Segunda parte 02 - LOS ENCICLOPEDISTAS (05)
—Si la Junta sigue sin decidirse…
—¿La Junta? No hay que contar con
ella. Pasado mañana, su importancia
como un factor de los asuntos de
Términus no valdrá una oxidada moneda
de medio crédito.
Lee asintió lentamente.
—Sin embargo, me extraña que no
hayan hecho nada para detenernos hasta
ahora. Usted dijo que no estaban
enteramente en las nubes.
—Fara está al borde del problema. A
veces me pone nervioso. Y Pirenne
sospecha de mí desde que me eligieron.
Pero, como ve, nunca han podido
comprender lo que ocurría. Toda su
educación ha sido autoritaria. Están
seguros de que el emperador, sólo porque
es el emperador, es todopoderoso. Y
están seguros de que la Junta de síndicos,
sólo porque la Junta de síndicos actúa en
nombre del emperador, no puede dejar de
dar órdenes. Esta incapacidad para
reconocer la posibilidad de revuelta es
nuestra mejor aliada.
Se levantó de la silla con esfuerzo y
fue al frigorífico.
—No son malos compañeros, Lee,
cuando se dedican a la Enciclopedia, y
nosotros velaremos por que se dediquen a
eso en el futuro. Pero son totalmente
incompetentes cuando se trata de
gobernar Términus. Ahora váyase y
empiece a disponerlo todo. Quiero estar
solo.
Se sentó en el borde de la mesa y
contempló el vaso de agua.
¡Por el Espacio! ¡Si por lo menos
estuviera tan seguro como parecía! Los
anacreontianos aterrizarían al cabo de dos
días y, ¿qué tenía como base más que un
conjunto de nociones y suposiciones
acerca de los planes de Hari Seldon con
respecto a aquellos cincuenta años? Ni
siquiera era un buen psicólogo, sólo un
aficionado con escasa experiencia que
intentaba adivinar las intenciones de la
mente más importante de la época.
Si Fara tuviera razón; si Anacreonte
fuera todo el problema que Hari Seldon
había previsto; si la Enciclopedia fuera
todo lo que le interesara preservar…
entonces, ¿de qué serviría el golpe de
Estado?
Se encogió de hombros y bebió el
vaso de agua.
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En la Bóveda había muchas más de seis
sillas, como si se esperara una asistencia
mucho mayor. Hardin se percató
pensativamente de ello y fue a sentarse en
un rincón lo más alejado posible de los
otros cinco.
Los miembros de la Junta parecieron
no tener nada que objetar. Hablaban entre
ellos en susurros, que se convertían en
sibilantes monosílabos, y después
callaron por completo. De todos ellos,
sólo Fara parecía razonablemente
tranquilo. Había sacado el reloj y lo
contemplaba seriamente.
Hardin dio un vistazo a su propio
reloj y después al cubículo de vidrio —
absolutamente vacío— que ocupaba la
mitad de la habitación. Era la única
particularidad de la estancia, pues aparte
de esto no había la menor indicación de
que una partícula de radio estuviese
consumiéndose hasta el preciso momento
en que saltaría el seguro, se haría una
conexión y…
¡La intensidad de la luz disminuyó!
No se apagó, sino que únicamente se
tornó amarilla, y se produjo tan
súbitamente que Hardin dio un salto.
Había alzado la mirada hacia la luz del
techo con verdadera sorpresa, y cuando la
bajó el cubículo de vidrio ya no estaba
vacío.
¡Lo ocupaba una persona! ¡Una
persona en una silla de ruedas!
No dijo nada durante unos momentos,
sino que cerró el libro que tenía en el
regazo y apoyó los dedos en él. Y
después sonrió, y su rostro pareció cobrar
vida.
—Soy Hari Seldon. —La voz era
blanda y apagada.
Hardin estuvo a punto de levantarse
para saludarle, pero se detuvo a tiempo.
La voz continuó hablando:
—Como ven, estoy confinado a esta
silla y no puedo levantarme para
saludarles. Sus abuelos se fueron a
Términus hace unos meses, en mi época,
y desde entonces sufro una incómoda
parálisis. Como ya saben, no les veo, de
modo que no puedo saludarles
convenientemente. Ni siquiera sé cuántos
de ustedes están aquí, y por eso creo que
debo conducirme con informalidad. Si
alguno está levantado, que haga el favor
de sentarse; y si prefieren fumar, a mí no
me importa. —Se oyó una risa entre
dientes—. ¿Cómo iba a importarme? En
realidad no estoy aquí.
Hardin buscó un cigarro casi
inmediatamente, pero lo pensó mejor.
Seldon apartó el libro como si lo
dejara sobre una mesa que hubiera a su
lado, y cuando sus dedos lo soltaron
desapareció.
—Hace cincuenta años —dijo— que
se estableció esta Fundación; cincuenta
años durante los cuales los miembros de
la misma han ignorado para qué
trabajaban. Era necesario que lo
ignoraran, pero ahora la necesidad ha
desaparecido.
»Para empezar, la Fundación de la
Enciclopedia es un fraude y siempre lo ha
sido.
Hubo un alboroto a espaldas de
Hardin y una o dos exclamaciones
ahogadas, pero él no se volvió.
