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Chapter 12 - Segunda parte 02 - LOS ENCICLOPEDISTAS (04)

Segunda parte 02 - LOS ENCICLOPEDISTAS (04)

considerando la actitud de la Junta.

Yate Fulham dijo:

—¿Puede decirnos cómo ha llegado a

esta notable conclusión, señor alcalde?

—De un modo muy sencillo. No se

requiere más que utilizar esa olvidada

cualidad que es el sentido común. Verá,

hay una rama del saber humano conocida

como lógica simbólica, que sirve para

eliminar

todas

las

complicadas

inutilidades que oscurecen el lenguaje

humano.

—¿Y qué? —preguntó Fulham.

—La he aplicado. Entre otras cosas,

la he aplicado a este documento que

tenemos aquí. En realidad, yo no lo

necesitaba porque ya sabía de lo que se

trataba, pero creo que podré explicarlo

más fácilmente a cinco científicos físicos

mediante símbolos que con palabras.

Hardin arrancó unas cuantas hojas de

la libreta que llevaba bajo el brazo y las

extendió sobre la mesa.

—Por cierto, yo no he sido quien lo

ha hecho —dijo—. Como pueden ver,

Muller Holk, de la División de Lógica, es

el que ha firmado los análisis.

Pirenne se inclinó sobre la mesa para

ver mejor y Hardin prosiguió:

—Naturalmente, el mensaje de

Anacreonte fue un problema sencillo,

pues los hombres que lo escribieron son

hombres de acción más que de palabras.

Queda reducido fácil y claramente a la

incalificable declaración que, en símbolos

es lo que ven, y en palabras significa:

«Nos dais lo que queremos en una

semana, u os hundiremos y lo tendremos

de todos modos».

Hubo un silencio mientras los cinco

miembros de la Junta recorrían la línea de

símbolos con la mirada, y después

Pirenne se sentó y tosió desasosegadamente.

—No hay escapatoria, ¿verdad,

doctor Pirenne? —dijo Hardin.

—No parece haberla.

—Muy bien. —Hardin recogió las

hojas—. Ante ustedes ven ahora una

copia del tratado entre el imperio y

Anacreonte; un tratado que, por cierto,

está firmado en nombre del emperador

por el mismo lord Dorwin que estuvo

aquí la semana pasada, y con él un

análisis simbólico.

El tratado se extendía a lo largo de

cinco páginas de apretada caligrafía y el

análisis estaba garabateado en menos de

media página.

—Como ven, caballeros, cerca del

noventa por ciento del tratado ha sido

excluido del análisis por carecer de

importancia, y lo que resulta puede

describirse de la siguiente e interesante

forma:

»Obligaciones de Anacreonte hacia el

imperio: ¡Ninguna!

»Poderes

del

imperio

sobre

Anacreonte: ¡Ninguno!

Los cinco volvieron a seguir el

razonamiento ansiosamente, consultando

el tratado, y cuando terminaron, Pirenne

dijo con acento preocupado:

—Parece correcto.

—¿Admite usted entonces que el

tratado es única y exclusivamente una

declaración de total independencia por

parte de Anacreonte y un reconocimiento

de dicho estado por el imperio?

—Así parece.

—¿Y supone que Anacreonte no se ha

dado cuenta de ello, y no está impaciente

por

subrayar

su

posición

de

independencia y propenso a ofenderse

por cualquier amenaza del imperio? En

particular cuando es evidente que éste no

tiene poder para cumplir estas amenazas,

o

nunca

hubiera

permitido

la

independencia.

—Pero, en ese caso —intervino Sutt

—, ¿cómo se explican las seguridades de

ayuda que por parte del imperio nos dio

lord Dorwin? Parecían… —Se encogió

de

hombros—.

Bueno,

parecían

satisfactorias.

Hardin se echó hacia atrás en la silla.

—¿Sabe? Ésta es la parte más

interesante de todo el asunto. Admito que

cuando conocí a Su Señoría le tomé por

un burro consumado; pero ha resultado

ser un hábil diplomático y un hombre

inteligentísimo. Me tomé la libertad de

grabar todo cuanto dijo.

Hubo un alboroto, y Pirenne abrió la

boca con horror.

—¿Qué pasa? —inquirió Hardin—.

