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Chapter 9 - Segunda parte 02 - LOS ENCICLOPEDISTAS (01)

Segunda parte 02 - LOS ENCICLOPEDISTAS (01)

1 TÉRMINUS — …Su situación

(consultar el mapa) era muy extraña

para el papel que estaba llamado a

desempeñar en la historia galáctica,

pero, al mismo tiempo, tal como

muchos escritores no se han

cansado de repetir, inevitable.

Localizado en el mismo borde de la

espiral galáctica, un único planeta

de un sol aislado, pobre en recursos

y muy insignificante en valor

económico, nunca fue colonizado

durante los cinco siglos después de

su descubrimiento, hasta

el aterrizaje de los enciclopedistas…

Fue inevitable que a medida que

una nueva generación crecía,

Términus se convirtiera en algo más

que una pertenencia de los

psicohistoriadores de Trántor. Con

la revuelta anacreóntica y la subida

al poder de Salvor Hardin, primero

de la gran línea de…

Enciclopedia Galáctica

Lewis Pirenne se hallaba muy ocupado

frente a su mesa del despacho, en la única

esquina bien iluminada de la habitación.

Tenía que coordinar el trabajo. Tenía que

organizar el esfuerzo. Tenía que atar

todos los cabos.

Cincuenta años; cincuenta años para

establecerse y convertir la Fundación

Número Uno de la Enciclopedia en una

unidad de trabajo organizada. Cincuenta

años para reunir el material de base.

Cincuenta años de preparación.

Lo habían hecho. Al cabo de otros

cinco años se publicaría el primer

volumen de la obra más monumental que

la Galaxia había concebido nunca. Y

después, con intervalos de diez años —

regularmente, como un mecanismo de

relojería—, volumen tras volumen. Y con

ellos habría suplementos, artículos

especiales sobre sucesos de interés

general, hasta que…

Pirenne se movió con desasosiego

cuando el zumbido amortiguado que

procedía de su mesa sonó

obstinadamente. Había estado a punto de

olvidarse de la cita. Tocó el interruptor de

la puerta y por el abstraído rabillo del ojo

vio cómo se abría y entraba la corpulenta

figura de Salvor Hardin. Pirenne no

levantó la vista.

Hardin sonrió para sí. Tenía prisa,

pero no era tan tonto como para

ofenderse por el altivo tratamiento que

Pirenne concedía a cualquier cosa o

persona que interrumpiera su trabajo. Se

desplomó en la silla del otro lado de la

mesa y esperó.

El punzón de Pirenne hacía un

ligerísimo ruido al correr sobre el papel.

Aparte de esto, ningún movimiento y

ningún sonido. Y entonces Hardin extrajo

una moneda de dos créditos del bolsillo

de su chaqueta. La lanzó hacia arriba y su

superficie de acero inoxidable reflejó

destellos de luz al rodar por los aires. La

cogió y volvió a lanzarla, mirando

perezosamente los centelleantes reflejos.

El acero inoxidable constituía un buen

medio de intercambio en un planeta

donde todo el metal tenía que importarse.

Pirenne alzó la vista y parpadeó.

—¡Deje de hacer eso! —exclamó con

irritación.

—¿Eh?

—Deje de tirar esa infernal moneda al

aire. Ya es suficiente.

—Oh. —Hardin volvió a meter el

disco de metal en el bolsillo—. Dígame

cuándo acabará, ¿quiere? Le prometo

estar de vuelta en el consejo municipal

antes de que la asamblea someta a

votación el proyecto del nuevo

acueducto.

Pirenne suspiró y se separó de la

mesa.

—Ya he acabado, pero espero que no

me moleste con los problemas

municipales. Cuídese usted mismo de

eso, por favor. La Enciclopedia requiere

todo mi tiempo.

—¿Se ha enterado de la noticia? —

interrogó Hardin, flemáticamente.

—¿Qué noticia?

—La noticia que ha recibido hace dos

horas el receptor de onda ultrasónica de

la Ciudad de Términus. El gobernador

real de la Prefectura de Anacreonte ha

asumido el título de rey.

—¿Bien? ¿Y qué?

—Significa —repuso Hardin— que

estamos incomunicados con las regiones

internas del imperio. Ya lo esperábamos,

pero eso no nos facilita las cosas.

Anacreonte está justo en medio de lo que

era nuestra última ruta comercial a

Santanni, Trántor e incluso Vega. ¿De

dónde importaremos el metal? No hemos

logrado obtener ningún embarque de

acero o aluminio durante seis meses, y

ahora ya no podremos obtener ninguno,

excepto por gracia del rey de

Anacreonte…

Pirenne le interrumpió con

impaciencia.

