Atrapada en aquella brumosa oscuridad, los ojos me picaron y parpadeé levemente. La luz blanca fluorescente me golpeaba el rostro de forma despiadada, así que deduje que me encontraba en un hospital.
—Despertaste —dijo sonriendo. Aquel chico me observaba desde una silla junto a la cama.
—¿Dónde estoy? —musité.
—En el hospital. —«Lo sabía», pensé para mis adentros.
—¿Qué ocurrió? —pregunté mientras me incorporaba.
—En realidad, no estoy muy seguro. Chocaste conmigo y de pronto te desvaneciste.
Al recordar lo que había ocurrido entré en pánico e intenté buscar un reloj o algo que me dijera exactamente cuánto tiempo había estado inconsciente. Pero la habitación estaba vacía.
—¿Qué hora es? —pregunté finalmente.
—Más de medianoche. —Di un salto de aquella cama para intentar levantarme.
—¡Mi padre va a matarme! —grité.
—No te preocupes. Cogí el celular que había en tu bolso y me tomé la libertad de buscar su teléfono. El doctor ya le avisó. Afuera está un tal Charles que dice ser tu chófer. Siendo la hija de un embajador no deberías vagar sola por ahí. —Sonreí por su regaño y él respondió también con una sonrisa.
—Gracias por ayudarme.
—No hay por qué. Ya que estás mejor y tu chófer se encuentra afuera, será mejor que me vaya. Mi abuela también debe estar preocupada por mi desaparición. —Asentí.
Una parte de mí no quería que se fuera, pero la parte racional de mi cerebro dominó sobre aquella sensación. Levanté la mano para despedirlo tal y como lo haría un niño pequeño.
—Espera —grité antes de que saliera de la habitación—. Aún no sé cuál es tu nombre. —Antes de contestar sonrió, mostrándome una perfecta y blanca sonrisa.
—Yori, mi nombre es Yori.
—Gracias por ayudarme, Yori. —Hizo una inclinación con su cuerpo y se fue. Me recosté de nuevo y cerré los ojos hasta que me quedé dormida. Mi voz comenzó a resonar dentro de aquella habitación con la que siempre soñaba.
—Necesito hablar contigo —musité.
Desde el día en que perdí a mi madre, aquel niño comenzó a habitar mis sueños. Con el paso de los años, él también se había convertido en un joven como yo. Siempre que tenía problemas, en la escuela o con mi padre, él estaba ahí. Era gracias al apoyo que me brindaba que olvidaba las cosas tristes o dolorosas. Gracias a él, y a su presencia, podía olvidar que en mi vida había varias cosas que me hacían falta, como la atención de mi padre y su aceptación de mi sueño de dedicarme a la música, o la ausencia de mi madre y la culpa que aún me carcomía por dentro. A pesar de solo tratarse de una imagen dentro de mi cabeza, él era la luz al final del túnel oscuro y frío que a veces mi vida parecía ser. Los sueños en los que él es el protagonista son comunes. Puedo hablarle, incluso tocarlo. En ocasiones, no recuerdo por completo nuestras conversaciones o la imagen de su rostro, pero siempre al despertar tengo la sensación de no estar completa, la sensación de que me hace falta algo. Dentro de mis sueños él sabe todo acerca de mí y yo lo sé todo acerca de él. Con frecuencia me decía a mí misma que estaba enloqueciendo, pero no podía dejar de pensar en él. En mi mente siempre rondaba la misma idea, aquellos pensamientos que inspiraban mi música, aquellos pensamientos que me salvaban
de mi propia oscuridad, de la oscuridad que nadie era capaz de ver que cargaba en mi interior. El tipo de oscuridad con la que tratan las personas que se sienten solas.
La habitación estaba vacía. En los once años que habían pasado desde que lo conocí, por llamarlo de alguna forma, ese día fue la primera vez que no soñé con él. Me senté en el suelo y comencé a cantar tan fuerte como pude.
Quiero conocerte
Sé que existes, puedo sentirte
Incluso oírte, pero el no poder verte
Hace que mi esperanza flaquee
Que piense que me he vuelto loca…
Y la desesperación inunde mi corazón
Las lágrimas brotan,
Mi mente ordena que es mejor aceptar que eres un espejismo
Que tu existencia no es más que la invención de un corazón
que se siente solo
Que no es más que la parte más profunda y oculta de mí
Que toma control, se apodera de mi razón
Si tan solo hubiera una señal
Un indicio de que tú estás aquí
Que existes en realidad
Y vivir para buscarte
Luchar para encontrarte
No es una esperanza vana.
