Segunda parte 02 - LOS ENCICLOPEDISTAS (02)
—Ciertamente. Pero Términus no
forma parte de la Prefectura de
Anacreonte.
—Y Smyrno…
—Tampoco forma parte de la
Prefectura de Smyrno. No forma parte de
ninguna prefectura.
—¿Y Smyrno lo sabe?
—No me importa que lo sepa o no.
—A nosotros sí. Acabamos de
terminar una guerra con ellos y todavía
tienen dos sistemas estelares que son
nuestros. Términus ocupa un lugar
extremadamente estratégico, entre las dos
naciones.
Hardin se sentía cansado. Intervino:
—¿Cuál es su proposición,
eminencia?
El subprefecto pareció dispuesto a
abandonar las evasivas en favor de
declaraciones más directas.
Dijo vivamente:
—Parece evidente que, puesto que
Términus no puede defenderse,
Anacreonte debe ocuparse de ello por su
propio bien. Comprenderán que no
deseamos interferir con la administración
interna…
—Uh-huh
—gruñó Hardinsecamente.
—… Pero creemos que sería lo mejor
para todos los implicados que Anacreonte
estableciera su base militar en el planeta.
—¿Y eso es todo lo que quieren, una
base militar en algún sitio del vasto
territorio sin ocupar, y nada más que eso?
—Bueno, naturalmente está la
cuestión de sustentar a las fuerzas
protectoras.
La silla de Hardin cayó sobre sus
cuatro patas, y sus hombros se inclinaron
hasta casi rozar las rodillas.
—Ahora estamos llegando a la
esencia del problema. Traduzcamos sus
palabras. Términus será un protectorado
y pagará tributo.
—Nada de tributo; impuestos.
Nosotros les protegemos; ustedes pagan
por ello.
Pirenne dejó caer la mano sobre la
silla con repentina violencia.
—Déjeme hablar, Hardin. Eminencia,
no me importan una oxidada moneda de
medio crédito Anacreonte, Smyrno, o
toda su política local y sus mezquinas
guerras. Le digo que esto es una
institución libre de impuestos apoyada
por el Estado.
—¿Apoyada por el Estado? Pero
nosotros somos el Estado, doctor Pirenne,
y no les apoyamos.
Pirenne se levantó airadamente.
—Eminencia, soy el representante
directo de…
—… De su augusta majestad el
emperador
—coreó
burlonamente
Anselm ilustre Rodric—. Y yo soy el
representante directo del rey de
Anacreonte. Anacreonte está muchísimo
más cerca, doctor Pirenne.
—Volvamos a los negocios —
apremió Hardin—. ¿Cómo aceptaría los
llamados impuestos, eminencia? ¿Los
aceptaría en especie: trigo, patatas,
verduras, ganado?
El subprefecto pareció sorprendido.
—¿Qué diablos…? ¿Para qué íbamos
a necesitar todo eso? Tenemos grandes
excedentes. Oro, claro está. Cromo o
vanadio serían incluso mejor,
incidentalmente, si los tienen en cantidad.
Hardin se echó a reír.
—¡En cantidad! Ni siquiera tenemos
hierro en cantidad. ¡Oro! Tenga, eche una
mirada a nuestra moneda. —Lanzó una
moneda al enviado.
El ilustre Rodric la sopesó y miró
fijamente.
—¿Qué es? ¿Acero?
—En efecto.
—No lo comprendo.
—Términus carece prácticamente de
metales. Los importamos todos. Por
consiguiente, no tenemos oro ni nada con
que pagar a menos que quiera unos
cuantos miles de toneladas de patatas.
—Pues…
mercancías manufacturadas.
—¿Sin metal? ¿De qué quiere que
hagamos las máquinas?
Hubo una pausa y Pirenne volvió a la
carga:
—Toda esta discusión está muy lejos
del problema. Términus no es un planeta,
sino una fundación científica que prepara
una gran enciclopedia. Por el Espacio,
hombre, ¿es que no tiene ningún respeto
por la ciencia?
—Las enciclopedias no ganan
guerras. —El ilustre Rodric arrugó el
entrecejo—. Un mundo completamente
improductivo, pues… y prácticamente sin
ocupar. Bueno, pueden pagar con tierra.
—¿Qué quiere decir? —preguntó
Pirenne.