—Pues consígalos a través de él.

—¿Podemos? Escuche, Pirenne,

según la carta que establece esta

Fundación, la Junta de síndicos del

Comité de la Enciclopedia tiene plenos

poderes administrativos. Yo, como

alcalde de Ciudad de Términus, tengo

tanto poder como para sonarme y quizá

estornudar si usted refrenda una orden

dándome el permiso. Esto corresponde a

la Junta y a usted. Se lo pido en nombre

de la ciudad, cuya prosperidad depende

del comercio ininterrumpido con la

Galaxia; le pido que convoque una

reunión urgente…

—¡Basta! Una campaña dialéctica

estaría fuera de lugar. Ahora bien,

Hardin, la Junta de síndicos no ha

prohibido el establecimiento de un

gobierno municipal en Términus.

Creemos que es necesario a causa del

aumento de población desde que se creó

la Fundación hace cincuenta años, y a

causa del número cada vez mayor de

personas que está implicado en los

asuntos de la Enciclopedia. Pero esto no

significa que el primer y único fin de la

Fundación ya no sea publicar la

Enciclopedia de todo el saber humano.

Somos una institución científica apoyada

por el Estado, Hardin. No podemos, no

debemos interferir en la política local.

—¡Política local! Por el dedo gordo

del pie izquierdo del emperador, Pirenne,

esto es cuestión de vida o muerte. El

planeta, Términus, no puede mantener

por sí mismo una civilización

mecanizada. Carece de metal. Usted lo

sabe. No tiene ni pizca de hierro, cobre o

aluminio en las rocas de la superficie, y

muy poco de cualquier otra cosa. ¿Qué

cree que ocurrirá con la Enciclopedia si

ese maldito rey de Anacreonte nos aprieta

las clavijas?

—¿A nosotros? ¿Olvida acaso que

estamos bajo el control directo del mismo

emperador? No formamos parte de la

Prefectura de Anacreonte o de cualquier

otro. ¡Recuérdelo! Formamos parte del

dominio personal del emperador, y nadie

nos ha tocado. El imperio puede

protegerse a sí mismo.

—Entonces, ¿por qué no ha evitado

que el gobernador real de Anacreonte se

rebelara? Y no sólo se trata de

Anacreonte. Por lo menos, veinte de las

prefecturas más apartadas de la Galaxia,

en realidad toda la Periferia, han

empezado a tomar riendas a su manera.

Tengo que decirle que no estoy muy

seguro del imperio y su capacidad para

protegernos.

—¡Palabrería! Gobernadores reales,

reyes…, ¿qué diferencia hay? El imperio

está saturado de políticos y hombres que

tiran de uno y otro lado. Los

gobernadores se han rebelado, y, por esta

razón, los emperadores han sido

depuestos, o asesinados antes de ello.

Pero ¿qué tiene que ver con el imperio en

sí mismo? Olvídelo, Hardin. No nos

concierne. Somos los primeros y los

últimos… científicos. Y nuestra única

preocupación es la Enciclopedia. Oh, sí,

casi lo había olvidado. ¡Hardin!

—¿Sí?

—¡Haga algo con este periódico

suyo! —La voz de Pirenne era colérica.

—¿El Diario de la Ciudad de

Términus? No es mío, es de propiedad

privada. ¿Qué ha hecho?

—Lleva semanas recomendando que

el quincuagésimo aniversario del

establecimiento de la Fundación se

celebre con vacaciones públicas y

celebraciones completamente impropias.

—¿Y por qué no? El reloj de radio

abrirá la Primera Bóveda dentro de tres

meses. Yo diría que es una gran ocasión,

¿usted no?

—No para exhibiciones tontas,

Hardin. La Primera Bóveda y su apertura

sólo concierne a la Junta de síndicos. Se

comunicará algo importante al pueblo. Es

mi última palabra y usted me hará el

favor de publicarlo.

—Lo siento, Pirenne, pero la Carta

Municipal garantiza cierta cuestión

menor conocida como libertad de prensa.

—Es posible. Pero la Junta de

síndicos no. Soy el representante del

emperador y tengo plenos poderes.

La expresión de Hardin fue la de un

hombre que cuenta mentalmente hasta

diez.

—Respecto a su cargo como

representante del emperador, tengo una

última noticia que darle —dijo en tono

sombrío.

