agqueología.
—¿De verdad?
—Su señoría —interrumpió Pirenne
— conoce el tema a la perfección.
—Bueno, quizá sí, quizá sí —dijo
complacientemente su señoría—. He
hecho muchísimos tgabajos científicos.
De hecho, he leído sin cesag. Conozco
todas las obgas de Jagdun, Obijasi,
Kgomwill… oh, todos ellos, ¿sabe?
—Los he oído nombrar, naturalmente
—dijo Hardin—, pero nunca los he leído.
—Algún día lo hagá, muchacho. Le
compensagá ampliamente. Considego
que bien vale la pena venig hasta la
Peguifeguia para veg este ejemplag de
Lameth. ¿Me cgeegán si les digo que no
figuga entge mis libgos? Pog ciegto,
doctog Piguenne, ¿no habgá olvidado su
pgomesa de guevelagme un ejemplag
paga mí antes de magchagme?
—Estaré encantado de hacerlo.
—Deben sabeg que Lameth —
continuó el canciller, pontíficamente—
guepgesentaun nuevo
y muy integuesante punto de vista paga mi
anteguiog conocimiento de la «Pgegunta
Oguiguen».
—¿Qué pregunta? —inquirió Hardin.
—La «Pgegunta Oguiguen». El lugag
de oguiguen de las especies humanas, ya
sabe. Segugamente, sabgá usted que se
cgee que oguiguinaguiamente la gaza
humana sólo ocupaba un sistema
planetaguio.
—Sí, claro que lo sé.
—Natugalmente, nadie sabe con
exactitud qué sistema es, se ha pegdido
en la neblina de la antigüedad. Sin
embaggo, se hacen suposiciones. Unos
dicen que fue Siguio. Otros insisten en
que fue Alfa Centaugo, o Sol, o 61
Cisne… todos en el sectog de Siguio,
como vegá.
—¿Y qué dice Lameth?
—Bueno, se integna pog un camino
completamente
nuevo.
Tgata
de
demostgag que los guestos agqueológicos
del tegceg planeta del Sistema
Agtuguiano guevelan que allí existió la
humanidad antes de que hubiega signos
de viajes espaciales.
—¿Y eso significa que fue la cuna de
la humanidad?
—Quizá. He de leeglo atentamente y
sopesag las pguebas antes de afigmaglo
con seguguidad. Hay que compgobag la
vegacidad de sus obsegvaciones.
Hardin guardó silencio durante un
rato. Después dijo:
—¿Cuándo escribió Lameth este
libro?
—Oh…, es posible que haga unos
ochocientos años. Clago que se basó
ampliamente en el pgevio estudio de
Gleen.
—Entonces, ¿por qué confiar en él?
¿Por qué no ir a Arturo y estudiar los
restos por sí mismo?
Lord Dorwin alzó las cejas y se
apresuró a tomar un poco de rapé.
—Pego, ¿paga qué, mi queguido
amigo?
—Para obtener información de
primera mano, como es natural.
—Pego, ¿qué necesidad hay? Me
paguece un método muy insólito y
complicado. Migue, tengo todas las obgas
de los antiguos maestgos, los ggandes
agqueólogos
del
pasado.
Las
compagagué,
equilibgagué
los
desacuegdos,
analizagué
las
declagaciones conflictivas, decidigué
cuál es pgobablemente la coguecta, y
llegagué a una conclusión. Éste es el
método científico. Pog lo menos —
continuó con aires de superioridad—, tal
como yo lo compgendo. ¡Qué
insufgiblemente inútil seguía ig a
Agtugo, o a Sol, pog ejemplo, y andag a
tgopezones,
cuando
los
antiguos
maestgos guecoguiegon aquello con
mucha más eficacia de la que ahoga
podíamos espegag!
Hardin murmuró educadamente:
—Comprendo.
¡Vaya un método científico! No era
extraño que la Galaxia se fuera a pique.
—Vamos, milord —dijo Pirenne—;
creo que debemos regresar.
—Ah, sí. Quizá sea mejog.
Cuando salían de la habitación,
Hardin dijo repentinamente:
—Milord, ¿puedo hacerle una
pregunta?
Lord Dorwin sonrió dulcemente y
subrayó su respuesta con un gracioso
aleteo de la mano.
—Indudablemente, mi queguido
amigo. Segá un placeg ayudagle. Si
puedo segvigle en algo con mis pobges
conocimientos de agqueología…
—No se trata exactamente de
arqueología, milord.
—¿No?
—No. Se trata de lo siguiente: el año
pasado recibimos aquí en Términus la
noticia de que una planta de energía en el
Planeta V de Gamma Andrómeda había
explotado. No se nos comunicó más que
el hecho escueto, sin ningún detalle. Me
pregunto si usted podría explicarme lo
que ocurrió.
La boca de Pirenne se contrajo.
—No sé por qué ha de molestar a su
señoría con preguntas sobre un tema tan
irrelevante.