Hari
Seldon
continuaba,
naturalmente, imperturbable. Prosiguió:
—Es un fraude en el sentido de que ni
a mí ni a mis colegas nos importa nada
que llegue a editarse o no uno solo de sus
volúmenes. Ha cumplido su propósito,
puesto que gracias a ella obtuvimos una
carta del emperador, gracias a ella
atrajimos a cien mil personas necesarias
para nuestro plan, y gracias a ella
logramos mantenerlas ocupadas mientras
los acontecimientos iban tomando forma,
hasta que fue demasiado tarde para que
retrocedieran.
»En los cincuenta años que han
estado trabajando en este proyecto
fraudulento, no tiene objeto suavizar los
términos, les han cortado la retirada, y ya
no tienen más remedio que seguir en el
infinitamente más importante proyecto
que era, y es, nuestro verdadero plan.
»Para eso les hemos colocado en este
planeta y en este tiempo, para que al cabo
de cincuenta años hayan sido conducidos
a un punto en que no tienen libertad de
acción. De ahora en adelante, y a lo largo
de siglos, el camino que deben seguir es
inevitable. Se enfrentarán con una serie
de crisis, tal como ahora se enfrentan con
la primera, y en todos los casos su
libertad de acción será análogamente
limitada, de modo que sólo les quedará
un camino.
»Es el camino que nuestros
psicólogos eligieron, y por una razón.
»Durante siglos, la civilización
galáctica se ha estancado y ha declinado,
aunque sólo unos pocos se dieron cuenta
de ello. Pero ahora, al fin, la Periferia se
está desligando y la unidad política del
imperio se ha quebrantado. En algún
punto de estos cincuenta años pasados,
los historiadores del futuro trazarán una
línea imaginaria y dirán: "Esto señala la
Caída del imperio galáctico".
»Y tendrán razón, aunque casi
ninguno reconocerá esta Caída durante
muchos siglos.
»Y después de la Caída sobrevendrá
la inevitable barbarie, un período que,
según dice nuestra psicohistoria, debería
durar, bajo circunstancias normales, otros
treinta mil años. No podemos detener la
Caída. No deseamos hacerlo, pues la
cultura del imperio ha perdido toda la
vitalidad y valor que había tenido. Pero
podemos acortar el período de barbarie
que debe seguir reduciéndolo hasta sólo
un millar de años.
»Los pros y los contras de este
acortamiento no podemos decírselos;
igual que no podíamos decirles la verdad
acerca de la Fundación hace cincuenta
años. Si ustedes descubrieran estos pros y
estos contras, nuestro plan podría fallar;
como hubiera sucedido si hubieran caído
en la cuenta de que la Enciclopedia era
un fraude; pues entonces, al saberlo, su
libertad de acción aumentaría y el
número
de
variables
adicionales
introducidas serían mayores de las que
nuestra psicología es capaz de controlar.
»Pero no lo harán, porque no hay
psicólogos en Términus, y nunca los
habrá, excepto Alurin, y él era uno de los
nuestros.
»Pero puedo decirles una cosa:
Términus y su Fundación gemela del otro
extremo de la Galaxia son las semillas del
Renacimiento y los futuros fundadores
del segundo imperio galáctico. Y la crisis
actual es la que conduce a Términus a su
punto culminante.
»Ésta, entre paréntesis, es una crisis
bastante clara, más sencilla que muchas
de las que vendrán. Para reducirlo a lo
fundamental: constituyen un planeta
súbitamente aislado de los centros, aún
civilizados, de la Galaxia, y amenazado
por unos vecinos más fuertes. Ustedes
forman un pequeño mundo de científicos
rodeados por una vasta corriente de
barbarie que se extiende rápidamente.
Son una isla de energía atómica en un
océano cada vez mayor de energía más
primitiva; pero a pesar de esto son
impotentes porque carecen de metales.
»Así pues, verán que la dura
necesidad les obliga, y la acción es
inevitable. La naturaleza de esta acción,
es decir, la solución a su dilema, es,
naturalmente, ¡obvia!
La imagen de Hari Seldon se elevó en
el aire y el libro volvió a aparecer en su
mano. Lo abrió y dijo:
—Pero sea cual fuere el curso que
tome su historia futura, no dejen de
inculcar en sus descendientes la idea de
que el camino está señalado, y que al
final habrá un nuevo y más grande
imperio.
Y mientras bajaba la vista hacia el
libro, se desvaneció en la nada, y las
luces aumentaron nuevamente de
intensidad.
Hardin levantó los ojos y vio a
Pirenne mirándole, con la tragedia en los
ojos y los labios temblorosos.
La voz del presidente era firme, pero
sin entonación.
—Al parecer, tenía usted razón. Si
quiere reunirse con nosotros a las seis, la
Junta consultará con usted nuestro
próximo movimiento.
Le estrecharon la mano, uno por uno,
y se fueron; y Hardin sonrió para sí. Eran
fundamentalmente sensatos para esto;
eran lo bastante científicos como para
admitir su equivocación; pero para ellos
era demasiado tarde.
Consultó su reloj. A aquella hora,
todo se habría consumado. Los hombres
de Lee se habrían hecho con el control y
la junta no daría más órdenes. Los
anacreontianos llegarían al día siguiente,
pero esto también estaba bien. Al cabo de
seis meses, ellos tampoco darían más
órdenes.
De hecho, como Hari Seldon había
dicho, y como Salvor Hardin había
adivinado desde el día que Anselm ilustre
Rodric le reveló que los anacreontianos
carecían de energía atómica, la solución
de aquella primera crisis era evidente.
¡Tan evidente como el infierno!