—¿Sobre Anacreonte? —Pirenne

frunció los labios. Se sentía molesto.

—Sí. Recibiremos la visita de un

enviado especial de Anacreonte, dentro

de dos semanas.

—¿Un enviado? ¿Nosotros? ¿De

Anacreonte? —Pirenne refunfuñó—:

¿Para qué?

Hardin se puso en pie y acercó la silla

a la mesa.

—Dejaré que lo adivine usted mismo.

Y se fue…, muy ceremoniosamente.

Anselm ilustre Rodric —«ilustre»

significaba

nobleza

de

sangre—,

subprefecto de Pluema y enviado

extraordinario de su Alteza de

Anacreonte —más media docena de otros

títulos— fue recibido por Salvor Hardin

en el espaciopuerto con todos los

imponentes rituales de una ocasión

oficial.

Con una sonrisa forzada y una ligera

inclinación, el subprefecto sacó su pistola

de la funda y la presentó a Hardin por la

culata. Hardin devolvió el cumplido con

una pistola específicamente prestada para

la ocasión. Así se estableció la amistad y

buena voluntad, y si Hardin notó alguna

protuberancia en el hombro del ilustre

Rodric, prudentemente no dijo nada.

El coche que los recibió —precedido,

flanqueado y seguido por la debida nube

de funcionarios menores— se dirigió a

una marcha lenta y ceremoniosa hacia la

plaza de la Enciclopedia, aclamado en el

camino por una multitud debidamente

entusiasta.

El subprefecto Anselm recibió las

aclamaciones con la complaciente

indiferencia de un soldado y un noble.

—¿Y esta ciudad es todo su mundo?

—preguntó.

Hardin alzó la voz para hacerse oír

por encima del clamor.

—Constituimos un mundo joven,

eminencia. En nuestra corta historia, muy

pocos miembros de la alta nobleza han

visitado nuestro pobre planeta. De ahí

nuestro entusiasmo.

La «alta nobleza» no captó la ironía.

Dijo pensativamente:

—Fundada hace cincuenta años.

¡Hummm!

Aquí tiene grandes

extensiones de terreno sin explotar,

alcalde. ¿Nunca ha pensado dividirlo en

estados?

—Aún no hay necesidad. Estamos

extremadamente centralizados; tenemos

que estarlo, por la Enciclopedia. Algún

día, quizá, cuando nuestra población haya

aumentado…

—¡Un mundo extraño! ¿No tienen

campesinos?

Hardin pensó que no se requería

demasiada perspicacia para adivinar que

su eminencia se estaba abandonando a un

sondeo bastante torpe.

Repuso casualmente:

—No…, no tenemos, y tampoco

nobleza.

El ilustre Rodric alzó las cejas.

—¿Y su líder, el hombre con quien

debo entrevistarme?

—¿Se refiere al doctor Pirenne? ¡Sí!

Es el presidente de la Junta de síndicos…

y un representante personal del

emperador.

—¿Doctor? ¿No tiene ningún otro

título? ¿Un científico? ¿Y está por encima

de la autoridad civil?

—Sí, desde luego que sí —repuso

Hardin, amistosamente—. Todos somos

científicos, más o menos. Al fin y al

cabo, no somos tanto un mundo como

una fundación científica… bajo el control

directo del emperador.

Hubo un ligero énfasis en la última

frase que pareció desconcertar al

subprefecto. Permaneció pensativamente

silencioso durante el resto del lento

trayecto hacia la plaza de la Enciclopedia.

Si Hardin se aburrió durante la tarde y

noche que siguieron, por lo menos tuvo la

satisfacción de observar que Pirenne y el

ilustre Rodric —que al momento de

conocerse habían intercambiado mutuas

protestas de estima y consideración—

detestaban muchísimo más su compañía.

El ilustre Rodric había asistido con

mirada vidriosa al discurso de Pirenne

durante la «visita de inspección» del

edificio de la Enciclopedia. Con sonrisa

educada y ausente, había escuchado el

parloteo de este último a medida que

recorrían los vastos almacenes de

películas de consulta y las numerosas

salas de proyección.

Sólo después de haber bajado nivel

tras nivel y visitado los departamentos de

redacción, edición, publicación y

filmación, hizo la primera declaración

comprensible.

—Todo esto es muy interesante —

dijo—, pero parece una ocupación muy

extraña para personas mayores. ¿Para qué

sirve?

Hardin observó que Pirenne no

encontró una respuesta adecuada, aunque

la expresión de su rostro fue de lo más

elocuente.