—Este mundo está casi deshabitado y
la tierra desocupada probablemente sea
fértil. Si ocurre lo que debe ocurrir, y
ustedes cooperan, quizá pudiéramos
lograr que no perdieran nada. Pueden
concederse títulos y otorgarse estados.
Supongo que me comprenden.
—¡Gracias! —dijo Pirenne con aire
despectivo.
Y entonces Hardin preguntó ingeniosamente:
—¿No
podría
Anacreonte
abastecernos de plutonio para nuestra
planta de energía atómica? No nos queda
más que el suministro de unos cuantos
años.
Pirenne se quedó sin aliento y durante
unos minutos reinó un silencio de muerte.
Cuando el ilustre Rodric habló, lo hizo en
una voz completamente distinta de la que
había empleado hasta entonces:
—¿Tienen energía atómica?
—Ciertamente. ¿Qué hay de insólito
en ello? La energía atómica existe desde
hace más de cincuenta mil años. ¿Por qué
no íbamos a tenerla? El único problema
es obtener plutonio.
—Sí…, sí. —El enviado hizo una
pausa y añadió desasosegadamente—:
Bien, caballeros, proseguiremos nuestra
charla mañana. Me disculparán…
Pirenne le siguió con la mirada y
murmuró entre dientes:
—¡Insufrible asno! Ése…
Hardin le interrumpió:
—Nada de eso. No es más que el
producto del medio en que vive. No
entiende gran cosa aparte de «Yo tengo
un arma y tú no».
Pirenne se echó sobre él con
exasperación.
—¿Qué demonios se ha propuesto
usted al hablar de bases militares y
tributos? ¿Se ha vuelto loco?
—No. No he hecho más que darle
cuerda y dejarle hablar. Observará que ha
terminado por revelar las verdaderas
intenciones de Anacreonte, es decir, el
fraccionamiento de Términus en
pequeños estados. Naturalmente, no voy
a permitir que eso ocurra.
—No va a permitirlo. No lo hará. ¿Y
quién es usted? ¿Y puedo preguntarle qué
se proponía al revelar la existencia de
nuestra planta de energía atómica? Es
precisamente lo que puede convertirnos
en un objetivo militar.
—Sí —sonrió Hardin—. Un objetivo
militar del que hay que mantenerse
apartado. ¿No es obvio el motivo que he
tenido para sacar el tema? Ha confirmado
una poderosa sospecha que ya tenía.
—¿Cuál?
—Que Anacreonte ya no tiene una
economía de energía atómica. Si la
tuviera, nuestro amigo se hubiera dado
cuenta inmediatamente de que el
plutonio, excepto en la tradición antigua,
no se utiliza en plantas de energía. Y de
esto se deduce que el resto de la Periferia
tampoco
tiene
energía
atómica.
Indudablemente Smyrno no tiene, o
Anacreonte no hubiera ganado la mayor
parte de las batallas en la reciente guerra.
Interesante, ¿no cree?
—¡Bah!
—Pirenne salió con
expresión enfurecida, y Hardin sonrió
amablemente.
Tiró su cigarro y miró hacia la
extendida Galaxia.
—Han vuelto al petróleo y al carbón,
¿verdad? —murmuró, y el resto de sus
pensamientos los guardó para sí.
Cuando Hardin negó ser propietario del
Diario, quizá fuera técnicamente sincero,
pero nada más. Hardin había sido el alma
inspiradora de la campaña para
incorporar Términus a una municipalidad
autónoma. Había sido elegido su primer
alcalde y por eso no era sorprendente
que, aunque el periódico no iba a su
nombre, cerca de un sesenta por ciento
estuviera controlado por él mediante
formas más tortuosas.
Había muchas maneras.
Por consiguiente, cuando Hardin
empezó a sugerir a Pirenne que debían
permitirle asistir a las reuniones de la
Junta de síndicos, no fue ninguna
coincidencia que el Diario empezara una
campaña similar. Y se celebró la primera
reunión masiva en la historia de la
Fundación, solicitando
una representación de la Ciudad en el
gobierno «nacional».
Y, eventualmente, Pirenne capituló de
mala gana.
Hardin, sentado al extremo de la
mesa, especuló ociosamente sobre la
razón de que los científicos físicos fueran
unos administradores tan pobres. Podía
ser únicamente porque estaban
demasiado acostumbrados al hecho
inflexible y muy poco a la gente
manejable.