—Nada de eso, doctog Piguenne —
intercedió el canciller—. No tiene
impogtancia. No hay ggan cosa que decig
acegca de este pagticulag. La planta de
eneggía explotó, y como puede suponeg,
fue una vegdadega catástgofe. Me
paguece que muguiegon vaguios millones
de pegsonas y pog lo menos la mitad del
planeta quedó gueducido a cenizas.
Guealmente,
el
gobiegno
está
considegando con toda seguiedad la
pgomulgación de sevegas guestgicciones
sobre la utilización indiscgiminada de
eneggía atómica…, aunque no es algo
que pueda divulgagse, como usted
compgendegá.
—Lo comprendo —dijo Hardin—.
Pero ¿qué le ocurrió a la planta?
—Bueno, en guealidad —contestó
lord Dorwin con indiferencia—, ¿quién
sabe? Hacía algunos años que se había
estgopeado y se cgee que los guecambios
y el tgabajo de guepagación no fuegon de
igual calidad. ¡Es tan difícil en los días
que coguen encontgag a hombges que
guealmente entiendan los detalles
técnicos de nuestgos sistemas de eneggía!
—Y se llevó un poco de rapé a la nariz.
—¿Se da cuenta —dijo Hardin— de
que los reinos independientes de la
Periferia han perdido su energía atómica?
—¡No me diga! No me sogpgende
nada. ¡Qué planetas tan bágbagos! Oh,
pego queguido amigo, no les llame
independientes. No lo son, ¿sabe? Los
tgatados que hemos hecho con ellos son
una pgueba positiva de lo que digo.
Gueconocen la sobeganía del empegadog.
Tenían que haceglo, natugalmente, o no
hubiégamos figmado el tgatado.
—Es posible que sea así, pero tienen
una considerable libertad de acción.
—Sí, supongo que sí. Considegable.
Pego eso tiene escasa impogtancia. El
impeguio ha mejogado, ahoga que la
Peguifeguia se basta a sí misma, como
ahoga ocugue, más o menos. No nos
sigven de nada, ¿sabe? Son unos planetas
de lo más bágbago. Apenas están
civilizados.
—Estuvieron civilizados en el
pasado. Anacreonte fue una de las
provincias exteriores más ricas. Tengo
entendido que incluso superaba a Vega en
importancia.
—Oh, pego Hagdin, eso fue hace
muchos siglos. No pueden sacagse
conclusiones de esto. Las cosas egan
distintas en los viejos días de ggandeza.
No somos igual que antes, ¿sabe? Vamos,
Hagdin, es usted un muchacho
pegsistente. Ya le he dicho que hoy no
queguía hablag de negocios. Me había
dicho
que
tgataguía
usted
de
impogtunagme, pego ya tengo demasiada
expeguiencia paga eso. Dejémoslo paga
mañana.
Y eso fue todo.
5
Aquélla era la segunda reunión de la
Junta a la que Hardin asistía, si se
excluían las conversaciones informales
que los miembros de la Junta habían
mantenido con el ya ausente lord Dorwin.
Sin embargo, el alcalde tenía la
certidumbre de que por lo menos se había
celebrado una, y posiblemente dos o tres,
para las cuales no había recibido
invitación.
Tampoco creía que le hubiesen
avisado de aquélla de no haber sido por el
ultimátum.
Por lo menos, era un ultimátum,
aunque una lectura superficial del
documento visigrafiado llevaría a
suponer que era un intercambio amistoso
de saludos entre dos potencias.
Hardin lo cogió con sumo cuidado.
Empezaba con una florida salutación de
«Su Poderosa Majestad, el rey de
Anacreonte, a su amigo y hermano, el
doctor Lewis Pirenne, presidente de la
Junta de síndicos, de la Fundación
Número Uno de la Enciclopedia», y
concluía aún más ostentosamente con un
gigantesco
sello
multicolor
del
simbolismo más complicado.
Pero seguía siendo un ultimátum.
Hardin dijo:
—Veo que no nos han dado mucho
tiempo, después de todo; sólo tres meses.
Pero aunque poco, lo hemos malgastado
inútilmente. Esto nos da dos semanas.
¿Qué hacemos ahora?
Pirenne frunció el ceño con
preocupación.
—Debe de haber alguna escapatoria.
Es completamente increíble que fuercen
las cosas hasta este extremo después de lo
que nos ha dicho lord Dorwin sobre la
actitud del emperador y el imperio.
Hardin cobró nuevos ánimos.
—Comprendo. ¿Ha informado al rey
de Anacreonte de su supuesta actitud?
—Sí… después de someter la
propuesta a votación ante la Junta y
recibir su consentimiento unánime.
—Y, ¿cuándo tuvo lugar esa
votación?
Pirenne se recubrió de dignidad.
—No creo que tenga obligación de
contestarle, alcalde Hardin.
—Muy bien. No estoy vitalmente
interesado. En mi modesta opinión, su
diplomática transmisión de la valiosa
contribución de lord Dorwin ha sido —
frunció la comisura de los labios en una
acerba media sonrisa— lo que ha causado
esta nota tan amistosa. Si no, lo hubieran
retardado un poco más; aunque no creo
que este período de tiempo adicional
hubiera ayudado a Términus,