La cena de aquella noche no fue más

que un reflejo de los sucesos de la tarde,

pues el ilustre Rodric monopolizó la

conversación al describir —con toda

clase de detalles técnicos y con increíble

celo— sus propias hazañas como cabeza

de batallón durante la reciente guerra

entre Anacreonte y el vecino y recién

proclamado reino de Smyrno.

Los detalles del relato del subprefecto

no concluyeron hasta después de la cena,

y, uno por uno, los oficiales menores

habían ido desapareciendo. El último

retazo de triunfal descripción sobre las

naves destrozadas llegó cuando hubo

acompañado a Pirenne y Hardin a un

balcón y se relajó con el cálido aire de la

noche estival.

—Y ahora —dijo, con pesada

jovialidad—, hablemos de cuestiones

serias.

—Por supuesto —murmuró Hardin,

encendiendo un largo cigarro de tabaco

de Vega (ya no quedaban muchos,

pensó), y columpiándose sobre las dos

patas traseras de la silla.

La Galaxia poblaba el cielo a gran

altura, y su forma de lente nebulosa se

extendía perezosamente a lo largo del

horizonte. En comparación con ella, las

escasas estrellas de aquel extremo del

universo eran insignificantes destellos.

—Claro que —dijo el subprefecto—

todas las conversaciones formales…, la

firma de documentos y todos esos

aburridos tecnicismos… tendrán lugar

ante la… ¿Cómo llaman ustedes a su

consejo?

—Junta de síndicos —replicó

Pirenne, fríamente.

—¡Vaya nombre! De todos modos,

eso será mañana. Sin embargo, ahora

podemos aclarar algunos puntos de

hombre a hombre, ¿eh?

—Y esto significa… —apremió

Hardin.

—Sólo esto. Ha habido ciertos

cambios en esta parte de la Periferia y el

estado de su planeta es un poco incierto.

Sería muy conveniente que llegásemos a

un acuerdo sobre la situación. Por cierto,

alcalde, ¿tiene otro de esos cigarros?

Hardin se sobresaltó y le alargó uno

de mala gana.

Anselm ilustre Rodric lo olfateó y

emitió un suspiro de placer.

—¡Tabaco de Vega! ¿Dónde lo

consiguen?

—No hace mucho que recibimos un

embarque. Ya casi se ha terminado. El

Espacio sabe cuándo nos enviarán más…

si es que nos lo envían.

Pirenne frunció el ceño. No fumaba,

y, por esta razón, detestaba el olor.

—A ver si lo he comprendido,

eminencia. ¿Su misión es puramente

clarificadora?

El ilustre Rodric asintió a través del

humo de sus primeras bocanadas.

—En ese caso, es demasiado pronto.

La situación con respecto a la Fundación

Número Uno de la Enciclopedia es la

misma de siempre.

—¡Ah! ¿Y cuál es la misma de

siempre?

—Ésta: una institución científica

apoyada por el Estado y parte del

dominio personal de su augusta majestad

el emperador.

El subprefecto no se dejó

impresionar. Hizo algunos anillos de

humo.

—Es una teoría muy bonita, doctor

Pirenne. Me imagino que tiene usted

cartas con el sello Imperial; pero ¿cuál es

la situación actual? ¿A qué distancia

están de Smyrno? No les separan más de

cincuenta parsecs de la capital de

Smyrno, ya lo sabe. ¿Y qué hay de

Konom y Daribow?

Pirenne dijo:

—No tenemos nada que ver con

ninguna prefectura. Como parte del

dominio del emperador…

—No son prefecturas —recordó

ilustre Rodric—; ahora son reinos.

—Pues reinos. No tenemos nada que

ver con ellos. Como institución científica…

—¡Al diablo la ciencia! —exclamó el

otro, añadiendo un juramento militar que

ionizó la atmósfera—. ¿Qué diablos tiene

eso que ver con el hecho de que, en

cualquier momento, presenciaremos la

conquista de Términus por Smyrno?

—¿Y el emperador? ¿Se cruzará de

brazos?

El ilustre Rodric se calmó y dijo:

—Vamos a ver, doctor Pirenne, usted

respeta la propiedad del emperador y

también Anacreonte lo hace, pero es

posible que Smyrno no. Recuerde,

acabamos de firmar un tratado con el

emperador, presentaré una copia de él a

esa Junta suya mañana, que nos responsabiliza de mantener el orden

dentro de las fronteras de la antigua

Prefectura de Anacreonte en beneficio del

emperador. Nuestro deber está claro, ¿no cree?