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Chapter 10 - Segunda parte 02 - LOS ENCICLOPEDISTAS (02)

Segunda parte 02 - LOS ENCICLOPEDISTAS (02)

—Ciertamente. Pero Términus no

forma parte de la Prefectura de

Anacreonte.

—Y Smyrno…

—Tampoco forma parte de la

Prefectura de Smyrno. No forma parte de

ninguna prefectura.

—¿Y Smyrno lo sabe?

—No me importa que lo sepa o no.

—A nosotros sí. Acabamos de

terminar una guerra con ellos y todavía

tienen dos sistemas estelares que son

nuestros. Términus ocupa un lugar

extremadamente estratégico, entre las dos

naciones.

Hardin se sentía cansado. Intervino:

—¿Cuál es su proposición,

eminencia?

El subprefecto pareció dispuesto a

abandonar las evasivas en favor de

declaraciones más directas.

Dijo vivamente:

—Parece evidente que, puesto que

Términus no puede defenderse,

Anacreonte debe ocuparse de ello por su

propio bien. Comprenderán que no

deseamos interferir con la administración

interna…

—Uh-huh

—gruñó Hardinsecamente.

—… Pero creemos que sería lo mejor

para todos los implicados que Anacreonte

estableciera su base militar en el planeta.

—¿Y eso es todo lo que quieren, una

base militar en algún sitio del vasto

territorio sin ocupar, y nada más que eso?

—Bueno, naturalmente está la

cuestión de sustentar a las fuerzas

protectoras.

La silla de Hardin cayó sobre sus

cuatro patas, y sus hombros se inclinaron

hasta casi rozar las rodillas.

—Ahora estamos llegando a la

esencia del problema. Traduzcamos sus

palabras. Términus será un protectorado

y pagará tributo.

—Nada de tributo; impuestos.

Nosotros les protegemos; ustedes pagan

por ello.

Pirenne dejó caer la mano sobre la

silla con repentina violencia.

—Déjeme hablar, Hardin. Eminencia,

no me importan una oxidada moneda de

medio crédito Anacreonte, Smyrno, o

toda su política local y sus mezquinas

guerras. Le digo que esto es una

institución libre de impuestos apoyada

por el Estado.

—¿Apoyada por el Estado? Pero

nosotros somos el Estado, doctor Pirenne,

y no les apoyamos.

Pirenne se levantó airadamente.

—Eminencia, soy el representante

directo de…

—… De su augusta majestad el

emperador

—coreó

burlonamente

Anselm ilustre Rodric—. Y yo soy el

representante directo del rey de

Anacreonte. Anacreonte está muchísimo

más cerca, doctor Pirenne.

—Volvamos a los negocios —

apremió Hardin—. ¿Cómo aceptaría los

llamados impuestos, eminencia? ¿Los

aceptaría en especie: trigo, patatas,

verduras, ganado?

El subprefecto pareció sorprendido.

—¿Qué diablos…? ¿Para qué íbamos

a necesitar todo eso? Tenemos grandes

excedentes. Oro, claro está. Cromo o

vanadio serían incluso mejor,

incidentalmente, si los tienen en cantidad.

Hardin se echó a reír.

—¡En cantidad! Ni siquiera tenemos

hierro en cantidad. ¡Oro! Tenga, eche una

mirada a nuestra moneda. —Lanzó una

moneda al enviado.

El ilustre Rodric la sopesó y miró

fijamente.

—¿Qué es? ¿Acero?

—En efecto.

—No lo comprendo.

—Términus carece prácticamente de

metales. Los importamos todos. Por

consiguiente, no tenemos oro ni nada con

que pagar a menos que quiera unos

cuantos miles de toneladas de patatas.

—Pues…

mercancías manufacturadas.

—¿Sin metal? ¿De qué quiere que

hagamos las máquinas?

Hubo una pausa y Pirenne volvió a la

carga:

—Toda esta discusión está muy lejos

del problema. Términus no es un planeta,

sino una fundación científica que prepara

una gran enciclopedia. Por el Espacio,

hombre, ¿es que no tiene ningún respeto

por la ciencia?

—Las enciclopedias no ganan

guerras. —El ilustre Rodric arrugó el

entrecejo—. Un mundo completamente

improductivo, pues… y prácticamente sin

ocupar. Bueno, pueden pagar con tierra.