Comprendo que fue una gran violación

de la hospitalidad y algo que nadie que se

tenga por un caballero haría. Además, si

Su Señoría se hubiera dado cuenta, las

cosas podrían haber sido desagradables;

pero no fue así, y yo tengo la grabación, y

esto es todo. Hice una copia de ella y la

envié a Holk para que también la

analizara.

—¿Y dónde está el análisis? —

preguntó Lundin Crast.

—Esto —repuso Hardin— es lo

interesante. El análisis fue, sin lugar a

dudas, el más difícil de los tres. Cuando

Holk, después de dos días de trabajo

ininterrumpido, logró eliminar las

declaraciones sin sentido, las monsergas

vagas, las salvedades inútiles, en

resumen, todas las lisonjas y la paja, vio

que no había quedado nada. Todo había

sido eliminado.

»Lord Dorwin, caballeros, en cinco

días de conversaciones, no dijo

absolutamente nada, y lo hizo sin que

ustedes se dieran cuenta. Éstas son las

seguridades que han recibido de su

precioso imperio.

Si Hardin hubiera colocado una

bomba de gases hediondos sobre la mesa

no habría creado tanta confusión como

con su última afirmación. Esperó, con

cansada paciencia, a que se desvaneciera.

—De modo que —concluyó—,

cuando envían amenazas, y eso es lo que

eran, refiriéndose a la acción del imperio

sobre Anacreonte, no logran más que

irritar a un monarca que no es tonto.

Naturalmente, su ego reclama una acción

inmediata, y el ultimátum es el resultado

que me lleva a mi declaración inicial.

Nos queda una semana y, ¿qué hacemos

ahora?

—Parece —dijo Sutt— que nuestra

única alternativa es permitir que

Anacreonte establezca bases militares en

Términus.

—En esto estoy de acuerdo con usted

—convino Hardin—, pero ¿qué hacemos

para darles la patada a la primera

oportunidad?

Yate Fulham se retorció el bigote.

—Eso suena como si ya estuviera

decidido a emplear la violencia contra

ellos.

—La violencia —fue la contestación

— es el último recurso del incompetente.

Desde luego, lo que no pienso hacer es

extender la alfombra de bienvenida y

pulir los mejores muebles para que los

utilicen.

—Sigue sin gustarme su forma de

enfocar las cosas —insistió Fulham—. Es

una actitud peligrosa; muy peligrosa,

porque últimamente hemos observado

que una considerable sección del pueblo

parece responder a todas sus sugerencias.

También debo decirle, alcalde Hardin,

que la Junta no ignora sus recientes

actividades.

Hizo una pausa y hubo un

consentimiento general. Hardin se

encogió de hombros.

Fulham prosiguió:

—Si usted indujera a la ciudad a un

acto de violencia, lo único que lograría es

un complicado suicidio, y no pensamos

permitírselo. Nuestra política tiene un

solo objetivo fundamental, que es la

Enciclopedia. Todo lo que decidamos

hacer o no hacer estará encaminado a

salvaguardar la Enciclopedia.

—Entonces —dijo Hardin—, su

conclusión es que hemos de proseguir

nuestra campaña intensiva de no hacer

nada.

Pirenne dijo agriamente:

—Usted mismo ha demostrado que el

imperio no puede ayudarnos; aunque no

comprendo cómo ni por qué es eso

posible. Si es necesario llegar a un

acuerdo…

Hardin tuvo la horrible sensación de

correr a toda velocidad y no llegar a

ningún sitio.

—¡No hay ningún acuerdo! ¿No se da

cuenta de que esta necedad de las bases

militares es una mentira de la peor

especie? El ilustre Rodric nos dijo lo que

perseguía Anacreonte: la ocupación

completa e imposición de su propio

sistema feudal de estados agrícolas y

economía de aristocracia campesina en

nuestro planeta. Lo que queda de nuestro

engaño sobre la energía atómica puede

obligarlos a actuar con lentitud, pero

actuarán de todos modos.

Se había levantado indignado, y el

resto se levantó con él; excepto Jord Fara.

Y entonces Jord Fara empezó a

hablar.

—Que todo el mundo haga el favor

de sentarse. Me parece que ya hemos

llegado demasiado lejos. Vamos, no sirve

de nada enfurecerse tanto, alcalde

Hardin; ninguno de nosotros ha incurrido

en un delito de traición.