En cualquier caso, tenía a Tomaz Sutt
y a Jord Fara a su izquierda; a Lundin
Crast y Yate Fulham a su derecha; y
Pirenne, en persona, presidía. Los
conocía a todos, como era natural, pero
daba la impresión de que se habían
revestido de un poco de pomposidad
extraordinaria para la ocasión.
Hardin se adormeció durante las
formalidades iniciales y después se
reanimó cuando Pirenne dio unos sorbos
del vaso de agua que tenía frente a sí, a
modo de preparación, y dijo:
—Tengo el gran placer de informar a
la Junta de que, desde nuestra última
reunión, he recibido la noticia de que lord
Dorwin, canciller del imperio, llegará a
Términus dentro de dos semanas. Puede
darse por sentado que nuestras relaciones
con Anacreonte serán suavizadas a
nuestra completa satisfacción en cuanto
el emperador sea informado de la
situación.
Sonrió y se dirigió a Hardin desde el
otro extremo de la mesa.
—Se ha facilitado la información
correspondiente al Diario.
Hardin se rio disimuladamente.
Parecía evidente que el deseo de Pirenne
de revelar estos informes frente a él había
sido la única razón de que le admitiera en
el sancta-sanctórum.
Dijo tranquilamente:
—Prescindiendo de las expresiones
vagas, ¿qué espera que haga lord
Dorwin?
Tomaz Sutt replicó. Tenía la mala
costumbre de dirigirse a uno en tercera
persona siempre que se sentía importante.
—Está clarísimo —observó— que el
alcalde Hardin es un cínico profesional.
No puede dejar de comprender que el
emperador no permitirá en modo alguno
que se infrinjan sus derechos personales.
—¿Por qué? ¿Qué haría en caso de
que así sucediera?
Hubo un pequeño revuelo. Pirenne
dijo:
—Está diciendo tonterías —y como si
se le acabara de ocurrir—: y, además,
hace declaraciones que
pueden considerarse traidoras.
—¿Debo considerar esto como una
respuesta?
—¡Sí! Si no tiene nada más que
decir…
—No saque conclusiones con tanta
precipitación. Me gustaría hacer una
pregunta. Aparte de este golpe de
diplomacia, que puede o no puede
demostrar nada, ¿se ha hecho algo
concreto para enfrentarnos a la amenaza
de Anacreonte?
Yate Fulham se llevó la mano a su
feroz bigote pelirrojo.
—Usted lo considera una amenaza,
¿verdad?
—¿Usted no?
—No —dijo con indulgencia—. El
emperador…
—¡Gran Espacio! —Hardin se sentía
molesto—. ¿Qué es esto? Cada dos por
tres alguien menciona al «emperador» o
al «imperio» como si fueran palabras
mágicas. El emperador está a cincuenta
mil parsecs de distancia, y dudo que le
importemos un comino. Y si no fuera así,
¿qué puede hacer él? Lo que había en
estas regiones de la flota imperial ahora
está en manos de los cuatro reinos, y
Anacreonte tiene su parte. Escuchen,
hemos de luchar con armas, no con
palabras.
»Presten atención. Hasta ahora hemos
tenido dos meses de gracia,
principalmente porque hemos dado la
idea a Anacreonte de que tenemos armas
atómicas. Bueno, todos sabemos que esto
es una mentira piadosa. Tenemos energía
atómica, pero sólo para usos comerciales,
y además muy poca. Lo averiguarán
pronto, y si ustedes creen que les gustará
haber sido burlados, están muy
equivocados.
—Mi querido amigo…
—Espere; no he terminado. —Hardin
se acaloraba. Le gustaba aquello—. Está
muy bien reclamar la intervención de
cancilleres en todo esto, pero sería mucho
mejor reclamar unas cuantas armas de
sitio adaptadas para contener unas
preciosas bombas atómicas. Hemos
perdido dos meses, caballeros, y es
posible que no tengamos otros dos meses
que perder. ¿Qué proponen hacer?
Lundin Crast, arrugando airadamente
la nariz, dijo:
—Si lo que propone es la
militarización de la Fundación, no quiero
ni oír hablar de ello. Marcaría nuestra
entrada declarada en el campo de la
política. Nosotros, señor alcalde,
constituimos una fundación científica y
nada más.