Cerré los ojos cuando terminé de cantar. Hacerlo me devolvía la esperanza. Cantar para él hacía que sintiera nuestra conexión más fuerte. Ambos solemos pensar que será mediante la música que lograremos encontrarnos, así que ambos cantamos para el otro. Yo me deleito en el dulce sonido de su voz, mi corazón late como un demente al escuchar las letras que compone para mí. Necesito verlo, hablarle, escucharlo.
Seguí dormitando hasta que escuché la voz de mi padre susurrando algunas cosas respecto a su trabajo.
—Hola —saludé mientras me llevaba una de las manos al rostro.
—¿Te sientes bien? —preguntó él tapando el auricular de su celular.
—Creo —respondí mientras me incorporaba.
Mi padre colgó el teléfono casi enseguida para lanzarme una mirada fulminante.
—¿Me podrías explicar qué fue lo que ocurrió?
—No creo que sea conveniente contártelo, podría darte un ataque —respondí sonriendo. Él sacudió la cabeza para mostrar su desacuerdo.
—No volverás a salir sola de ahora en adelante. Y si vuelves a escaparte del guardaespaldas de nuevo, te enviaré a vivir con tu abuela. ¿Está claro? —dijo de forma tajante.
—Sí, papá —respondí.
—Hay algunos problemas y tenemos que irnos antes de lo planeado —informó después de respirar de forma profunda.
—¿Cuándo es antes? —pregunté.
—Mañana.
—Pero dijiste que podía quedarme hasta la graduación del instituto —dije indignada.
—Sé lo que dije, pero no puedo esperar hasta entonces, necesitamos irnos mañana.
—Solo es un día, papá. Vete tú y yo te alcanzaré después de la ceremonia. —Mi padre frunció el ceño de una forma que ya anticipaba la respuesta que me daría.
—Deberías sentirte avergonzada de pedirme que te permita quedarte después de tu imprudencia de hoy. —Clavé la mirada en la sábana blanca del hospital—. No. Lo siento, hija, pero después de lo ocurrido hoy no tengo confianza en ti y mucho menos confío en tus decisiones. Te irás conmigo mañana. Y es mi última palabra. —Se puso de pie y se dirigió a la puerta—. Tramitaré tu alta para que nos vayamos a casa. Realmente no podía culparlo por estar molesto conmigo.
Me quedé sentada en la cama de aquel hospital intentando entender qué era lo que había ocurrido, cómo fue que me metí en tantos problemas en una sola tarde. Mi padre regresó al
cabo de unos minutos con los papeles y una caja con mi ropa.
—Vístete —ordenó y salió de la habitación para darme privacidad. Me puse de pie e hice lo que me mandó.
Salí caminando de aquel hospital con mi padre al lado. Charles estaba esperándonos en la entrada. Abrió la puerta para que ambos subiéramos al auto.
—El Mercedes, papá. ¿No quieres colocarle también la bandera de Francia para que todo el mundo sepa que eres el embajador? —Él sonrió antes de que se le endurecieran las facciones.
—No lo habría traído de no ser porque recibí una llamada diciendo que estabas en un hospital. El médico me dijo que había obtenido el número de un completo extraño, frente al cual te desmayaste en la calle, y que ahora te encontrabas en un hospital. ¿Tienes una idea de lo que pensé? Y sabes mejor que nadie que odio conducir. —Me quedé pensativa un momento, intentando fingir que podía imaginarlo.
—Lo lamento —respondí.
—¿Por qué lo lamentas? No te acuso de desmayarte a propósito frente a ese joven, pero te pido que te guardes tus comentarios sarcásticos respecto al auto, porque fue tu insensatez la que provocó que yo casi me volviera loco de preocupación.
Sabía que tenía razón pero, a pesar de saberlo, incluso de entenderlo y otorgársela, había algo que se apoderaba de mí cuando él me regañaba, algo que me obligaba a responderle o a comportarme de forma grosera. Creo que se debe a que no quiero que las cosas en el proceso del regaño lleguen al punto de «perdí a tu madre, me volvería loco si te perdiera a ti también». No podía asegurar con certeza cómo reaccionaría a un comentario así.
—Disculpa si no puedo ser la hija perfecta que tú deseas. Quizás deberías venderme a alguna institución médica para que experimente con el cerebro vacío que el creador me regaló. —Mi padre se llevó la mano derecha al rostro y lo cubrió con ella por completo.