—¿Qué quiere decir? —preguntó

Pirenne.

—Este mundo está casi deshabitado y

la tierra desocupada probablemente sea

fértil. Si ocurre lo que debe ocurrir, y

ustedes cooperan, quizá pudiéramos

lograr que no perdieran nada. Pueden

concederse títulos y otorgarse estados.

Supongo que me comprenden.

—¡Gracias! —dijo Pirenne con aire

despectivo.

Y entonces Hardin preguntó ingeniosamente:

—¿No

podría

Anacreonte

abastecernos de plutonio para nuestra

planta de energía atómica? No nos queda

más que el suministro de unos cuantos

años.

Pirenne se quedó sin aliento y durante

unos minutos reinó un silencio de muerte.

Cuando el ilustre Rodric habló, lo hizo en

una voz completamente distinta de la que

había empleado hasta entonces:

—¿Tienen energía atómica?

—Ciertamente. ¿Qué hay de insólito

en ello? La energía atómica existe desde

hace más de cincuenta mil años. ¿Por qué

no íbamos a tenerla? El único problema

es obtener plutonio.

—Sí…, sí. —El enviado hizo una

pausa y añadió desasosegadamente—:

Bien, caballeros, proseguiremos nuestra

charla mañana. Me disculparán…

Pirenne le siguió con la mirada y

murmuró entre dientes:

—¡Insufrible asno! Ése…

Hardin le interrumpió:

—Nada de eso. No es más que el

producto del medio en que vive. No

entiende gran cosa aparte de «Yo tengo

un arma y tú no».

Pirenne se echó sobre él con

exasperación.

—¿Qué demonios se ha propuesto

usted al hablar de bases militares y

tributos? ¿Se ha vuelto loco?

—No. No he hecho más que darle

cuerda y dejarle hablar. Observará que ha

terminado por revelar las verdaderas

intenciones de Anacreonte, es decir, el

fraccionamiento de Términus en

pequeños estados. Naturalmente, no voy

a permitir que eso ocurra.

—No va a permitirlo. No lo hará. ¿Y

quién es usted? ¿Y puedo preguntarle qué

se proponía al revelar la existencia de

nuestra planta de energía atómica? Es

precisamente lo que puede convertirnos

en un objetivo militar.

—Sí —sonrió Hardin—. Un objetivo

militar del que hay que mantenerse

apartado. ¿No es obvio el motivo que he

tenido para sacar el tema? Ha confirmado

una poderosa sospecha que ya tenía.

—¿Cuál?

—Que Anacreonte ya no tiene una

economía de energía atómica. Si la

tuviera, nuestro amigo se hubiera dado

cuenta inmediatamente de que el

plutonio, excepto en la tradición antigua,

no se utiliza en plantas de energía. Y de

esto se deduce que el resto de la Periferia

tampoco

tiene

energía

atómica.

Indudablemente Smyrno no tiene, o

Anacreonte no hubiera ganado la mayor

parte de las batallas en la reciente guerra.

Interesante, ¿no cree?

—¡Bah!

—Pirenne salió con

expresión enfurecida, y Hardin sonrió

amablemente.

Tiró su cigarro y miró hacia la

extendida Galaxia.

—Han vuelto al petróleo y al carbón,

¿verdad? —murmuró, y el resto de sus

pensamientos los guardó para sí.

Cuando Hardin negó ser propietario del

Diario, quizá fuera técnicamente sincero,

pero nada más. Hardin había sido el alma

inspiradora de la campaña para

incorporar Términus a una municipalidad

autónoma. Había sido elegido su primer

alcalde y por eso no era sorprendente

que, aunque el periódico no iba a su

nombre, cerca de un sesenta por ciento

estuviera controlado por él mediante

formas más tortuosas.

Había muchas maneras.

Por consiguiente, cuando Hardin

empezó a sugerir a Pirenne que debían

permitirle asistir a las reuniones de la

Junta de síndicos, no fue ninguna

coincidencia que el Diario empezara una

campaña similar. Y se celebró la primera

reunión masiva en la historia de la

Fundación, solicitando

una representación de la Ciudad en el

gobierno «nacional».

Y, eventualmente, Pirenne capituló de

mala gana.