Sutt añadió:
—No se da cuenta de que construir
armamento significaría retirar hombres,
hombres útiles, de la Enciclopedia. Eso
no se puede hacer, pase lo que pase.
—Es la pura verdad —convino
Pirenne—.
La
Enciclopedia
está
primero… siempre.
Hardin gruñó para sus adentros. La
Junta parecía sufrir violentamente de la
enfermedad de la Enciclopedia.
Dijo fríamente:
—¿Se le ha ocurrido alguna vez a la
Junta que es posible que Términus tenga
otros intereses que la Enciclopedia?
Pirenne replicó:
—No concibo, Hardin, que la
Fundación pueda tener algún otro interés
que la Enciclopedia.
—Yo no he dicho la Fundación; he
dicho Términus. Me temo que no se
hacen cargo de la situación. Más de un
millón de personas vivimos en Términus,
y no más de ciento cincuenta mil trabajan
directamente en la Enciclopedia. Para el
resto de nosotros, éste es nuestro hogar.
Hemos nacido aquí. Vivimos aquí.
Comparada con nuestras granjas y
nuestras casas y nuestras fábricas, la
Enciclopedia
no
significa
nada.
Queremos protegerlas…
Le hicieron callar.
—La Enciclopedia primero —declaró
Crast—. Tenemos una misión que
cumplir.
—Al infierno la misión —gritó
Hardin—. Esto podía ser cierto hace
cincuenta años. Ahora hay una nueva
generación.
—Eso no tiene nada que ver —repuso
Pirenne—. Somos científicos.
Y Hardin aprovechó la coyuntura:
—¿Lo son, realmente? Esto es una
bonita alucinación, ¿no creen? Ustedes
constituyen un ejemplo perfecto de todos
los males de la Galaxia durante miles de
años. ¿Qué clase de ciencia es
permanecer aquí durante siglos enteros
para clasificar el trabajo de los científicos
del último milenio? ¿Han pensado alguna
vez en seguir adelante con su trabajo, en
extender sus conocimientos y mejorarlos?
¡No! Están muy contentos estancándose.
Toda la Galaxia lo está, y lo ha estado
desde el espacio sabe cuánto tiempo. Ésta
es la razón de que la Periferia se agite;
ésta es la razón de que las
comunicaciones se corten; ésta es la
razón de que guerras absurdas se
eternicen; ésta es la razón de que sistemas
enteros pierdan la energía atómica, y
vuelvan a las bárbaras técnicas de la
energía química.
»Si quieren saber mi opinión —gritó
—, ¡la Galaxia va a descomponerse!
Hizo una pausa y se recostó en la silla
para recobrar el aliento, sin prestar
atención a los dos o tres que intentaban
contestarle simultáneamente.
Crast tomó la palabra:
—No sé lo que trata de obtener con
sus declaraciones histéricas, señor
alcalde. Ciertamente, no añade nada
constructivo a la discusión. Solicito,
señor presidente, que las observaciones
del alcalde sean desestimadas y que se
reanude la discusión en el punto que fue
interrumpida.
Jord Fara se agitó por vez primera.
Hasta el momento, Fara no había tomado
parte ni siquiera en los momentos álgidos
de la disputa. Pero ahora su voluminosa
voz, tan voluminosa como su cuerpo de
ciento cincuenta kilos de peso, dejó oír su
tono de bajo:
—¿No hemos olvidado alguna cosa,
caballeros?
—¿Qué?
—preguntó
Pirenne,
malhumoradamente.
—Que dentro de un mes
celebraremos nuestro quincuagésimo
aniversario. —Fara tenía la facultad de
pronunciar las mayores trivialidades con
enorme profundidad.
—¿Y qué tiene que ver?
—Y en dicho aniversario —continuó
plácidamente Fara—, la Bóveda de Hari
Seldon será abierta. ¿Han pensado alguna
vez sobre lo que puede haber en la
Bóveda?
—No lo sé. Cuestiones rutinarias. Un
discurso de felicitación, quizá. No creo
que haya nada de importancia dentro de
la Bóveda; aunque el Diario —y miró a
Hardin, que le sonrió— intentara editar
un número sobre ello. Yo puse mi veto.