—¡Tendrá que convencerme de eso!

Fara sonrió amablemente.

—Usted mismo comprende que no

habla en serio. ¡Déjeme hablar!

Sus pequeños y vivaces ojos estaban

medio cerrados y unas gotas de sudor

brillaban en la suave superficie de su

barbilla.

—Es inútil ocultar que la Junta ha

llegado a la decisión de que la verdadera

solución del problema anacreontiano

reside en lo que nos será revelado cuando

se abra la Bóveda dentro de seis días.

—¿Es ésta su contribución al asunto?

—Sí.

—¿No vamos a hacer nada, excepto

esperar con tranquila serenidad y fe

absoluta que un deus ex machina surja de

la Bóveda?

—Todos

preferiríamos

que

abandonara su fraseología emocional.

—¡Qué salida tan poco sutil!

Realmente, doctor Fara, esta tontería es

propia de un genio. Una mente inferior

sería incapaz de tal cosa.

Fara sonrió con indulgencia.

—Su gusto para los epigramas es

divertido, Hardin, pero fuera de lugar. En

realidad, creo que recuerda mi línea de

argumentación acerca de la Bóveda de

hace unas tres semanas.

—Sí, la recuerdo. No niego que sólo

era una idea estúpida desde el punto de

vista de la lógica deductiva. Usted dijo,

corríjame si me equivoco, que Hari

Seldon fue el mejor psicólogo del

sistema; que, por lo tanto, pudo prever la

situación exacta e incómoda en que ahora

nos encontramos; que, por lo tanto, se le

ocurrió lo de la Bóveda como un medio

de decirnos lo que debíamos hacer.

—Veo que ha captado la esencia de la

idea.

—¿Le sorprendería saber que he

pensado mucho en la cuestión durante

estas últimas semanas?

—Muy

halagador.

¿Con

qué

resultado?

—Con el resultado de que la pura

deducción no basta. Lo que se vuelve a

necesitar es un poco de sentido común.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, si previó el desastre

anacreontiano, ¿por qué no se estableció

en algún otro planeta cerca del centro de

la Galaxia? Es bien sabido que Seldon

indujo a los comisionados de Trántor a

que ordenaran el establecimiento de la

Fundación en Términus. Pero ¿por qué lo

hizo así? ¿Por qué nos aisló aquí, si

conocía de antemano la ruptura de las

líneas

de

comunicación,

nuestro

aislamiento de la Galaxia, la amenaza de

nuestros vecinos y nuestra impotencia

causada por la falta de metales de

Términus? ¡Esto ante todo! Y si previó

todo esto, ¿por qué no advirtió a los

primeros colonizadores con tiempo

suficiente para que pudieran prepararse, y

no esperar, como está haciendo, a tener

un pie en el abismo?

»Y no olviden esto. Aunque él

previera el problema entonces, nosotros

podemos verlo igualmente ahora. Por lo

tanto, si él previó la solución entonces,

nosotros podremos verla ahora. Al fin y

al cabo, Seldon no es un mago. No hay

ningún truco que él ve y nosotros no para

escapar del dilema.

—Pero, Hardin —recordó Fara—, ¡no

podemos!

—No lo han intentado siquiera. No lo

han intentado ni una sola vez. En primer

lugar, ¡rehusaron admitir que existiera

siquiera

una

amenaza!

¡Después

depositaron una fe ciega en el emperador!

Ahora le ha tocado a Hari Seldon.

Siempre han confiado en la autoridad o

en el pasado, nunca en sí mismos.

Sus puños se abrían y cerraban

espasmódicamente.

—Llega a ser una actitud enfermiza,

un reflejo condicionado que expulsa la

independencia de su mente siempre que

se trata de oponerse a la autoridad. Al

parecer no conciben que el emperador

tenga menos poder que ustedes, o Hari

Seldon menos inteligencia. Y están

equivocados, ¿comprenden?

Por alguna razón, nadie se atrevió a

contestarle.