Hardin, sentado al extremo de la

mesa, especuló ociosamente sobre la

razón de que los científicos físicos fueran

unos administradores tan pobres. Podía

ser únicamente porque estaban

demasiado acostumbrados al hecho

inflexible y muy poco a la gente

manejable.

En cualquier caso, tenía a Tomaz Sutt

y a Jord Fara a su izquierda; a Lundin

Crast y Yate Fulham a su derecha; y

Pirenne, en persona, presidía. Los

conocía a todos, como era natural, pero

daba la impresión de que se habían

revestido de un poco de pomposidad

extraordinaria para la ocasión.

Hardin se adormeció durante las

formalidades iniciales y después se

reanimó cuando Pirenne dio unos sorbos

del vaso de agua que tenía frente a sí, a

modo de preparación, y dijo:

—Tengo el gran placer de informar a

la Junta de que, desde nuestra última

reunión, he recibido la noticia de que lord

Dorwin, canciller del imperio, llegará a

Términus dentro de dos semanas. Puede

darse por sentado que nuestras relaciones

con Anacreonte serán suavizadas a

nuestra completa satisfacción en cuanto

el emperador sea informado de la

situación.

Sonrió y se dirigió a Hardin desde el

otro extremo de la mesa.

—Se ha facilitado la información

correspondiente al Diario.

Hardin se rio disimuladamente.

Parecía evidente que el deseo de Pirenne

de revelar estos informes frente a él había

sido la única razón de que le admitiera en

el sancta-sanctórum.

Dijo tranquilamente:

—Prescindiendo de las expresiones

vagas, ¿qué espera que haga lord

Dorwin?

Tomaz Sutt replicó. Tenía la mala

costumbre de dirigirse a uno en tercera

persona siempre que se sentía importante.

—Está clarísimo —observó— que el

alcalde Hardin es un cínico profesional.

No puede dejar de comprender que el

emperador no permitirá en modo alguno

que se infrinjan sus derechos personales.

—¿Por qué? ¿Qué haría en caso de

que así sucediera?

Hubo un pequeño revuelo. Pirenne

dijo:

—Está diciendo tonterías —y como si

se le acabara de ocurrir—: y, además,

hace declaraciones que

pueden considerarse traidoras.

—¿Debo considerar esto como una

respuesta?

—¡Sí! Si no tiene nada más que

decir…

—No saque conclusiones con tanta

precipitación. Me gustaría hacer una

pregunta. Aparte de este golpe de

diplomacia, que puede o no puede

demostrar nada, ¿se ha hecho algo

concreto para enfrentarnos a la amenaza

de Anacreonte?

Yate Fulham se llevó la mano a su

feroz bigote pelirrojo.

—Usted lo considera una amenaza,

¿verdad?

—¿Usted no?

—No —dijo con indulgencia—. El

emperador…

—¡Gran Espacio! —Hardin se sentía

molesto—. ¿Qué es esto? Cada dos por

tres alguien menciona al «emperador» o

al «imperio» como si fueran palabras

mágicas. El emperador está a cincuenta

mil parsecs de distancia, y dudo que le

importemos un comino. Y si no fuera así,

¿qué puede hacer él? Lo que había en

estas regiones de la flota imperial ahora

está en manos de los cuatro reinos, y

Anacreonte tiene su parte. Escuchen,

hemos de luchar con armas, no con

palabras.

»Presten atención. Hasta ahora hemos

tenido dos meses de gracia,

principalmente porque hemos dado la

idea a Anacreonte de que tenemos armas

atómicas. Bueno, todos sabemos que esto

es una mentira piadosa. Tenemos energía

atómica, pero sólo para usos comerciales,

y además muy poca. Lo averiguarán

pronto, y si ustedes creen que les gustará

haber sido burlados, están muy

equivocados.

—Mi querido amigo…

—Espere; no he terminado. —Hardin

se acaloraba. Le gustaba aquello—. Está

muy bien reclamar la intervención de

cancilleres en todo esto, pero sería mucho

mejor reclamar unas cuantas armas de

sitio adaptadas para contener unas

preciosas bombas atómicas. Hemos

perdido dos meses, caballeros, y es

posible que no tengamos otros dos meses

que perder. ¿Qué proponen hacer?

Lundin Crast, arrugando airadamente

la nariz, dijo:

—Si lo que propone es la

militarización de la Fundación, no quiero

ni oír hablar de ello. Marcaría nuestra

entrada declarada en el campo de la

política. Nosotros, señor alcalde,

constituimos una fundación científica y

nada más.

Sutt añadió:

—No se da cuenta de que construir

armamento significaría retirar hombres,

hombres útiles, de la Enciclopedia. Eso

no se puede hacer, pase lo que pase.

—Es la pura verdad —convino

Pirenne—.

La

Enciclopedia

está

primero… siempre.

Hardin gruñó para sus adentros. La

Junta parecía sufrir violentamente de la

enfermedad de la Enciclopedia.

Dijo fríamente:

—¿Se le ha ocurrido alguna vez a la

Junta que es posible que Términus tenga

otros intereses que la Enciclopedia?

Pirenne replicó:

—No concibo, Hardin, que la

Fundación pueda tener algún otro interés

que la Enciclopedia.

—Yo no he dicho la Fundación; he

dicho Términus. Me temo que no se

hacen cargo de la situación. Más de un

millón de personas vivimos en Términus,

y no más de ciento cincuenta mil trabajan

directamente en la Enciclopedia. Para el

resto de nosotros, éste es nuestro hogar.

Hemos nacido aquí. Vivimos aquí.

Comparada con nuestras granjas y

nuestras casas y nuestras fábricas, la

Enciclopedia

no

significa

nada.

Queremos protegerlas…

Le hicieron callar.

—La Enciclopedia primero —declaró

Crast—. Tenemos una misión que

cumplir.

—Al infierno la misión —gritó

Hardin—. Esto podía ser cierto hace

cincuenta años. Ahora hay una nueva

generación.

—Eso no tiene nada que ver —repuso

Pirenne—. Somos científicos.

Y Hardin aprovechó la coyuntura:

—¿Lo son, realmente? Esto es una

bonita alucinación, ¿no creen? Ustedes

constituyen un ejemplo perfecto de todos

los males de la Galaxia durante miles de

años. ¿Qué clase de ciencia es

permanecer aquí durante siglos enteros

para clasificar el trabajo de los científicos

del último milenio? ¿Han pensado alguna

vez en seguir adelante con su trabajo, en

extender sus conocimientos y mejorarlos?

¡No! Están muy contentos estancándose.

Toda la Galaxia lo está, y lo ha estado

desde el espacio sabe cuánto tiempo. Ésta

es la razón de que la Periferia se agite;

ésta es la razón de que las

comunicaciones se corten; ésta es la

razón de que guerras absurdas se

eternicen; ésta es la razón de que sistemas

enteros pierdan la energía atómica, y

vuelvan a las bárbaras técnicas de la

energía química.

»Si quieren saber mi opinión —gritó

—, ¡la Galaxia va a descomponerse!

Hizo una pausa y se recostó en la silla

para recobrar el aliento, sin prestar

atención a los dos o tres que intentaban

contestarle simultáneamente.

Crast tomó la palabra:

—No sé lo que trata de obtener con

sus declaraciones histéricas, señor

alcalde. Ciertamente, no añade nada

constructivo a la discusión. Solicito,

señor presidente, que las observaciones

del alcalde sean desestimadas y que se

reanude la discusión en el punto que fue

interrumpida.

Jord Fara se agitó por vez primera.

Hasta el momento, Fara no había tomado

parte ni siquiera en los momentos álgidos

de la disputa. Pero ahora su voluminosa

voz, tan voluminosa como su cuerpo de

ciento cincuenta kilos de peso, dejó oír su

tono de bajo:

—¿No hemos olvidado alguna cosa,

caballeros?

—¿Qué?

—preguntó

Pirenne,

malhumoradamente.

—Que dentro de un mes

celebraremos nuestro quincuagésimo

aniversario. —Fara tenía la facultad de

pronunciar las mayores trivialidades con

enorme profundidad.

—¿Y qué tiene que ver?

—Y en dicho aniversario —continuó

plácidamente Fara—, la Bóveda de Hari

Seldon será abierta. ¿Han pensado alguna

vez sobre lo que puede haber en la

Bóveda?

—No lo sé. Cuestiones rutinarias. Un

discurso de felicitación, quizá. No creo

que haya nada de importancia dentro de

la Bóveda; aunque el Diario —y miró a

Hardin, que le sonrió— intentara editar

un número sobre ello. Yo puse mi veto.