Hardin continuó:

—No son sólo ustedes. Es toda la

Galaxia. Pirenne oyó la idea de

investigación científica que tenía lord

Dorwin. Éste creía que para ser un buen

arqueólogo hay que leer todos los libros

que existen sobre el tema escritos por

hombres que murieron hace siglos. Creía

que

para

resolver

problemas

arqueológicos hay que sopesar las teorías

opuestas. Y Pirene escuchó sin hacer

ninguna objeción. ¿No comprenden que

es un error?

Y otra vez dio a su voz un tono

suplicante. Y otra vez no recibió

contestación.

Prosiguió:

—A ustedes y a la mitad de Términus

les pasa igual. Estamos aquí sentados,

anteponiendo la Enciclopedia a todo lo

demás. Consideramos que el objeto de la

ciencia es la clasificación de los datos

pasados. Es importante, ¿pero no hay

nada más que hacer? Estamos

retrocediendo y olvidando, ¿no lo ven?

Aquí en la Periferia han perdido la

energía atómica. En Gamma Andrómeda

ha explotado una planta de energía por

una reparación defectuosa, y el canciller

del imperio se queja de que hay pocos

técnicos atómicos. ¿Cuál es la solución?

¿Formar nuevos técnicos? ¡Nunca! En

lugar de eso restringirán la energía

atómica.

Y por tercera vez:

—¿No lo ven? Es algo que afecta a

toda la Galaxia. Es un culto al pasado. Es

una degeneración, ¡un estancamiento!

Los miró uno por uno y ellos le

contemplaron fijamente.

Fara fue el primero en recobrarse.

—Bueno, la filosofía mística no nos

ayudará en este trance. Seamos concretos.

¿Niega usted que Hari Seldon haya

podido calcular la tendencia histórica del

futuro por medio de una simple técnica

psicohistórica?

—No, claro que no —gritó Hardin—.

Pero no podemos confiar en él para

encontrar la solución. En el mejor de los

casos, pudo indicar el problema, pero si

hemos de llegar a una solución,

tendremos que encontrarla nosotros

mismos. Él no pudo hacerlo en nuestro

lugar.

Fulham tomó súbitamente la palabra.

—¿A qué se refiere con que indicó el

problema? Nosotros sabemos cuál es el

problema.

Hardin se volvió hacia él.

—¿Usted cree? Usted cree que

Anacreonte es lo único que preocupó a

Hari Seldon. ¡No estoy de acuerdo! He de

decirles, caballeros, que por ahora

ninguno de ustedes tiene ni la menor idea

de lo que está pasando.

—¿Y usted sí? —preguntó Pirenne,

con hostilidad.

—¡Así lo creo! —Hardin se puso en

pie de un salto y retiró la silla. Su mirada

era fría y dura—. Si hay algo claro, es

que toda esta situación huele a podrido;

es algo aún más importante que todo lo

que hemos discutido hasta ahora. No

tienen más que formularse esta pregunta:

¿Por qué razón no hubo entre la

población original de la Fundación

ningún psicólogo de primera línea,

excepto Bort Alurin? Y él se abstuvo

cuidadosamente de enseñar a sus alumnos

nada más que lo fundamental.

Hubo un corto silencio y Fara dijo:

—Muy bien, ¿por qué?

—Quizá fuera porque un psicólogo

hubiera captado la verdadera intención de

todo esto, y demasiado pronto para los

proyectos de Hari Seldon. Por eso

estamos tanteando, obteniendo nebulosos

vistazos de la verdad y nada más. Y esto

es lo que Hari Seldon quería.

Se echó a reír ásperamente.

—Buenos días, caballeros.

Salió a grandes zancadas de la

habitación.

6

El alcalde Hardin mascaba el extremo de

su cigarro. Se había apagado, pero estaba

muy lejos de darse cuenta de ello. No

había dormido la noche anterior y tenía la

impresión de que tampoco dormiría la

siguiente. Sus ojos lo revelaban.

—¿Está todo previsto? —preguntó

cansinamente.

—Así lo creo. —Yohan Lee se llevó

una mano a la barbilla—. ¿Cómo suena?

—Bastante bien. Comprenderá que se

debe hacer imprudentemente. Es decir, no

debe haber vacilaciones; no podemos

permitirles que dominen la situación. En

cuanto esté en posición de dar órdenes,

delas como si hubiera nacido para

hacerlo, y le obedecerán por la costumbre

que han adquirido. Ésta es la esencia de

un golpe de Estado.